Al margen de las 6/8 horas diarias que, por término medio, dedicamos al descanso, durante el resto del tiempo en el que ya estamos despiertos, son muchos los momentos o las oportunidades del día en las que decidimos guardar silencio. Y esta actitud puede responder a muy diversas motivaciones: prudencia, temor, apatía, desinterés, conveniencia … En esas situaciones, a veces muy numerosas, nos acordamos y aplicamos ese consejo o frase de “es mejor estar callados” porque la postura contraria traería más inconvenientes que ventajas para nuestro interés.
La convivencia entre dos personas no resulta fácil, en el tiempo que nos ha correspondido vivir. En épocas pasadas o pretéritas, esa convivencia se mantenía porque los matrimonios “aguantaban” las frecuentes y normales diferencias. Y ello era posible gracias a que uno de los cónyuges, aceptaba las imposiciones, caprichos o forma de ser del compañero o pareja. Casi siempre era el hombre quien establecía sus privilegios, mientras que la mujer soportaba, callaba o sufría el sometimiento que imponía “el cabeza de familia”. Las leyes sociales priorizaban el poder del esposo en la familia, mientras la mujer, a fin de evitar males mayores o por el desafortunado hábito de la costumbre, no se enfrentaba a los excesos y caprichos de su déspota marido, posible dialéctica en la que tenía todas las opciones de perder. Jurídicamente no existía la separación o el divorcio entre los cónyuges, en el que poder refugiarse, a fin de poner fin a un tormento más que a diario, cruel trato en el que había agresiones físicas y anímicas. La prepotencia egoísta masculina era soportada por la mujer con sumisión y oculto dolor.
Con el paso del tiempo y con muchos sacrificios en el camino, esta humillante desigualdad en la sociedad familiar se fue reduciendo, con un imprescindible cambio en la mentalización social. Cambio que se fue reflejando, de manera paulatina, en las leyes, con la consecución de la separación y el divorcio conyugal, en los casos de crisis manifiesta. De todas formas, penosamente aún hoy, los dramáticos episodios de la violencia de género tienen un claro protagonismo en la persona del hombre sobre o contra la mujer. El número de homicidios y asesinatos perpetrados sobre la mujer, por parte de sus parejas, es terriblemente cruel y desalentador, mientras que la opción contraria, apenas es mínimamente perceptible. Las cifras estadísticas son tozudamente contundentes, para indicar que todavía es largo el irrenunciable camino a recorrer para la igualdad.
Pero en la familia Alfaya-Sietevillas la relación conyugal era claramente opuesta al sentido general que observamos en el cuerpo social. Aquí la situación de prepotencia la enarbolaba la señora PASTORA Sietevillas, 46, sobre el carácter absurdamente paciente que arraigaba en su débil esposo. CLEMENCIO Alfaya, 48, ejercía como revisor de contadores del gas ciudad, en la bella ciudad malacitana, desde hace muchos años. Gracias a este oficio y a la ayuda laboral que prestaba su mujer Pastora, cuidadora en un centro de mayores durante las mañanas, de 8 a 15 horas, habían logrado sacar adelante a su corta familia de dos hijos. Jennifer, 20, es estudiante de Fisioterapia, en la facultad de Ciencias de la Salud, mientras que Lorenzo, 18, se ha matriculado este año en 1º de Turismo. En esta familia, en pleno siglo XXI, ese sometimiento venía expresado por el carácter desigual de uno y otro miembro de la pareja.
Clemencio era un hombre de parca estatura, alopécico, luciendo un pequeño y ridículo bigote, que dibujaba un rostro no especialmente atractivo, intensificado por unos ojos algo saltones. Desde siempre había carecido de un fuerte carácter. Aceptaba la situación vital en la que estaba inmerso sin complacencia, pero sin el vigor necesario para el rechazo. Persona gris, apocada, aburrida, se refugiaba en la rutina diaria de su trabajo (control de contadores del gas, levantando las actas correspondientes de infracción o deterioro, echando además las horas que fueran necesarias en las oficinas de la compañía “para todo lo que hiciese falta”). Su único y gran desahogo o distracción la centraba en el fútbol, no como practicante, sino como pasivo espectador, a través de la radio, la televisión y la compra frecuente del diario Marca. Algunos domingos acudía al estadio de La Rosaleda, en la barriada de Martiricos, para ver de jugar a “su Málaga” F C. Siempre desde la grada de general de fondo, cuyas localidades eran algo más económicas para su limitado bolsillo.
¿Y cómo se gestó su matrimonio con Pastora? La historia comenzó en esa juventud ya alejada de los veinte años. Clemencio Estaba vinculado a un grupo de amigos, muy “lanzados” por la vida, que los findes de semana, especialmente los domingos, organizaban alegres y ruidosos “guateques” en un viejo local /almacén, perteneciente al padre de uno de estos chicos. Típicas fiestas domingueras, con música “enlatada” a generoso volumen, pues el local estaba en uno de los polígonos industriales malacitanos. Unos y otros asistentes llevaban lo que podían, a fin de hacer más placentera la merienda, subsiguiente a los esfuerzos de la danza amorosa. Ginebra de garrafa, refrescos, alguna botella “misteriosa” y sin etiqueta, que facilitaba la embriaguez afectiva de unos y otros. El local tenía algunas dependencias, antiguas oficinas, que los aviesos jóvenes utilizaban para sus naturales y fogosas intimidades, a fin de sosegar sus naturales potencialidades. Cuando los minutos avanzaban y el “desenfreno “o descontrol llegaba a cotas importantes, ya nadie conocía a nadie, buscándose esos rincones sentimentales mínimamente aptos para saciar la líbido juvenil, bien exaltada. Alguien puso sus ojos en un Clemencio de veinte años y completó generosamente su intencionalidad. La música seguía sonando a toda pastilla, para “endulzar” acústicamente la gozosa compenetración. Semanas después, la hábil manipuladora comunicó la infausta noticia a un sorprendido Clemencio: “estoy embarazada de ti”. Todo ello en función de esa libertad que el joven se había tomado con ella, sobre unos jergones, algunos sacos y unas mantas malolientes allí habilitadas para la “necesidad”.
El apocado joven carecía de la fuerza mental o el equilibrio necesario para ver que había sido bien “cazado”, evitando discutir su posible paternidad. Aceptó, con esa sumisión que le caracterizaba, la complicada situación en la que se había metido, prometiéndose esa frase plena de incredulidad de que “el amor llegará, a través de una convivencia para “la felicidad”. Como él ya tenía trabajo, las familias prepararon de inmediato un enlace sin mucho amor como fundamento y con un hijo que viajaba hacia su nuevo hogar. Pastora, así se llamaba la aviesa chica, tenía buena relación con grupos parroquiales, por lo que don Salomón, el párroco de san Patricio. Le consiguió un acomodo laboral en LA BUENA ESPERANZA, una residencia para la tercera edad ubicada en las colinas próximas a la barriada de El Palo. Con ello se “oxigenaba” el cada vez más insuficiente sueldo de su esposo Clemencio, para atender a las necesidades económicas de ese nuevo hogar. Como ya sabemos, a Jennifer, la niña “supuestamente” gestada en el Polígono, le sucedió Lorenzo, con dos años de diferencia para la parejita de la felicidad.
El carácter de Pastora dibujaba todo lo opuesto a su esposo. Era una persona “mandona”, quisquillosa, antojadiza, conflictiva y exageradamente egoísta. Muy obsesiva para con la compra de ropa con el que vestir su cuerpo, de notable humanidad en cuanto al peso, gustaba estar al día en todos los chismorreos de la prensa del corazón. Adquiría una releída revista todas las semanas, ya fuera el Lecturas, el Hola, el Semana, el Pronto o similar. Lo que más agradecía esta mujer era disfrutar con sus tardes parroquiales, merendando y comentando con sus amigas Cloti, Fina, Fernanda y Celia. Con respecto a su marido. literalmente “pasaba” de él, como no fuera para criticarle y, en las más de las veces, humillarle.
¿Y por qué este desigual matrimonio se mantenía, sin una crisis abierta de ruptura? Obviamente por la actitud sumisa, complaciente y silenciosa de Clemencio, que trataba de evitar, hasta el límite del sometimiento, los motivos de enfrentamiento con su intransigente y “echada para delante” mujer. Si había que ir al cine, era Pastora quien todo lo decidía: película, sala, día y hora. Si algo faltaba en la cocina, era por culpa de su marido, a causa de no haberlo traído del súper. Si el suelo no estaba limpio, era Clemencio quien tenía que coger la fregona, mientras sus hijos y esposa disfrutaban con los programas televisivos. Pastora siempre estaba cansada, del esfuerzo laboral que decía desempeñaba en la Buena esperanza. Para ella, el trabajo de la revisión del gas era un siempre “entretenimiento” de un inútil marido. Por supuesto que era ella quien manejaba el dinero que entraba en casa. Clemencio era todo un “calzonazos”. Su pobre argumento o defensa para tan pobre actitud era de que en la mayoría de las ocasiones lo más conveniente era guardar silencio, para evitar escenas desagradables en la familia. Cuando Pastora gritaba y le acusaba de “todo”, el pusilánime esposo bajaba los ojos y aguardaba a que el chaparrón escampara. “Sí, Pastora” “lo que tú quieras” “me da igual” “me parece bien” “me voy a dar una vuelta. Cuando vuelva ya estarás más tranquila”. Era incluso frecuente que el “bueno” de Clemencio apareciera con algún pequeño regalo u obsequio para calmarla, después de alguna escenificada e ingrata trifulca.
Así llevaban años, más de dos décadas matrimoniales, de un intenso desamor unilateral. Algunos amigos y compañeros de trabajo se lo decían. “No puedes “tragar” con todo lo que se le ocurra e imponga tu mujer. Te tiene anulado. Has dejado toda tu voluntad en el bolsillo y hace contigo lo que quiere”. Pero Clemencio callaba y asentía. No se le pasaba por la cabeza levantar la voz o manifestar abiertamente su opinión o deseo. Había perdido literalmente los papeles, ante una mujer que no lo respetaba y unos hijos ante los que representaba ser un cero a la izquierda. Pastora era la reina y dueña total de la casa.
Pero un día todo comenzó a cambiar. Ese sábado por la mañana, fue aprovechado por Clemencio para hacer algo que mucho le agradaba: caminar por la ciudad, sin rumbo fijo. Apenas había recorrido unas calles, no especialmente limpias, de su barrio, cuando decidió entrar en la biblioteca pública, para ojear algún periódico del día. Vio que ofertaban como regalo una serie de DVDs (decenas de veces prestados) que contenían grandes películas de la historia del cine. Podía elegir la que deseara y llevársela a casa, para disfrutarla con su visionado, para después quedársela en propiedad. Eligió una que dudaba haberla visto, pero cuyo título y actores le atrajeron, repasando la carátula. Se trataba del film EL HOMBRE TRANQUILO (The quiet man), dirigida por John Ford en el año 1952 e interpretada en los papeles protagonistas por John Wayne y Maureen O´Hara. Un verdadero clásico en la historia del cine.
Aquella misma tarde, mientras Pastora estaba merendando con sus amigas parroquiales, Clemencio vio la película quedando gratamente impresionado de la trama argumental e interpretación de los grandes actores. Ambientada en los atrayentes y bellos paisajes rurales irlandeses, la historia narra como Sean Thort Thornton, que había salida de su país a los 12 años y que había sido boxeador en los Estados Unidos, vuelve a su país, cuando sumaba tres décadas en su edad. En esta vuelta a sus raíces, compra su casa natal y una serie de tierras vinculadas, enamorándose fuertemente de Mary Kate Danaher, una muy bella pelirroja, de carácter indómito e incluso dominante con los hombres. Sean tiene problemas con el ambicioso y rudo hermano de su prometida, quien pretende por todos los medios hacerse con la propiedad de las tierras pertenecientes ahora al antiguo boxeador irlandés. Al fin, el rudo Danaher acepta el matrimonio de su hermana, que se une a Sean bastante enamorada, pero dispuesta a dominarlo como mujer, aplicando su muy fuerte temperamento, ejerciendo ese mando autoritario, al que estaba bien habituada. Pero Sean sabe reaccionar a tiempo, aplicando todo su amor y virilidad irlandesa para “dominar” a su autoritaria esposa.
Tal fue la impresión que la película produjo en Clemencio que repitió su visionado varias veces, a lo largo de los días siguientes. Se sentía tan obsesionado por el mensaje que la película ofrecía, que comenzó a sopesar el aplicarlo a su propia persona. Era asombroso cómo esta historia fílmica podía provocar tal revulsivo en una persona tan apocada, pusilánime y sumisa como era el revisor del gas. Eclipsado como marido, padre y persona, ahora Clemencio comenzó a darle vueltas a la posibilidad de asumir un rol similar al del rudo y valiente exboxeador irlandés. Incluso “pasaba“ de los agresivos comentarios de su cónyuge, cuando ésta, tras verle tantas horas frente a la pantalla del televisor, le decía con descaro unas “afectivas” palabras “Parece que te has enamorado de la protagonista. A tus años te estás volviendo como un anciano picarón, Mírate al espejo, so viejales”.
Una tarde, el cada vez más renovado operario del gas ciudad, dirigió sus pasos hacia el pétreo y salino malecón del puerto de levante. Allí pasó largos minutos de reflexión, solo acompañado por el rompeolas de las aguas marinas sobre los recios y enormes bloques de ese camino rocoso en las entrañas hídricas de la bahía malacitana. Pensaba en los veintitantos años de sometimiento que habían degradado penosamente su imagen y su dignidad. “Esto tiene que acabar” se repetía una y otra vez. “Ahora o nunca”. De vuelta a su domicilio en la Barriada de la Paz. cuando ya atardecía camino de la noche, se detuvo unos minutos en la Casa de Guardia antes de tomar el bus de línea en la Alameda. En la tradicional bodega Garijo pidió una copa de aguardiente peleón, que bebió de un visceral respiro. Henchido de fuerza etílica, como un Asterix con su milagrosa y revulsiva pócima, abrió la puerta de su casa dispuesto, por una vez, a recomponer una humillante situación para su persona, en manos de una cruel Pastora.
“Otra vez te has ido a la calle sin fregar el suelo de la casa ¡Valiente bribón! Mientras que no dejes el suelo reluciente, no pienso ponerte la comida en el plato, maldito truhan. Por ahí perdiendo miserablemente el tiempo, con los amiguetes de turno y la casa sin hacer. Eres un vividor, y encima apestas a aguardiente”.
En ese momento, extremando su seriedad, se puso delante de Pastora y mirándola con fijeza a los ojos, le dijo con voz atronadora:
“Mire Vd. señora. Esto va a cambiar, desde ahora mismo. Yo friego el suelo una vez. Y,la siguiente vez, lo vas a hacer tú. Te lo repito ¡Lo fregarás tú! Y la próxima vez que te atrevas a gritarme, yo lo haré más fuerte. Te digo y no me cansaré de repetírtelo, que estoy profundamente harto de ti, de tus caprichos, de tus insultos y ofensas hacia mi persona. Eso de tratarme como un “soplillo” ya se ha acabado, vieja gordinflona y picarona”.
Cuando la voluminosa y fogosa Pastora se abalanzó sobre Clemencio, con la intención de propinarle un contundente sopapo, su pequeño marido eludió con agilidad la embestida, empujando a ese “tanque” que iba arrollarle hacia el sofá, en donde la bien maciza cónyuge cayó rodando sobre los mullidos y escasamente limpios cojines. Tendida desde el sofá vociferaba y amenaza con el rostro desencajado y los ojos “salidos de órbita”. Nunca podía imaginarse (dos décadas en sus recuerdos) que el insignificante Clemencio se le enfrentara de tamaña forma. Escenas como la descrita se fueron repitiendo a lo largo de los días siguientes. Pastora no vio otra salida mejor que ir “plegando velas”. También Jennifer y Lorenzo, los dos hermanos, tomaron conciencia de que su padre había “sufrido” una transformación radical. La situación en el domicilio de la familia Alfaya Sietevillas estaba cambiando.
Ciertamente los caracteres personales no se transforman drásticamente, pero la persona de Clemencio avanzó sorprendentemente en el camino de la dignidad que, por su naturaleza especial, el revisor del gas había dejado que se degradara hasta límites verdaderamente penosos. Este hombre “cambiado” conserva desde entonces, como oro en paño, esa valiosa cinta de cine regalada por la Biblioteca pública, cuyo título El hombre tranquilo (1952) es un peculiar manual en el que el maestro John Ford (1894- 1973) supo plasmar esa fuerte virilidad masculina, en el mundo rural irlandés, cuando un antiguo boxeador templa los impulsos indómitos de una guapa chica a la que quiere y necesita, recuperando el amor que con fuerza los une. Entre Clemencio y Pastora, muy posiblemente el amor nunca existió, ya que su relación fue impuesta “desacertadamente” por una de las partes. Pero el revulsivo cinematográfico había obrado el milagro de que ya no habría más humillantes silencios por parte del revisor, esposo y padre. Y esa autoestima, casi siempre perdida, fue renaciendo en una persona gris, “opaca” y escasamente sugerente.
Los silencios pueden ser convenientes y necesarios a veces, pero siempre en el momento y en la oportunidad adecuada. Pero, sobre la falta temerosa de respuestas, la palabra debe prevalecer con la fuerza de su contenido y la racionalidad de su mensaje.
EL SORPRENDENTE
ESPOSO CAMBIANTE
José L. Casado Toro
Antiguo Profesor del I.E.S. Ntra. Sra. de la Victoria. Málaga
Viernes 08 septiembre 2023
Dirección electrónica: jlcasadot@yahoo.es
Blog personal: http://www.jlcasadot.blogspot.com/
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