La muy bella y sencilla oración, en la que se explicita el perdón hacia los demás, es pronunciada o rezada por los creyentes en repetidas ocasiones a lo largo de sus vidas. Su contenido supone una decisión generosa y fraternal, en la que nos proponemos poner en práctica el valiente y “terapéutico” mensaje de la divinidad. Pero en el mundo “terrenal”, probablemente muy alejado del “celestial”, la realización del noble precepto no resulta fácil. Por el contrario, esa plausible intencionalidad, en la mayoría de las ocasiones se torna complicada, abrupta, incluso heroica. Tal vez, porque supone un comportamiento divino … hecho por los humanos. Éstos, sean hombres o mujeres, no son dioses. De ahí esa complicada dificultad, en la aplicación del precepto. En este contexto se inserta nuestra reflexiva historia de esta semana.
Romualdo Cabrillana, 39 años, camionero de profesión, contrajo matrimonio, al fin, con Natividad Infante, 28, en el bello pueblo andaluz y cordobés de Priego, de donde ambos eran naturales. Pronto llegó a la vida (ella se encontraba ya embarazada, antes del enlace) una preciosa niña, a la que pusieron el nombre de Alba en la pila bautismal. El transportista, principalmente trasladaba frutos y otros productos vegetales, era persona un tanto “primaria” y exageradamente “sensual”. Debido a su oficio, tenía que ausentarse en repetidas ocasiones del calor afectivo del hogar, a fin de realizar numerosos y largos viajes, tanto por el territorio español, como por diversos países de Europa e incluso por la zona norte de África. Las infidelidades que perpetraba, en tan numerosas idas y venidas eran más que frecuentes (en los momentos de lucidez y sinceridad él lo interpretaba o justificaba como una necesidad vital, incontenible), comportamientos infieles que no pasaban desapercibidos para la sumisa Nati, mujer que trataba de “pasar página” con esa balsámica frase de “son cosas de hombres”. El trato que recibía de su marido, una persona brutal y zalamera, al tiempo, era bastante descortés y autoritario. Él era el marido, dueño y señor de la casa.
Nati, mujer sencilla y sin apenas estudios (sólo los básicos o primarios) desde muy joven había estado entregada al esforzado trabajo agrario, en una pequeña parcela que tenían junto a su casa autoconstruida, ayudando también a sus padres, Celestino y Cándida, humildes labriegos, que poseían animales de tiro, leche y corral. Tierra y ganado les proporcionaban escasos rendimientos que apenas les daban para vivir con cierto desahogo económico. La mayor ilusión de esta joven esposa era criar con esmero, mucho cariño y dedicación, al gran tesoro de su vida, esa pequeña Alba que, cuando le sonreía, se sentía plenamente feliz y realizada, olvidándose de las trapalerías e infidelidades de su fogoso marido.
Cuando Alba tenía tres años, durante las fiestas patronales del pueblo prieguense en honor de San Marcos, Romualdo se enamoró alocadamente de una muy joven cupletista “barata”, que ofrecía un cuerpo muy sensual y atrayente para los ardientes chicos y mayores del lugar. La “escultural” artista cantaba lo que podía, con su modesta orquesta, para ganar unas “pesetas” por esos pueblos de Dios. Se llamaba Nela (MARIANELA Y LOS NIAGARA). El transportista echó mano a su billetera, gastándose sus buenos “cuartos”, con la “despampanante” jovencita, durante los cuatro días de feria. Estaba literalmente enloquecido, con los favores sexuales que recibía de Nela. Tal es así, que el descontrolado transportista cogió su maleta y la camioneta de carga y se fue con la chica, dejando a su mujer e hija abandonadas y en manos del chismorreo popular, muy típico en estas localidades rurales.
“Nati, me voy con mi nuevo amor, una chiquilla que me tiene totalmente transformado. Te dejo algún dinero para que vayas tirando con la niña. También te puedes poner a servir, para ganar ese dinero que necesitarás. Pero ahora mi entrega sexual está en el corazón de otra mujer. Lo mejor que puedes hacer es volver junto a tus padres. Con ellos encontrarás un buen cobijo. Esto es lo que hay. A mi potencia y ardor sexual tengo que dale lo que pide”.
Así fue esta “romántica” despedida.
En ese trágico momento del abandono, el protagonista de esa insidia, hombre egocéntrico y amante de los placeres carnales, tenía 43 años. Su mujer e hija, 32 y 3 respectivamente. En cuanto a su nueva amante, 19 avanzados. Las dos mujeres vinculadas a Romualdo eran bien diferentes, no sólo en cuanto a su edad. Nela era muy fina de cuerpo, pero un tanto “basta” o ruda de carácter. Despierta, provocadora, zalamera y muy amante de la moneda. Por su parte, Nati había cogido algo de sobrepeso. Era sumisa, paciente, muy humilde, responsable y bastante trabajadora, cualidades que tenía desde pequeña. A pesar de que bien conocía los comportamientos y andaduras de su marido, ese abandono fue un muy duro golpe anímico, centrando desde ese momento las habladurías de esa “fraternidad pueblerina” que multiplicaba las interpretaciones de la ruptura familiar que sufría una convecina.
Madre e hija tuvieron que hacer las maletas y abandonar el amplio y cómodo piso que Romualdo tenía alquilado, viéndose obligada a llamar en la puerta de sus padres, pidiendo hospitalidad, con sencillez y santa paciencia. En todo momento la respuesta de Celestino y Cándida fue cariñosa y protectora.
“Aquí tienes tu casa, mi Natividad querida. En ella encontraréis, tú y mi nieta, todo lo que necesitéis. Os cobijaréis del frio y del calor. El humilde sustento que tenemos, los cuatro vamos a compartirlo. Y, sobre todo, mucho cariño, que ese mal hombre te ha negado, de la manera más vergonzosa. Donde comen dos, también lo pueden hacer cuatro. Y nunca faltará en la despensa de nuestros corazones ese amor y calor fraternal, tanto para ti como para la pequeña Alba”.
Aunque Celestino no era persona religiosa en absoluto, pues nunca le habían gustado las sotanas y el entorno clerical, su mujer era persona de iglesia, confesionario y sacristía. Así que, en la mañana siguiente, Cándida fue a pedir consejo a don Jeremías, el cura párroco de la Encarnación, un orondo y ceremonioso sacerdote quien, después de la misa de nueve, atendió con paternal benevolencia los problemas y pesares de su fiel y recatada feligresa.
“No debes preocuparte, Candidita, pues entiendo bien la situación y me voy a poner en movimiento, hoy mismo, para que tu hija, esa chiquilla, oveja descarriada, no se nos pierda, en este duro momento que la pobre está sufriendo. Es importante buscarle alguna casa “bien”, en donde pueda trabajar y ganar un honrado y necesario sustento, para criar, alimentar, vestir y educar, a tu nieta. Sé que sois personas humildes y que no os sobra el dinero, todo lo contrario. Así que actuaré en consecuencia, para que Nati encuentre de inmediato ese trabajo que necesita. Mientras tanto, a rezar, para que Romualdo, ese hombre “trastornado” encuentre su camino y vuelva a su responsabilidad familiar”.
En dos días, las gestiones de don Jeremías habían dado un feliz resultado. Natividad entró como chica del servicio, en casa de los señores de Villalba, gente muy acomodada, que siempre presumían de ser herederos o parientes lejanos del conde de Montecorto, aunque nadie había visto documento alguno que así lo acreditara. Y así fue pasando la vida para estas personas, con la tristeza e indignación por un padre y esposo que no se ocupa de su mujer ni de su hijita. Pasaban los santos, los cumpleaños y ni una carta o llamada telefónica. Incluso tampoco, en esa fiesta emblemática que a todos los humanos une, en la fraternidad navideña, con la transición de un año a otro. El egocéntrico y ardiente Cabrillana había desaparecido de la zona y de él nada se volvió a saber en el transcurso de los años.
Por fortuna de la Providencia, a Isabel nunca le faltó el cuidado que madre y abuelos le ofrecieron con la más que generosa entrega. Educación, alimento, vestimenta, cariño, en suma. También desde “el cielo” de los astros y las estrellas, el “Papo” Celestino cuidaba y velaba por su querida nieta, encareciendo a los ángeles del Paraíso que la llevaran por el buen camino. Nati seguía al servicio de sus señores de Villalba, don Torcuato y doña Regalada, con su caterva de hijos, ya que constituían un matrimonio muy prolífico.
Alba era muy buena alumna, además de cariñosa y obediente hija y nieta, que desde pequeña mostró una gran habilidad para las tareas artesanas. Fabricaba muñecas de trapo, adornadas con simpáticas pinturas y pequeños abalorios, juguetes que la adolescente llevaba los domingos al mercadillo dominguero, para ganar unas pesetas, con las que disfrutar el resto de la jornada dominical, generalmente asistiendo al cine Gran Capitán, en donde “ponían” bellas, románticas o más violentas películas, en las que siempre “ganaban” los buenos. Esta empresa cinematográfica contaba con la gratuita supervisión de don Jeremías, que actuaba como un buen censor para proteger a su feligresía de “los males de la modernidad”. De manera especial, de las películas calificadas con 4: gravemente peligrosas.
Alba había terminado sus estudios de primaria, con excelentes calificaciones y cursaba el bachillerato. Su ilusión era matricularse, en su momento, en un centro de Formación profesional, en el que pudiera avanzar en sus destrezas artísticas y artesanales, algo relacionado con las manualidades, para lo que tenía una fina y hermosa habilidad. Le apasionaba esa creatividad artística, con la que pensaba podía ganarse muy bien la vida en el futuro. Al paso de los meses, pudo iniciar los estudios en un centro de FP, según eran sus deseos, en un módulo denominado ARTESANÍA Y CREATIVIDAD ARTÍSTICA.
Una tarde de septiembre, cuando la alegre adolescente volvía a casa, después de finalizar sus clases, observó cerca de su domicilio a un hombre que le pareció mayor o severamente envejecido, que vestía con un humilde ropaje. Ese hombre se le quedó mirando con “impertinente” fijeza. Ella pensó que le iba a pedir alguna limosna, para poder comer. Básicamente lo percibía como un pordiosero que mendigaba la caridad pública. Alba, que gozaba de un generoso carácter, se le acercó y sacando una peseta de su monedero se la puso al pobre hombre en la mano, que muy extrañado la recibió sin pronunciar palabra alguna, aunque de inmediato respondió con una sonrisa, al recibir la preciada e inesperada dádiva de la jovencita. El hombre vestía con una chaqueta de cuadros beige y marrón, pantalones anchos de pana del mismo color que la chaqueta, calzando unas raídas botas de mediacaña, cuyos talones se veían con patente desnivelación provocada por la descompensada obesidad corporal y la forma de caminar del misterioso personaje.
En la tarde siguiente, cuando Alba volvía del centro educativo, observó de nuevo al pobre hombre quien, en esta nueva ocasión, se adelantó hacia ella, para entregarle un pequeño ramito de margaritas, modesto y elegante presente que tal vez había preparado recogiéndolas de unos macizos silvestres cercanos. A la chica le hizo gracia el inesperado regalo, tomándolo en sus manos con una sonrisa, sin reparar en la regañina que al llegar a casa iba a recibir de su madre y de la abuela Candi, quienes le aconsejaban, una y otra vez, que tuviera mucho cuidado y desconfiara de los mendigos callejeres, pues el peligro acecha en cualquiera de las esquinas. Efectivamente así sucedió y en medio de la seria plática que estaba recibiendo de las dos mujeres, sonó, inesperadamente, el timbre de la puerta. ¿Quién puede ser, a estas horas de la tarde?
Abrió Cándida y observó que era un hombre mayor, a quien no reconoció de inmediato, aunque reflejaba los rasgos que su nieta le había narrado. Rápidamente su hija y Alba acudieron a la puerta. A Nati estuvo a punto de darle un “bloqueo cardiaco” o “flato” como se decía antes, pues ella sí reconoció la patética figura de ese visitante misterioso, vagabundo o pedigüeño, que rondaba por las calles de Priego.
“A pesar de mi pobre y avejentado aspecto, soy Romualdo y he venido a pediros,
a mi mujer y a mi hija, la caridad del perdón, por mis pecados”.
Y pronunciada esta no menos patética frase, se arrodilló ante Nati que, con el rostro lívido y descompuesto, se había quedado tan impactada como para no poder pronunciar palabra alguna.
Verdaderamente la escena alcanzaba un elevado clímax dramático. Alba miraba y remiraba al que decía ser su padre. A Nati le temblaban las piernas y tuvo que sentarse pues percibía como le faltaba la fuerza y la respiración, en una mezcla de ira, desconcierto, indignación y odio visceral. No podía creer lo que estaba pasando. Era como si viera a un fantasma del pasado.
“¡Quítate de mi vista, cínico, hipócrita, mal hombre, putero vicioso. Ya me arruinaste una vez la vida. Y ahora te atreves a aparecer ante mí y tu hija, después de catorce largos y tristes años de abandono, desprecio y profunda maldad. Eres un desgraciado. Sal de nuestra casa, rata inmunda y asquerosa”.
Alba se abrazó a su madre y ambas rompieron a llorar, plenamente superadas por la emoción y el desconsuelo. La más entera de las tres mujeres, probablemente debido a su edad generacional, era la abuela Cándida quien, con firme y autoritaria voz, señaló a su avejentado yerno con muy duras palabras:
“Romualdo, no eres bienvenido a esta casa, honrada y de paz. Toma el portante y sal por la puerta que has entrado y que nunca has debido atravesar” Y con mano firme, le señalaba el camino que debía seguir. “Y si insistes con tus mentiras y trapalerías, me voy de inmediato al cuartel de la guardia civil, porque estás ensuciando la paz de esta familia, con esa vergüenza que nunca has tenido”. Viendo el crispado panorama que tenía ante sí, el antiguo transportista se incorporó del suelo.
“Señora Cándida. No quiero alterar vuestra paz. Estoy profundamente arrepentido de todo el mal que os he hecho. Sólo pido, ruego, el perdón. Es humano que quiera conocer a esa hija a la que apenas disfruté. Estoy en una habitación compartida de la pensión Julia, la más humilde y barata del lugar. Nada tengo ya. Soy un pobre hombre, arruinado, enfermo, mayor y sin nada. Una pobre persona”.
Una vez que Romualdo había abandonado la casa, Cándida hizo tila para las tres, indicándole a su hija: “Nati, arréglate un poco, que me vas a acompañar a la parroquia. Vamos a hablar con don Jeremías, cuando termine de rezar el rosario de las siete y media. Con su recta sabiduría nos aconsejará lo mejor”.
El ya veterano cura párroco de la Encarnación, que acababa de cumplir los 75 años, recibió paternalmente en su despacho parroquial a las tres generaciones que acudían en busca de su acrisolada sabiduría para el mejor consejo. Tras escuchar pacientemente a las dos mayores, don Jeremías se dispuso a hablar, no sin antes rezar en voz alta un Padre Nuestro, seguido devotamente por Cándida (su hija y nieta permanecieron en silencio) pidiendo la sabiduría y providencia del Espíritu Santo.
“Hijas mías, tras esta muy bella oración, que Jesucristo nos enseñó, quiero sosegar vuestra inquietud, con la ayuda del Salvador. Debo confesaros que estoy al tanto de la compleja situación que os afecta, pues hace un par de días, esta oveja descarriada y viciosa de Romualdo vino a verme y me confesó sus errores, sus pecados, su vergüenza y su necesidad de perdón. Malas mujeres han estado “jugando” con este desgraciado, sacándole hasta la última peseta de su ya inexistente patrimonio. Este hombre, entregado a los vicios de la carne, hoy nada tiene. Es prácticamente un mendigo. Solo le queda su arrepentimiento, su humillación y esa añorada familia a la que abandonó hace ya casi tres lustros.
Desde luego vino a verme en son de paz, con el firme propósito de rectificar sus graves errores y maldades que provocan un continuo dolor a su conciencia. Sólo quiere, implorando piedad y perdón, recuperar a esa familia que destrozó con su desafortunado proceder. Querida Nati, la vida ya le ha castigado lo suficiente. Ahora solo pide, fervorosamente, ese perdón que sólo tú se lo puedes dar, a fin de aprovechar los años de vejez y de vida que el Santo Señor quiera concederle. Trata de darle ese amor verdadero que en su mal momento él os negó. Perdona, querida Nati, perdona, lo que ayudaría a recuperar el amor de una familia que mucho ha sufrido por los errores de una oveja descarriada del Señor”.
Transcurrieron segundos de un muy difícil silencio, a partir de los cuales Nati se incorporó de su amarillenta silla con sudado asiento de anea entrelazada. Con voz en principio temblorosa y mirando con puntual fijeza a los ojos del orondo y venerable clérigo prieguense, habló con serenidad, pero con no menos firmeza:
En cuanto al Padre Nuestro, con el que comenzó nuestra plática, es una preciosa oración. Pero hay otra “oración” cuál es la dignidad de una persona, de una mujer, de una madre cruelmente abandonada y no dudo que Dios sabrá comprenderme”.
“Mamá, vámonos de aquí, vámonos a casa. Ya no tenemos más que decir. Tú has sido, junto a la abuela Candi, mi madre y también mi padre. Todo lo que soy te lo debo a ti”.
Madre e hija salieron abrazadas del despacho de don Jeremías, mientras que Cándida miró al “impactado” sacerdote y sonriendo se despidió cortésmente.
“Perdone Padre, pero … es mi hija. Es mi nieta. Quédese con Dios”. -
14 AÑOS DESPUÉS
José L. Casado Toro
Antiguo Profesor del I.E.S. Ntra. Sra. de la Victoria. Málaga
Viernes 11 agosto 2023
Dirección electrónica: jlcasadot@yahoo.es
Blog personal: http://www.jlcasadot.blogspot.com/
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