viernes, 12 de agosto de 2022

EL AMOR CREPUSCULAR DE UN CARBONERO.

El sentimiento del amor puede llegar en los momentos y oportunidades más insospechadas. Se considera que el amor de los 15/18 años no es de la misma naturaleza que el que se puede dar y disfrutar cuando se ha alcanzado el medio siglo de vida o aquel que reporta tan plácidos y sensatos incentivos en la tercera edad crepuscular. Tal vez tengan razón quiénes así piensan y argumentan. De todas formas, es un sentimiento tan vital, renovador y feliz, que difícilmente podemos adjudicarlo a una determinada edad, con matices diferenciales según el calendario de las personas. Por supuesto, la maravillosa aventura de su disfrute se potencia, más que cuando se recibe, cuando lo ofrecemos con generosidad a los demás. Se puede sentir el amor en la adolescencia, en la juventud, en las edades adultas o en aquellas que ostentan los veteranos de la existencia. A partir de esta breve introducción, vayamos ya a nuestra bella historia de esta semana.

En los años 50, 60 e incluso los 70, del siglo precedente, aparecían en la planimetría urbana y rural de nuestras ciudades y pueblos numerosos comercios, muy apreciados y concurridos por una fiel clientela, tiendas que ya no podemos ver en la actualidad, por la evolución social y técnica de los tiempos. Sólo permanecen en las páginas de los libros, los periódicos, las revistas y en el acervo inconmensurable de la buena memoria. Uno de estos populares y desaparecidos comercios eran las carbonerías.

Algunas personas tenían en sus casas el gas ciudad, usado para hacer sus guisos, facilitar la iluminación, la calefacción y el aseo con el agua caliente. Ya en los años sesenta llegaron a los hogares las bombonas anaranjadas del gas butano, gas licuado que se convertía en una azulada llama azul en contacto con el oxígeno del aire, aplicándole algún medio de ignición. Los vecinos que no poseían estos medios combustibles acudían a las castizas y ennegrecidas carbonerías, a fin de comprar el carbón de leña en sus distintas modalidades; picón, orujo de oliva, cisco, bolas de carbón y el propio carbón mineral. Todas estas modalidades se utilizaban en las hornillas de las cocinas para calentar la comida. En las chimeneas de las casas también se guisaba, aunque allí se ponían trozos de leña o grandes troncos de árboles (pino, olivo, castaño…) tanto para preparar el potaje y el café del día, como para calentarse en los días de bajas temperaturas ambientales. Los carbones, ya fueran orujo, picón o cisco, también eran usados en el agradable y familiar brasero de metal, que se colocaba en un soporte esférico anular de madera ubicado en la base de la mesa camilla, que se cubría con el mantel correspondiente. Alrededor de esta mesa camilla tomaban asiento los miembros de la unidad familiar y, en ocasiones, los amigos que habían venido de visita.

Todo este material combustible podía comprarse en las carbonerías del barrio, en las que también se vendían litros de petróleo refinado, usando aquellas máquinas que aspiraban el combustible desde el gran bidón. El petróleo era dispensado en garrafas y botellas. Se usaba preferentemente en los hornillos del mismo nombre, en donde una cinta de fieltro gruesa rodeaba el cilindro central que aspiraba el petróleo por la zona inferior, impregnando la parte superior de la cinta, que se “encendía” acercándole una cerilla, encendedor, varilla o papel flameante, facilitando la llama subsiguiente.

Unos y otros productos podían adquirirse en las carbonerías, instaladas en amplios portales o locales que daban a las aceras de las calles. De estos comercios provenía un significativo olor a combustible fósil y también un polvo negruzco característico, que no era fácil eliminar de la ropa si ésta resultaba manchada por el contacto de esos materiales energéticos. Sobra añadir que el carbonero, después de una prolongada jornada de trabajo, tenía que dedicar un buen tiempo para asear la negrura de sus manos y resto del cuerpo, además de su ropa, que venía teñida de polvo negro procedente de la manipulación con los materiales despachados en la tienda.

A los vendedores de carbón y otras materias energéticas se les solía llamar por su nombre (sin el don), añadiendo el apelativo profesional.

Artemio “el carbonero” era un buen profesional, entrado ya en los sesenta años, quien durante su prolongada vida laboral se había dedicado a ese negocio tan solicitado en los hogares de la época. Su lugar de trabajo estaba instalado en el amplio portal de un viejo almacén. El espacio lo ocupaban unas grandes mesas alargadas, sobre las cuales descansaban unos serones de esparto con gran volumen de capacidad, que contenían el carbón vegetal, picón, cisco, orujo, bolas e incluso el carbón mineral. Sobre un enorme bidón de metal tenía aplicado un extractor/medidor para la venta de los litros de petróleo que le demandaban. Por razones obvias, todo el local estaba ennegrecido, con ese olor tan característico a combustible. El popular y conocido carbonero era de carácter dicharachero, aunque siempre apacible, con toda la clientela que acudía, casi a diario, a su tienda. Trataba siempre de mantener la sonrisa en su boca, para mejor atender a las parlanchinas clientas vecinas del barrio. Estaba casado con Eloísa, mujer muy de su casa, baja de estatura (al contrario que su marido) regordeta, excelente cocinera, que le había dado dos hijos varones Andrés y Expedito, ya emancipados y casados. Ninguno de ellos quiso seguir la senda laboral que ejercía su padre. La relación de Artemio con su mujer era más bien rutinaria, fría en lo sentimental y llevando cada uno con regularidad sus obligaciones, aficiones, rezos y distracciones. Las palabras de amor y afecto hacía mucho tiempo, años, que habían desaparecido entre ellos. Solo quedaba algo de amistad y respeto entre ambos cónyuges.

El personaje central de esta historia solía vestir con modesta sencillez, presentando de manera casi continua las manos ennegrecidas, debido a la manipulación de los materiales que vendía. Era un hombre de pocas expectativas y objetivos. Su gran diversión era practicar la caza, en las épocas permitidas, por los montes cercanos a la ciudad. Los domingos, casi al amanecer, se reunía con dos viejos amigos: Floro, un antiguo policía municipal, y Braulio, que aún trabajaba en el Mercado de Mayoristas como mozo auxiliar. Bien abrigados, durante los meses fríos, tocados con la gorra típica de lana, desayunaban en un ventorrillo situado al final de Ciudad Jardín, y se encaminaban hacia las laderas de los Montes de Málaga, para disparar los cartuchos a las piezas que se pusieran a tiro. Los réditos de las cacerías eran más bien escasos: alguna libre, algún ave rapaz, alguna gallina desorientada caminando en el sitio inadecuado. Después del almuerzo, compraban morcilla, chorizo, queso y alguna pieza de pan cateto, muy valorado por Eloísa para las sopas del puchero. Su mujer centraba su tiempo en las obligaciones de la casa, entreteniendo también su tiempo con la costura, la cocina, el rato de iglesia y, por supuesto, la escucha de los programas de la radio.

Un aciago otoño del 62, para esta familia, llegaron unas fiebres mal curadas que se llevaron la vida de la Elo, dejando al carbonero solo en la casa. Ahora le quedaba su trabajo y esos dos fieles amigos, algo cascarrabias, cuando precisamente tenía la edad que marcaba el año, ya que había nacido con el siglo. Los hijos tenían y llevaban su vida y no se mostraban abiertos para atender a un padre al que sólo visitaban de tarde en tarde. El mayor de sus hijos, Andrés, cumplía horario de trabajo en las oficinas del juzgado. No pasó mucho tiempo desde el fallecimiento de su madre, para aconsejar a su padre acerca de su futuro. “Aún eres joven, Debes rehacer tu vida, pues la soledad no es conveniente para la salud corporal y mental. Eres hombre y necesitas una mujer a tu lado”.

Así que el bueno de Artemio, con su viudez inesperada, se dispuso a reorganizar un poco las horas del día. Se levantaba muy temprano, para dejar preparada la olla con algún guiso, comida que le duraba durante dos o tres días. Por la noche se arreglaba tomando unos sándwiches, un vaso de tintorro y algo de fruta del tiempo. Hombre frugal en sus pertenencias, “aprendió” a lavarse su ropa, aunque era un poco descuidado en cambiarse con frecuencia. Echaba las camisetas, los calcetines y la ropa interior en agua con abundante jabón.  Tras dejar pasar algunas horas enjuagaba estas pertenencias y las tendía en los cordeles que había puestos Elo en el balcón de su domicilio. Así iba “tirando” en el acaecer de los días.

Como no tenía aparato de televisión (en ese año 62, apenas estaban llegando a Málaga las emisiones) le gustaba escuchar la radio, especialmente con dos programas a los que era asiduo: los discos dedicados, en los que sonaban y cantaban muchas de las cantantes folklóricas de aquellos míticos años con la copla (Lola Flores, Marujita Diaz, Marifé de Triana, Concha Piquer, y los cantantes, Antonio Molina, Juanito Valderrama, Manolo Escobar, Rafael Farina  etc) y también gustaba escuchar “el parte” de noticias, tanto el de las 10 de la noche como el de las 2:30 de la tarde, por Radio Nacional España.

Una mañana, mientras acababa de abrir la carbonería, vio pasar por la acera de enfrente y camino de su trabajo a una conocida vecina y clienta desde hacía más de dos décadas. Tendría unos diez años menos que él y era mujer de profundo comportamiento religioso. Esa vecina trabajaba en una confitería de la cercana calle Carretería, vendiendo dulces y pasteles como contratada (entonces se decía “colocada”). Aunque rellena de cuerpo (especialmente en el trasero y las piernas) conservaba un rostro agradable, sin una sola arruga. El carbonero sabía que en sus años mozos esa convecina no había tenido suerte con el amor, pues le contaron que un legionario le echó los tejos pidiéndole relación. Lorenza, ese era su nombre, se sintió ilusionada, “colada” y prendada de la fortaleza orgánica que mostraba el viril soldado del tercio, entregándose a su pretendiente con “locura” de jovencita enamorada. Pero aquella fogosa y exuberante pasión se frustró con gran dolor de la chica, pues el militar dejó embarazada a una costurera de 21 años y todo se fue a pique. Ahí terminó el noviazgo. Los jefes del cuerpo legionario ordenaron imperativamente al soldado Fermín Cascales, cuadrado y en posición de firme, que preparara la boda de inmediato, ceremonia que tuvo lugar dos semanas más tarde, actuando de padrino el comandante jefe del tercio correspondiente, vistiendo el condecorado oficial uniforma castrense. La ilusionada y frustrada Lorenza permaneció soltera y así aún seguía en ese momento, a pesar de sus años.

Aunque en los últimos años la relación de Artemio con Eloísa era bastante plana y fría, ante su carencia física en estos momentos de soledad la echaba profundamente de menos. Un día tras otro sentía acremente el trauma de la soledad. Y soportaba el cargo de conciencia de no haber valorado lo importante que era su mujer en su rutinaria y plana vida. Se decía, una y otra vez: “se sufre mucho la perdida de lo que has tenido tan cerca y no has sabido valorar”. Entonces esa mañana, en los albores cálidos de la primavera, vio a Lorenza, que caminaba hacia su trabajo y de una forma natural notó cómo se le iban despertando los ardores de la necesidad sexual. Recordando los consejos de su hijo Andrés, comenzó a darle vueltas a la cabeza, pensando si él podría conseguir una compañera, como Lorenza, para los años que le quedaran de vida. Esa misma noche después de cenar, cogió bolígrafo y papel y decidió escribirle una breve carta, que repitió hasta en dos ocasiones. No sólo por su difícil caligrafía y las faltas que pensaba podría tener, sino también por el contenido de lo que iba a transmitir a la conocida y ahora atraída vecina. A la mañana siguiente, cuando tenía seguridad de que Lorenza no estaba en casa, por haberla visto pasar, echó la misiva por debajo de la puerta de su casa. El domicilio de la confitera, una antigua casa mata, estaba a sólo cuatro números del local que ocupaba la carbonería.

“Admirada vecina Lorenza. Nos conocemos desde hace muchos años. Has sido una fiel clienta de mi negocio. Te tengo que decir que desde siempre me ha gustado tu figura y tu manera de ser. Ahora que he enviudado, no dejo de pensar en ti. Eres una bella y buena mujer, que no ha tenido suerte en los amores. Ya sabes que mis dos hijos hacen su vida. Yo necesito a una persona cerca de mi, para quererla, respetarla, para trabajar duramente pensado en su bienestar. Quiero hacerla feliz. Creo que esa mujer eres tú. No tengo duda para ello.

Aunque eres más joven que yo, en realidad no te saco demasiados años. Y todavía tengo fuerzas para ser un buen y fiel marido. Si quisieras darme una oportunidad, me conocerías más a fondo. Te darías cuenta de que soy un hombre bondadoso, que sabe respetar a las mujeres. Conmigo no lo pasarías mal. Saldríamos los domingos a comer e iríamos al cine por la tarde.

MI intención sería quitarte de trabajar. Llevas muchos años vendiendo pasteles y te has ganado un buen y merecido descanso. Te dedicarías sólo a la casa, como una gran señora que eres. Espero tu respuesta, que confío me digas sí, para el bien de los dos. Artemio”.

Cuando Lorenza volvió a casa, después de cerrar la confitería, se encontró con ese sobre sin franqueo, en cuyo anverso sólo aparecía el nombre de Artemio. Profundamente extrañada, extrajo la cuartilla manuscrita de su interior. Tras leerla, el sofoco y los temblores de piernas se apoderaron de su relleno cuerpo. Tuvo que ir de inmediato al servicio, porque su aparato digestivo se había descontrolado. Intensamente abrumada, fue posteriormente a la cocina para hacerse una infusión de hierbas relajantes, que había comprado hacía unas semanas en el convento de Santa Clara, en donde estuvo de excusión parroquial. Aquella noche apenas pudo dormir.

Al día siguiente, cumplió con su trabajo en la confitería, sin parar de darle vueltas al conocido e imprevisible pretendiente que le había salido a sus cincuenta tres años de vida. Como seguía sintiéndose mal, habló con los propietarios de la confitería, los hermanos Blanes, que atendieron sus razones y le dejaron la tarde libre, a fin de que se recuperara. A las cinco de la tarde, hora de apertura de la Iglesia, la parroquiana ya estaba en su interior, comenzando a rezar un misterio del rosario, a la Virgen de la Concepción. Después pidió ser escuchada en confesión con don Edelmiro, el cura párroco de la parroquia.

Tras escucharlas, con paciencia y bondad paternal, el orondo y sagaz sacerdote, se propuso templar los ardores enfadados de una de sus mejores feligresas.

“Vamos a ver, Lorencita, ante todo debes calmarte, pues es Dios quien te ha puesto en esta prueba y Él nunca te va a abandonar. Conozco al carbonero Artemio desde hace varias décadas. Él y yo somos de la misma “quinta”. Aunque no viene por la iglesia, es un buen hombre, honrado y muy trabajador. Es aún joven y desea rehacer su vida tras su dolorosa viudez. Eso que sin sentirlo manifiestas “de que es un “viejo verde” son los ardores propios de tu sorpresa, por la bondadosa proposición del comerciante de carbones. Esa responsable es propuesta merecedora de reflexión sosegada y de caridad cristiana, ante la santa prueba que Nuestro Señor ha querido poner en tu ejemplar caminar hacia el goce eterno. Con la experiencia que me proporciona mi larga labor pastoral y evangélica, pienso que ese buen hombre te puede hacer feliz en los años mozos de tu madurez. ¿Por qué no le das una generosa y caritativa oportunidad? Si lo ves oportuno, no me importaría mediar entre vosotros, dada mi pastoral autoridad. Sobre todo, rezando por vosotros, para que el Sr. os guíe y os proteja se las acechanzas del diablo, Satanás”. 

“Lo que Vd. diga, Padre Edelmiro”.

Mes y medio después, en un sábado reluciente primaveral del mes de la flores, Artemio y Lorenza se unieron en santo matrimonio, ante la bendición representativa del cura don Edelmiro, celebrante de esta unión, a la que asistió “todo el barrio”. La muchedumbre, entre vítores y aplausos, echó el correspondiente arroz purificador sobre los veteranos y bien trajeados contrayentes. Los padrinos de la boda fueron Andrés y Expedito, los hijos del carbonero. Recibieron como primer regalo una medalla de la Virgen de los Desamparados, imagen a la que era muy devota la antigua pastelera. Sus patronos de la confitería se encargaron de elaborar la gran tarta nupcial, cuya cúspide aparecía presidida por un bien construido bracero de caramelo, con las brasas correspondientes, también de caramelo, y a cuyo alrededor estaban dos figuritas de chocolate cogidas de la mano. Hubo tarta “para todo el barrio”.

El amor sentó protagonismo en la vida de Artemio, ya bien entrado en los sesenta. Ambos esposos forman un matrimonio ejemplar. El carbonero sigue yendo a cazar los domingos. Se siente feliz y acompañado por una fiel mujer, que sabe llevar la casa y atender con sumisión sus obligaciones conyugales. Lorenza, que ya ha dejado su antiguo trabajo, está gozosa de la felicidad y la protección que el destino le ha proporcionado. Se siente feliz junto a buen hombre al que respeta y sabe cuidar, siempre con el mimo de una madre y el cariño de una esposa. –

 

EL AMOR CREPUSCULAR

DE UN CARBONERO

 

 

 

José L. Casado Toro

Antiguo Profesor del I.E.S. Ntra. Sra. de la Victoria. Málaga

12 agosto 2022

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