viernes, 4 de febrero de 2022

NIÑOS QUE JUEGAN EN LA CALLE.

Viajamos a través de las palabras, aliadas con esos poderosos compañeros que son los recuerdos y la fluida imaginación, hacia los años finales de la década de los cincuenta en el siglo precedente. Para una gran mayoría de personas, aquella fue una época de carencias asumidas, necesidades compensadas por la humanidad compartida y solidaria, que generaba risas desenfadadas, nobles sentimientos y la percepción grandiosa de lo mínimo. Se disimulaba, se relativizaba o se aceptaba sin más aquello tan escaso que se poseía, con la fuerza alegre de la humildad y la sencillez material iluminada por esos otros importantes valores (la amistad, el humor, la solidaridad, la paciencia y la ilusión para el mañana) que tanto fortalecían. La fuerza vital de lo humano sabía nublar y empequeñecer la trascendencia anímica del sufrimiento. 

Alba y Tonio (9 y 8 años) son dos de esos miles de niños que disfrutan jugando en las calles. Ambos comparten vecindad en una popular y modesta vía urbana de una ciudad que, como el resto de las provincias españolas, trata de resurgir de una pobreza enquistada, tras los turbulentos años de una cruenta guerra fraternal. En este final de los cincuenta, las esperanzas económicas están centradas en esos bien vendidos por el régimen franquista, Planes de Desarrollo, necesariamente alimentados por “cánula intravenosa” mediante el flujo económico, casi providencial, proporcionado por la desesperada emigración de españoles hacia otras lejanas tierras, en donde falta mano de obra, además de ese incipiente turismo internacional que percibe los incentivos de una España barata, con una climatología y geografía lúdica de sol y playa, sumamente atractiva para el poder adquisitivo de sus bien aquilatados bolsillos.  

Para esos niños de los años cincuenta no había, como en la actualidad, parques específicos infantiles, con ese mobiliario lúdico instalado para los juegos y la expresividad corporal. La calle era el lugar en donde ellos corrían, saltaban y jugaban, aplicando su poderosa imaginación para desarrollar esa continua vitalidad energética que sus pequeños organismos dinamizan. Tonio acude diariamente a un densificado y popular colegio cercano, en el que todos los escolares son niños. Alba estudia en un colegio de religiosas, en el que todos los matriculados son niñas. Es una época en el que los escolares están separados atendiendo a su naturaleza genética. Las autoridades educativas no conciben la coeducación, la permanencia natural de los niños y las niñas juntos en las aulas. Incluso en las Escuelas Normales, donde se forman los futuros maestros y maestras, los estudiantes también estarán separados en función del sexo.  De lunes a sábados había que ir a la escuela. En esa década de los cincuenta, el medio día de descanso semanal se trasladó desde la tarde del jueves a la del sábado. En aquella época no era de utilización general la expresión “fin de semana” con el sentido que hoy se hace para disfrutar intensamente el descanso laboral y escolar. En realidad, el día vacacional por excelencia era el domingo, en el que, tras asistir a la misa dominical de la mañana, la tarde era dedicada para ir al cine o a los estadios de fútbol (aquellos que podían hacerlo, en función de sus posibilidades monetarias) o a quedarse en casa escuchando los programas deportivos, musicales o las novelas, a través del aparato de radio.

Esos niños, como Alba y Tonio, sabían que durante los días de la semana tenían que ir a la escuela por la mañana y volver por la tarde, normalmente hasta las cinco o las seis. Y cada una de esas tardes sabían aprovechar el tiempo que sus padres concedían para que pudiesen jugar en el “parque” de la calle junto a los otros niños de la vecindad. Ese tiempo para el juego solía variar en función de la estación meteorológica, alargándose la estancia en el adoquinado o asfalto viario durante la primavera y el verano. La mayoría de aquellos críos no disponían, como ocurre en nuestro tiempo, de ordenadores, tabletas informáticas, móviles telefónicos, juguetes electrónicos (sólo los hijos de familias pudientes) ni la magia de Internet. Sin embargo, esos niños sabían aplicar la “magia” de adaptar un trozo de madera como balón reglamentario del balompié, utilizar un trozo de ladrillo, cemento o yeso de obra en un lápiz gigante para dibujar en el suelo de las aceras o en las paredes de las casas o en las mismas farolas de la calle. Un tosco tablón de madera, con cuatro pequeñas ruedas de cojinetes, era convertido en un divertido vehículo que a toda velocidad sembraba el pánico entre los viandantes, especialmente las personas mayores, cuando caminaban por las aceras.

Los niños jugaban a las bolas o canicas de cerámica o cristal, intercambiaban las “valiosas” estampas que venían con las chocolatinas y practicaban esos continuos y rítmicos saltos a la comba, aplicando un cordel o vieja cuerda sobrante del colmado de don Adrián. Especialmente en los días vacacionales y del verano, el rito de la merienda en la vía pública era seguido por la imposición materna, a fin de los críos se alimentasen tras el continuo gasto energético que aplicaban con sus continuos juegos. Normalmente un trozo de pan, que alimentaba y nutría, ayudado con la onza correspondiente de chocolate que, a pesar de tener éste un elevado componente de algarroba, era un estupendo manjar que deleitaba como el mejor cacao y postre del “universo”.

Y estaba el puesto callejero de doña Argimira, provisto de abundantes y variadas chuches para el goloso consumo infantil. El poder adquisitivo de estos dos niños amigos, así como el generalizado en los compañeros de la vecindad, era muy reducido. Algunas “perras gordas y perras chicas” que en ocasiones se incrementaban hasta los dos reales y en tiempos festivos o de bonanza hasta en alguna peseta. Reducida o escasa liquidez para la adquisición de las sabrosas pipas con sal, las avellanas tostadas, las barritas de regaliz, los caramelos de anís, las chufas, los altramuces y esas bolsitas de soda con sabor a fresa, naranja o limón, con su poder efervescente cuando se la echaban en la boca mezclándola con la saliva. En ocasiones, algunas perras gordas daban para comprar algún chicle. Si era de la marca Bazoca, por su volumen se podía dividir y repartir en trocitos, a fin de que los niños compitieran cuál de ellos hacía la pompa más grande desde su boca. A la goma de masticar pronto se le iba el dulce azucarado con sabor a fresa, pero la bola masticable se mantenía horas y horas en las bocas, pues con ello se disimulaba la petición del estómago para recibir más alimento.

Los juegos colectivos eran de lo más variado e imaginativo. De esta forma divertían y alegraban sus mentes siempre inquietas. Entre todos los juegos, practicaban con preferencia aquéllos que exigían el desarrollo del ejercicio físico, a fin de “quemar” esa energía incontenible que rebosaba de sus delgados pero resistentes organismos. Y no faltaban las travesuras entre la chiquillada, como era por ejemplo el llamar a las puertas vecinales y huir a toda carrera, perseguir a las pobres mascotas adormiladas que reposaban debajo de los vehículos o lanzar con los tirachinas o canutos de caña esos huesos de las almecinas, estupendos proyectiles para el “combate”. Muchas de estas aventuras finalizaban con el castigo correspondiente de los progenitores, comentándose entre los críos el nivel de dureza aplicada a los mismos. Las madres solían vigilar a sus críos asomándose periódicamente a los balcones de sus viviendas o bajaban un rato por las tardes para charlar o chismorrear con otras vecinas en los quicios de las puertas, formando los populares y muy acústicos corrillos.

Alba y Tonio jugaban con los demás niños en la plazuela, pero siempre encontraban algún motivo u oportunidad para intimar con sus miradas sonrientes y sus simples y limpias confidencias. Había que aprovechar al máximo esas tardes felices, sin descuidar el avance del reloj, pues llegar tarde a casa tenía sus temidas consecuencias. Lo cierto es que la vuelta a sus modestos domicilios suponía para muchos de ellos el reencuentro con la penosa realidad de sus vivencias familiares.

Tonio tenía otros dos hermanos, menores que él, con siete y cuatro años. Los tres tenían que estar lavados (en este muy modesto barrio, la mayoría de las viviendas carecían de cuarto de baño, dependencia que sólo poseían las familias pudientes. El retrete y el balde de aluminio servía para limpiar unos cuerpos sucios pero alegres, por los juegos de toda la tarde) y cenados para cuando llegara su padre del trabajo. Palmiro, peón de albañil, volvía bien tarde a casa, con el sudor y el polvo de yeso y cemento de la obra acumulado en su cuerpo y en la ropa. Antes de llegar a su domicilio había echado un buen rato en la taberna de Nicanor, tomando varios vasos de vino blanco. El mal olor corporal se mezclaba con el “aroma” repulsivo, a modo de halitosis que emanaba de una boca alcoholizada, mal cuidada y algo degradada por desdentada. Las discusiones y enfados con Eulalia eran casi diarios, apareciendo en ocasiones las duras palabras, las amenazas y los temidos “coscorrones” ante las miradas temerosas de los pequeños, que se apresuraban a irse a la cama y escondían sus cabezas bajo las sábanas. El motivo fundamental de estas disputas entre los agriados cónyuges era ese dinero que el cabeza de familia malgastaba cada tarde bebiendo en la taberna y los frecuentes contactos que mantenía con mujeres de la calle, por unas baratas y miserables pesetas. Además de estos desahogos, Palmiro también tenía su “querida” (compartida con otros cuerpos desgraciados) y la Eulalia lo sabía, asumiéndolo con resignación, pero con el carácter bien alterado ante su penosa suerte. Era una época del ordeno y mando del patrón familiar y este muy primario marido era peligroso y violento, en sus casi diarias reacciones explosivas.

Alba era hija única de madre soltera que, en la situación extremadamente carencial que soportaba, se sentía obligada a “vender” la esbeltez de su cuerpo por unas miserables y escasas pesetas, para afrontar las imperiosas necesidades de lo material. Juliana mezclaba sus funciones de la calle con otras tareas, en la que el instrumental protagonista era un cubo de aluminio lleno de agua, una escoba y la fregona, mil veces usada, material utilizado para limpiar el suelo de la iglesia y de algunas oficinas, a cambio de unas reducidas monedas para la subsistencia. Se mostraba orgullosa de haber sacado “p´alante” a su preciosa niña, cuyo padre era absolutamente desconocido, tanto para la madre como para su hija. Los años cincuenta era todavía una época en que la investigación de los ADN y otros adelantos genéticos tardarían en llegar. La ilusión de Alba era llegar a ser algún día una buena costurera o modista, pues desde pequeña había adquirido cierta destreza con la aguja, la tijera y el dedal, gracias a las enseñanzas de la abuela Felisa, antes de que ésta abnegada señora las dejara camino de ese viaje onírico e inexplicable, hacia las siempre alegres estrellas del firmamento. Ahora que llegaba el invierno, Alba se sentía ilusionada de poder dejar de usar las sandalias de goma veraniegas y bajar de lo alto del armario sus elegantes y bien conservados zapatos Gorila, precioso y valioso regalo que le trajeron los Reyes Magos en las Navidades pasadas. Después de casi un año, esos elegantes zapatos, que usaban los niños bien, le quedaban perfectos, pues los Reyes habían calculado con sabia inteligencia en aquella ocasión, trayéndole dos números más de talla, que su madre hábilmente disimulaba con un poco de algodón en las punteras.

Tanto Tonio como Alba jugaban lógicamente con los demás niños en las calles de la vecindad. Pero siempre buscaban ese a veces prolongado tiempo para intimar, en las oportunidades de cada tarde, intercambiando sus miradas, sus jocosas sonrisas y sus limpias confidencias. A pesar de la triste o muy modesta realidad que compartían en sus familias, esos vitales juegos con los demás niños en las calles, aplicando imaginación y dinamismo físico, compensaba el ambiente escénico de unos hogares en los que no solía respirarse esa alegría que ellos necesitaban para su saludable desarrollo, no sólo orgánico sino también anímico. Por ello trataban de sentirse felices con esa hermandad fraternal que hallaban en los demás amigos y compañeros callejeros. Fingían o disimulaban no darse cuenta de esa atmósfera muy austera que se soportaba en casa. Los juegos eran el bálsamo necesario para dibujar sonrisas en sus rostros.  El “tú la llevas”, el “pilla pilla”, los saltos de la comba, los policías y ladrones, el juego del elástico, el alquiler de algunos TBO, gracias a los céntimos ganados por los “mandados” de sus madres, el “déjame dar una vuelta en tu patineta y a cambio yo te doy …” “ya tengo cuatro perras gordas para cuando venga el hombre del paloduz (raíces del regaliz). Te daré un trocito si eres mi amigo y juegas conmigo” …

No había dinero para asistir regularmente a la gran afición de los niños, ir al cine, en una época en que la televisión estaba apenas llegando a muy escasos hogares. Si embargo, de vez en cuando se presentaba ese día feliz en que el tío Alberto venía a ver a sus sobrinos y se llevaba a los tres hermanos al Avenida, al Moderno o al Capitol para que disfrutaran de un ilusionado programa doble, con el NO-DO, los tráilers y los anuncios de proyección fija. Tonio prefería las pelis de vaqueros, aunque también le gustaban las policíacas, emulando en las noches siguientes al héroe de la pantalla que se “cargaba” a los malvados forajidos o al cuatrero que se enfrentaba a los siempre temidos “pieles rojas”·. El tío Alberto era generoso (no tenía hijos en su matrimonio con tía Adela) por lo que, además de gastarse unas pesetas en las entradas, les compraba la deseada gaseosa de "orange" y el paquetito de avellanas o pipas que había que tomar despacio “para que no se acabaran”.

Por su parte, Alba ayudaba en casa a su madre Juliana y a cambio ésta le permitía escuchar los “findes” de semana la novela de las cuatro de la tarde y algunos domingos le daba dos reales o varias perras gordas, siempre que se hubiese portado bien, para “comprar material” o chucherías en el popular puesto de la “señá” Argimira. Después tenía que quedarse sola en casa, pues su mamá tenía que hacer “esos recados” ineludibles de la tarde, de los que no volvía hasta pasadas las 9 o las 10 de la noche, muy seria y cansada.  

Aquellos niños, de la generación de los cincuenta, como Tonio o Alba, eran felices a su manera, disimulando no ver los nubarrones que sobrevolaban sobre sus jóvenes vidas y trazando luces de colores en su muy dinámica imaginación. La infancia de aquella época era, en general, diferente, a la que gozan la mayoría de los niños en la actualidad. Las risas, las travesuras, las aventuras de cada tarde, en la calle o en la plaza para la sociabilidad de los juegos compartidos, compensaban las carencias materiales de una época que, sin embargo, hoy se rememora con una placentera añoranza. No tenían los variados medios informáticos, hoy usuales en la mayoría de los domicilios, las numerosas cadenas de televisión aún tardarían en generalizarse, tampoco se les habilitaba los lúdicos los parques infantiles, con la dotación de adecuado instrumental para el divertimento, en las escuelas podían encontrarse con la severidad organizativa de un trato sin contemplaciones, la sobreabundancia en regalos, vestimenta y alimentos sólo estaba reservada para muy reducidas y selectas élites, en el apellido o la suerte, los domingos había que ir a misa, por imperativo familiar o del centro educativo, el respeto hacia los mayores o los maestros era impuesto de la forma más expeditiva. Pero aquellos niños de los cincuenta sabían cómo hallar compensaciones, para la más o menos austera existencia que les había correspondido protagonizar.

La infancia de aquellos años sabía cómo improvisar esos juguetes que no podrían tener, debido a la precaria disponibilidad económica de sus modestas familias. Tanto a nivel individual (aplicando su poderoso ingenio imaginativo) como participando en la colectividad social (usando ese albero, asfalto o adoquinado de las calles próximas a sus domicilios) sabían generar ese divertimento, mezclado de sonrisas, con el que satisfacían a su manera la muy humana necesidad de sentirse felices. Los mecanismos defensivos de la mente les ayudaban a “ignorar” disimular o compensar una austera u ocre realidad impuesta por las duras circunstancias del destino, en un país recién salido de una sangrienta guerra fratricida de muy difícil y prolongada superación. Los niños más afortunados tenían al menos el milagro del cine, para olvidar una realidad social en la que volverían a sentirse inmersos, cuando el The end apareciese proyectado en las pantallas. Sin embargo, gozaban de lúcidos y poderosos instrumentos, con los que poder mantener el inmenso y natural valor de la sonrisa. ¿Cuáles eran? Su creativa imaginación y su infantil y grandiosa capacidad para apreciar la importancia de esas pequeñas cosas a las que podían acceder. Y, como substrato providencial de ambos recursos, el alegre hogar de la calle, compartiendo generacionalmente amaneceres y atardeceres con todos esos amigos y compañeros de la vecindad. -

  

NIÑOS

QUE JUEGAN EN LA CALLE

 

José L. Casado Toro

Antiguo Profesor del I.E.S. Ntra. Sra. de la Victoria. Málaga

04 febrero 2022

                                                                               Dirección electrónica: jlcasadot@yahoo.es           

Blog personal: http://www.jlcasadot.blogspot.com/

 




 

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