Viajamos a
través de las palabras, aliadas con esos poderosos compañeros que son los
recuerdos y la fluida imaginación, hacia los años finales de la década de los cincuenta en el siglo precedente.
Para una gran mayoría de personas, aquella fue una época de carencias asumidas,
necesidades compensadas por la humanidad compartida y solidaria, que generaba
risas desenfadadas, nobles sentimientos y la percepción grandiosa de lo mínimo.
Se disimulaba, se relativizaba o se aceptaba sin más aquello tan escaso que se
poseía, con la fuerza alegre de la humildad y la sencillez material iluminada
por esos otros importantes valores (la amistad, el humor, la solidaridad, la paciencia
y la ilusión para el mañana) que tanto fortalecían. La fuerza vital de lo
humano sabía nublar y empequeñecer la trascendencia anímica del
sufrimiento.
Alba y Tonio
(9 y 8 años) son dos de esos miles de niños que disfrutan jugando en las
calles. Ambos comparten vecindad en una popular y modesta vía urbana de una
ciudad que, como el resto de las provincias españolas, trata de resurgir de una
pobreza enquistada, tras los turbulentos años de una cruenta guerra fraternal.
En este final de los cincuenta, las esperanzas económicas están centradas en
esos bien vendidos por el régimen franquista, Planes
de Desarrollo, necesariamente alimentados por “cánula intravenosa”
mediante el flujo económico, casi providencial, proporcionado por la desesperada
emigración de españoles hacia otras lejanas
tierras, en donde falta mano de obra, además de ese incipiente turismo internacional que percibe los incentivos
de una España barata, con una climatología y geografía lúdica de sol y playa,
sumamente atractiva para el poder adquisitivo de sus bien aquilatados bolsillos.
Para esos
niños de los años cincuenta no había, como en la actualidad, parques
específicos infantiles, con ese mobiliario lúdico instalado para los juegos y la
expresividad corporal. La calle era el lugar
en donde ellos corrían, saltaban y jugaban, aplicando su poderosa imaginación
para desarrollar esa continua vitalidad energética que sus pequeños organismos
dinamizan. Tonio acude diariamente a un densificado y popular colegio cercano, en el que todos los escolares son
niños. Alba estudia en un colegio de religiosas, en el que todos los
matriculados son niñas. Es una época en el que los escolares están separados atendiendo
a su naturaleza genética. Las autoridades educativas no conciben la coeducación,
la permanencia natural de los niños y las niñas juntos en las aulas. Incluso en
las Escuelas Normales, donde se forman los futuros maestros y maestras, los
estudiantes también estarán separados en función del sexo. De lunes a sábados había que ir a la escuela. En
esa década de los cincuenta, el medio día de descanso semanal se trasladó desde
la tarde del jueves a la del sábado. En aquella época no era de utilización
general la expresión “fin de semana” con el sentido que hoy se hace para
disfrutar intensamente el descanso laboral y escolar. En realidad, el día
vacacional por excelencia era el domingo, en
el que, tras asistir a la misa dominical de la mañana, la tarde era dedicada
para ir al cine o a los estadios de fútbol (aquellos que podían hacerlo, en
función de sus posibilidades monetarias) o a quedarse en casa escuchando los
programas deportivos, musicales o las novelas, a través del aparato de radio.
Esos niños,
como Alba y Tonio, sabían que durante los días de la semana tenían que ir a la
escuela por la mañana y volver por la tarde, normalmente hasta las cinco o las
seis. Y cada una de esas tardes sabían aprovechar el tiempo que sus padres
concedían para que pudiesen jugar en el “parque” de
la calle junto a los otros niños de la vecindad. Ese tiempo para el
juego solía variar en función de la estación meteorológica, alargándose la
estancia en el adoquinado o asfalto viario durante la primavera y el verano. La
mayoría de aquellos críos no disponían, como ocurre en nuestro tiempo, de
ordenadores, tabletas informáticas, móviles telefónicos, juguetes electrónicos
(sólo los hijos de familias pudientes) ni la magia de Internet. Sin embargo,
esos niños sabían aplicar la “magia” de
adaptar un trozo de madera como balón reglamentario del balompié, utilizar un
trozo de ladrillo, cemento o yeso de obra en un lápiz gigante para dibujar en
el suelo de las aceras o en las paredes de las casas o en las mismas farolas de
la calle. Un tosco tablón de madera, con cuatro pequeñas ruedas de cojinetes,
era convertido en un divertido vehículo que a toda velocidad sembraba el pánico
entre los viandantes, especialmente las personas mayores, cuando caminaban por
las aceras.
Los niños
jugaban a las bolas o canicas de cerámica o cristal, intercambiaban las
“valiosas” estampas que venían con las chocolatinas y practicaban esos
continuos y rítmicos saltos a la comba, aplicando un cordel o vieja cuerda
sobrante del colmado de don Adrián. Especialmente en los días vacacionales y
del verano, el rito de la merienda en la vía
pública era seguido por la imposición materna, a fin de los críos se
alimentasen tras el continuo gasto energético que aplicaban con sus continuos
juegos. Normalmente un trozo de pan, que alimentaba y nutría, ayudado con la
onza correspondiente de chocolate que, a pesar de tener éste un elevado
componente de algarroba, era un estupendo manjar que deleitaba como el mejor
cacao y postre del “universo”.
Y estaba el
puesto callejero de doña Argimira, provisto de abundantes y variadas chuches para el goloso consumo infantil. El poder
adquisitivo de estos dos niños amigos, así como el generalizado en los
compañeros de la vecindad, era muy reducido. Algunas “perras gordas y perras
chicas” que en ocasiones se incrementaban hasta los dos reales y en tiempos
festivos o de bonanza hasta en alguna peseta. Reducida o escasa liquidez para
la adquisición de las sabrosas pipas con sal, las avellanas tostadas, las
barritas de regaliz, los caramelos de anís, las chufas, los altramuces y esas
bolsitas de soda con sabor a fresa, naranja o limón, con su poder efervescente
cuando se la echaban en la boca mezclándola con la saliva. En ocasiones, algunas
perras gordas daban para comprar algún chicle. Si era de la marca Bazoca, por
su volumen se podía dividir y repartir en trocitos, a fin de que los niños
compitieran cuál de ellos hacía la pompa más grande desde su boca. A la goma de
masticar pronto se le iba el dulce azucarado con sabor a fresa, pero la bola
masticable se mantenía horas y horas en las bocas, pues con ello se disimulaba
la petición del estómago para recibir más alimento.
Los juegos colectivos eran de lo más variado e
imaginativo. De esta forma divertían y alegraban sus mentes siempre inquietas.
Entre todos los juegos, practicaban con preferencia aquéllos que exigían el
desarrollo del ejercicio físico, a fin de “quemar” esa energía incontenible que
rebosaba de sus delgados pero resistentes organismos. Y no faltaban las
travesuras entre la chiquillada, como era por ejemplo el llamar a las puertas
vecinales y huir a toda carrera, perseguir a las pobres mascotas adormiladas
que reposaban debajo de los vehículos o lanzar con los tirachinas o canutos de
caña esos huesos de las almecinas, estupendos proyectiles para el “combate”. Muchas
de estas aventuras finalizaban con el castigo correspondiente de los
progenitores, comentándose entre los críos el nivel de dureza aplicada a los
mismos. Las madres solían vigilar a sus críos asomándose periódicamente a los
balcones de sus viviendas o bajaban un rato por las tardes para charlar o
chismorrear con otras vecinas en los quicios de las puertas, formando los
populares y muy acústicos corrillos.
Alba y Tonio
jugaban con los demás niños en la plazuela, pero siempre encontraban algún
motivo u oportunidad para intimar con sus miradas sonrientes y sus simples y
limpias confidencias. Había que aprovechar al máximo esas tardes felices, sin
descuidar el avance del reloj, pues llegar tarde a casa tenía sus temidas
consecuencias. Lo cierto es que la vuelta a sus modestos domicilios suponía
para muchos de ellos el reencuentro con la penosa
realidad de sus vivencias familiares.
Tonio tenía otros dos hermanos, menores que él,
con siete y cuatro años. Los tres tenían que estar lavados (en este muy modesto
barrio, la mayoría de las viviendas carecían de cuarto de baño, dependencia que
sólo poseían las familias pudientes. El retrete y el balde de aluminio servía
para limpiar unos cuerpos sucios pero alegres, por los juegos de toda la tarde)
y cenados para cuando llegara su padre del trabajo. Palmiro,
peón de albañil, volvía bien tarde a casa, con el sudor y el polvo de yeso y
cemento de la obra acumulado en su cuerpo y en la ropa. Antes de llegar a su
domicilio había echado un buen rato en la taberna de Nicanor, tomando varios
vasos de vino blanco. El mal olor corporal se mezclaba con el “aroma” repulsivo,
a modo de halitosis que emanaba de una boca alcoholizada, mal cuidada y algo degradada
por desdentada. Las discusiones y enfados con Eulalia eran casi diarios, apareciendo en
ocasiones las duras palabras, las amenazas y los temidos “coscorrones” ante las
miradas temerosas de los pequeños, que se apresuraban a irse a la cama y escondían
sus cabezas bajo las sábanas. El motivo fundamental de estas disputas entre los
agriados cónyuges era ese dinero que el cabeza de familia malgastaba cada tarde
bebiendo en la taberna y los frecuentes contactos que mantenía con mujeres de
la calle, por unas baratas y miserables pesetas. Además de estos desahogos,
Palmiro también tenía su “querida” (compartida con otros cuerpos desgraciados)
y la Eulalia lo sabía, asumiéndolo con resignación, pero con el carácter bien alterado
ante su penosa suerte. Era una época del ordeno y mando del patrón familiar y
este muy primario marido era peligroso y violento, en sus casi diarias
reacciones explosivas.
Alba era
hija única de madre soltera que, en la situación extremadamente carencial que soportaba,
se sentía obligada a “vender” la esbeltez de su cuerpo por unas miserables y
escasas pesetas, para afrontar las imperiosas necesidades de lo material. Juliana mezclaba sus funciones de la calle con otras tareas, en la que el
instrumental protagonista era un cubo de aluminio lleno de agua, una escoba y
la fregona, mil veces usada, material utilizado para limpiar el suelo de la
iglesia y de algunas oficinas, a cambio de unas reducidas monedas para la
subsistencia. Se mostraba orgullosa de haber sacado “p´alante” a su preciosa
niña, cuyo padre era absolutamente desconocido, tanto para la madre como para
su hija. Los años cincuenta era todavía una época en que la investigación de
los ADN y otros adelantos genéticos tardarían en llegar. La ilusión de Alba era
llegar a ser algún día una buena costurera o modista, pues desde pequeña había
adquirido cierta destreza con la aguja, la tijera y el dedal, gracias a las
enseñanzas de la abuela Felisa, antes de que ésta abnegada señora las
dejara camino de ese viaje onírico e inexplicable, hacia las siempre alegres estrellas
del firmamento. Ahora que llegaba el invierno, Alba se sentía ilusionada de poder
dejar de usar las sandalias de goma veraniegas y bajar de lo alto del armario
sus elegantes y bien conservados zapatos Gorila, precioso y valioso regalo que
le trajeron los Reyes Magos en las Navidades pasadas. Después de casi un año, esos
elegantes zapatos, que usaban los niños bien, le quedaban perfectos, pues los
Reyes habían calculado con sabia inteligencia en aquella ocasión, trayéndole
dos números más de talla, que su madre hábilmente disimulaba con un poco de
algodón en las punteras.
Tanto Tonio como Alba jugaban
lógicamente con los demás niños en las calles de la vecindad. Pero siempre
buscaban ese a veces prolongado tiempo para intimar, en las oportunidades de
cada tarde, intercambiando sus miradas, sus jocosas sonrisas y sus limpias
confidencias. A pesar de la triste o muy modesta realidad que compartían en sus
familias, esos vitales juegos con los demás niños en las calles, aplicando
imaginación y dinamismo físico, compensaba el ambiente escénico de unos hogares
en los que no solía respirarse esa alegría que ellos necesitaban para su
saludable desarrollo, no sólo orgánico sino también anímico. Por ello trataban
de sentirse felices con esa hermandad
fraternal que hallaban en
los demás amigos y compañeros callejeros. Fingían o disimulaban no darse cuenta
de esa atmósfera muy austera que se soportaba en casa. Los juegos eran el
bálsamo necesario para dibujar sonrisas en sus rostros. El “tú la llevas”, el “pilla pilla”, los
saltos de la comba, los policías y ladrones, el juego del elástico, el alquiler
de algunos TBO, gracias a los céntimos ganados por los “mandados” de sus
madres, el “déjame dar una vuelta en tu patineta y a cambio yo te doy …” “ya
tengo cuatro perras gordas para cuando venga el hombre del paloduz (raíces del
regaliz). Te daré un trocito si eres mi amigo y juegas conmigo” …
No había dinero para asistir
regularmente a la gran afición de los niños, ir
al cine, en una época en
que la televisión estaba apenas llegando a muy escasos hogares. Si embargo, de
vez en cuando se presentaba ese día feliz en que el tío Alberto venía a ver a
sus sobrinos y se llevaba a los tres hermanos al Avenida, al Moderno o al
Capitol para que disfrutaran de un ilusionado programa doble, con el NO-DO, los
tráilers y los anuncios de proyección fija. Tonio prefería las pelis de
vaqueros, aunque también le gustaban las policíacas, emulando en las noches
siguientes al héroe de la pantalla que se “cargaba” a los malvados forajidos o
al cuatrero que se enfrentaba a los siempre temidos “pieles rojas”·. El tío
Alberto era generoso (no tenía hijos en su matrimonio con tía Adela) por lo que,
además de gastarse unas pesetas en las entradas, les compraba la deseada
gaseosa de "orange" y el paquetito de avellanas o pipas que había que tomar
despacio “para que no se acabaran”.
Por su parte, Alba ayudaba en casa a
su madre Juliana y a cambio ésta le permitía escuchar los “findes” de semana la
novela de las cuatro de la tarde y algunos domingos le daba dos reales o varias
perras gordas, siempre que se hubiese portado bien, para “comprar material” o
chucherías en el popular puesto de la “señá” Argimira. Después tenía que
quedarse sola en casa, pues su mamá tenía que hacer “esos recados” ineludibles de
la tarde, de los que no volvía hasta pasadas las 9 o las 10 de la noche, muy
seria y cansada.
Aquellos niños, de la generación de los cincuenta, como Tonio o Alba, eran felices a su
manera, disimulando no ver los nubarrones que sobrevolaban sobre sus jóvenes
vidas y trazando luces de colores en su muy dinámica imaginación. La infancia
de aquella época era, en general, diferente, a la que gozan la mayoría de los
niños en la actualidad. Las risas, las travesuras, las aventuras de cada tarde,
en la calle o en la plaza para la sociabilidad de los juegos compartidos, compensaban
las carencias materiales de una época que, sin embargo, hoy se rememora con una
placentera añoranza. No tenían los variados medios informáticos, hoy usuales en
la mayoría de los domicilios, las numerosas cadenas de televisión aún tardarían
en generalizarse, tampoco se les habilitaba los lúdicos los parques infantiles,
con la dotación de adecuado instrumental para el divertimento, en las escuelas
podían encontrarse con la severidad organizativa de un trato sin
contemplaciones, la sobreabundancia en regalos, vestimenta y alimentos sólo
estaba reservada para muy reducidas y selectas élites, en el apellido o la
suerte, los domingos había que ir a misa, por imperativo familiar o del centro
educativo, el respeto hacia los mayores o los maestros era impuesto de la forma
más expeditiva. Pero aquellos niños de los cincuenta sabían cómo hallar
compensaciones, para la más o menos austera existencia que les había
correspondido protagonizar.
NIÑOS
QUE JUEGAN EN LA CALLE
José
L. Casado Toro
Antiguo
Profesor del I.E.S. Ntra. Sra. de la Victoria. Málaga
04 febrero 2022
Dirección
electrónica: jlcasadot@yahoo.es
Blog personal: http://www.jlcasadot.blogspot.com/
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