viernes, 18 de febrero de 2022

LUCES URBANAS, PARA LAS SONRISAS Y LA NECESIDAD.

Hay muchos objetos y elementos vinculados a nuestra andadura vital, tanto de uso privado, como pertenecientes a la comunidad ciudadana, a los que no siempre concedemos el valor correspondiente a su verdadera importancia. Sólo cuando no podemos acceder a su eficaz y necesaria posesión, caemos en la cuenta de su verdadera significación para nuestras vidas. No sería difícil o complicado hacer una relación de estos elementos, cuya proximidad y utilidad la tenemos asumida y que comparten o hacen posible nuestra convivencia. Son numerosos y de importancia o trascendencia desigual, en función de nuestras específicas necesidades. Pensemos en el agua, el sol, los árboles, el mar, el oxígeno del aire… Pero también en los miles de inventos para nuestra convivencia, que la Humanidad ha ido creando a través de los siglos, aplicando a su consecución el estudio, la experimentación, la imaginación y la admirable constancia en el esfuerzo.

La historia que a continuación se desarrolla no nos habla de elementos o recursos de tan especial trascendencia, como los ya enunciados. El protagonista nuclear de este relato es una providencial farola callejera.

La acción se desarrolla en un barrio urbano, poblado mayoritariamente por vecinos de muy humilde condición. En ese popular espacio de la ciudad, el porcentaje de personas mayores y de vecinos más jóvenes sin trabajo es elevado, contrastando con otros barrios en los que el nivel socioeconómico de sus habitantes es notablemente más avanzado. También aquí el índice de marginalidad supera ampliamente los niveles de otras esas zonas más “acomodadas” en sus niveles de riqueza. 

El origen de este barrio obrero, al que pusieron el nombre de La Esperanza, se encuentra en los ya lejanos años de la posguerra civil española. La arquitectura aplicada a los edificios levantados en esta área de la ciudad es muy repetitiva y de estética en sumo rudimentaria, con materiales constructivos de baja calidad. Los paramentos exteriores de las viviendas son en su mayoría encalados, apenas hay fachadas de ladrillos vistos o con mármoles o piedras similares. Al paso de los años, el descuido en la conservación de las casas ha proyectado una visión de deterioro que empobrece aún más el nivel socioeconómico medio de sus residentes. El trazado de zonas verdes y de juego o descanso, para niños y mayores, respectivamente, es muy reducida, potenciándose la densificación poblacional en horizontal, ya que los edificios carecen de mucha altura. Y esto se hizo porque la superficie del terreno disponible era abundante en aquellos difíciles años 40 de la pasada centuria.

Aquí se concentra una “pastilla poblacional” de personas sin grandes recursos que, con el paso de los años no ha gozado de una evolución hacia el desarrollo económico, sino que incluso se ha ido incrementando esa marginalidad social que suele derivar en comportamientos vinculados con la delincuencia. Sin embargo, y como contraste, las relaciones humanas entre muchos de los vecinos suelen ser cordiales, fraternales y solidarias, dentro de las carencias materiales y de promoción social que la mayoría soporta. Los sucesivos gobiernos municipales han trazado, entre sus propagandísticos propósitos, algunos proyectos y mejoras urbanísticas y sociales, para ésta y otras barriadas de la ciudad. Pero la mayoría de esas promesas han ido quedando en la atmósfera de los olvidos, especialmente para este barrio de la Esperanza, en el que el “despegue” socioeconómico va de manera palmaria extremadamente lento al paso de las décadas.

Un día de invierno, el Ilmo. Sr. alcalde de la ciudad volvía de una importante reunión administrativa que había tenido en una provincia hermana. El conductor de su vehículo oficial evitó pasar por las calles del centro urbano, debido al excesivo tráfico que suele haber en esa hora en que la tarde cae ante la llegada de la noche, cuando lo trasladaba a su domicilio particular, en el otro extremo de la ciudad. Atravesaron entonces una serie de calles del barrio de La Esperanza. Al primer munícipe de la capital le llamó la atención lo deficiente o pobremente iluminadas que estaban las calles por las que el vehículo estaba circulando. Reflexionando acerca de lo que había podido observar, a través de los cristales del coche oficial, llamó el lunes siguiente al concejal encargado de esa zona, a fin de que arbitrara los medios adecuados para mejorar el servicio de iluminación. Con ello pretendía incrementar la calidad de vida de los vecinos y reducir, al tiempo, los actos de la delincuencia potenciada por la falta de luz en las calles de la barriada. Pero los fondos municipales, derivados hacia otros proyectos más “interesados” de las zonas “nobles” de la capital, no daban para la instalación de una gran estructura luminosa, precisamente en un barrio de gran perímetro urbano y notable densidad poblacional. Así que se fueron instalando y mejorando los puntos luminosos, por las calles y plazas más habitadas y transitadas del barrio, aunque no en la cantidad necesaria, por lo que estos faroles y farolas quedaban muy alejadas unas de otras.

Así, en la popular Plaza de los Claveles, con un perímetro cuadrangular generoso, sólo se pusieron dos farolas, cuando habrían hecho falta al menos instalar el triple de éstas, para iluminar convenientemente la zona. En las horas nocturnas, esta plaza y el resto de las principales arterias viarias quedaban, por tanto, deficientemente iluminadas. Quiso la decisión de los técnicos instaladores que una de esas dos farolas fuera adosada precisamente a una antigua vivienda de tres plantas más bajo y sin ascensor, con efectos providenciales para una serie de personas de condición extremadamente humilde y necesitada. Comentemos acerca de estas personas, residentes en el barrio, que se vieron especialmente beneficiadas.

 

Este pequeño bloque de viviendas, en uno de cuyos pisos reside una anciana viuda y sin hijos llamada AMANDA, se encuentra en un estado constructivo de gran deterioro. La muy veterana señora hace meses que cumplió su octava década de vida, en un estado físico aceptable, teniendo en cuenta su ya avanzada edad. Ha vivido siempre en ese pequeño piso de alquiler, que tiene por número el 3º B, dedicándose profesionalmente a la costura y sastrería, trabajando para cualquier cliente que solicitara su servicio, cobrando a cambio de su labor unas cantidades en modo alguno elevadas que, al menos, le daban para vivir con suficiente modestia a ella y a su marido (mozo cargador del puerto malacitano). Desde hace casi cuatro años, ha tenido que dejar la práctica de tan artesana y laboriosa actividad, por sus avanzadas deficiencias visuales. Las vecinas de ese viejo caserón, que siempre han apreciado su bondad de carácter, con solidaria frecuencia muestran su generosidad con la pobre convecina, llevándole algún plato de comida caliente, poniendo en práctica esa bella frase de “donde comen tres, pueden comer cuatro”. Las trescientas cincuenta pesetas que recibe cada primero de mes, como pensión de viudedad por su difunto esposo, apenas le dan para afrontar los gastos normales de la mensualidad, teniendo en cuenta que de esa módica pensión ha de dedicar 100 pesetas para el necesario pago del alquiler.

Desde hace un mes y a causa de los impagos de los recibos a la compañía de electricidad, le ha sido cortado el suministro de electricidad. Ante la difícil situación (la buena señora manifiesta que lo primero y urgente es pagar el alquiler de la casa y después el básico alimento de cada día) cuando la luminosidad solar va desapareciendo en lo avanzado de la tarde, cena lo poco que tiene y se va muy pronto a la cama. La carencia de fluido eléctrico le impide encender la radio o entretenerse con algo de lectura o labor de punto, contando con la dificultad de visión para sus ya cansados ojos.

Sin embargo, el “milagro del cielo” se ha producido para su suerte. Una de las dos grandes farolas que se han instalado en la plaza, ha sido adosada precisamente en la pared de su bloque. En concreto, el foco luminoso permanece situado a la misma altura del piso ocupado por doña Amanda. La potencia de las cuatro potentes bombillas que lo componen facilita la llegada de una aceptable luminosidad en el interior del piso 3º B. Ello le está permitiendo a esta modesta anciana que, a la llegada de la noche, especialmente en las estaciones del otoño y del invierno, pueda tener un poco de luz en el interior de su vivienda, para realizar las tareas necesarias de la casa, evitándole al tiempo el riesgo de peligrosos tropezones o caídas para su muy ajado cuerpo. El azar del destino o la decisión espontánea del técnico municipal ha generado la sonrisa y sosiego de esta buena mujer, sintiéndose feliz con ese poquito de luz que entra por las ventanas en las noches para su buena suerte.

 

La iluminación de la plaza que proyecta la nueva y apreciada farola es también celebrada por la propietaria de un pequeño puesto de chucherías, al que acuden los niños y también algunos padres para satisfacer sus ilusiones de esos suculentos productos que tanto gustan, alimentan y distraen. Las pipas tostadas de girasol, los cacahuetes, los altramuces, los caramelos de café con leche, las bolitas de anís, los chupachups, las barritas de regaliz, los chicles, etc, son algunas de las atractivas mercancías que se venden en ese puesto para el paladar. Nadie conoce con exactitud la edad de esta vendedora de chuches, llamada doña LARIANA, aunque ella se ufana de haber vendido caramelos a varias generaciones de clientes que, a sus muchos años, hoy son abuelos, padres y sus “retoños” de corta edad.

Durante la estación primaveral y veraniega anochece bastante tarde, pero cuando llega el otoño y los fríos del invierno, el sol se oculta pronto y la señora propietaria del puesto ha de cerrar el tingladillo, puesto que el mismo carece de conexión con la red eléctrica y la visión de los productos que oferta y el intercambio de las monedas para su compra se hace dificultoso.

Por fortuna, gracias a la instalación de esta nueva gran farola, su puestecito (como ella lo llama) se ve ahora bien iluminado cuando el sol de oculta tras el horizonte, permitiéndole estar más tiempo esperando a esos críos que llegan ilusionados para comprar la dulce o salada “mercancía” o manjares a cambio de sus perras gordas, perras chicas, dos reales y, en ocasiones algunas pesetas. La ubicación del tinglado está muy cerca de la puerta del bloque en el que reside doña Amanda, por lo que la providencial farola cumple también con las necesidades de esta comerciante de las chuches de los buenos sabores. A doña Lariana se la ve ahora más feliz y contenta pues su puesto de trabajo puede estar abierto más tiempo, confraternizando no solo con los niños, sino también con los vecinos adultos que suelen pararse para “echar unas palabras” con la amable comerciante.

 

LUPE y ELIAN son dos jóvenes enamorados, que esperan ansiosos las tardías horas del día, momento en el que pueden estar cerca el uno del otro, para decirse, con las miradas y con las dulces palabras, el cariño que ambos se profesan.

Se conocieron en una fiesta o guateque dominguero, en el que participaban otros muchos chicos y chicas, amigos o simples conocidos. Todos estaban pasando muy bien la tarde, con los bailes y esas copas “de recia garrafa” en torno a un gastado picú (pick up) que a duras penas hacía sonar los míticos discos de vinilo, con canciones de Elvis Presley, Duo Dinámico, Simon y Garfunkel, los Brincos, Los Bravos, los Sirex … Desde el momento en el que fueron presentados, intimaron y cayeron enamorados bajo las flechas sentimentales de Cupido.

Elian trabaja “en lo que sale”, ya sea albañilería, carpintería, pintura, electricidad, etc. mientras que Lupe sirve barras de pan, civiles, roscas, violines y recios panes catetos, en la panadería de don Raimundo, quien también elabora, junto a su mujer Ambrosia, unas populares y sabrosísimas tortas de aceite con anís “matalauva”. Cuando abandona su trabajo en la panadería, Lupe sabe que casi siempre Elian la está esperando, con el propósito de pasar un delicioso rato juntos. Suelen sentarse en un banco de madera, situado en la Plaza de los Claveles, asiento al que algunos gamberros arrancaron una de las traviesas, prácticamente desde su instalación y que nunca ha sido reparado. Los padres de ambos enamorados no quieren que sus hijos “hagan manitas” encerrados en sus cuartos, por lo que ambos decidieron sentarse en ese banco callejero, cubierto del rocío que trae la noche.  Allí se intercambian intimidades y frases cariñosas, que después en la madrugada recordarán con la emoción y el sentimiento de la distancia.

Ese banco de las confidencias está ahora mucho mejor iluminado, gracias a la potencia de la nueva farola, por lo que Elian puede disfrutar mejor con los ojos verde claros de su amada, mientras que Lupe puede peinar mejor, con sus manos de nácar y terciopelo, el “rebelde” cabello castaño de su muy querido pretendiente. Sobra añadir que este “hospitalario” banco de madera está situado a muy escasos metros del perímetro intensamente iluminado por la farola encastrada en el bloque donde reside doña Amanda. 

 

Uno de los numerosos indigentes que viven en el barrio, habitando en la casa de todos como es la calle, se le conoce por el nombre de EUSEBIO. En ocasiones ha comentado que así se llamaba su padre, “la única persona que realmente me ha querido”. Por este motivo, pide que se le mantenga ese nombre, al margen “del que pongan los papeles”. Además de la caridad que recibe de los vecinos, vive de la recogida de cartones y periódicos usados. Pero en lo que más se afana es realizando a diario una minuciosa rebusca en los contenedores de basura, recogiendo elementos de metal, zapatos viejos, objetos diversos del hogar, ropa de cualquier calidad y algunos muebles, etc. Todos esos materiales los lleva al rastro dominguero, a fin de para cambiarlos por unas bien venidas pesetas, con las que medio saciar su necesidad de alimentos y esa bebida que le embriaga para olvidar la realidad de su historia.

Cuando llega la noche, el cielo estrellado lo contempla rodeado de cartones tomados de aquí y de allá, además de algún viejo jergón, ausente de aseo y deshilachado, con el que protege su vapuleado cuerpo de la fuerte humedad y baja temperatura reinante. Su preferido cobijo lo tiene debajo de ese banco de madera usado por Lupe y Elian para sus intercambios amorosos, quienes ya han abandonado la plaza. En ese modesto e improvisado dormitorio descansa el veterano mendigo, alumbrado por la luz somnolienta procedente del farol o farola de la Plaza de los Claveles, elemento urbano de iluminación que presta servicio, ayuda y protección a todas esas personas que comparten su cercanía. Lógicamente, cuando el sol se marcha y la noche llega.


Pero una aciaga tarde la luz de la farola no se encendió. Tampoco en las noches y madrugadas siguientes, cuando eran las horas de su solidario protagonismo ¿Qué había ocurrido? Tal vez fuera por el cansancio de las bombillas, por algún mal contacto o la desidia profesional del lucero, encargado de darle a los interruptores necesarios para que la luz se mostrase. Así que, durante muchos números del calendario, la popular plaza sólo estuvo iluminada por la farola opuesta que, a pesar de su voluntad, carecía de la fuerza y potencia suficiente para llegar a los dominios espaciales de la farola averiada.

Fueron muchos los que entristecieron sus ojos y el sentimiento de su ánimo. Doña Amanda ya no tenía luz en casa, cuando llegaba el oscurecer de las tinieblas. Doña Lariana se vio obligada a cerrar antes de hora su tenderete de las chucherías, pues en esas estaciones en que las hojas caen y el viento enfría, la buena iluminación es necesaria para no confundir los caramelos y las barritas del regaliz, también las perras gordas con las perras chicas. Elian y Lupe seguían sentándose en su banco preferido, pero no podían gozar como antes en sus pupilas con el celeste claro de los ojos de ella, ni de la morena brillantez que mostraba el recio cabello de él. También a Eusebio, pues ahora no le llegaba bien esa cálida luz teñida de oro, que le hacía ver con claridad el bollo de pan con aceite o con lo que el día regalara, como suculento menú para alimentar la noche. La plaza de los Claveles ya no era la misma de antes, aquel convivencial entorno que clarificaba bien las palabras y miradas y generaba no escasas sonrisas. 

Dos miembros del C. N. de Policía, cuando patrullaban una noche de marzo por el barrio de la Esperanza, observaron que la deficiente iluminación de esta céntrica plaza de los Claveles era propicia para facilitar actos delictivos. Cumpliendo con su responsable obligación, dieron parte a los servicios operativos del Ayuntamiento de la ciudad de esta anomalía. El concejal de zona ordenó, 48 horas más tarde, que fuese reparado, a la mayor premura, ese punto luminoso.

La sustitución de las “cansadas bombillas” y algún cable “traicionero” fue realizada con éxito, para que Amanda volviera a sentirse feliz, teniendo claridad en su piso. Para que Lariana pudiese ampliar el horario de su puesto de chuches, con el disfrute de la chiquillería y también los mayores. Lupe y Elian vuelven a disfrutar con la mejor visión de sus muestras de cariño, unidos y abrazados en ese su sentimental aposento para los encuentros. De Eusebio nunca más se supo. Hacía semanas que no se le veía desarrollar su cansino recorrido por los entornos de la zona. Quizás hoy continúe paseando su esperanzado esfuerzo para la recogida de “residuos valiosos” por los espacios siderales, en ese inmenso firmamento donde sonríen los luceros, las cometas y las estrellas. –

 

 

LUCES URBANAS PARA LAS SONRISAS 

Y LA NECESIDAD

 

José L. Casado Toro

Antiguo Profesor del I.E.S. Ntra. Sra. de la Victoria. Málaga

18 febrero 2022

                                                                               Dirección electrónica: jlcasadot@yahoo.es           

Blog personal: http://www.jlcasadot.blogspot.com/

 



 

No hay comentarios:

Publicar un comentario