Hay muchos
objetos y elementos vinculados a nuestra andadura vital, tanto de uso privado,
como pertenecientes a la comunidad ciudadana, a los que no siempre concedemos
el valor correspondiente a su verdadera importancia. Sólo cuando no podemos
acceder a su eficaz y necesaria posesión, caemos en la cuenta de su verdadera
significación para nuestras vidas. No sería difícil o complicado hacer una
relación de estos elementos, cuya proximidad y utilidad la tenemos asumida y
que comparten o hacen posible nuestra convivencia. Son numerosos y de
importancia o trascendencia desigual, en función de nuestras específicas
necesidades. Pensemos en el agua, el sol, los árboles, el mar, el oxígeno del
aire… Pero también en los miles de inventos para nuestra convivencia, que la
Humanidad ha ido creando a través de los siglos, aplicando a su consecución el
estudio, la experimentación, la imaginación y la admirable constancia en el
esfuerzo.
La historia
que a continuación se desarrolla no nos habla de elementos o recursos de tan
especial trascendencia, como los ya enunciados. El protagonista nuclear de este
relato es una providencial farola callejera.
La acción se
desarrolla en un barrio urbano, poblado mayoritariamente por vecinos de muy
humilde condición. En ese popular espacio de la ciudad, el porcentaje de
personas mayores y de vecinos más jóvenes sin trabajo es elevado, contrastando
con otros barrios en los que el nivel socioeconómico de sus habitantes es
notablemente más avanzado. También aquí el índice de marginalidad supera
ampliamente los niveles de otras esas zonas más “acomodadas” en sus niveles de
riqueza.
El origen de
este barrio obrero, al que pusieron el nombre de
La Esperanza, se encuentra en los ya lejanos años
de la posguerra civil española. La arquitectura aplicada a los edificios
levantados en esta área de la ciudad es muy repetitiva y de estética en sumo
rudimentaria, con materiales constructivos de baja calidad. Los paramentos
exteriores de las viviendas son en su mayoría encalados, apenas hay fachadas de
ladrillos vistos o con mármoles o piedras similares. Al paso de los años, el
descuido en la conservación de las casas ha proyectado una visión de deterioro
que empobrece aún más el nivel socioeconómico medio de sus residentes. El
trazado de zonas verdes y de juego o descanso, para niños y mayores,
respectivamente, es muy reducida, potenciándose la densificación poblacional en
horizontal, ya que los edificios carecen de mucha altura. Y esto se hizo porque
la superficie del terreno disponible era abundante en aquellos difíciles años
40 de la pasada centuria.
Aquí se
concentra una “pastilla poblacional” de personas sin grandes recursos que, con
el paso de los años no ha gozado de una evolución hacia el desarrollo
económico, sino que incluso se ha ido incrementando esa marginalidad social que
suele derivar en comportamientos vinculados con la delincuencia. Sin embargo, y
como contraste, las relaciones humanas entre muchos de los vecinos suelen ser
cordiales, fraternales y solidarias, dentro de las carencias materiales y de
promoción social que la mayoría soporta. Los sucesivos gobiernos municipales
han trazado, entre sus propagandísticos propósitos, algunos proyectos y mejoras
urbanísticas y sociales, para ésta y otras barriadas de la ciudad. Pero la
mayoría de esas promesas han ido quedando en la atmósfera de los olvidos, especialmente
para este barrio de la Esperanza, en el que el “despegue” socioeconómico va de
manera palmaria extremadamente lento al paso de las décadas.
Un día de
invierno, el Ilmo. Sr. alcalde de la ciudad volvía de una importante reunión
administrativa que había tenido en una provincia hermana. El conductor de su
vehículo oficial evitó pasar por las calles del centro urbano, debido al
excesivo tráfico que suele haber en esa hora en que la tarde cae ante la
llegada de la noche, cuando lo trasladaba a su domicilio particular, en el otro
extremo de la ciudad. Atravesaron entonces una serie de calles del barrio de La
Esperanza. Al primer munícipe de la capital le llamó la atención lo deficiente
o pobremente iluminadas que estaban las calles
por las que el vehículo estaba circulando. Reflexionando acerca de lo que había
podido observar, a través de los cristales del coche oficial, llamó el lunes
siguiente al concejal encargado de esa zona, a fin de que arbitrara los medios
adecuados para mejorar el servicio de iluminación. Con ello pretendía incrementar
la calidad de vida de los vecinos y reducir, al tiempo, los actos de la
delincuencia potenciada por la falta de luz en las calles de la barriada. Pero
los fondos municipales, derivados hacia otros proyectos más “interesados” de
las zonas “nobles” de la capital, no daban para la instalación de una gran
estructura luminosa, precisamente en un barrio de gran perímetro urbano y
notable densidad poblacional. Así que se fueron instalando y mejorando los
puntos luminosos, por las calles y plazas más habitadas y transitadas del
barrio, aunque no en la cantidad necesaria, por lo que estos faroles y farolas
quedaban muy alejadas unas de otras.
Así, en la popular
Plaza de los Claveles, con un perímetro cuadrangular
generoso, sólo se pusieron dos farolas, cuando habrían hecho falta al menos
instalar el triple de éstas, para iluminar convenientemente la zona. En las
horas nocturnas, esta plaza y el resto de las principales arterias viarias
quedaban, por tanto, deficientemente iluminadas. Quiso la decisión de los
técnicos instaladores que una de esas dos farolas fuera adosada precisamente a
una antigua vivienda de tres plantas más bajo y sin ascensor, con efectos
providenciales para una serie de personas de condición extremadamente humilde y
necesitada. Comentemos acerca de estas personas, residentes en el barrio, que
se vieron especialmente beneficiadas.
Este pequeño
bloque de viviendas, en uno de cuyos pisos reside una anciana viuda y sin hijos
llamada AMANDA, se encuentra en un
estado constructivo de gran deterioro. La muy veterana señora hace meses que
cumplió su octava década de vida, en un estado físico aceptable, teniendo en
cuenta su ya avanzada edad. Ha vivido siempre en ese pequeño piso de alquiler,
que tiene por número el 3º B, dedicándose profesionalmente a la costura y
sastrería, trabajando para cualquier cliente que solicitara su servicio,
cobrando a cambio de su labor unas cantidades en modo alguno elevadas que, al
menos, le daban para vivir con suficiente modestia a ella y a su marido (mozo cargador
del puerto malacitano). Desde hace casi cuatro años, ha tenido que dejar la
práctica de tan artesana y laboriosa actividad, por sus avanzadas deficiencias
visuales. Las vecinas de ese viejo caserón, que siempre han apreciado su bondad
de carácter, con solidaria frecuencia muestran su generosidad con la pobre convecina,
llevándole algún plato de comida caliente, poniendo en práctica esa bella frase
de “donde comen tres, pueden comer cuatro”. Las trescientas cincuenta pesetas
que recibe cada primero de mes, como pensión de viudedad por su difunto esposo,
apenas le dan para afrontar los gastos normales de la mensualidad, teniendo en
cuenta que de esa módica pensión ha de dedicar 100 pesetas para el necesario
pago del alquiler.
Desde hace un
mes y a causa de los impagos de los recibos a la compañía de electricidad, le ha
sido cortado el suministro de electricidad. Ante la difícil situación (la buena
señora manifiesta que lo primero y urgente es pagar el alquiler de la casa y después
el básico alimento de cada día) cuando la luminosidad solar va desapareciendo
en lo avanzado de la tarde, cena lo poco que tiene y se va muy pronto a la cama.
La carencia de fluido eléctrico le impide encender la radio o entretenerse con
algo de lectura o labor de punto, contando con la dificultad de visión para sus
ya cansados ojos.
Sin embargo,
el “milagro del cielo” se ha producido para su suerte. Una de las dos grandes
farolas que se han instalado en la plaza, ha sido adosada precisamente en la
pared de su bloque. En concreto, el foco luminoso permanece situado a la misma altura
del piso ocupado por doña Amanda. La potencia de las cuatro potentes bombillas
que lo componen facilita la llegada de una aceptable luminosidad en el interior
del piso 3º B. Ello le está permitiendo a esta modesta anciana que, a la
llegada de la noche, especialmente en las estaciones del otoño y del invierno,
pueda tener un poco de luz en el interior de su vivienda, para realizar las
tareas necesarias de la casa, evitándole al tiempo el riesgo de peligrosos
tropezones o caídas para su muy ajado cuerpo. El azar del destino o la decisión
espontánea del técnico municipal ha generado la sonrisa y sosiego de esta buena
mujer, sintiéndose feliz con ese poquito de luz que entra por las ventanas en
las noches para su buena suerte.
La
iluminación de la plaza que proyecta la nueva y apreciada farola es también
celebrada por la propietaria de un pequeño puesto de chucherías, al que acuden
los niños y también algunos padres para satisfacer sus ilusiones de esos
suculentos productos que tanto gustan, alimentan y distraen. Las pipas tostadas
de girasol, los cacahuetes, los altramuces, los caramelos de café con leche,
las bolitas de anís, los chupachups, las barritas de regaliz, los chicles, etc,
son algunas de las atractivas mercancías que se venden en ese puesto para el
paladar. Nadie conoce con exactitud la edad de esta vendedora de chuches,
llamada doña LARIANA, aunque ella se
ufana de haber vendido caramelos a varias generaciones de clientes que, a sus
muchos años, hoy son abuelos, padres y sus “retoños” de corta edad.
Durante la
estación primaveral y veraniega anochece bastante tarde, pero cuando llega el
otoño y los fríos del invierno, el sol se oculta pronto y la señora propietaria
del puesto ha de cerrar el tingladillo,
puesto que el mismo carece de conexión con la red eléctrica y la visión de los
productos que oferta y el intercambio de las monedas para su compra se hace
dificultoso.
Por fortuna,
gracias a la instalación de esta nueva gran farola, su puestecito (como ella lo
llama) se ve ahora bien iluminado cuando el sol de oculta tras el horizonte,
permitiéndole estar más tiempo esperando a esos críos que llegan ilusionados para
comprar la dulce o salada “mercancía” o manjares a cambio de sus perras gordas,
perras chicas, dos reales y, en ocasiones algunas pesetas. La ubicación del
tinglado está muy cerca de la puerta del bloque en el que reside doña Amanda,
por lo que la providencial farola cumple también con las necesidades de esta
comerciante de las chuches de los buenos sabores. A doña Lariana se la ve ahora
más feliz y contenta pues su puesto de trabajo puede estar abierto más tiempo,
confraternizando no solo con los niños, sino también con los vecinos adultos
que suelen pararse para “echar unas palabras” con la amable comerciante.
LUPE y ELIAN
son dos jóvenes enamorados, que esperan ansiosos las tardías horas del día,
momento en el que pueden estar cerca el uno del otro, para decirse, con las
miradas y con las dulces palabras, el cariño que ambos se profesan.
Se conocieron
en una fiesta o guateque dominguero, en el que participaban otros muchos chicos
y chicas, amigos o simples conocidos. Todos estaban pasando muy bien la tarde,
con los bailes y esas copas “de recia garrafa” en torno a un gastado picú (pick
up) que a duras penas hacía sonar los míticos discos de vinilo, con canciones
de Elvis Presley, Duo Dinámico, Simon y Garfunkel, los Brincos, Los Bravos, los
Sirex … Desde el momento en el que fueron presentados, intimaron y cayeron
enamorados bajo las flechas sentimentales de Cupido.
Elian trabaja
“en lo que sale”, ya sea albañilería, carpintería, pintura, electricidad, etc.
mientras que Lupe sirve barras de pan, civiles, roscas, violines y recios panes
catetos, en la panadería de don Raimundo, quien también elabora, junto a su
mujer Ambrosia, unas populares y sabrosísimas tortas de aceite con anís “matalauva”.
Cuando abandona su trabajo en la panadería, Lupe sabe que casi siempre Elian la
está esperando, con el propósito de pasar un delicioso rato juntos. Suelen
sentarse en un banco de madera, situado en la Plaza de los Claveles, asiento al
que algunos gamberros arrancaron una de las traviesas, prácticamente desde su
instalación y que nunca ha sido reparado. Los padres de ambos enamorados no
quieren que sus hijos “hagan manitas” encerrados en sus cuartos, por lo que
ambos decidieron sentarse en ese banco callejero, cubierto del rocío que trae
la noche. Allí se intercambian
intimidades y frases cariñosas, que después en la madrugada recordarán con la
emoción y el sentimiento de la distancia.
Ese banco de
las confidencias está ahora mucho mejor iluminado, gracias a la potencia de la
nueva farola, por lo que Elian puede disfrutar mejor con los ojos verde claros
de su amada, mientras que Lupe puede peinar mejor, con sus manos de nácar y
terciopelo, el “rebelde” cabello castaño de su muy querido pretendiente. Sobra
añadir que este “hospitalario” banco de madera está situado a muy escasos metros
del perímetro intensamente iluminado por la farola encastrada en el bloque
donde reside doña Amanda.
Uno de los
numerosos indigentes que viven en el barrio, habitando en la casa de todos como
es la calle, se le conoce por el nombre de EUSEBIO.
En ocasiones ha comentado que así se llamaba su padre, “la única persona que
realmente me ha querido”. Por este motivo, pide que se le mantenga ese nombre,
al margen “del que pongan los papeles”. Además de la caridad que recibe de los
vecinos, vive de la recogida de cartones y periódicos usados. Pero en lo que
más se afana es realizando a diario una minuciosa rebusca en los contenedores
de basura, recogiendo elementos de metal, zapatos viejos, objetos diversos del
hogar, ropa de cualquier calidad y algunos muebles, etc. Todos esos materiales los
lleva al rastro dominguero, a fin de para cambiarlos por unas bien venidas
pesetas, con las que medio saciar su necesidad de alimentos y esa bebida que le
embriaga para olvidar la realidad de su historia.
Cuando llega
la noche, el cielo estrellado lo contempla rodeado de cartones tomados de aquí
y de allá, además de algún viejo jergón, ausente de aseo y deshilachado, con el
que protege su vapuleado cuerpo de la fuerte humedad y baja temperatura
reinante. Su preferido cobijo lo tiene debajo de ese banco de madera usado por
Lupe y Elian para sus intercambios amorosos, quienes ya han abandonado la plaza.
En ese modesto e improvisado dormitorio descansa el veterano mendigo, alumbrado
por la luz somnolienta procedente del farol o farola de la Plaza de los
Claveles, elemento urbano de iluminación que presta servicio, ayuda y
protección a todas esas personas que comparten su cercanía. Lógicamente, cuando
el sol se marcha y la noche llega.
Pero una
aciaga tarde la luz de la farola no se encendió. Tampoco en las noches y
madrugadas siguientes, cuando eran las horas de su solidario protagonismo ¿Qué
había ocurrido? Tal vez fuera por el cansancio de las bombillas, por algún mal
contacto o la desidia profesional del lucero, encargado de darle a los
interruptores necesarios para que la luz se mostrase. Así que, durante muchos
números del calendario, la popular plaza sólo estuvo iluminada por la farola
opuesta que, a pesar de su voluntad, carecía de la fuerza y potencia suficiente
para llegar a los dominios espaciales de la farola averiada.
Fueron muchos los que entristecieron sus ojos y el sentimiento de su ánimo. Doña Amanda ya no tenía luz en casa, cuando llegaba el oscurecer de las tinieblas. Doña Lariana se vio obligada a cerrar antes de hora su tenderete de las chucherías, pues en esas estaciones en que las hojas caen y el viento enfría, la buena iluminación es necesaria para no confundir los caramelos y las barritas del regaliz, también las perras gordas con las perras chicas. Elian y Lupe seguían sentándose en su banco preferido, pero no podían gozar como antes en sus pupilas con el celeste claro de los ojos de ella, ni de la morena brillantez que mostraba el recio cabello de él. También a Eusebio, pues ahora no le llegaba bien esa cálida luz teñida de oro, que le hacía ver con claridad el bollo de pan con aceite o con lo que el día regalara, como suculento menú para alimentar la noche. La plaza de los Claveles ya no era la misma de antes, aquel convivencial entorno que clarificaba bien las palabras y miradas y generaba no escasas sonrisas.
Dos miembros del C. N. de Policía, cuando patrullaban una noche de marzo por el barrio de la Esperanza, observaron que la deficiente iluminación de esta céntrica plaza de los Claveles era propicia para facilitar actos delictivos. Cumpliendo con su responsable obligación, dieron parte a los servicios operativos del Ayuntamiento de la ciudad de esta anomalía. El concejal de zona ordenó, 48 horas más tarde, que fuese reparado, a la mayor premura, ese punto luminoso.La
sustitución de las “cansadas bombillas” y algún cable “traicionero” fue
realizada con éxito, para que Amanda volviera a sentirse feliz, teniendo
claridad en su piso. Para que Lariana pudiese ampliar el horario de su puesto
de chuches, con el disfrute de la chiquillería y también los mayores. Lupe y
Elian vuelven a disfrutar con la mejor visión de sus muestras de cariño, unidos
y abrazados en ese su sentimental aposento para los encuentros. De Eusebio
nunca más se supo. Hacía semanas que no se le veía desarrollar su cansino
recorrido por los entornos de la zona. Quizás hoy continúe paseando su esperanzado
esfuerzo para la recogida de “residuos valiosos” por los espacios siderales, en
ese inmenso firmamento donde sonríen los luceros, las cometas y las estrellas. –
LUCES URBANAS PARA LAS SONRISAS
Y LA NECESIDAD
José
L. Casado Toro
Antiguo
Profesor del I.E.S. Ntra. Sra. de la Victoria. Málaga
18 febrero 2022
Dirección
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Blog personal: http://www.jlcasadot.blogspot.com/
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