La fuerza de
la tradición, el fundamento ideológico de la educación recibida, junto a la
poderosa influencia de las costumbres religiosas, hacen que determinadas fechas
del calendario vayan aparejadas a comportamientos sociales que se repiten en
cada anualidad. Uno de los días más entrañables del año es el día 24 de
diciembre, en el que las familias se reúnen en torno a la mesa para celebrar la
CENA DE NOCHEBUENA, víspera del día
de Navidad. En ese cálido y afectivo reencuentro, numerosos miembros de unos
apellidos comunes, pertenecientes a distintas generaciones, comparten una
copiosa y bien dispuesta cena, celebrada en el domicilio de algún familiar. En
ocasiones y debido a distintas motivaciones y circunstancias, hay miembros de
esas familias que sólo se reencuentran en la Nochebuena, aunque durante el
resto del año mantienen alguna vinculación a través de las felicitaciones intercambiadas
en las onomásticas y en los cumpleaños.
Para la cena
de Nochebuena siempre hay un miembro de la numerosa familia que ejerce de
organizador, nucleando al mayor número de parientes en ese punto de encuentro
al que se acude con algún presente o regalo, a fin de darle mayor brillantez al
fraternal evento. Todo comienza con el intercambio de cariñosos saludos, con
las muestras de afecto de besos y abrazos, más los consabidos comentarios
acerca de la salud y esas palabras generosas en las que todos se conservan muy
bien físicamente. La organización de la magna reunión nunca debe ser
improvisada, siguiendo las reglas de ese protocolo no escrito pero que casi
todos aplican: suenan los primeros villancicos, comentarios elogiosos sobre el
árbol de Navidad, bien adornado e iluminado, continúa con la distribución de
los asistentes en torno a una gran mesa, ingeniosamente articulada en un
espacio “imposible” según las leyes de la física, sobre cuyo mantel van
llegando los primeros platos de entremeses, junto esas bebidas variadas que
alegran el espíritu. La grata atmósfera se ve repleta de sonrisas, parabienes,
elogios con patente generosidad, palabras amables hasta la exageración y
anécdotas encadenadas a las que hay que reír con largueza, sin importar el
contenido de lo que se ha narrado y escuchado. Siguen llegando suculentos
platos desde esa abarrotada cocina que se ha ido preparando desde las primeras
horas de la mañana, con espléndidos y decorados manjares verdaderamente
imposibles de consumir en su totalidad (serán hábilmente reutilizados en el
almuerzo del día 25) a pesar de que hay parientes y amigos íntimos que hacen
alarde de su asombrosa capacidad para echar al estómago todo aquello que el ama
de casa ha preparado con esmero y sabiduría desde casi el amanecer.
Resulta
inevitable que los mayores a la cita recuerden con nostalgia, profundos
suspiros y algunas lágrimas contenidas, a los que ya no pueden estar presentes,
pero de inmediato los más jóvenes “imponen” su vitalidad y dinamismo, alegrando
esa atmósfera fraternal y cordial para que la fiesta en modo alguno decaiga. Los
móviles de unos y otros siempre están prestos para ir tomando instantáneas de
los asistentes, con esa frase repetida de “te las envío por el Whatsapp”.
Continúan llegando platos y bandejas a la mesa, con frases y adjetivos
“sublimes” que repiten el estribillo de “¡pero como vamos a comernos todo esto
tan apetitoso!”. Hay diestros mantenedores de la velada, quienes se ven
ayudados en los breves e incómodos tiempos de silencio por la ayuda siempre
útil del monitor de televisión, a quien nadie parece hacer caso. Otro eficaz
colaborador para el mantenimiento es el iPad, con toda la navideña carga de
villancicos, los de “siempre” y esas nuevas versiones grabadas por los famosos
de la canción. Apenas se está empezando a consumir los postres, cuando los más
jóvenes recuerdan la cita que tienen con los amigos de la “panda” anunciando su
pronta marcha, con la anuencia comprensiva y benevolente de padres y abuelos.
Efectivamente, los mayores se van quedando solos, frente a ese televisor que no
para de regalar sonrisas, música y ese humor enlatado que incluso, en ocasiones,
genera el divertimento y la comicidad, al igual que ocurre tras las doce
campanadas del 31.
Ya superada la
medianoche y acercándonos a la primera hora del nuevo día, llega la fase de las
rituales despedidas, con nuevos besos, abrazos y las firmes e incumplidas
promesas de no esperar la llegada de otra Navidad, para ese placentero
reencuentro con los allegados de sangre y parentesco. Los anfitriones se afanarán
en “quitar la mesa” y buscar ese acomodo ingenioso, en los recovecos imposibles
del frigorífico, para los abundantes sobrantes, que ofrecerán su versatilidad
para la sopa y complementos de los siguientes menús. Por su parte, los
invitados tendrán que recorrer ese largo trecho callejero, hasta donde han
podido dejar el vehículo, inevitablemente “mal aparcado”, todos bien abrigados
porque la humedad nocturna en las ciudades marítimas cala hasta las
profundidades de la estructura corporal. Unos y otros repetirán esa frase socorrida
de “pues ha salido bien la noche…” para autososiego de las conciencias y los
afectos. Sí, por supuesto, muchos llevarán en la agenda de los propósitos ese saludable
e ilusionado paseo que piensan recorrer en la mañana siguiente, a fin de
respirar y disfrutar el ambiente soleado del siempre alegre Día de Navidad.
Había
comenzado su séptima década vital. Se llamaba Amando
Ruisilva y había nacido en el seno de una muy acomodada
familia, tanto en lo económico y en lo social, cuya muy desahogada estabilidad financiera
estaba sustentada en la posesión, por herencias generacionales, de importantes
parcelas territoriales dedicadas al cultivo y explotación industrial del olivo.
Su padre, don Viriato, diestro y hábil comerciante, tuvo el acierto de invertir
muchas de las ganancias agrarias en la compra de inmuebles para el alquiler.
Pisos, apartamentos, garajes y locales comerciales, fueron sustentando una
inteligente “almohada” económica para cuando el destino no se mostrara receptivo
para la suerte.
El personaje
nuclear de esta historia era el hijo único de esta acaudalada familia, teniendo
una infancia y juventud erróneamente consentida, que generó en un
comportamiento parasitario siempre abierto al despreocupado goce vital, evitando
por todos los medios el esfuerzo laboral, ya que centraba todo su amplio tiempo
libre en ir dilapidando el rico patrimonio parental. Tras un par de décadas
matrimoniales con Tristina (Tristana
María) mujer de “conocido” apellido en la élite social y que gozaba de una
serena belleza, se vio en la cincuentena abandonado por su desesperada cónyuge,
cansada de soportar las humillaciones, lujurias e infidelidades de su inestable
y egoísta esposo. Las hectáreas olivareras y las industrias vinculadas fueron perdiéndose,
por su relajada gestión y gastos incontrolados dedicados a sus goces. En la
actualidad puede seguir subsistiendo, de una manera básica, gracias a las
rentas que aún recibe por esos inmuebles y locales alquilados que su padre,
previsoramente, supo y pudo acumular. Reside en una decadente y señorial
mansión, ubicada en una zona noble de la ciudad, a la que viejos y golosos
amigos han dejado de acudir, tras constatar que la fortuna tradicional de
Amando se ha ido “esfumando” impidiendo en consecuencia que el siempre dadivoso
amigo pueda seguir sufragando las sonadas juergas y “bacanales” colectivas a
las que tan aficionados eran los componentes de la decadente y parasitaria
“panda señorial”.
Malgastando
el tiempo en deambular sin destino o visitando cafeterías, bares de copas o
tascas de tapeo, para calmar el ánimo o el estómago, Amando sufre cada vez más
el pathos anímico de la soledad. Ve acercarse las tradicionales y sentimentales
fiestas navideñas, con el ropaje de ese acendrado y estresado consumismo, signo
de los tiempos de abundancia o desidia para ahorrar pensando en el mañana. Recuerda
que al menos las navidades pasadas pudo tener algún amigo en casa, pero esas
“interesadas amistades” hace ya meses que le han dado completamente la espalda.
Sobre todo, recuerda aquellas lejanas y divertidas cenas de Nochebuena, cuando
los familiares de Tristina acudían a su entonces elegante mansión ajardinada,
denominada Villa Elena, nombre que hace mención a su antigua propietaria quien,
siendo ya muy mayor, accedió venderla a don Viriato, el patriarca familiar, que
deseaba ostentar y gozar residencia en una zona noble de la ciudad.
Entristecido
por tener que afrontar estas entrañables e inminentes fiestas del calendario,
de manera especial la “familiar” cena de Nochebuena, con un caserón tan grande
y destartalado, sumido en una inaguantable y dolorosa soledad, decidió visitar
al único miembro de su familia que aún se presta a recibirlo: un primo fraile
carmelita, a quien no había visitado desde hacía casi un lustro. El Padre Ismael lo recibió en principio con una cierta
frialdad. Más o menos paralelos en la edad, el clérigo incluso había sido
objeto en tiempos pasados de alguna “trastada” económica por parte de Amando,
por lo que aplicó una especial cautela al atender al inconsciente y trilero
pariente. Sin embargo, tras escuchar las argumentaciones “casi sollozantes” del
compungido primo, consideró oportuno modificar su desconfiada actitud y se
dispuso, una vez más, a prestar consejo a esta alma descarriada del rebaño
celestial terrenal.
“Si, Amando. Esa soledad que te has
ido labrando desde la juventud, aplicando tu “mala cabeza”, ahora te está
pasando factura. La alocada y disoluta vida que has desarrollado no lleva a
ningún buen destino. Ahora sufres por sentirte solo, precisamente en estas
fechas fraternales en las que se conmemora la Natividad de Jesús. Te voy a dar
un sabio consejo, para que al menos en la noche del 24 no te veas solo en casa
y puedas compartir la alegría del Nacimiento con otras personas, a las que el
destino les ha deparado esa terrible lacra de la soledad, lo mismo que te
ocurre a ti. Hoy es día 22. Pues mañana, víspera de la Nochebuena, sales a la
calle, con humildad y generosidad. Ve eligiendo algunas de estas almas que
viven en las calles, por carecer de techo y cobijo. Invítales a pasar contigo
esa Noche del 24, compartiendo con ellos esos alimentos que a ti te sobran. Con
esta noble acción estarás en el camino para la reconciliación con tu
desordenada conciencia. Elige 3 o 4 indigentes, esos hermanos que nada poseen y
promételes recogerlos en la tarde del 24 para esa cena, modesta pero
confortable, que tendrás preparada en el caserón señorial, en el que te sientes
tan solo. Comparte aquello que bien te sobra con esos hermanos que sufren el
frío y la carencia material de cada día. Así te sentirás mejor y más feliz, con
ese calor humano que tanto necesitas y del que careces por tu desordenada
cabeza”.
Reflexionaba Amando, camino de casa,
acerca de los sensatos y generosos consejos que había recibido de su primo
Ismael, el venerable fraile del Carmelo. Ya en su domicilio, mientras consumía
algo de la cena que le había dejado preparada Mariana,
seguía dándole vueltas a las sensatas y duras palabras que como lección había
recibido esa tarde, tomando la decisión de aplicar tan sabios consejos, pues la
perspectiva de no tener a nadie con quien compartir la cena de esa noche era
demasiado dura para su corazón entristecido. Pero ¿quién era Mariana? Esta joven
de 24 años acude tres veces en semana a Villa Elena para hacer algo de limpieza
y de camino a preparar comidas que después se calienta “el señorito”. Es madre
soltera de una niña, a quien puso por nombre Alma, que ahora alcanza los cuatro años en
su edad. Cuando aún no había cumplido los veinte años, esta chica conoció a un
joven pandillero, en un domingo de fiesta donde se bebió más de la cuenta.
Quedó embarazada y Adán no quiso saber nada de ella ni de su responsabilidad
paternal, “desapareciendo” de la ciudad. Mariana, que pertenecía a una familia
“bien” pero de ideología muy retrógrada, se vio obligada a salir de casa, pues
sus innobles padres no querían tener esa “mancha” en su genealogía, ya que sus
tres hijos varones mantenían noviazgos formales con jóvenes vinculadas a la
“alta sociedad” malacitana. Así que se tuvo que poner a trabajar “en lo que
fuera”, abandonando sus estudios de Magisterio, ante la intransigencia de una
familia egoísta y cruel. En la actualidad se encuentra viviendo en una
residencia dirigida por Hermanas Reparadoras, en la que especialmente tienen
acogidas a madres solteras sin hogar.
En la mañana del 23 Amando salió de su
residencia, tomando el bus municipal hasta la parada de la Alameda. Comenzó a
pasear llegando a la zona del Mercado Central de Atarazanas. Observó que, en
una de las puertas de este importante centro comercial, muy bien ornamentado en
sus puestos de frutas y verduras para estas fechas festivas que multiplican las
ventas, estaba una señora visiblemente mayor, excesivamente repintada y
vistiendo un atuendo modesto. Esta mujer se le acercó, pidiéndole “algo” para
poder tomarse un café. Tenía unos bellos ojos azules claros, aunque algo
marchitos por las visibles arrugas en los párpados, señales de la edad que
también mostraba en la piel de sus manos y rostro. En un insólito arranque de
bondad, Amando respondió a la petición recibida: “Señora, a mi también se me
apetece tomar algo caliente. Compartamos un café con leche, bien caliente y si
tiene apetito algún bollo de leche para acompañar. La señora, algo sorprendida
por la generosidad del caballero, aceptó sin dudarlo la amable invitación. “Verá,
caballero, es que desde ayer noche no he tomado nada y he llegado tarde al
centro asistencial, donde ya no quedaban bolsitas para repartir”.
El desayuno compartido se prolongó
hasta cerca de las 12 horas, pues Irania le confió a su benefactor y nuevo
amigo algunas importantes fases de su “agitada” vida. Era de nacionalidad
argentina y había sido una mujer de especial belleza en sus años jóvenes (ahora
alcanzaba los 69). Perteneciente a una muy humilde familia, tomó la decisión de
salir de la pobreza en la que se veía sumida, “vendiendo” la frondosidad de su
cuerpo. Ya en el seno de una muy cutre prostitución, cayó en manos de mafias
delictivas, que la explotaron miserablemente. Al paso del tiempo, comenzó a dar
tumbos por diversas geografías, hasta que el destino quiso que recalara en
Málaga, atraída, ya en su madurez y perdida su belleza y oferta carnal, por la
bondad y templanza climática. Se unió a un pequeño grupo de personas sin hogar
que, en muchas de las noches, dormían bajo el techo de las estrellas. Comían de
las bolsas recogidas en centros de beneficencia y cuando podían compartían
alguna habitación, en hacinamiento, pagando algunos euros por la noche.
Limosnas, recogida de objetos en los contenedores de residuos, alguna venta
ambulante … así era la existencia actual de una señora indigente, por las
calles de esta populosa y desarrollada ciudad.
“Pues mañana tarde, amiga Irania,
pasaré por el mismo punto donde nos hemos encontrado, a eso de las cinco de la
tarde. Te invito a compartir la cena de Nochebuena, en mi domicilio, en unión
de otras personas a las que también hoy buscaré. En casa no pasaremos frío y
tomaremos una comida digna y sana para el cuerpo. Estoy muy solo en la vida,
pero ahora ya seremos dos, cifra que a lo largo de este día pienso aumentar,
para que formemos, siquiera esa noche tan especial, una pequeña y gran
familia”.
Iranía, bastante emocionada prometió
estar a las cinco de la tarde en esa puerta del Mercado Central. “Gracias, don Amando, por su gran bondad. Es Vd. todo un
señor. Yo sabré cantar villancicos argentinos, para alegrarle esa noche, en que
la compañía es muy necesaria, para compensar la malvada soledad. Si tiene en
casa huevos, leche y azúcar, le prepararé unas muy sabrosas natillas, siguiendo
las enseñanzas de mi abuela Victoriana, que en buena gloria esté”.
Tras despedirse con “ceremonial” afecto,
Amando continuó buscando un nuevo invitado para la noche siguiente. Recordaba,
con hondo pesar, como hacía unos días había llamado a varios antiguos amigos de
juergas, con resultado desalentador. Conociendo que el dadivoso amigo estaba en
horas bajas económicas, o no contestaron a las llamadas o se excusaban con frías
e inamistosas palabras, aludiendo a compromisos previos. Ninguno de ellos tuvo
el noble gesto de decirle “vente a casa”, cuando él se había vaciado varias
veces los bolsillos para ofrecerles todo tipo de diversiones, comidas y
bebidas, con el mayor desenfreno de comportamientos, sin que tuviesen que pagar
“peseta” alguna.
En el lateral sur del Parque vio a un
hombre calvo y obeso, quien descansaba su oronda cabeza entre sus manos,
apoyando sus brazos en ambas rodillas. Pensó que “daba el tipo” de persona
triste y solitaria. Se aproximó al banco de madera que ocupaba ofreciéndole sin
más explicación, tras el saludo y el intercambio de nombres, su morada para
pasar la Nochebuena. Telesforo, superando el asombro inicial, le
respondió sintetizando en pocos minutos su aciaga vida.
“Amigo Amando, es Vd. persona de notable agudeza.
Efectivamente, mi situación es harto desgraciada. Yo era un prometedor
contable, que trabajaba en una solvente empresa que fabricaba y distribuía
material sanitario para los cuartos de baño. Ganaba un buen sueldo y mi mujer e
hijos estaban perfectamente atendidos, sin grandes lujos, pero con un cómodo
desahogo para los gastos. Los azares de la vida quisieron que me aficionara al
juego, en una mala hora de debilidad. Primero fue la Primitiva, después
llegaron los incentivos del bingo, de ahí pase a los casinos, dejándome el
dinero (que cada vez más me faltaba) a “espuertas”. Era una “maligna ludopatía”
que no sabía ni quería parar. Obviamente, llegaron las carencias en casa, las
discusiones continuas y ese ambiente agrio que nos degrada de la necesaria
racionalidad y el imprescindible cariño. Tuve la mala hora de recurrir al hurto
en las cuentas de la empresa. Era un camino sin retorno hacia la catástrofe. El
defalco en la contabilidad, con la denuncia correspondiente, hizo intervenir a
la policía. Me cayeron cuatro años y medio de prisión, de los que he cumplido
tres y dos meses. Ahora estoy con la provisional. A nivel familiar, Eloisa, mi
mujer, se ha vinculado con otra persona y no quiere saber nada de mí. Los dos
hijos, ya adolescentes, hacen sus vidas. La influencia de su madre es poderosa,
para sus mentes interesadas. Diciéndolo coloquialmente, estoy “más sólo que la
una”. Algunos días de la semana tengo que ir a dormir a un centro de
rehabilitación, vinculado a la prisión provincial. Con trabajos esporádicos que
me salen, como mozo de carga en el Mayorista o algunos almacenes, pago una
habitación de 225 euros, para evitar estar en la calle. Pensaba que ahora en
Navidad no me iba a faltar el trabajo, pero la competencia es dura, en tiempos
de carencias. Y aquí esperando a que me llamen… Y mañana una nueva Nochebuena,
de la que poco podía esperar, cuando llegas y me invitas. Sin conocerme de
nada… parece un hecho milagroso”.
“No te preocupes, Telesforo. Mañana, a
las 17:15, pasaré por este mismo lugar, acompañado de otra persona, a fin de
que te vengas con nosotros para disfrutar de una noche sencilla, pero agradable
en lo básico, en la que podremos gozar de una cálida compañía personal,
evitando el vacío de la acre soledad”.
Continuó Amando su camino, hasta
llegar a la dársena portuaria. La zona se encontraba en ese momento bien
concurrida de paseantes, agradecidos a los rayos solares que templaban sus
organismos con generosidad y al salino aroma marítimo que allí se respiraba.
Disfrutaban igualmente de las espléndidas vistas de las aguas mediterráneas,
con las embarcaciones allí atracadas y el entorno monumental de la colina de
Gibralfaro. En una de las esquinas del muelle uno observó que, sentado en las
escalinatas que se hunden en el mar, había un hombre de avanzada pero bien
conservada edad, que mostraba una imagen muy atractiva por la pulcritud
corporal y el cuidado de su deportiva vestimenta. Tomaba el sol plácidamente,
ocultando sus ojos tras unas gafas oscuras que potenciaban su personalidad. En
un momento concreto, se despojó de las lentes y centró su mirada en la figura
de Amando, sonriéndole “con ternura”. Al “buscador de comensales” le hizo
gracia el gesto de esa persona que no le quitaba la mirada de encima. Sin más
explicación y con `patente diligencia le expuso la ya consabida cantinela:
“Buenas tardes, ciudadano de Málaga
¿Le apetecería pasar la Nochebuena en mi domicilio, junto a otros amigos?
El apuesto tomador de sol no se
amilanó, ante la espontaneidad de esa persona que le invitaba, aceptando
cordialmente el envite. Parecía feliz y contento con la propuesta, pues, ya sin
las gafas, sus ojos azules claros le brillaban. Desde un principio se mostró
“exageradamente” locuaz:
“Mi buen y generoso amigo. Le comento que soy de origen
brasileño. Mi nombre es Reinaldo. Durante largos años he sido mayordomo,
amigo, compañero, amante … de un afamado actor de teatro. Pero mis 69 “añitos”
muy bien llevados, como puede percibir, ya no le cuadran al ingrato actor (un
lustro más joven que yo). Necesita “carne” menos vapuleada por el viento y los
azares de la vida. Se ha encaprichado con un gigolo veinteañero, llamado Acrisio
quien, aparte de su apolínea figura, no sabe guisar, lavar, planchar y en modo
alguno amar, como un servidor ha hecho durante décadas. Le aseguro que este
joven, siempre sonriente, tampoco sabe cuidar a un protector que podría ser su
abuelo. La deslealtad de actor hacia mi persona responde a las flaquezas de una
edad mal llevada y desconsiderada. Ahora vivo, “repudiado” en soledad, en un
pequeño apartamento que el actor (no quiero mencionar ni su nombre) en los
gratos momentos de recíproca felicidad tuvo a bien regalarme, por el intenso
amor hacia la vida que yo le motivaba. Por supuesto que acepto su dadivosa
oferta. Es todo un honor”.
El asombro de Amando, ante esa densa
síntesis vital de la persona en quien se había fijado, como nuevo compañero de
mesa, era absoluto. Realmente no sabía si “reír o llorar” ante esas profundas confidencias
expresadas sin pregunta previa. Aun así, mantuvo su primera intención “Gracias,
Reinaldo. Mañana vendré a este mismo lugar, sobre las 17:30, acompañado de
otros dos invitados. Todos disfrutaremos de una grata y cálida noche en el seno
de un hogar confortable y abierto para la amistad”. Se despidieron de una forma
singular. Le ofreció la mano a su interlocutor, pero éste respondió con un
afectivo y gran beso en la mejilla del abrumado anfitrión para la inminente
cena.
SEIS COMENSALES,
EN LA MESA DE NOCHEBUENA
José L. Casado Toro
Antiguo Profesor del I.E.S. Ntra. Sra. de la Victoria. Málaga
17 diciembre 2021
Dirección electrónica: jlcasadot@yahoo.es Blog personal: http://www.jlcasadot.blogspot.com/
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