Hay muchas personas en tu entorno vivencial que, sin tener
parentesco alguno con ellas, las consideras como formando parte de tu propia
familia. Ese vínculo afectivo procede de la frecuente y amistosa relación que
mantienes con ellas, a través de muy diversas motivaciones, ya sean
comerciales, laborales, educativas, lúdicas o profesionales.
Puede ser el panadero, a quien cada día compras la barra o el
bollo de pan; el vendedor de periódicos y revistas, al que cada semana o de
forma diaria te facilita el ejemplar que deseas; la señora que cada mañana se
encarga de mantener limpia la puerta, el portal y las escaleras del bloque en
el que resides; la cajera del supermercado, a quien siempre elijes para abonar
los productos que llevas en el carrito, por su amabilidad y forma de tratarte;
el peluquero que mantiene largas parrafadas contigo, mientras está cortando el cabello
de tu cabeza; y así un largo y entrañable listado de personas quienes, con ese prolongado
en el tiempo vínculo relacional, se dirigen también a ti por tu nombre y con
frecuencia se interesan por tu familia, los estudios u otros aspectos de la vida diaria.
En este “familiar” y afectivo contexto, la narración del relato se
centra en el dependiente de un comercio de telas, de nombre Mario, quien estuvo desarrollando toda su vida
laboral en la misma entidad, atendiendo detrás del mostrador a una amplia
clientela que acudía a esa popular tienda de telas, denominada El Dedal. El establecimiento se hallaba ubicado en la muy transitada calle
Compañía, lugar de paso para ir al centro antiguo de la ciudad y a no mucha
distancia de los barrios adyacentes malacitanos, como la Trinidad, el Perchel,
la Victoria y la zona de Lagunillas. El activo operario comenzó a
trabajar en este comercio en plena juventud, a poco de volver del servicio
militar y con el lógico objetivo matrimonial con su novia Amanda, a fin de formar una estable familia. Tuvo la
suerte de encontrar el considerado buen puesto de trabajo, gracias a la recomendación
de un vecino amigo de sus padres, que tenía un parentesco lejano con don Zenón de la Huerta, el propietario de la muy
reconocida y céntrica tienda de textiles. Sus padres Leopoldo y Fina respiraron
tranquilos, pues al fin tenían a Mario, su hijo, “bien colocado”.
Debido a su constante laboriosidad, tuvo un aprendizaje en el
oficio bastante rápido, convirtiéndose en un amable y experto dependiente, que
entendía con eficacia todo lo relativo al mundo de los textiles; el algodón, el
tergal, la alpaca, la muselina, el popelín, la gasa, el tafetán, la pana, la
lana, el lino, el raso, la villela, el poliéster, etc, todos estos tejidos no
tenían secreto alguno para él, tanto en los colores, calidades, precios y tratamiento
de uso y limpieza. Aunque había otros dos compañeros más en la tienda, Trinidad
Téllez y Emeterio Fernández, Mario Salafrán era el preferido y elegido por las
bien parlanchinas clientas, que preferían ser atendidas por la amabilidad, el
don de palabra y los chascarrillos, medio en broma y medio en serio, de este
buen dependiente, al que muchas de estas señoras solían llamarle Mario, “el de
las telas”.
El experto comerciante se mostraba siempre enfundado en una gran
bata beige, con tres enormes bolsillos en los que llevaba el jaboncillo para
marcar el corte y las bien afiladas tijeras, teniendo siempre a mano, como arma
para la exactitud, un manoseado metro de madera que utilizaba para medir las
piezas del corte solicitado. Las demandas de telas eran continuas en aquellas
décadas centrales del siglo XX, pues las señoras de la casa y los talleres
modistas elaboraban artesanalmente prendas de toda naturaleza, como trajes,
faldas, pantalones, camisas, abrigos, ropa interior, pañuelos, paños de cocina,
servilletas, sábanas y fundas de almohada. Para todos esos usos y necesidades,
Mario siempre tenía el consejo justo y el aporte de experiencia necesaria que
atesoraba por su permanencia en el oficio. El Dedal no sólo ofrecía todo tipo
de telas a su clientela, sino que también desarrollaba el servicio de las
especializadas mercerías, vendiendo tijeras, agujas de coser, bobinas de hilos,
dedales, patrones, etc.
Mario se aprendía, con la firmeza de su memoria, el nombre de sus
clientas, a quienes trataba con esa familiaridad fraternal, plena de simpatía,
no exenta de respeto por educación y el buen nombre de la casa para la que
trabajaba. Nunca ofrecía una mala cara o mirada impertinente hacia esa
dubitativa señora que, mareándoles sin “piedad” le había hecho sacar de los
estantes expositores hasta seis o más rollos de tejido, con esa “coletilla ya
usual de “también necesito una muestra para comparar en casa”, trocito de tela
que amablemente cortaba el proverbial y servicial dependiente. El saludo
afectuoso del “adiós o el hasta el próximo día, tendré mucho gusto en
atenderla” nunca era negado por su parte, incluso a la señora que le había
ocupado casi una hora de dudas y peticiones, manchándose finalmente sin comprar
nada de todo lo que amablemente le había ofrecido.
El propietario del comercio, don Zenón, tenía en gran estima el
buen servicio que le prestaba Mario, quien no era dado a mirar su reloj de
muñeca, para ir guardando las piezas de telas acumuladas en los mostradores, e
ir pensando en cerrar las puertas y bajar las persianas metálicas del comercio,
cuando las manecillas se acercaban a las 13:30 o las 20:30 de la tarde, hora en
que finalizaba el tiempo de apertura. Para Mario la dureza y rutina del trabajo
era su vida y la tienda era como su segundo hogar. Pero los años iban pasando
por la estructura corporal del vendedor, que se mostraba cada vez más obeso,
reducido en su estatura y algo encorvado. También el cabello de su oronda
cabeza lo iba perdiendo, mientras aumentaba el grosor de sus lentes por las numerosas
dioptrías. Pero la sonrisa de su expresión se mantenía incólume, como hacía
desde el primer día, en que ocupó su puesto de vendedor. Todo ello le hacía ser
más apreciado y querido, pues esa madurez vital aportaba garantía de seriedad,
conocimiento y responsabilidad, en los consejos y sugerencias que recibían sus
admiradas y fieles compradoras.
De manera gradual e innegociable, por las leyes de la aritmética,
sus datos cronológicos le recordaban que se iba acercando a los 65 años,
“temida” fecha que marcaría el inicio de otra etapa en su regular y sosegada existencia:
la fase de su jubilación. Hay personas que asumen meridianamente bien ese cambio
trascendental en nuestras vidas: pasar de los horarios y obligaciones
reglamentadas del trabajo, a la más amplia libertad para la decisión personal.
Todo el tiempo del mundo, para ir construyendo de manera autónoma esos períodos
diarios de 24 horas. Antes de ese natural tránsito, cualquier profesional tiene
sus horas marcadas y condicionadas por las ordenes y responsabilidades
laborales. Posteriormente a su retiro laboral, se tendría que convertir en
protagonista de su ocio continuo.
En el caso específico de Mario, la situación de ese gran cambio se
complicaba. Unos meses antes de la fecha jubilar, su compañera de vida no
despertó de una noche cruel para el infortunio. Amanda era dos años mayor que
su marido, pero nada hacia presagiar ese duro desenlace. Pero son muchas las
veces en que las máquinas se detienen o se averían y la cardiaca en este caso
no quiso esperar una segunda oportunidad. Sin embargo, Mario afrontó el
decisivo trance con entereza, “refugiándose” aún más en su cotidiano trabajo y
en esa atención compensatoria, cordial y cariñosa, con las “amigas” clientas.
Hombre hábil con las tareas de casa, la llevaba razonablemente bien, aunque su
única hija, casada y con hijos, que residía a unas tres manzanas de la vivienda
de su padre, sita en el entorno trinitario, le llevaba algunos días de la
semana una fiambrera, para que tuviera un plato caliente en el almuerzo del
mediodía. Ni por un momento se le pasó por la cabeza irse a vivir con su yerno
y nietos (que por cierto tampoco tenían mucho espacio disponible en su modesto
piso) pues era hombre celoso de su intimidad, respetando coherentemente la de
los demás. No quería ser un estorbo para la vida de otras personas, por muy
vinculadas o cercanas que estuvieran genéticamente.
Y llegó el temido día del adiós laboral. Exactamente, un lunes 15
de octubre, cuando cumplía los 65 años. Incluso ese significativo día no quiso
faltar a su puesto de trabajo. Y ya por la tarde, su última tarde tras el
querido y “abrillantado” por el uso mostrador de recia madera de pino,
oscurecida por la oxidación, don Zenón bajó a la tienda (vivía en el piso
superior al local comercial) y, a las 8:20, mandó cerrar la puerta, tras ser
atendido el último cliente. Los tres empleados Trinidad, Emeterio y, por
supuesto, Mario, junto al propietario del comercio, don Zenón, habían planeado
hacer una pequeña merienda para “despedir” a toda una institución en la
historia de la entidad: Mario Salafrán.
Trinidad Téllez, “ahijado” profesional de Mario, había comprado
ese mediodía una botella de vino dulce de Málaga, en un colmado cercano, junto
a una bandeja de canapés, que le habían preparado en el mismo establecimiento.
Cuando iba a casa para el almuerzo, decidió entrar en la Confitería Aparicio de
calle Comedias, que aún no había cerrado, a fin de elegir una bandejita de
dulces pequeños, pero muy apetitosos para la celebración. Siempre manifestaba
que era la mejor confitería de Málaga ¡con diferencia! y no se equivocaba: “la
del sabor antiguo” para el disfrute. El
precio de estos artículos, para la emotiva y humilde merienda de despedida, lo
había pagado de su propio bolsillo.
El mostrador de toda vida, aquel sobre el que había extendido el homenajeado
centenares o incluso miles de piezas de paño, para mostrar y convencer a la
clientela, sirvió de “barra de bar” en donde colocar las vituallas propias de
la un tanto improvisada merienda del adiós. El propietario de la entidad le
entregó a Mario un estuche de regalo, en cuyo interior descubrió una pluma
estilográfica y un bolígrafo de plata, junto a una pequeña placa grabada con el
siguiente texto. “A Mario Salafrán, en su jubilación. Con admiración, por sus
43 años en El Dedal”. Málaga, 15 octubre 19..”
Fue una despedida algo fría y emocionalmente triste. Las lágrimas
de Mario, cuando abrazó a sus compañeros de mostrador y la salida del
establecimiento, cuando el cielo se había teñido de oscuridad, fueron emotivos
momentos que quedarán ya firmes para el recuerdo. Aquella noche apenas durmió.
Pero el reloj cerebral le despertó a la hora usual y se dijo: ”me iré a dar un
paseo por el Parque y después continuaré por el Puerto. Me sentará bien y así
haré tiempo hasta la hora del almuerzo”. Comenzaba una nueva vida, para el
eficaz dependiente de la tienda El Dedal.
Unos meses después de estos hechos, algunos viandantes reconocían
con asombro a un hombre avejentado, más delgado de lo que era usual en su
reciente figura que, caminando despacio y arrastrando un tanto los pies, con
una mirada perdida en las losetas del suelo y con esa chaqueta y corbata mal
anudada, que nunca le habían abandonado, se desplazaba por las aceras de las
calles del centro de la ciudad, como buscando un destino sin norte. Comentaban
sin cuidar el disimulo: “Pero fíjate, si es Mario, el dependiente de la tienda
de telas ¡quién lo diría! No parece el mismo, se le ve terriblemente avejentado
y como desorientado”.
En apenas un año, el Dedal echó el cierre definitivo de la tienda.
El alma de Mario era muy grande y el engranaje comercial no funcionaba sin los
diestros latidos de ese personaje que era el corazón organizador y dinamizador,
detrás del mostrador. La competencia comercial de las grandes superficies, con
todo tipo de ropa hecha en los centros fabriles catalanes o del extremo
oriente, a precios “imposibles” para una sociedad en que las máquinas de coser,
las agujas y los hilos se habían convertidos en piezas de museos o en objetos
sólo usados por las abuelas, hacía cada vez menos rentable los comercios para
la venta de telas. Incluso antes se practicaba en las escuelas clases de corte
y confección. En la sociedad del tiempo acelerado y el todo elaborado, cada vez
eran menos necesarios los pequeños comercios de barrio, para el hágaselo Vd.
mismo. Curiosamente, una farmacia ocupó el local donde había “entregado” su
vida un vitalista operario, dependiente para la venta de todo tipo de tejidos.
Muchas clientes aún lo recuerdan, con su ajada bata de los tres
grandes bolsillos, siempre con el metro a mano para medir esos centímetros que
él regalaba con generosa largueza y con esas pequeñas tijeras que cortaban con
exactitud por el hilo correspondiente, sin desviarse milímetro alguno. Su
generosidad nunca negaba la correspondiente muestra solicitada y evitaba poner
la menor objeción o mal gesto a la aburrida y cansina petición de la insegura
señora, a la que ya había sacado hasta más de seis paños de tela para la
elección.
Mario amaba y necesitaba ese trabajo, que le daba sentido a su
vida. Él, como otros muchos ciudadanos, no supo adaptarse a los comportamientos
o roles de las personas jubiladas, por lo que cada una de las mañanas se
preguntaba acerca de cómo llenar los minutos del día, sin su bata, tijeras y
metro, con la ayuda eficaz del jaboncillo blanco. Le vitalizaba, como el maná
celestial, la atención y el aplauso de todas esas espectadoras clientas que, al
otro lado del mostrador, asistían al buen quehacer de un profesional que no
sólo vendía metros de tejidos, sino esa vitalidad y convicción para hacer de
nuestras realidades, elementos que justifican el caminar a través del tiempo
que se nos ha concedido por el destino. Las prendas para el vestir y demás
productos, pre elaborados y envasados en fábrica, han eliminado con infortunio
ese contacto humanizado entre el convincente dependiente y el interesado y
desorientado cliente,
Donde quiera que esté, a buen seguro que Mario seguirá vendiendo
sus preciadas telas de lana, pana o algodón, a esos ángeles de las estrellas
que también gustan lucir sus mejores y atractivos enseres. “Créame, señora Carmina, este tipo de tela realza mejor
la calidad de su bella imagen. Ese color realza, lo digo a ciencia cierta, la atrayente
magia de sus ojos. Con este tipo de tejido, soportará mejor los calores del
verano y aún podrá llevarlo sin problema en el entretiempo del otoño. Señora
Adela, con esta tela cuyo precio y calidad no va a encontrar en ningún otro
comercio, su modista le va a hacer un traje de boda con el que va a maravillar
a todos los familiares y amigos, tanto en la ceremonia como en la celebración. Doña
Flora, cada día la veo más joven y guapa. Naturaleza como las de Vd. son
regalos y bendiciones del cielo…” Así
era don Mario. –
UN
DEPENDIENTE DE TIENDA
EN
EL RECUERDO
José L. Casado Toro
Antiguo Profesor del I.E.S. Ntra. Sra. de la Victoria. Málag
20 agosto 2021
Dirección electrónica: jlcasadot@yahoo.es
Blog personal: http://www.jlcasadot.blogspot.com/
No hay comentarios:
Publicar un comentario