El amor a la práctica fotográfica, al igual que al cine, es admirablemente universal. El valor estético, documental y narrativo de la imagen resulta incuestionable para sustentar nuestra memoria. Hacer fotos nos facilita la conservación y comprensión de los hechos, el agradable deleite artístico y también, por supuesto, la distracción de las horas. Un fotógrafo aficionado, pero sobre todo el especialista profesional, disfruta realizando numerosas tomas de aquellos lugares, motivos y detalles interesantes para recordar, especialmente en esta época de la revolución informática en la que gozamos con los avances de la fotografía digital y las amplias memorias de nuestras cámaras, que hacen posible conservar cientos y miles de imágenes, con respecto a las limitaciones de las décadas pretéritas, en las que nos veíamos sometidos a los carretes de celuloide para 12, 24 y 36 tomas. Cuando el aficionado a esta artística práctica sale de casa, es norma que lo haga llevando siempre consigo una cámara compacta o réflex. Paseando por la ciudad o por alguna zona rural, rápidamente vamos percibiendo composiciones panorámicas o detalles paisajísticos que gustan conservarse para fundamentar mejor nuestros recuerdos.
Cuando se enfoca un motivo a
fotografiar, en la mayoría de las ocasiones trata de evitarse la presencia de
personas que desvirtúa o distrae la composición fotográfica. Pero este deseo no
es fácil de conseguir porque, al tratarse de un espacio público, los ciudadanos
pueden estar paseando de continuo o quedarse parados en un lugar siempre que lo
deseen. En realidad, llega un momento en que ya no importa este condicionante y
lo que principalmente se busca es que no haya “demasiadas” personas delante del
objetivo, tapando o limitando la belleza del monumento o detalle que se desea
inmortalizar. El fotógrafo también ha de evitar, en lo posible, las tomas en
las que aparecen rostros frontales y, de manera especial, la presencia de los
niños, por el derecho de los demás a mantener la privacidad o intimidad de su
imagen.
La historia que vamos a
narrar comienza cuando un día de primavera avanzada fui protagonista de un
hecho bastante curioso, mientras realizaba numerosas tomas fotográficas, tras
desplazarme a una importante y coqueta plaza pública de la ciudad. Esa tarde me
ocurrió una situación parecida a la que hemos podido ver en algunas películas
del género thriller o intriga. Durante muchos minutos fui realizando las tomas,
desde distintos ángulos de esa coqueta gran plaza de la ciudad, a fin de obtener
numerosas imágenes con las que elaborar posteriormente un reportaje de
naturaleza documental.
Ya en casa y después de la
cena, me dediqué durante unas horas a visualizar y clasificar los archivos
fotográficos que había realizado durante ese día. Es aconsejable repasar detenidamente
las fotos, a fin de analizar cómo han quedado, eliminar aquellas tomas que no se
consideran válidas por estar desenfocadas o por una inadecuada composición o encuadre,
incluso también por haber repetido el mismo motivo varias veces y así poder
elegir la más adecuada para conservar. Son muchas las ocasiones en que es
necesario modificar digitalmente elementos del brillo y el contraste, ya que en
origen pueden no haberse aplicado los parámetros adecuados. Una vez repasado y e
incluso arreglado el material, llega el momento de agrupar y clasificar las
fotos en álbumes o carpetas monotemáticas.
El espacio que utilicé esa
tarde en un lugar muy popular, casi siempre notablemente concurrido de
visitantes: la malagueña Plaza de la Merced. Allí es constante la presencia de
peatones que se desplazan de un lugar a otro, paseando sobre ese bello y
romántico espacio público. Esperé, en más de una ocasión, a que la densidad
popular decreciera, a fin de evitar que las composiciones y los motivos
grabados quedasen “demasiado tapados” por la presencia de personas y el
objetivo de la cámara, en consecuencia, realizase tomas imperfectas. Cuando en
la noche repasaba en la pantalla del ordenador el material que había tomado,
observé en un par de fotos la presencia de una
mujer, bastante centrada en la panorámica de la composición, que miraba
insistentemente al objetivo de la cámara y al fotógrafo que realizaba las tomas
de imágenes.
Se trataba de una persona de
contextura delgada, que podría estar entre los treinta y cinco y cuarenta y
cinco años y que, dada la estación primaveral, cercana a las fechas del verano,
vestía lógicamente con una ropa bastante fresca y ligera. En las dos fotos esa
mujer había salido con los ojos abiertos, sin el inevitable pestañeo que podría
haber ocultado el color verde/azulado que hermosamente los embellecía. La
expresión facial que mostraba la observadora de mi trabajo estaba a medio
camino entre la sorpresa, la duda y la curiosidad, centrada sobre la persona
que tomaba las fotos. Daba la impresión de que me conocía. Algo parecido a lo
que esa sentía con respecto a la mirada puntual del motivo que se había
“colado” delante de lo que pretendía fotografiar. Así que amplié todo lo que
pude la foto, a fin de mejor contemplarla, pero no suelo (salvo por motivos muy
concretos) superar los 3/5 megas de peso en las tomas que realizo, por lo que
pronto la imagen se fue pixelizando a medida que aumentaba el tamaño del
detalle, dificultando por consiguiente la concreción personal.
Tenía la sensación de que en
mi memoria permanecía la imagen (ciertamente bastante difusa) de esta persona.
Seguro que esos recuerdos procedían de un tiempo ya bastante lejano. Pensaba
que tal vez esa mujer podría ser una antigua alumna de mis largos años ejerciendo
la docencia, alguna de mis compañeras de profesión educadora, o tal vez alguna
vecina que, con el paso de los años hubiese cambiado notablemente su aspecto.
Lo que verdaderamente me desconcertaba era el hecho de que no se hubiese
acercado para saludar o preguntar, en caso de que me recordara de otra fase en
su vida.
Si en el momento de la toma
de fotos no percibí el detalle de su mirada, ahora en la noche, con la
conservación de los interrogantes que fluían de su imagen, era consciente del
interés que me embargaba por cruzar unas palabras con ella y preguntarle si nos
conocíamos y en qué circunstancia se produjo esa relación. Así que subí este
material a mi blog en forma de reportaje, al que titulé: VIDA Y PERSONAJES DE LA PLAZA DE LA MERCED, en una tarde
de junio. Además de las fotos publicadas, redacté unos comentarios
acerca de la histórica zona, abundando en algunos detalles que me parecían
interesantes para la curiosidad del lector: la riqueza escénica y ambiental proporcionada
por el abundante arbolado; la estupenda luminosidad del sol a esa avanzada hora
de la tarde; el cromático e inconfundible atuendo de los turistas en sus
permanentes búsquedas históricas, a través de las divertidas explicaciones de
los numerosos guías para la voluntad; el acústico disfrute de los niños con sus
juegos y carreras; la teatralizada actitud de los numerosos personajes bohemios y los grupos de personas sin techo viviendo en la calle; la fértil
tranquilidad de los paseantes discurriendo de aquí para allá gracias a un
tiempo atmosférico excepcional; el desenfado egoísta de los ciclistas y los
usuarios de los patinete, circulando por donde mejor les convenía etc. Por
supuesto no podían faltar esas líneas escritas, sustentadas con las fotos
correspondientes, la reflexión acerca de las dudas municipales y culturales
sobre el gran solar de los antiguos cines Victoria y Astoria, en el lateral
este de la Plaza, espacio ahora convertido es una gran excavación arqueológica
sobre las raíces históricas de la Málaga antigua.
Consideré necesario dedicar
también un apartado del reportaje a las miradas de las personas. Con sus
expresiones sosegadas, alegres, pensativas, indiferentes, interrogativas,
cansinas, ilusionadas, complacientes, nerviosas, sin destino o desorientadas,
nerviosas, sumisas y rebeldes. Y en este punto del trabajo, centré unas
palabras sobre la mujer que ofrecía al objetivo focal una “respuesta” especial:
“… como esa persona que observa con fijeza al
fotógrafo, queriendo y dudando al tiempo querer manifestarle algo, cuyo
contenido habrá quedado en su intimidad, porque a los pocos segundos su imagen
había desaparecido de la panorámica tomada. Tiene aún oportunidad para hacerlo
pues, junto a la firma del trabajo, encontrará la dirección electrónica a quien
dirigirse”. Y a partir de ese momento me dispuse a esperar la
posibilidad de que la “misteriosa” protagonista de la foto buscara a través de
Google mi nombre, si es que lo conocía y se acordaba.
Pasaron los días y fueron
apareciendo algunos comentarios anotados por los lectores, acerca de las fotos
publicadas y las breves aportaciones explicativas que las acompañaban. Pero
entre esos remitentes no se encontraba la persona que yo estaba buscando. Una
noche, un tanto desvelado a causa e insomnio, tomé el tablet para distraer un
poco los incómodos minutos en los que no podía descansar. Como hábito normal, suelo
consultar primero las entradas en el buzón de correo. Y, entre la cansina
propaganda comercial, había un mensaje, cuya dirección electrónica comenzaba
por un nombre de mujer. El título o tema de la comunicación era: Aquella tarde
en la Merced. Vamos a utilizar para su referencia un nombre supuesto, pero agradable,
vinculado a una preciosa y aromática flor: Yasmín.
Esta mujer demostraba ser una persona inteligente e imaginativa, capaz de
localizar en las redes digitales mi dirección o ubicación. En realidad, ella aparecía
con sutil protagonismo en una de las fotografías publicadas. Como sospechaba,
desde la noche en que descubrí su casi primer plano en el encuadre, se trataba
de una de mis antiguas alumnas en las clases de la enseñanza secundaria. Nuestra
coincidencia en las aulas se había producido hacía ya varias, muchas, décadas.
Tenía un recuerdo muy difuso de ella, aunque no tuve dificultad para
localizarla en las fichas de clase que siempre me ha gustado conservar. Por
fortuna, ella me había entregado su fotografía escolar para pegarla en la
tarjeta (algunos alumnos se les olvidaba hacerlo, a pesar de mis
recomendaciones). A pesar de los años transcurridos, mantenía en su rostro unos
rasgos que la identificaban perfectamente, con aquella muy vital adolescente de
unos catorce años.
Comentaba en su correo que me
había reconocido sin dificultad y que ese inesperado reencuentro, breve y
silencioso, lo había querido caracterizar por la carencia de palabras y
saludos, aunque reconocía que debía haberse acercado para hacerlo. Que en aquel
momento se había sentido feliz, por la alegría de recordar tiempos ya muy
lejanos de su perdida adolescencia. Junto a esa nostálgica alegría se mezclaba
un “pero”, no superado a pesar del tiempo transcurrido, al considerarse no
suficientemente valorada en su esfuerzo, en relación con otros compañeros de
clase. Cordial y afectivamente me deseaba suerte y salud. Finalizaba rogándome
si le podía enviar otras fotos de ese interesante reencuentro en la Plaza de la
Merced y no añadidas al reportaje publicado en Internet.
Aquella muy interesante
respuesta generó en mi interés diversos recuerdos y vivencias, reflexiones de
las que siempre se aprende y enriquecen. Me preguntaba como era posible que,
después de varias décadas de distancia en el tiempo, permaneciera en un ser
adulto ese sentimiento de agravio o discriminación con relación a algún
compañero de grupo, por parte de un profesor o tutor. Y, sobre todo, despertaba
mi asombro el que mantuviese en el recuerdo que su esfuerzo no se había
valorado de forma conveniente, en esos años tan complicados de la
adolescencia. Repasé los escasos datos
que aparecían en su ficha personal de la materia (en aquellos mis primeros años
como profesional docente utilizaba la tarjeta impresa que nos facilitaba el
centro educativo. Más adelante comencé a elaborar mi propio diseño de ficha,
ampliando notablemente los datos o información que los alumnos aportaban, con
el racional objetivo de conocerlos un poco mejor) y para mi sorpresa Yasmín o
Yasmina fue calificada en mi materia con sobresaliente, valoración que, sin
duda, correspondía al esfuerzo de una ejemplar alumna y, en las nebulosas de mi
memoria, una normalizada y buena persona.
Por supuesto que respondí a
su correo, en la que no dejé de adjuntar una fotocopia de aquella su pequeña
tarjeta de alumna, con la foto correspondiente, añadiéndole esas palabras
cariñosas y sinceras que siempre y tan bien confortan. Le comentaba que, cuando
lo creyera oportuno, me sentiría muy honrado en poder tener un reencuentro con
ella y tal vez en ese momento podría ampliarme los motivos de esa incómoda percepción
a la que aludía en su comunicación inicial. En ese esperado momento, podríamos
recordar viejos y entrañables tiempos de una época muy pretérita que a todos
nos fue marcando en el carácter y en la maduración personal. También sería una
estupenda oportunidad para conocer la evolución de su vida hasta ese momento
del ocasional reencuentro.
En unos días llegó su
anhelada respuesta a mi comunicación. De una forma muy amable y cordial, Yasmín
agradecía el calor afectivo de mis palabras. Quería hacer hincapié en pedirme
que no le diera más importancia a su comentario de “sentirse infravalorada” en
aquella fase escolar de su vida. “Creo que
exageré. Eran cosas de una etapa difícil, inmadura, en el camino hacia la
juventud. Y después de tanto tiempo recordarlas no suponen más que una
desafortunada banalidad”. Se
sentía feliz por mi sugerencia de una futura cita, en el que sin duda
intercambiaríamos muchos recuerdos y anécdotas que nos harían sonreír sobre ese
pasado que casi siempre consideramos mejor y al que, lamentable y naturalmente,
no podemos volver como no sea con la potencialidad y cariño de la memoria.
Sería desacertadamente
erróneo cuestionar el importante valor sentimental y documental de la práctica
fotográfica. En el caso concreto de la narración, además de los motivos
intencionados que se desean “inmortalizar” en las fotos, aparecen (como era la
irrupción de Yasmin) esos otros elementos, personales y materiales que, de una
forma traviesa, simpática, inesperada y tantas veces plenos de grata oportunidad,
han sabido “colarse” o aparecer ante el objetivo focal, enriqueciendo los datos
y la vitalización proporcionada por la virtualidad de la imagen.
El “caso Yasmín” fue, como
tantas veces ocurre, muy oportuno y valioso para la autorreflexión. Padres y
educadores profesionales debemos extremar el cuidado en el trato con esos niños
y adolescentes que, por estar en una compleja y difícil etapa de su evolución
mental y orgánica, pueden interpretar equivocada e injustificadamente los
gestos, palabras y decisiones de los mayores, tergiversando el valor y
significado de su contenido, para sumirles, lamentablemente, en un dolor que en
modo alguno hemos pretendido o querido provocar. En cualquier edad, pero más en
esos años de la pubertad y la evolución hacia la juventud, la falta o fallos de
diálogo, explicación,
paciencia y comprensión
son penosos y trascendentes para esas vidas, carencias que los tutores
familiares y escolares deben, a toda costa, tratar de evitar. Seguro que no hay
intencionalidad de cometer esos desaciertos que arraigan la confusión y el
dolor, pero la inmadurez de los chicos no les permite aplicar una correcta
interpretación para tratar de entenderlos encauzarlos y superarlos.
La oportunidad de la aparición inesperada de Yasmín fue decisivamente valiosa, tanto para mejorar su madurez actual, en la línea de una mayor racionalidad personal, como para el propio fotógrafo que había podido, después de muchos años recuperar el diálogo perdido con una antigua alumna. Así se había propiciado y favorecido el sosegado intercambio de la explicación comprensiva, entre ambas realidades generacionales. Un verdadero regalo que confortaba a un amante de la fotografía que ahora, ya lejos de las aulas, gustaba plasmar con su cámara los latidos visuales y documentales del tiempo. Y también, una lección tardía, pero oportuna y tranquilizadora, para una mujer que necesitaba superar bloqueos interpretativos, arraigados caprichosamente desde su pretérita adolescencia. -
MOTIVOS INESPERADOS ANTE
EL OBJETIVO FOCAL
José Luis Casado Toro
Antiguo Profesor del I.E.S. Ntra. Sra. de la Victoria. Málaga16 julio 2021
Dirección electrónica: jlcasadot@yahoo.es
Blog personal: http://www.jlcasadot.blogspot.com/
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