viernes, 11 de junio de 2021

INSÓLITOS BUSCADORES DE TESOROS URBANOS.

En ese deambular por las calles y plazas de nuestras ciudades, arterias relacionales guarnecidas y enmarcadas por severos o alegres edificios de latidos multicolores, vamos caminando hacia un destino muchas veces sin nombre, tiempo o motivación. Durante estos largos o cortos recorridos, es bastante probable que nos encontremos con agrupaciones de contenedores, cuya misión es recoger lo que ya apenas sirve o sobra, molestando o ensuciando los aposentos de nuestra privacidad.

A veces te encuentras también a personas junto a esos recipientes metálicos o de plástico cromatizado quienes, con herramientas muy someras o artesanales, se afanan en remover su contenido, soportando el ingrato aroma que emanan las decenas de bolsas cerradas que allí reposan, algunas abiertas o rotas, con su contenido esparcido por doquier. El esforzado trabajo de estas personas va en la línea de buscar, entre esos residuos, alguna cosa que les puede interesar, tanto para su venta como para su posible uso personal. Su ingrata labor la realizan ajenos, en apariencia, al entorno circundante, sin importarles quiénes pasan a su lado o aquéllos que observan en su más de que desagradable búsqueda.

A veces detienen su intenso ejercicio, al encontrar y extraer algún objeto que rápidamente guardan en un saco de recia estopa que llevan en ese trolley o carrito de la compra que los acompaña, tomado “prestado” en los aparcamientos de algún centro comercial próximo. En ocasiones, su vehículo de transporte en un viejo triciclo adaptado artesanalmente que hace las veces de un versátil recipiente para los materiales hallados y recogidos.

No suelen buscar comidas, por razones obvias de salubridad, aunque en ocasiones se ha podido ver a ciertas personas, con apariencia desequilibrada, que efectivamente están ingiriendo “basura” propiamente dicha. La búsqueda tiene por finalidad encontrar objetos a través de los cuales, tras su venta, poder obtener algunas monedas en sumo útiles para mantener y subsistir en esos recorridos nómadas que realizan, caminando a través de los días.

La apariencia de estas personas está vinculada nítidamente al ejercicio de la mendicidad. Residen en las calles y se cobijan en los soportales de las entidades financieras, en las entradas de los templos, tiendas o solares y edificios abandonados. Duermen o se protegen del sol y la lluvia, resguardándose en esos habilitados espacios o usando también el lecho que les facilitan los bancos de madera instalados en parques y jardines públicos. Lo hacen bajo el techo “hospitalario” de las estrellas, luceros o acumulaciones nubosas que se generan en nuestra atmósfera, soportando unos contrastados niveles térmicos, para los que se ayudan de cartones, mantas y lienzos que han encontrado precisamente en esos contenedores de residuos sólidos.

Buscan y rebuscan, intercalando los momentos más oportunos para también “ejercer” de aparca-coches, esperando la “voluntad” del abrumado automovilista que busca algún hueco para estacionar su vehículo. También se sitúan en las puertas de los supermercados, confiterías u otros establecimientos, requiriendo la voluntad generosa de los viandantes y consumidores. No suelen gustarle los centros de acogida, instituciones en las que sólo les permiten permanecer determinados períodos de tiempo y en donde van a tener roces y enfrentamientos competenciales con otros desheredados de la suerte, por lo que prefieren el azar y valentía de vivir en la calle.

Saben que al mediodía y por la tarde, hay algunos comedores sociales en los que, después de guardar cola, pueden recibir una bolsa con alimentos diversos, que les va a permitir la supervivencia un día más en su anónima presencia social. Y así, una jornada tras otra, esperando la respuesta del destino a su resignación y paciencia, con respecto al tipo de vida aventurera y necesitada que la mayoría de estos solitarios mendigos protagonizan. 

Una tarde llevaba dos bolsas a los contenedores de residuos municipales, colocados en una muy próxima plaza a mi domicilio. Una de ellas contenía materias orgánicas, mientras que la segunda iba repleta de objetos diversos, ya inservibles o molestos por la ocupación que realizan en las densificadas viviendas que ocupamos en la actualidad. Cuando me acercaba a los grandes recipientes allí instalados, observé que junto a los mismos había un hombre que superaría generosamente el medio siglo de vida, el cual estaba rebuscando con indisimulable afán en uno de los contenedores metálicos. Me fijé bien en esta persona que, aun vistiendo con una cierta modestia, no daba el perfil típico del mendigo indigente, desaliñado y mal aseado, pues se veía afeitado y su ropa era muy humilde, pero en modo alguno con esa suciedad tan especial en aquellos que pasan días y semanas sin lavarse.

Esperé unos segundos, a fin de evitar molestarle en la afanosa búsqueda que realizaba. Sin embargo, este hombre se incorporó, de ese medio cuerpo que casi tenía introducido en la amplitud del recipiente, y dirigiéndose a mi quiso indicarme que no importaba o molestaba, que podía echar la bolsa de residuos sin el mayor problema. Se quedó mirando la otra bolsa que yo portaba, cuyo contenido me disponía a repartirlos entre los diversos recipientes. Recuerdo que en esa segunda bolsa había echado algunos objetos que no no me eran útiles: una linterna antigua, muy usada; Un destornillador que se había doblado; unas zapatillas para hacer senderismo, muy gastadas por los kilómetros que ambas acumulaban; un antiguo reloj de pulsera, que ya no funcionaba, dos pares de calcetas de deporte, todavía en buen estado para usarlas, etc.

Agradecí a mi interlocutor su gesto e introduje la primera bolsa en el gran recipiente, depositando después con manifiesta prudencia la bolsa de los objetos al pie del contenedor. Le di las buenas tardes y me senté en uno de los bancos de madera próximos, para consultar el móvil y descansar durante unos minutos. Como en realidad suponía, el mendigo tomó de inmediato la bolsa que había dejado en el suelo, repasó su contenido y fue depositando la mayoría de los objetos en el gran carrito de plástico y metal de la compra que le acompañaba, el cual tenía las siglas de un centro comercial cercano al lugar en el que nos encontrábamos. A continuación, y para mi sorpresa, se me acercó y con unas cuidadas formas (que en verdad agradecí) me indicó que cuando me dispusiera a tirar objetos que ya no me sirvieran, por favor se los entregara, pues para él serían de suma utilidad. “Suelo venir por aquí, muchas mañanas y tardes, por si encuentro algunas cosas que me permitan ir tirando para adelante, en mi profunda necesidad”.

Su explicación y respuesta me pareció admirablemente educada y convincente, En ese momento, por esos impulsos que fluyen e impulsan nuestra voluntad solidaria, le dije: ¿Le apetece tomar un café? Yo no he merendado y una cálida infusión nos sentaría bien para una tarde como ésta, que se nos ha presentado algo fresca.

Permanecimos sentados un buen rato en una cafetería cercana, manteniendo probablemente más de una hora de amable conversación. Aunque yo hacía breves comentarios, era él quien protagonizaba el contenido de las palabras. Se llamaba Tarsicio y era natural de Pradoluengo, un pequeño municipio de la provincia castellana de Burgos. Había aprendido el oficio de carpintero, por influencia de su abuelo materno, Mauricio, quien además de trabajar la madera era taxidermista. Pero amistades inadecuadas y la influencia del alcohol fueron minando su vida, caracterizada por una profunda soledad e inestabilidad. Los avatares del destino lo fueron llevando de acá para allá, trabajando en algunas obras y en “lo que salía”, aunque sin la continuidad necesaria para conseguir una básica seguridad personal. Al paso de los años tuvo que sufrir y aprender a vivir en la calle, pasando ese frio y calor térmico, que no es sólo físico, sino también anímico en lo existencial. Buscando la bondad climática, recaló un día en tierras del sur, encontrando esa forma de vida que tanto buscaba en la alegría comunicativa de una ciudad como Málaga, siempre abierta a la fraternidad y a la comunicación, como importantes valores para humanizar. Viendo que otros también lo hacían, un día se puso a rebuscar en los contenedores de residuos urbanos, en los que empezó a encontrar objetos de un cierto valor, “oxígeno” monetario para una economía tan degradada y sumida en la pobreza como la suya.

La verdad es que fue una interesante y muy humana experiencia, la charla con este pobre, pero imaginativo, hombre. Tarso agradeció mi modesta invitación y yo le prometí que cuando tuviera algo que no necesitara y pensara en desprenderme de él, no tendría el menos inconveniente, sino todo lo contrario, en cedérselo por si podría obtener con su venta algún beneficio, que bien le vendría. Resultaba obvio que una de las preguntas, que no podía dejar de plantearle, era acerca de los objetos y cosas más curiosos e interesantes por su valor que había hallado en su búsqueda afanosa por los contenedores municipales.

“Te puedo asegurar, buen amigo, que las personas solemos desaprovechar mucho de aquello que nos pertenece. No, no nos importa tirar al cubo de la basura o al cesto de los papeles, objetos que bien conservados tendrían mucha utilidad para los pobres que bien los necesitasen. Es lo que suele llamarse a la costumbre americana del “usar y tirar”. Si esto también se hace con los humanos y con las personas más afectas, qué me vas a decir de las cosas inanimadas que nos empeñamos en comprar, sin pensar en la verdadera utilidad que nos pueden proporcionar. Yo y muchos de mis compañeros de rebusca nos hemos encontramos algunas cosas curiosas, que me impresionaba hubieran sido “despreciadas” y tiradas en un contenedor de residuos orgánicos. Te contaré algunas de ellas pues observo que estás bien interesado.

Un día, metida en una bolsa de plástico, apareció una cajita de madera, bien labrada y pintada, con un estado de conservación bastante bueno. Los dibujos, muy repetidos, eran de formas geométricas, aunque semejaban flores de la naturaleza. Mezclaba muy bien los colores fríos y cálidos, consiguiendo un equilibrio de gran belleza cromática. En un lateral de esta cajita, sobresalía una pequeña llave que, al girarla, iba cargando algún mecanismo interior. Liberabas un pequeño cierra central y abrías la tapadera que contenía un espejo que cubría el espacio interior cubierto de un terciopelo rojo. Sin duda servía como joyero o para guardar fotos u otras cosas de un cierto valor. Por supuesto, al levantar la tapadera, se activaba el mecanismo al que habías dado cuerda, sonando de manera consecutiva tres piezas musicales, con melodías muy románticas. No te sabría decir, pero me recordaban a esas composiciones clásicas que tocan en los conciertos. Un anticuario, que tiene su negocio por el centro y al que le llevo algunos objetos que le pueden interesar, me dio por la cajita unas buenas monedas, que me permitieron comer durante dos o tres días. Hermógenes, el anticuario, me aseguró que podría sacarle hasta cinco veces lo que me pagó. Es su negocio. Me pregunto ¿cómo se puede arrojar a la basura, una cosa tan preciosa? Sin duda, quien la poseía, quería desprenderse de ella, porque le traería no muy buenos recuerdos. Tal vez, al escuchar las piezas musicales, su propietario entraba en pena, al recordar esa otra persona que se la había regalado. Pero en vez de echarla a la basura ¿no podría haberla regalado o entregado a alguien necesitado? Misterio. La preciosa cajita de música no traía una hojita que aclarase en motivo de su triste e incierto destino”.

Desde luego, Tarsicio, ofreciendo esta profusa explicación, con una descripción llena de matices, no daba el perfil del típico mendigo que va por los contenedores buscando ese objeto tirado o abandonado por el que poder obtener unos euros. El misterio acerca de la verdadera personalidad de mi interlocutor se acrecentaba, a medida que aumentaba el tiempo de conversación con su persona. 

“El viejo Hermógenes quedó prendado, su entusiasmo era difícil de disimular, cuando le llevé otro día una bien conservada “escupidera” de dormitorio. Era uno de esos útiles orinales que se usaban hace muchos años, en las casas antiguas, para no tener que ir al “wáter” cuando en la madrugada te entraban ganas de hacer pis o expulsar algún incómodo excremento. De loza blanca, con dos pequeñas agarraderas, para poder transportar con comodidad su liquido contenido a eliminar en la mañana. Su estado de conservación era bueno, sólo dos pequeños desconchones cercanos a su base, pero sólo observables porque esa parte de la loza había perdido la capa original de barniz. Parece ser que al anticuario le dieron un buen dinero por esa “joya” familiar, ya que una casa museo, en un municipio de la costa occidental, necesitaba ese bacín para ilustrar mejor cómo eran los dormitorios en las casas antiguas. Durante las frías noches del crudo invierno, cuando te entraban ganas de vaciar la vejiga o arrojar por el ano, no se te hacía cómodo ir al “excusado”, si el cuartillo se encontraba algo alejado de tu cama para el descanso. De ahí la utilidad de estos orinales”.

Era asombroso escuchar los “ilustrados” y didácticos comentarios, puestos en boca de una persona humilde, al que hacía sólo unos pocos minutos habías visto rebuscando en las heterogéneas “cuevas” de los objetos y materias inservibles. 

“Te podría contar y no acabar. Un hallazgo que me hizo sonreír estaba dentro de una bolsa de plástico de la marca Mercadona. La verdad que no sabía bien lo que había encontrado, hasta que una pequeña foto que tenía pegado en uno de sus extremos y la propia forma del artilugio me hizo deducir lo que era. Nada más y menos que un consolador erótico, fabricado de caucho flexible, color rosa/beige, de una exagerada longitud. La imagen en cuestión que te he citado era la de un señor de mediana edad, con barba y bigote, mirada adusta y vestido (en la parte que mostraba) con porte muy señorial. No, no me lo encontré en esta zona en la que estamos, sino en otra parte de la ciudad, con casas y edificios … prefiero no concretar la zona. Se lo mostré e Hermo, el anticuario, quien me aconsejó lo llevara a un sex appeal o establecimiento sex shop. Allí quedaron maravillados con el enorme y flexible ejemplar y me lo quitaron pronto de las manos, dándome un dinero que me permitió un buen desahogo para la comida de varios días. Me indicaron que la exuberante pieza la iban a instalar en un pequeño museo de materiales eróticos, que estaban montando en la trastienda del local”.

“De todas formas, para mi gusto, hay dos hallazgos que me produjeron un especial y gran sentimiento, porque me trajeron al presente cariñosos recuerdos de mi ya lejana infancia. En un caso fue una colección encuadernada de aquellos tebeos apaisados, que ilustraban aventuras del Capitán Trueno. Releer los episodios de Trueno, Goliat, Crispín y la bella Sigrid, me emocionaba. El tomo encuadernado y en buen estado de conservación fue muy bien aceptado en una librería de segunda mano. En este contexto también templó las fibras de mi sensibilidad el día en que encontré un molinillo de café, cebada y achicoria, de esos antiguos hechos de madera y latón, con una palanca metálica que había que darle vueltas y vueltas, a fin de moler los granos que se echaban en una cavidad superior, abriendo la correspondiente trampilla. Me acuerdo de mi santa madre, que en gloria esté, con la diligencia que aplicaba en preparar el café con leche para mi padre, tratando de potenciar los pocos granos de café tostado que tenía en la despensa, con esa cebada negra por el tueste, ayudada con las cucharadas de achicoria. Todo ello potenciaba el sabor y el aroma a hogar familiar. El pan migado en el tazón de cerámica lleno de “café” con leche… son recuerdos que no se olvidan. Hoy todos estos mecanismos son eléctricos o con la molienda envasada. En aquellos tiempos había que darle buenas vueltas al molinillo, para conseguir preparar la muy sabrosa infusión”. 

Pasaron los días y una tarde volví al lugar donde habíamos tenido ese curioso encuentro. Lo hacía llevando en la mano una bolsa con materiales diversos, no excesivamente pesados, que había rebuscado en casa. Pensaba encontrarle por la zona, pero no vi a Tarsicio. Ni ese día, ni otras varias mañanas y tardes en las que repetí el frustrado intento. De esta manera, todo quedó como una extraña, pero ilustrativa, experiencia, para acercarnos a estos personajes “anónimos”, ajenos a integrarse en el engranaje social, por mil y un motivos. Son extrañas personas que permanecen en su pequeño y peculiar mundo, tratando de “ganarse la vida” de esa forma tan difícil y siempre contando con el azar de la suerte, tan variable y “traviesa” en sus designios.

Esta interesante historia podría tener aquí su final. Pasados unos meses, una mañana me encontraba por la zona antigua de la ciudad, haciendo determinadas gestiones. En plena plaza de los Mártires, entre los viandantes que iban y venían, vi una figura que me resultó conocida. Caminaba hacia una de las calles adyacentes a la plaza. Me acerqué con una cierta prudencia y efectivamente era el “mendigo” Tarsicio, aunque en esta ocasión iba mejor vestido que aquella tarde en que lo conocí. No tuve que “seguirle” muchos pasos, porque enseguida llegó a un viejo establecimiento, que tenía en su frontal un cartelón que anunciaba FENICIA ANTIGÜEDADES. Elevó la persiana metálica con manifiesta parsimonia y penetró en su interior. Dudé unos segundos, pero al fin me animé a entrar en un gran salón, con olor apergaminado, densamente ocupado por decenas de piezas y objetos de la más variada naturaleza, la mayoría de ellos hablando de épocas y tiempos pretéritos. Cuando Tarsicio me vio, dudó unos instantes, pero de inmediato sonrió y nos saludamos cordialmente.

“Desde hace un par de meses, trabajo aquí. El viejo Hermógenes, conociendo mi habilidad para encontrar objetos de cierto interés para los coleccionistas, me contrató para que le ayudara, en sus muchos años que acumula. Mezclo las horas de atención al público con otras en las que sigo rebuscando, por los contenedores y lugares especiales, aquellos objetos que pueden resultar importantes, a fin de sacarles una convincente rentabilidad, después de limpiarlos y prepararlos para ser expuestos en las mesas y vitrinas que ves. Me paga a comisión, de lo que encuentro y se puede vender. Ahora a las once llegará el dueño del negocio, Hermo. Entonces yo me iré a esa aventura diaria, buscando objetos que a los demás les sobran en sus domicilios”.

No sé cuanto de verdad o ficción habría en la explicación que me hacía el amigo Tarsicio. Sea como fuere, cuando me dirigía hacia la zona universitaria del Ejido, iba pensando en la realidad misteriosa de estos intrépidos buscadores de tesoros urbanos. Son expertos “profesionales” que saben encontrar numerosos e insólitos objetos que a unos ya les molestan, mientras que por el contrario otros pagan buenas cantidades de euros para su posesión. Con ufana arrogancia, estas piezas son utilizadas para decorar sus grandes mansiones, disfrutando esos caprichos suntuarios que nos hablan de otras épocas, ya amarillentas u ocres, que reposan en los archivos aletargados de nuestra memoria. -

 


INSÓLITOS BUSCADORES DE 

TESOROS URBANOS

 

 

José Luis Casado Toro

 Antiguo Profesor del I.E.S. Ntra. Sra. de la Victoria. Málaga-

11 junio 2021

   Dirección electrónica: jlcasadot@yahoo.es           

Blog personal: http://www.jlcasadot.blogspot.com/


 

 

 

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