A veces te encuentras también a personas junto a esos recipientes metálicos o de
plástico cromatizado quienes, con herramientas muy someras o artesanales, se
afanan en remover su contenido, soportando el ingrato aroma que emanan las
decenas de bolsas cerradas que allí reposan, algunas abiertas o rotas, con su
contenido esparcido por doquier. El esforzado trabajo de estas personas va en
la línea de buscar, entre esos residuos, alguna cosa que les puede interesar,
tanto para su venta como para su posible uso personal. Su ingrata labor la
realizan ajenos, en apariencia, al entorno circundante, sin importarles quiénes
pasan a su lado o aquéllos que observan en su más de que desagradable búsqueda.
A veces detienen su intenso ejercicio, al
encontrar y extraer algún objeto que rápidamente guardan en un saco de recia estopa que llevan en ese trolley
o carrito de la compra que los acompaña, tomado “prestado” en los aparcamientos
de algún centro comercial próximo. En ocasiones, su vehículo de transporte en
un viejo triciclo adaptado artesanalmente que hace las veces de un
versátil recipiente para los materiales hallados y recogidos.
No suelen buscar comidas, por razones obvias
de salubridad, aunque en ocasiones se ha podido ver a ciertas personas, con
apariencia desequilibrada, que efectivamente están ingiriendo “basura” propiamente dicha.
La búsqueda tiene por finalidad encontrar objetos a través de los cuales, tras su
venta, poder obtener algunas monedas en sumo útiles para mantener y subsistir
en esos recorridos nómadas que realizan, caminando a través de los días.
La apariencia de estas personas está vinculada
nítidamente al ejercicio de la mendicidad. Residen en las calles y se cobijan
en los soportales de las entidades financieras, en las entradas de los templos,
tiendas o solares y edificios abandonados. Duermen o se protegen del sol y la
lluvia, resguardándose en esos habilitados espacios o usando también el lecho
que les facilitan los bancos de madera instalados en parques y jardines
públicos. Lo hacen bajo el techo “hospitalario” de las estrellas, luceros o
acumulaciones nubosas que se generan en nuestra atmósfera, soportando unos contrastados
niveles térmicos, para los que se ayudan de cartones, mantas y lienzos que han
encontrado precisamente en esos contenedores de residuos sólidos.
Buscan y rebuscan, intercalando los momentos
más oportunos para también “ejercer” de aparca-coches, esperando la “voluntad”
del abrumado automovilista que busca algún hueco para estacionar su vehículo. También se sitúan en las puertas de los supermercados, confiterías u
otros establecimientos, requiriendo la voluntad generosa de los viandantes
y consumidores. No suelen gustarle los centros de acogida, instituciones en las
que sólo les permiten permanecer determinados períodos de tiempo y en donde van
a tener roces y enfrentamientos competenciales con otros desheredados de la
suerte, por lo que prefieren el azar y valentía de vivir en la calle.
Saben que al mediodía y por la tarde, hay
algunos comedores sociales en los que, después de guardar cola, pueden recibir
una bolsa con alimentos diversos, que les va a permitir la supervivencia un día
más en su anónima presencia social. Y así, una jornada tras otra, esperando la
respuesta del destino a su resignación y paciencia, con respecto al tipo de
vida aventurera y necesitada que la mayoría de estos solitarios mendigos
protagonizan.
Una tarde llevaba dos bolsas a los
contenedores de residuos municipales, colocados en una muy próxima plaza a mi
domicilio. Una de ellas contenía materias orgánicas, mientras que la segunda
iba repleta de objetos diversos, ya inservibles o molestos por la ocupación que
realizan en las densificadas viviendas que ocupamos en la actualidad. Cuando me
acercaba a los grandes recipientes allí instalados, observé que junto a los
mismos había un hombre que superaría generosamente el medio siglo de vida, el
cual estaba rebuscando con indisimulable afán en uno de los contenedores
metálicos. Me fijé bien en esta persona que, aun vistiendo con una cierta
modestia, no daba el perfil típico del mendigo indigente, desaliñado y mal
aseado, pues se veía afeitado y su ropa era muy humilde, pero en modo alguno
con esa suciedad tan especial en aquellos que pasan días y semanas sin lavarse.
Esperé unos segundos, a fin de evitar
molestarle en la afanosa búsqueda que realizaba. Sin embargo, este hombre se
incorporó, de ese medio cuerpo que casi tenía introducido en la amplitud del
recipiente, y dirigiéndose a mi quiso indicarme que no importaba o molestaba,
que podía echar la bolsa de residuos sin el mayor problema. Se quedó mirando la
otra bolsa que yo portaba, cuyo contenido me disponía a repartirlos entre los
diversos recipientes. Recuerdo que en esa segunda bolsa había echado algunos objetos que no no me eran útiles: una linterna antigua, muy usada; Un destornillador que se había
doblado; unas zapatillas para hacer senderismo, muy gastadas por los kilómetros
que ambas acumulaban; un antiguo reloj de pulsera, que ya no funcionaba, dos
pares de calcetas de deporte, todavía en buen estado para usarlas, etc.
Agradecí a mi interlocutor su gesto e
introduje la primera bolsa en el gran recipiente, depositando después con
manifiesta prudencia la bolsa de los objetos al pie del contenedor. Le di las
buenas tardes y me senté en uno de los bancos de madera próximos, para
consultar el móvil y descansar durante unos minutos. Como en realidad suponía,
el mendigo tomó de inmediato la bolsa que había dejado en el suelo, repasó su
contenido y fue depositando la mayoría de los objetos en el gran carrito de
plástico y metal de la compra que le acompañaba, el cual tenía las siglas de un
centro comercial cercano al lugar en el que nos encontrábamos. A continuación,
y para mi sorpresa, se me acercó y con unas cuidadas formas (que en verdad
agradecí) me indicó que cuando me dispusiera a tirar objetos que ya no me
sirvieran, por favor se los entregara, pues para él serían de suma utilidad.
“Suelo venir por aquí, muchas mañanas y tardes, por si encuentro algunas cosas
que me permitan ir tirando para adelante, en mi profunda necesidad”.
Su explicación y respuesta me pareció
admirablemente educada y convincente, En ese momento, por esos impulsos que
fluyen e impulsan nuestra voluntad solidaria, le dije: ¿Le apetece tomar un
café? Yo no he merendado y una cálida infusión nos sentaría bien para una tarde
como ésta, que se nos ha presentado algo fresca.
Permanecimos sentados un buen rato en una
cafetería cercana, manteniendo probablemente más de una hora de amable
conversación. Aunque yo hacía breves comentarios, era él quien protagonizaba el
contenido de las palabras. Se llamaba Tarsicio
y era natural de Pradoluengo, un pequeño municipio de la provincia
castellana de Burgos. Había aprendido el oficio de carpintero, por influencia
de su abuelo materno, Mauricio, quien además de trabajar la madera era
taxidermista. Pero amistades inadecuadas y la influencia del alcohol fueron
minando su vida, caracterizada por una profunda soledad e inestabilidad. Los
avatares del destino lo fueron llevando de acá para allá, trabajando en algunas
obras y en “lo que salía”, aunque sin la continuidad necesaria para conseguir
una básica seguridad personal. Al paso de los años tuvo que sufrir y aprender a
vivir en la calle, pasando ese frio y calor térmico, que no es sólo físico,
sino también anímico en lo existencial. Buscando la bondad climática, recaló un
día en tierras del sur, encontrando esa forma de vida que tanto buscaba en la
alegría comunicativa de una ciudad como Málaga, siempre abierta a la
fraternidad y a la comunicación, como importantes valores para humanizar.
Viendo que otros también lo hacían, un día se puso a rebuscar en los
contenedores de residuos urbanos, en los que empezó a encontrar objetos de un
cierto valor, “oxígeno” monetario para una economía tan degradada y sumida en
la pobreza como la suya.
La verdad es que fue una interesante y muy
humana experiencia, la charla con este pobre, pero imaginativo, hombre. Tarso
agradeció mi modesta invitación y yo le prometí que cuando tuviera algo que no
necesitara y pensara en desprenderme de él, no tendría el menos inconveniente,
sino todo lo contrario, en cedérselo por si podría obtener con su venta algún
beneficio, que bien le vendría. Resultaba obvio que una de las preguntas, que
no podía dejar de plantearle, era acerca de los objetos y cosas más curiosos e
interesantes por su valor que había hallado en su búsqueda afanosa por los
contenedores municipales.
“Te puedo asegurar, buen amigo, que las
personas solemos desaprovechar mucho de aquello que nos pertenece. No, no nos
importa tirar al cubo de la basura o al cesto de los papeles, objetos que bien
conservados tendrían mucha utilidad para los pobres que bien los necesitasen.
Es lo que suele llamarse a la costumbre americana del “usar y tirar”. Si esto
también se hace con los humanos y con las personas más afectas, qué me vas a
decir de las cosas inanimadas que nos empeñamos en comprar, sin pensar en la
verdadera utilidad que nos pueden proporcionar. Yo y muchos de mis compañeros
de rebusca nos hemos encontramos algunas cosas curiosas, que me impresionaba
hubieran sido “despreciadas” y tiradas en un contenedor de residuos orgánicos.
Te contaré algunas de ellas pues observo que estás bien interesado.
Un día, metida en una bolsa de plástico,
apareció una cajita de madera, bien labrada y pintada, con un estado de
conservación bastante bueno. Los dibujos, muy repetidos, eran de formas
geométricas, aunque semejaban flores de la naturaleza. Mezclaba muy bien los
colores fríos y cálidos, consiguiendo un equilibrio de gran belleza cromática.
En un lateral de esta cajita, sobresalía una pequeña llave que, al girarla, iba
cargando algún mecanismo interior. Liberabas un pequeño cierra central y abrías
la tapadera que contenía un espejo que cubría el espacio interior cubierto de
un terciopelo rojo. Sin duda servía como joyero o para guardar fotos u otras
cosas de un cierto valor. Por supuesto, al levantar la tapadera, se activaba el
mecanismo al que habías dado cuerda, sonando de manera consecutiva tres piezas
musicales, con melodías muy románticas. No te sabría decir, pero me recordaban
a esas composiciones clásicas que tocan en los conciertos. Un anticuario, que
tiene su negocio por el centro y al que le llevo algunos objetos que le pueden
interesar, me dio por la cajita unas buenas monedas, que me permitieron comer
durante dos o tres días. Hermógenes, el anticuario, me aseguró que podría
sacarle hasta cinco veces lo que me pagó. Es su negocio. Me pregunto ¿cómo se
puede arrojar a la basura, una cosa tan preciosa? Sin duda, quien la poseía,
quería desprenderse de ella, porque le traería no muy buenos recuerdos. Tal
vez, al escuchar las piezas musicales, su propietario entraba en pena, al
recordar esa otra persona que se la había regalado. Pero en vez de echarla a la
basura ¿no podría haberla regalado o entregado a alguien necesitado? Misterio.
La preciosa cajita de música no traía una
hojita que aclarase en motivo de su triste e incierto destino”.
Desde luego, Tarsicio, ofreciendo esta profusa
explicación, con una descripción llena de matices, no daba el perfil del típico
mendigo que va por los contenedores buscando ese objeto tirado o abandonado por
el que poder obtener unos euros. El misterio acerca de la verdadera
personalidad de mi interlocutor se acrecentaba, a medida que aumentaba el
tiempo de conversación con su persona.
“El viejo Hermógenes quedó prendado, su
entusiasmo era difícil de disimular, cuando le llevé otro día una bien
conservada “escupidera” de dormitorio. Era
uno de esos útiles orinales que se usaban hace muchos años, en las casas
antiguas, para no tener que ir al “wáter” cuando en la madrugada te entraban
ganas de hacer pis o expulsar algún incómodo excremento. De loza blanca, con
dos pequeñas agarraderas, para poder transportar con comodidad su liquido
contenido a eliminar en la mañana. Su estado de conservación era bueno, sólo
dos pequeños desconchones cercanos a su base, pero sólo observables porque esa
parte de la loza había perdido la capa original de barniz. Parece ser que al
anticuario le dieron un buen dinero por esa “joya” familiar, ya que una casa
museo, en un municipio de la costa occidental, necesitaba ese bacín para
ilustrar mejor cómo eran los dormitorios en las casas antiguas. Durante las
frías noches del crudo invierno, cuando te entraban ganas de vaciar la vejiga o
arrojar por el ano, no se te hacía cómodo ir al “excusado”, si el cuartillo se
encontraba algo alejado de tu cama para el descanso. De ahí la utilidad de
estos orinales”.
Era asombroso escuchar los “ilustrados” y
didácticos comentarios, puestos en boca de una persona humilde, al que hacía
sólo unos pocos minutos habías visto rebuscando en las heterogéneas “cuevas” de
los objetos y materias inservibles.
“Te podría contar y no acabar. Un hallazgo que
me hizo sonreír estaba dentro de una bolsa de plástico de la marca Mercadona.
La verdad que no sabía bien lo que había encontrado, hasta que una pequeña foto
que tenía pegado en uno de sus extremos y la propia forma del artilugio me hizo
deducir lo que era. Nada más y menos que un consolador
erótico, fabricado de caucho flexible, color rosa/beige, de una
exagerada longitud. La imagen en cuestión que te he citado era la de un señor
de mediana edad, con barba y bigote, mirada adusta y vestido (en la parte que
mostraba) con porte muy señorial. No, no me lo encontré en esta zona en la que
estamos, sino en otra parte de la ciudad, con casas y edificios … prefiero no
concretar la zona. Se lo mostré e Hermo, el anticuario, quien me aconsejó lo
llevara a un sex appeal o establecimiento sex shop. Allí quedaron maravillados
con el enorme y flexible ejemplar y me lo quitaron pronto de las manos, dándome
un dinero que me permitió un buen desahogo para la comida de varios días. Me
indicaron que la exuberante pieza la iban a instalar en un pequeño museo de
materiales eróticos, que estaban montando en la trastienda del local”.
“De todas formas, para mi gusto, hay dos
hallazgos que me produjeron un especial y gran sentimiento, porque me trajeron
al presente cariñosos recuerdos de mi ya lejana infancia. En un caso fue una
colección encuadernada de aquellos tebeos apaisados, que ilustraban aventuras
del Capitán Trueno. Releer los episodios de
Trueno, Goliat, Crispín y la bella Sigrid, me emocionaba. El tomo encuadernado
y en buen estado de conservación fue muy bien aceptado en una librería de
segunda mano. En este contexto también templó las fibras de mi sensibilidad el
día en que encontré un molinillo de café, cebada y
achicoria, de esos antiguos hechos de madera y latón, con una palanca
metálica que había que darle vueltas y vueltas, a fin de moler los granos que
se echaban en una cavidad superior, abriendo la correspondiente trampilla. Me
acuerdo de mi santa madre, que en gloria esté, con la diligencia que aplicaba
en preparar el café con leche para mi padre, tratando de potenciar los pocos
granos de café tostado que tenía en la despensa, con esa cebada negra por el
tueste, ayudada con las cucharadas de achicoria. Todo ello potenciaba el sabor
y el aroma a hogar familiar. El pan migado en el tazón de cerámica lleno de
“café” con leche… son recuerdos que no se olvidan. Hoy todos estos mecanismos
son eléctricos o con la molienda envasada. En aquellos tiempos había que darle
buenas vueltas al molinillo, para conseguir preparar la muy sabrosa
infusión”.
Pasaron los días y una tarde volví al lugar
donde habíamos tenido ese curioso encuentro. Lo hacía llevando en la mano una
bolsa con materiales diversos, no excesivamente pesados, que había rebuscado en
casa. Pensaba encontrarle por la zona, pero no vi a Tarsicio. Ni ese día, ni
otras varias mañanas y tardes en las que repetí el frustrado intento. De esta
manera, todo quedó como una extraña, pero ilustrativa, experiencia, para
acercarnos a estos personajes “anónimos”, ajenos a integrarse en el engranaje
social, por mil y un motivos. Son extrañas personas que permanecen en su
pequeño y peculiar mundo, tratando de “ganarse la vida” de esa forma tan
difícil y siempre contando con el azar de la suerte, tan variable y “traviesa”
en sus designios.
Esta interesante historia podría tener aquí su
final. Pasados unos meses, una mañana me encontraba por la zona antigua de la
ciudad, haciendo determinadas gestiones. En plena plaza de los Mártires, entre
los viandantes que iban y venían, vi una figura que me resultó conocida.
Caminaba hacia una de las calles adyacentes a la plaza. Me acerqué con una
cierta prudencia y efectivamente era el “mendigo” Tarsicio, aunque en esta
ocasión iba mejor vestido que aquella tarde en que lo conocí. No tuve que
“seguirle” muchos pasos, porque enseguida llegó a un viejo establecimiento, que
tenía en su frontal un cartelón que anunciaba FENICIA
ANTIGÜEDADES. Elevó la persiana metálica con manifiesta parsimonia y
penetró en su interior. Dudé unos segundos, pero al fin me animé a entrar en un
gran salón, con olor apergaminado, densamente ocupado por decenas de piezas y
objetos de la más variada naturaleza, la mayoría de ellos hablando de épocas y
tiempos pretéritos. Cuando Tarsicio me vio, dudó unos instantes, pero de
inmediato sonrió y nos saludamos cordialmente.
“Desde hace un par de meses, trabajo aquí. El
viejo Hermógenes, conociendo mi habilidad para encontrar objetos de cierto
interés para los coleccionistas, me contrató para que le ayudara, en sus muchos
años que acumula. Mezclo las horas de atención al público con otras en las que
sigo rebuscando, por los contenedores y lugares especiales, aquellos objetos
que pueden resultar importantes, a fin de sacarles una convincente rentabilidad,
después de limpiarlos y prepararlos para ser expuestos en las mesas y vitrinas
que ves. Me paga a comisión, de lo que encuentro y se puede vender. Ahora a las
once llegará el dueño del negocio, Hermo. Entonces yo me iré a esa aventura
diaria, buscando objetos que a los demás les sobran en sus domicilios”.
No sé cuanto de verdad o ficción habría en la
explicación que me hacía el amigo Tarsicio. Sea como fuere, cuando me dirigía
hacia la zona universitaria del Ejido, iba pensando en la realidad misteriosa
de estos intrépidos buscadores de tesoros urbanos. Son expertos “profesionales”
que saben encontrar numerosos e insólitos objetos que a unos ya les molestan,
mientras que por el contrario otros pagan buenas cantidades de euros para su
posesión. Con ufana arrogancia, estas piezas son utilizadas para decorar sus
grandes mansiones, disfrutando esos caprichos suntuarios que nos hablan de
otras épocas, ya amarillentas u ocres, que reposan en los archivos aletargados
de nuestra memoria. -
INSÓLITOS BUSCADORES DE
TESOROS URBANOS
José Luis
Casado Toro
11 junio 2021
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