viernes, 25 de junio de 2021

EL MISTERIOSO HOMBRE DE LA LINTERNA AZUL.

El poder de la imaginación es infinito. Este valor es una de las mayores potencialidades que atesora el género humano. Lástima que no se ejercite con más frecuencia, pues ello haría posible mejorar tantos e importantes aspectos de nuestra calidad de vida. Imaginemos ¡valga la redundancia! como sería la enseñanza, la narrativa, la poesía, cualquier manifestación artística, como la pintura, la escultura o la arquitectura, el diseño decorativo, el ejercicio de la política …si esta insustituible capacidad estuviese ausente de nuestra vida. Nunca valoraremos en su justa medida este gran valor.

Pero como en todas o casi todas funcionalidades del género humano, los puntos extremos suelen ser negativos o desaconsejables, porque los radicalismos, en uno u otro sentido, van generalmente teñidos de fanatismo, exageración, errores, violencias y sectarismos. Las posiciones centrales, las respuestas equilibradas, la sensatez y el buen juicio son actitudes que generan más frutos, más sonrisas y beneficios, más sosiego y esperanzas. Y también en la imaginación, a veces, “nos podemos pasar”. En definitiva, es maravilloso saber y querer imaginar. Para generar un mundo mejor, primero hay que creer en él, imaginarlo con convicción, para al fin poder contribuir a su creación.

Salvio Almensino, es un trabajador de mensajería, vinculado a una conocida empresa privada de envíos urgentes. A pesar de que ya ha cumplido treinta y cuatro años, utiliza su propia bicicleta para recorrer al día decenas de kilómetros, trasladando en el maletín acoplado a la misma aquellos productos encomendados por la empresa. Lo hace como empleado autónomo asociado, recibiendo una determinada cantidad porcentual, que oscila entre el 10 y el 20 %, del coste pagado por el destinatario o el remitente. Es un trabajo que exige una buena forma física, como la que ostenta este responsable “transportista”, pero cuyo esfuerzo exige ir pedaleando de aquí para allá durante muchas y agotadoras horas. No puede llevar objetos pesados en exceso o voluminosos por su gran masa. Transporta por consiguiente abundante comida italiana o asiática, también desplaza en su pequeña gran caja de transporte medicamentos, objetos de regalo, libros e incluso zapatos.

Los continuados viajes que realiza al gran almacén son imprescindibles, a fin de recoger los nuevos materiales que habrá de entregar con urgencia. Pero todos esos desplazamientos, por las arterias que conforman el complicado trazado de la ciudad, los realiza de buen talante, porque así van llegando esos euros tan necesarios a su domicilio que, como la mayoría del vecindario de su barrio conforma una familia modesta. Otra de las ventajas de esta profesión es permitirle practicar su afición favorita: el ciclismo. Ese buen pedalear, sin importar la estación meteorológica, va estimulando las piernas, los pulmones, las articulaciones y todos los “mágicos émbolos cardiacos”.

Se ayuda en su trabajo de un GPS que tiene en su móvil, descargado de Internet, aunque su conocimiento de la malla urbana es bastante bueno por los años de profesión acumulados. La empresa también le facilita un pequeño incentivo económico por kilometraje recorrido, ya que no sería igual llevar un envío a una barriada distante (como El Palo o Ciudad Jardín) que a una calle del centro histórico de la ciudad. Por supuesto que las anécdotas que tiene en su memoria son numerosas y algunas especialmente simpáticas, en función del tipo de envíos, actitud de los destinatarios cuando llama al portero electrónico, algunas propinas que recibe, tanto en moneda como en “especie”, objetos que resulta imposible entregar y que después nadie recoge, etc.

Este esforzado repartidor ha mantenido desde su adolescencia la afición a las películas, relatos y publicaciones basados argumentalmente en el misterio, la intriga y el suspense. Incluso acude a la biblioteca pública de su populoso barrio (la antigua carretera de Cádiz, hoy denominada Avda. de Velázquez) a fin de sacar en préstamo novelas policíacas y relatos fantásticos que, poco a poco, gusta leer, especialmente durante los fines de semana. Esta divertida e interesante afición ha facilitado la potenciación de su imaginación, valor o capacidad que su mujer resume en una muy usada e ilustrativa frase: “Tiene la cabeza llena de pájaros y tonterías. Más valiera que te ocuparas de necesidades útiles, como ayudar más en las tareas de la casa”.

Salvio está casado con Alfonsa, que también trabaja fuera del hogar. Lo hace en una cadena de supermercados, prestando servicio como cajera, aunque también ha de estar dispuesta a echar una mano para las necesarias tareas de reposición y organización de productos en las diversas estanterías del amplio local. Del matrimonio ha nacido una hija, Lilith, que en la actualidad cursa estudios de primero de la ESO en un instituto público no lejos de su domicilio.

Aquel fue un lunes de junio muy laborioso para Salvio porque, tras el descanso del fin de semana, se había acumulado en el almacén un volumen de encargos muy notable, para transportar y entregar. A la finalización de la agotadora jornada, llegó a casa muy cansado y arrastrando ese típico resfriado/catarro producido por las alternancias térmicas primaverales, que resulta especialmente molesto para sobrellevar y superar.

Tras cenar un plato de sopa de salmorejo, croquetas de conejo y un cuenco de arroz con leche, se fue pronto a la cama, cuando aún faltaban minutos para las once. Sospechaba tener unas decimillas de fiebre, por lo que su mujer le dio un paracetamol, acompañado con una cariñosa frase: “Anda, que eres más quejica que una burra preñá”.  

El reloj marcaría las tres y media de la madrugada cuando Salvio se despertó, todo sudoroso, levantándose del lecho para dirigirse a la cocina a fin de tomar un vaso de agua. Tenía que recuperar fuerzas y estar a punto para el día siguiente, pues el martes el trabajo le esperaba. Si no repartía, no cobraba y los cuartos eran muy necesarios para los gastos de la casa (alquiler, electricidad, agua, butano, la cesta de la compra, el pago de autónomo, el “tonteo” juvenil de la niña y esos imprevistos que sobrevuelan en casi todas las familias).

Antes de salir del dormitorio y bastante somnoliento, descorrió los visillos que cerraban la ventana de la habitación. Miró a través de los cristales, para ver cómo estaba la noche. Le gustaba observar la calle nocturna, toda desierta de gente, pero repleta de vehículos adormecidos, mirando desde su séptimo C, última planta del vetusto o longevo edificio.  De pronto llamó su atención una luz azul celeste, de forma circular, que se movía zigzagueando entre la alargada fila de coches estacionados en batería y que ocupaban la calle adyacente al frontal de su bloque. Se preguntaba a qué debía deberse dicho punto de luz, que se desplazaba de un lugar a otro entre las moles metálicas de los vehículos. Es función de su forma de ser, exageradamente imaginativa, su cerebro inició un proceso continuo de ficción creativa, que le despertó de manera definitiva.

Fijándose mejor, distinguió a un hombre vestido con camiseta roja, pantalón corto azul y calzando zapatillas de goma, que se estaba moviendo entre los coches, ayudándose con la luz mortecina de las farolas y de ese intenso foco azulado (como la que usan los vehículos policiales) que procedía de un artilugio que portaba en la mano, a modo de gran linterna

Pensó de inmediato que tal vez podría tratarse de las fuerzas de seguridad. Pero los policías llevan uniforme, salvo que vayan camuflados, a fin de pasar desapercibidos. También podían ser “rateros” nocturnos, que observaban las piezas de los diversos coches para proceder a su delictivo desmontaje. En cuanto a la intermitencia que mostraba el azulado foco de luz, podía ser originada por la detección de algún elemento metálico: el temblor luminoso estaría avisando de la proximidad de un determinado metal u otro material. Se dijo a sí mismo “¿Y si llamo a la comisaría? Así enviarían a un coche patrulla, con lo que se evitaría un gran delito o lo que sea”.

Pero el obsesivo repartidor, metido a detective, no llamó de momento a los miembros policiales, sino a su mujer Alfonsa, que se levantó refunfuñando de la cama, con los ojos legañosos y protestando se quejaba “ya está de nuevo el detective con sus tonterías; el caso es no dejarme dormir. Así como voy a estar mañana en el súper. Tú te montas en la bici y como si nada, pero yo tengo que estar cobrando a un cliente tras otro, y si no moviendo las cajas de yogures, botellas y bolsas de patatas fritas, Y si me descuido, ya está el Rafi, ejerciendo de gendarme encargado y mirándome con esos ojos de lechuza, avisándome de una nueva bronca”. Entre tanto, Lilita se había también incorporado al dormitorio de sus padres y todo divertida trataba de grabar con su móvil la escena que se estaba produciendo en la calle. El protagonista escénico continuaba, entre las tinieblas de la noche, moviéndose y agachándose entre coche y coche, moviendo la azulada luz de su linternón o lo que fuera.

Desde su “torre vigía” en la ventana del séptimo, Salvio observaba con fijación detectivesca, sin quitar ojos a todos los movimientos que hacía aquel personaje en la calzada, mirando, una y otra vez, debajo de los coches aparcados, con una luz azulada que potenciaba la sensación al paroxismo. Tal vez, en muchos momentos, recordaba a sus personajes favoritos de las películas del cine negro, que tanto le motivaban, como Bogart, Mitchum, Douglas, Welles, Cotten o el mismo Nicholson, quienes en sus roles interpretativos habían dejado bien alto el pabellón cinematográfico del thriller, el suspense y la eficacia policial. Entretanto Alfonsa, con su patente enfado, se fue a la cocina y se preparó una infusión de valeriana, para tranquilizar los nervios, cada vez más alterados.

En un arranque de conciencia cívica, el insomne transportista se fue al teléfono y marcó el 092, correspondiente a la policía. Al otro lado de la línea le respondió un adormilado miembro de la seguridad pública, que a duras penas disimulaba el humano “cabreo” por haberle despertado del duermevela en el que estaba sumido. “¿Quién es Vd. y Qué desea?” “Agente, mi nombre es Salvio quiero denunciar una situación profundamente sospechosa, que está ocurriendo en estos momentos en la calle Matorral, a la altura del asador de pollos Venancio. Un probable delincuente está merodeando entre los coches aparcados, ayudándose de un potente foco de luz azul, como los que usa la policía en sus vehículos con sirenas” “Pero hombre, ¿qué hace Vd. levantado a estas horas, que son para descansar y dormir? ““Sr. Agente, Es que me dio de vientre y me levanté para ir al excusado para evacuar de mayores, porque anoche la Alfonsa me puso unas croquetas de conejo y salmorejo, que no me han debido sentar nada bien.

El agente Eleazar Chinchilla, para “quitárselo de en medio”, se prestó a explicarle, ya con la mayor parsimonia: “No se preocupe buen hombre. Váyase a la cama y tómese antes un vaso de manzanilla caliente, que le arreglará la digestión. Cuando algún compañero esté en línea, le comunicaré por radio que se dé una vuelta por calle Matorral”.

Sobre las cuatro y cuarto, de aquella azarosa madrugada, no estando convencido con la respuesta del hábil policía, bajó las escaleras hasta el 2º C, llamando en el timbre del domicilio de Armenio, un antiguo guarda forestal, ya jubilado, que dormía plácidamente hasta que se despertó sobresaltado al escuchar el sonido agudo y desestabilizador desde su puerta. “Pero Salvio, ¡cómo se te ocurre despertarme a estas horas, cuando anoche me acosté tarde viendo la serie del Netflix! Pero ¿qué es eso tan importante que dices está ocurriendo en la calle? Cada día estás más obsesionado con tanta película de policías y delincuentes, que no paras de bajarte de Internet. Vas a acabar bastante chalado”.  A pesar de lo incómodo de la situación, se prestó a coger su escopeta de caza y bajar a la calle, junto a su obsesivo amigo del 7º C para ver si con su experiencia podía arreglar algo de lo que estuviese pasando. Y si se estaba perpetrando un delito, pues mejor, ya que podría evitarlo.

No habían pisado el adoquinado de la calle, cuando llegaba un coche de la policía local, otro de la nacional y además un tercer vehículo (también con las luces de emergencia) de protección civil. Con el ajetreo callejero, muchos otros vecinos se habían incorporado de la cama y se habían asomado a las terrazas y ventanas, para comprobar in situ la gravedad de lo que estaba ocurriendo. La policía se puso de inmediato en contacto con el autor de la denuncia. La cara de gozo y satisfacción mostrada por Salvio, sintiéndose protagonista denunciante de la perpetración de un grave delito, era como para enmarcarla. ¡Cuantos logros y aventuras dispondría en su momento para narrar a sus herederos, gracias a su admirable y valiente capacidad para la acción detectivesca! 

Cuando policías y vecinos se acercaron al sospechoso de la luz azulada, para su sorpresa comprobaron que se trataba “del Roberto”, un humilde y nada conflictivo convecino que residía en el extremo de la calle, el cual había perdido una de sus muy necesarias lentillas, cuando volvía de su trabajo a avanzadas horas de la madrugada. Desempeñaba su labor en una sala de fiestas y bar de copas y alterne, llamado La Mar Rizada y al bajarse de su vetusto Renault parece que una de sus lentillas se le cayó al suelo. Ya en casa se había quitado su uniforme de aguarda de seguridad y bajó a la zona donde había estacionado su vehículo, a fin de encontrar esa pieza de corrección ocular que tanto necesitaba para la mejor visión. Se había puesto fresco, porque la noche era harto calurosa, se ahí su liviana vestimenta. Como resultaba que ese ángulo de la calzada no estaba bien iluminado por las farolas. Ya que dos de estas farolas habían fundido sus bombillas, se ayudaba usado un gran farol linterna que tenía en el maletero y que se había traído de su trabajo para sustituir una de sus lámparas. En la Mar Rizada estos faroles linternas se usaban para iluminar los rincones del tugurio. La luz que proyectaban era de color azul, para dar mayor intensidad a las vivencias que allí tenían lugar, entre consumo y consumo de muchas botellas de alcohol.

El rostro del inspector Chinchilla era todo un poema, al igual que el resto de los miembros de la seguridad que le acompañaban. Armenio miraba a su amigo con indisimulable enfado. El asombrado Roberto, al verse rodeado de tantos uniformes y vecinos en sus ventanas y terrazas, se mostraba sofocado de ser el protagonista central de todo aquel alboroto, mientras que Salvio no sabía como escabullirse de la vergüenza que le embargaba.

Al final triunfó la sensatez y la buena armonía. Dado que los relojes mercaban casi las seis y media de la mañana y por iniciativa de Eleazar Chinchilla, decidieron todos irse a desayunar, acercándose al chiringuito de la Mariana, que ya estaba preparando sus bártulos para empezar a preparar sus churros y lonchas de pan tostado con tomate frito y aceite, suculentos y complementarios manjares que acompañaban a los bien cargados cafés con leche que la rolliza mesonera bien preparaba.

Cuando Salvio volvió a su casa, Alfonsa dormía plácidamente, envuelta en sus usuales y muy acústicos ronquidos, mientras que Lilith también descansaba, habiéndose quedado dormida con los cascos de su iPhone puestos sobre sus orejas. Aunque Salvio se decía “Mi intención ha sido buena y cívica. Mañana todo se habrá olvidado” él sabía que también en ese día próximo, nuevas e interesantes aventuras rondarían por su prodigiosa y exagerada capacidad para la imaginación y la fabulación. -

 

 

EL MISTERIOSO HOMBRE DE

LA LINTERNA AZUL

 

 

José Luis Casado Toro

 Antiguo Profesor del I.E.S. Ntra. Sra. de la Victoria. Málaga

25 junio 2021 

Dirección electrónica: jlcasadot@yahoo.es        Blog personal: http://www.jlcasadot.blogspot.com/

 

 
 

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