Como cada uno de los días laborables, desde hace casi tres
lustros, Máximo acude con bastante
antelación a la biblioteca pública en la que trabaja, cumpliendo horarios
alternos de mañana o de tarde, según el discurrir de las semanas. Esa extrema
puntualidad en la hora de llegada al recinto (alrededor de las 8:30, cuando la
apertura al público es media hora más tarde, a las 9:00) obedece a su estricta profesionalidad
por querer tenerlo todo bien organizado, para la atención de un público fiel
que, en su sensata y responsable opinión, merece el mejor de los servicios.
A sus 44 años de calendario vive solo en el domicilio de su
propiedad, pues la compañera con la que se unió, Irina, siendo ambos muy
jóvenes, decidió un día romper el artificio que mantenían, expresándole
abiertamente su deseo de cambiar a un tipo de vida diferente, más
contracultural, experimental y arriesgado para la ilusión. El carácter de su
compañera era, desde siempre, abierto al riesgo y a la aventura, dando muestras
de su tendencia a los cambios, mientras que Máximo, por el contrario, mostraba
una naturaleza más sosegada, tranquila y conservadora. Se dieron un adiós civilizado
y cariñoso, comportamiento que siguen manteniendo pues, con periodicidad, contactan
telefónicamente, especialmente Irina a quien gusta narrar sus últimas
experiencias, en ocasiones arriesgadas, en las que se halla juvenilmente
inmersa.
Este activo y cumplidor funcionario municipal se encuentra
adscrito a la concejalía de Cultura, Fiestas y Deportes, en el Ayuntamiento de
la capital malacitana. Antes de que llegue el público lector, a las
instalaciones de la biblioteca, suele controlar el trabajo de las personas que
realizan la limpieza o la organización diaria, repasando los estantes de las
cuatro salas que componen la unidad, colocando en su lugar correspondiente
algunos de los libros devueltos y que no han sido llevados al sitio que deben
ocupar. También se preocupa de encender los ordenadores ubicados en la sala de informática,
sección muy demandada por los usuarios de la biblioteca (es frecuente la
impartición semanal de horas de clase a pequeños grupos de interesados, a fin
de explicarles y adiestrarles en el funcionamiento de las aplicaciones más
comunes para el manejo de los ordenadores allí disponibles).
Los usuarios comienzan a llegar a partir de las 9 de la
mañana, pudiendo permanecer en las salas hasta la hora del cierre, fijado para
las 20:45 (aunque, desde quince minutos antes, se van dando algunos avisos indicando
de que los lectores deben ir guardando sus pertenencias). La mayoría de los que
acuden a la biblioteca lo hacen para el estudio, la realización de sus
ejercicios y la consulta de volúmenes: son alumnos de la ESO, bachillerato y
numerosos universitarios. Tanto por las mañanas como por las tardes, llegan al
recinto numerosas personas mayores, normalmente ciudadanos jubilados, quienes
desean entretenerse e informarse leyendo los diversos periódicos del día. No
faltan aquellos usuarios que también se desplazan a la instalación cultural
para devolver o solicitar libros en préstamo, volúmenes que pueden tener en
casa por periodos renovables de quince días. Hay una cierta competencia entre estos
usuarios, por conseguir las últimas novedades editoriales ingresadas en los
fondos de la biblioteca, siendo especialmente demandadas las novelas best-selles
de prestigiosos autores, que enriquecen los escaparates y estantes de las diversas
librerías.
El personal adscrito para la atención de la biblioteca lo
componen hasta cuatro compañeros: además de Máximo, está Telesforo, Miranda y
una joven becaria llamada Higinia. Todos ellos se reparten el amplio horario
continuado de 12 horas de apertura para el servicio. En cuanto a los lectores y
estudiantes, hay entre ellos diversas tipologías y comportamientos cuando
acuden a las instalaciones: están aquellos que “luchan” por mantener el sitio
que les gusta para la lectura o el estudio; aquellos otros que repiten, con
repetitiva constancia, la misma consulta; los que se suelen enfadar, cuando no
pueden conseguir la obra o novela del autor afamado, recientemente adquirida
por el servicio de cultura y, por supuesto, aquel usuario que se suele
“resistir” en el incumplimiento de abandonar el recinto, cuando ya han dado el
aviso de los últimos cinco minutos. En
general, el orden interno es bueno y los responsables de la biblioteca sólo
tienen que llamar la atención de algunos chicos jóvenes, que vienen por las
tardes para el estudio o realizar sus tareas de clase, a fin de que respeten el
debido silencio que necesitan aquéllos otros usuarios que necesitan
concentrarse en sus lecturas y preparación de los diferentes trabajos.
Desde que llegó la estación otoñal, a las hojas temporales
de los calendarios, hay una usuaria que admirablemente no suele faltar en su
visita diaria al recinto bibliográfico. Su
nombre es Olivia, información que facilitó a Máximo cuando éste le
estaba realizando el carnet de lectora. En cuanto a los demás datos, tuvo que
complementarlos unos días después, cuando al fin pudo mostrar el DNI, documento
que por cierto se encontraba caducado. Se trata de una señora de 74 años que
muestra su cabello encanecido y recogido, al modo antiguo, en un moño que luce
en la parte trasera de su no voluminosa cabeza. Tiene los ojos de color castaño
y cansados, con un nivel de visión más bien bajo. El tostado color de su piel
tal vez refleja que ha tenido que estar excesivas horas expuesta a la
influencia solar, lo que ha provocado una epidermis surcada por numerosas
arrugas, confirmando también su avanzada edad. Camina de forma más bien lenta e
insegura, mostrando el sobrepeso evidente en las piernas, aunque nunca se le ha
visto ayudarse con algún bastón para el equilibrio. En cuanto a su atuendo,
viste con una patente modestia. A todas luces, no puede ocultar una
disponibilidad económica bastante precaria.
Esta lectora “empedernida” es una de las primeras personas
que accede a la biblioteca por las mañanas, ya que incluso son muchos los días
en que espera pacientemente a que el funcionario de turno abra la puerta para
la entrada del público. Suele ocupar uno de los asientos próximos a los grandes
ventanales, que suman la entrada de luz solar a la emitida por los focos
eléctricos situados en los techos del recinto. Una vez que deja alguna de sus
prendas, para que no le “quiten” el puesto elegido, se desplaza caminando
lentamente hacia uno de los estantes, en donde reposa la muy amplia
bibliografía disponible en la biblioteca dedicada al mundo del cine.
Pasa las horas permaneciendo allí sentada durante el resto
de la mañana, levantándose de su puesto lector sobre las 13:15 o 13:30. A esa
hora abandona la biblioteca, pues se acerca el tiempo del almuerzo. A eso de
las tres de la tarde, vuelve de nuevo al recinto bibliográfico, repitiendo el
mismo protocolo desarrollado durante las horas matinales. Sigue manteniendo su
presencia en ese mismo u otro asiento, hasta que suena el primer aviso para que
los lectores vayan guardando sus enseres, devolviendo los libros que hayan
consultado y abandonen el recinto, pues es inminente la hora de cerrar. Olivia
es una de las últimas usuarias en levantarse de la mesa, caminando lentamente
hacia la puerta de salida. Y así es la presencia de esta señora mayor, un día
tras otro.
No suele merendar a media tarde, como la mayoría de los usuarios
hacen, saliendo a tomar un café o a consumir alguna chuchería en los jardines anejos
a la biblioteca. Pero en algunas
ocasiones, la tenaz observadora de páginas se levanta de su silla para ir al
servicio, llevando en su mano un pequeño envoltorio, bolsita de plástico que ha
extraído previamente de su muy ajado y gastado bolso. Máximo, que la observa
con curiosidad y discreción, deduce que porta en la mano algo para consumir,
como algunas galletas, fruta o tal vez una onza de chocolate. Aunque las normas
de la biblioteca no lo permiten, él hace como si no la hubiera visto, pues
entiende que la señora algo tendrá que merendar, tras permanecer tantas horas
delante de ese su libro elegido.
De vez en cuando, Máximo da cortos paseos por los pasillos
de las salas. Siempre que pasa junto a la mesa ocupada por Olivia, observa que
esta lectora suele elegir el mismo libro en la sucesión de los días, grueso
volumen que una vez abierto permanece por la misma página durante largos y prolongados
minutos. La ve mirando y remirando esas grandes fotos que aparecen impresas en
blanco y negro o a todo color en las páginas del volumen. Aunque ya conoce el
libro que elige la voluntariosa y animosa lectora, GRANDES
ACTORES EN EL MEJOR HOLLYWOOD, una mañana antes de abrir la biblioteca
dedicó unos minutos a ojear el índice y el contenido del muy grueso ejemplar.
Los numerosos capítulos reflejados en el índice hacían alusión a muy elaboradas
y sintéticas biografías de los míticos actores y actrices, preferentemente
pertenecientes al cine clásico.
En esa observación que Máximo realizaba sobre la tenaz
lectora, percibió que, en la mayoría de las ocasiones, las páginas del libro estaban
abiertas por personajes masculinos. Las biografías que Olivia miraba
“extasiada” eran mayoritariamente de actores, sobre las actrices: Gary Cooper, Clark Gable, Cary Grant, Robert
Taylor, Charlton Heston, James Dean, Frank Sinatra, Laurence Olivier, David
Niven, Montgomery Clift, Michael Caine, Gregory Peck, Marlon Brando, Alec
Guinness, Paul Newman, James Stewart, etc. Aprovechando un día en el que el
frío “apretaba”, mezclado con una fina llovizna, siendo las seis de la tarde, se
acercó a la señora manifestándole con delicado respeto las siguientes y
generosas palabras:
“Doña Olivia ¿le apetecería ir a merendar? Si me lo
permite, sería un verdadero placer poder invitarla. La tarde se ha puesto con
un tiempo incómodamente desapacible. Hay una cafetería aquí muy cerca, a dos
puertas de la biblioteca. Y no se preocupe por el “chirimiri” que ha comenzado
a caer, que no será una larga caminata. Por previsión, tengo aquí bien
guardados en mi despacho una colección de paraguas, adornados con los más
variados motivos o dibujos. Este valioso material es muy oportuno para
protegernos durante los días de lluvia. Aunque le resulte increíble, lo he ido
formando pacientemente con los paraguas que se han ido dejando u olvidando los
usuarios en los servicios o zonas de la biblioteca y que posteriormente no han
reclamado”.
La señora aceptó encantada la gentil, divertida y generosa
invitación que le ofrecía el encargado de la biblioteca. Una taza de café con
leche, bien caliente, templaría sin duda un cuerpo que necesitaba, obviamente,
algún alimento. Además de la reconfortante infusión, Olivia mostró su buen
apetito consumiendo unos sabrosos bizcochos que, con el mayor agrado, mojaba en
la muy aromática taza. No sería esa la única tarde en que el encargado y la veterana
lectora compartieron esos gratos minutos para la merienda y la conversación.
Era más que evidente que la anciana carecía de medios económicos, pero sobre
todo se la veía profundamente agradecida por ese ratito de compañía que le
regalaba el bondadoso funcionario de la biblioteca pública.
La historia de la septuagenaria doña Olivia Pinal Alara,
estaba llena de sencillez, hermosura, otoños y primaveras con encantos, para el
deleite de aquellos que quieren y tienen la suerte de saber escuchar. La suya había
sido una vida entregada al esfuerzo del trabajo diario, como operaria eventual en
una fábrica de conservas de pescados. Prácticamente huérfana de ambos padres,
en los complicados años de la adolescencia, fue criada por una cariñosa tía abuela que que por ley generacional la dejó en profunda soledad familiar, cuando Olivia se
encontraba iniciando su tercera década existencial. Siempre fue habilidosa en
las tareas artesanales, aunque por esos azares del destino, en los años de la
posguerra de la anterior centuria, apenas recibió adiestramiento escolar. Su
cultura era de origen visual y costumbrista o dicho de otra forma, sufrió
durante toda su vida un profundo analfabetismo, que ella solía “paliar” con ese
aprendizaje mímico de saber cumplir sus obligaciones laborales, mientras seguía
viviendo en ese erial intelectivo, en el que las palabras escritas siguen sin
entenderse, aunque la memorización y aplicación de los vocablos orales permiten
la subsistencia para caminar por la complicada “selva” de lo social.
Una mañana de invierno Olivia no estaba esperando a esa
hora temprana ante la puerta de la biblioteca, para ocupar su habitual puesto
lector. A Máximo le extrañó su ausencia, aunque entendió que, con el frio que
hacía en la calle, la buena señora habría decidido quedarse en casa o
incorporarse al recinto cultural algo más tarde. De todas formas, no apareció
durante ese día, ni en aquellos otros que vinieron después. Ante ese “anormal”
comportamiento, en una persona tan repetitiva en sus hábitos, pensó que tal vez
se encontrara enferma. El carácter de este encargado bibliotecario le hizo
buscar una explicación que aportara luz a una ausencia que aún sin incumbirle,
provocaba sus dudas, temores y preocupación. A través del fichero de usuarios
registrados, localizó fácilmente la dirección que buscaba y en esa tarde que
tenía libre, por turno rotatorio, se encaminó hacia la barriada en donde los
datos indicaban el domicilio de la veterana lectora.
Era una zona urbana de sociología mayoritariamente humilde
y modesta, concepción que Máximo pudo fácilmente contrastar cuando entró en una
antigua corrala, habitada por numerosas familias, en la que se percibía un
patente hacinamiento y una pobreza manifiesta. Hizo algunas preguntas, a las
personas que en el gran patio encontró y pronto estaba ante la señora Olivia,
que permanecía postrada y enferma en la cama. Ocupaba una pequeña habitación,
en un piso que habitaban dos hermanas mayores y solteras, propietarias del
inmueble, alquiler por el que tenía que pagar una módica cantidad mensual. La
humedad era elevada en esa planta baja de la puerta nº 9. Había que estar bien abrigado,
ante la carencia de cualquier elemento eléctrico con el que combatir el frio
reinante en un habitáculo que rebosaba descuido en la limpieza. Además, observó
la ausencia de elementos que aportaran un cierto confort a sus inquilinos.
Amanda y Roberta, las dueñas de aquel “tugurio” explicaron
al asombrado y preocupado visitante sobre las fiebres que sufría “la Olivia” y
las medicinas que el médico había enviado, tras la visita de urgencia que hizo
a la paciente, una noche en que su estado febril la hacía delirar. Por fortuna
aquella tarde de enero, postrada en su inhóspito aposento, Olivia se sentía un
poco mejor y, con emoción manifiesta, agradeció a su amigo Máximo que la
hubiera localizado y visitado, para compartir un ratito de conversación. El
generoso funcionario municipal había tenido el feliz acierto de llevar consigo
el libro habitual que elegía la señora, en sus visitas diarias a la biblioteca.
Cuando se lo entregó a su interlocutora, para que lo pudiera tener en casa el
tiempo que necesitara, ésta le respondió con una sonrisa agradecida,
revelándole un secreto que el sagaz encargado sospechaba, dado el
comportamiento diario de la fiel y constante lectora.
“Querido Máximo, tengo que confesarte que las duras
circunstancias que tuve que soportar en mi ya muy lejana infancia, impidieron
que aprendiera a leer o a escribir. Soy de esas analfabetas que por la práctica
diaria, entienden lo que otros dicen y pueden expresar lo que quieren decir,
Ciertamente con imperfección, pero con la mejor voluntad. Yo lo que aprendí fue
a “leer” y entender las imágenes de las películas, mi única gran afición de
toda la vida. Por eso ahora disfruto viendo las fotos de mis héroes favoritos
en la pantalla, distrayéndome con las láminas de ese gran libro que has tenido
la caridad de traerme, en el que vienen también otras muchas fotos de las
películas que hicieron y que yo recuerdo con admiración y cariño. Además de
disfrutar con esos recuerdos de las películas y los actores, el calorcito de la
biblioteca me sienta muy bien. Allí no paso frío, estoy segura de otros
peligros que pasan en las calles y paso las horas también viendo lo que hacen
unas y otras personas que ocupan los asientos disponibles en las salas”.
Fue una tarde en sumo interesante y reveladora, que Máximo
no olvidará. Tras despedirse de su veterana amiga, le prometió que volvería
algunas tardes, en los próximos días, para leerle párrafos interesantes correspondientes
a las biografías de esos grandes actores que tanto emocionaban los recuerdos de
la anciana señora. Antes de salir de la vivienda, habló con las dos hermanas y
les entregó alguna cantidad, rogándoles atendieran en lo posible a la señora
mayor que tenían en su piso. Les aclaró que iba a realizar gestiones, a fin de
que los servicios sociales del Ayuntamiento facilitaran alguna ayuda para la
atención que esta persona, sin familia conocida, y carente de medios.
Mientras caminaba hacia su domicilio, aprovechando la
tímida e intermitente protección de algunos balcones y las viseras protectoras para
sol y la lluvia (que había comenzado a caer) reflexionaba sobre esas vidas que
laten con dificultad a nuestro alrededor, como era el caso entrañable y necesitado
de Olivia. Son personas para quienes la vida, el destino, la suerte y las
circunstancias no han sido especialmente generosas para depararles, en esas
postreras edades difíciles, el bienestar, compañía y el “calor” afectivo
necesario que, sin duda, se han merecido. Y todo ello después de una
trayectoria humilde, modesta pero también plena de honradez y esfuerzo en el
desempeño laboral. “Mientras que de mi dependa, Olivia tendrá ese cobijo
material y el apoyo afectivo, tanto en la casa de los libros, como en la
realidad íntima de su andadura existencial”. Las finas gotas de lluvia, a modo
de agujas benefactoras, seguían humedeciendo y cubriendo las losetas gastadas
de las aceras y el árido asfalto de las calles. Máximo continuaba un itinerario
cada vez más desierto de público viandante, almas taciturnas que se desplazan
presurosas hacía la realidad íntima de unas vidas en familia. –
LA FIDELIDAD LECTORA
DE OLIVIA
José Luis Casado Toro
Antiguo
Profesor del I.E.S. Ntra. Sra. de la Victoria. Málaga
30 ABRIL
2021
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