viernes, 1 de enero de 2021

EN LA INSTRUCTIVA ESCUELA DE LA VIDA.

Sobre los muebles bibliotecas de nuestros domicilios, en donde nos agrada colocar con esmero aquellos libros que hemos ido comprando y leyendo a lo largo de los años, suele haber también algunas carpetas que contienen diversa documentación, de mayor o más relativo interés. A buen seguro, algunos de estos archivadores estará dedicado a contener los documentos originales o incluso fotocopias compulsadas relativas a todas aquellas titulaciones o certificados que, de manera especial en nuestra época formativa, hemos ido acumulando para conformar nuestro currículo. Esa documentación avala nuestra participación en cursos, publicaciones, estudios, experiencias, investigaciones, actividades promovidas por organismos de titularidad publica o privada y a las que hemos asistido, a fin de sustentar nuestra formación y poder optar a esos puestos de trabajo que hemos desempeñado en nuestra vida laboral activa y que aún mantenemos, si no nos ha llegado el tiempo de la jubilación. Obviamente diferenciamos aquellos méritos que nos han sido verdaderamente útiles para opositar o concurrir a nuestros objetivos profesionales y aquellos otros que, en nuestra opinión, han tenido una importancia o significación más secundaria o relativa. Pero unas y otras certificaciones las guardamos con “afecto” y consideración pues, aparte de su valor y utilidad puntual, nos recuerdan las horas de esfuerzo y dedicación que tuvimos que aplicar para su más o menos difícil consecución.

Se halla fuera de toda duda que, tanto en las épocas de bonanza económica, como en aquellas otras de mayor competitividad o difícil concurrencia para la obtención de objetivos profesionales, lo primero que exigen o demandan los organismos competentes es que presentes un currículo detallado, en donde queden bien avalados los méritos que hayas acumulado, siempre con las certificaciones correspondientes. Incluso, en no pocas de esas convocatorias, hay un apartado en el que permiten comprobar el baremo que se te va a aplicar en función de los documentos aportados. Muchos de los jóvenes no ocultan su preocupación a causa de carecer de “certificados suficientes para las distintas convocatorias”, matriculándose en consecuencia en todo lo habido o por haber, a fin de acumular esa “papelitis” o  “titulitis” tan necesaria o imprescindible para obtener o alcanzar sus legítimas aspiraciones profesionales. De ahí que, con el paso de los años, esa carpeta de los “méritos” se va a ir engrosando cada vez más.

El “atesoramiento” o densificación certificatoria no siempre cumple con los fines propuestos. Todos conocemos a determinadas personas, con las que mantenemos una mayor o menor afinidad, que incluso con dos titulaciones universitarias y una amplia carpeta de méritos avalados, no encuentran ese puesto de trabajo para el que supuestamente están perfectamente cualificadas o preparadas. Llegados a este punto, surge un interesante y complicado interrogante: la aludida “meritología” en la densificación de títulos que cada cual haya podido acumular ¿indica, necesariamente su elevado nivel de cultura o sabiduría científica y humanística? La respuesta, en principio, parece fácil. Tal cúmulo de cualificaciones documentales demuestran o certifican los conocimientos que poseen las personas que los han conseguido. Quien no posee dichos avales es calificado con la expresión de “no tiene estudios”, frase que encierra un cierto sentido “peyorativo” expresado muy a la ligera.

Sin embargo la experiencia relacional nos enseña y muestra la gozosa realidad de algunas personas, admirablemente “sabias” en lo humano, pero que no han podido o querido estudiar “carrera” o  desarrollar itinerario académico alguno. Con más o menos destreza en la lectura y la escritura, estos sencillos y modestos ciudadanos nos demuestran para nuestro asombro (cuando intimamos en su amistad) la riqueza de sus valores, conocimientos y habilidades diversas, que han ido aprendiendo y cultivando a través de su andadura existencial. Estas personas pueden hacer gala de una significativa cultura conseguida en esa gran escuela, sin programación normalizada, que es la vida. Las presente narrativa se centra en una de ellas.

Ocurrió en uno de esos encuentros casuales e inesperados, cuando en una mañana fresca de enero, en la que se agradecía la radiación solar recibida paseando junto a la playa, con el sonido monocorde y repetitivo del oleaje, el destino quiso que cruzáramos las primeras palabras para conocernos. Después del desayuno, me había propuesto realizar un amplio paseo tonificador, previo a las actividades del día. Cuando ya había llegado al paseo marítimo, reparé en que no llevaba el móvil en mi mochila, ni tampoco el reloj en mi muñeca, olvidos a los que no di mayor importancia pues lo importante en aquellos momentos era caminar y gozar de la brisa marina. Fue entonces cuando una señora, que caminaba en sentido contrario a mi dirección, me preguntó si le facilitaba la hora. Tras explicarle que lo sentía y que no podía concretarle el tiempo exacto, puesto que había dejado el reloj en casa, le indiqué que podríamos estar cerca de las 10:30, más o menos.  Me aclaró su urgente necesidad de llegar, no más tarde de las 11 menos cuarto, a un determinado lugar en donde la estaban esperando. En ese preciso momento un hombre bastante mayor, que estaba sentado en uno de los bancos de piedra instalados en el paseo marítimo del oeste, intervino en nuestra breve conversación. Vestía de una forma modesta, con un “raído” pantalón de pana beige, camisa de franela a cuadros, una pelliza chaleco de poliéster azul, también muy desgastada y calzaba unas babuchas destalonadas. Se quitó de la cabeza una gorrilla deportiva con la que se protegía de los rayos solares y quiso aportar, con simpática e inhibida espontaneidad, su opinión al respecto.

“Perdonen Vds. pero les he escuchado y tal vez podré ayudarles. Señora, yo tampoco llevo reloj, pero por la posición del sol le puedo asegurar que deben faltar no más de quince minutos para que den las once. Así que debe apresurarse, si no quiere llegar tarde a esa cita de la que habla”.

En ese instante recordé que había echado, hacía días, un antiguo reloj en la mochila, que en ocasiones se paraba. Tenía intención de llevarlo a un relojero a ver si era a causa de la batería. Efectivamente, allí estaba reposando en el fondo de uno de los bolsillos de mi bolsa de piel. Lo consulté y marcaba las 10:47. Gran acierto en la concreción horaria.

El señor de la pelliza azul se llamaba Simón, nombre que conocí en la curiosa y agradable conversación que al instante mantuvimos. Era evidente que al anciano le agradaba y necesitaba “echar un ratito” con alguno de los paseantes. En principio le felicité por su agudeza en fijar, con tanta exactitud, la hora del día, a lo que me respondió que la vida le había deparado no pocas enseñanzas y habilidades, conocimientos que en su opinión no solían aprenderse en las escuelas o en las páginas de los libros.

“Amigo, fíjese en el espléndido día que tenemos. No se ve nube alguna en el cielo. Pero yo le puedo asegurar que hoy, a lo largo de la tarde, va a caer un buen chaparrón. Le voy a indicar una hora aproximada para que se sitúe. Será entre las cinco y la siete. Se preguntará cómo puedo asegurarlo. Pues verá, el movimiento de las hojas, con la brisa que viene del mar, la temperatura inusual de que gozamos e incluso el propio color del cielo, me lo están indicando. Repito que en la tarde te tendrás que acordar del Simón, pues habrás que usar el paraguas si no te quieres mojar”.

Me pareció agradable y simpático el tuteo y esa aguda sabiduría que florecía en un jubilado que andaría ya cerca de su octava década vital. Le di las gracias por su amena locuacidad, asegurándole que haría lo posible para que nos volviéramos a encontrar y poder seguir charlando y conociéndonos mejor. Con una amplia sonrisa quiso aclararme que estaba por la zona casi todos los días, pues le gustaba disfrutar con el agradable calor del sol y si podía “echaba un ratito” con las personas amables que por allí pasaban.

Aquella tarde de enero, mientras trabajaba en casa con el ordenador, sentí unos sonidos en el techo, en principios con leve acústica, intensidad que se fue incrementando por momentos. Incluso tuve que encender la luz, pues los nubarrones aceleraban la llegada de la noche. Esa primera llovizna, a modo de “chirimiri” se hizo más intensa, pues los goterones percutían en armonía con el sonido del teclado. Comprobé la hora y marcaba las 17.15. Me acordé naturalmente de Simón y de ese simpático encuentro junto al mar que habíamos tenido en una mañana resplandeciente de sol. Me prometí intentar verle en los próximos días, para felicitarle por sus acertadas previsiones.

Así se inició una sencilla amistad, que se fortalecía una o dos veces a la semana, cuando me lo encontraba allá en su banco de piedra junto a un chiringuito del marítimo, viendo a la gente pasar.  Tras una recíproca sonrisa, siempre había algún tema para disfrutar y Simón me iba desvelando algunos datos o vivencias de su persona, información que yo atendía con atención y respeto, pues valoraba su franqueza y confianza de trato. Obviamente se sentía feliz y agradecido por la dedicación (entre quince y treinta minutos) que yo le prestaba. Mi locuaz interlocutor había sido pescador, aunque en determinados periodos de su tiempo había también trabajado como peón agrícola y “en lo que saliera”. Estas actividades (era evidente) le habían aportado muchos y útiles conocimientos que, como él repetía, no los había adquirido en la escuela, en la que parece no permaneció mucho tiempo. Desde luego no había encuentro en el que Simón no me impresionara con sus “fáciles” e ingeniosas soluciones.

En una ocasión le comenté que estaba soportando una lumbalgia, probablemente debido a un esfuerzo inadecuado que habría realizado. Ante su pregunta que como me la estaba curando, le expliqué que con un antiinflamatorio de la farmacia, el conocido “Voltarén” medicina que me ayudaba a reducir las molestias, aunque su ingesta a muchas personas también le provocaba molestias estomacales. Como siempre solía hacer, esbozaba una pícara sonrisa, aportando de inmediato su solución y remedio.

“Amigo, déjate de “potingues”, que las mejores medecinas (sic) están en las hierbas y flores del campo. Pásate por la zona del Limonero, la del pantano. Allí abundan unas florecillas lilas, que debes recoger. Ya en casa, las cueces un rato con agua. Te tomas unos sorbos antes de irte a la cama (puedes echarle una “mijita” de azúcar si te amargan) y con el liquido sobrante te das unas friegas con alcohol por la zona donde te duela. En tres o cuatro días, ya no te molestará la cintura. 

Ya sabes que no he estudiado para ser especialista en plantas, pero entiendo mucho de las  hierbas que tenemos en los campos. Cuando trabajaba en las siembras, arados y recolectas, aprendía mucho de todo lo que me contaban los cabreros, los pastores y los cazadores, esa gente del campo que me iba encontrando por los caminos. También se aprende bastante probando y probando, como dicen los señores investigadores. Con el tiempo vas distinguiendo los beneficios de unas plantas sobre otras y los beneficios que nos dan para las dolencias del cuerpo. Yo tengo remedios naturales para curar las fiebres, el vientre suelto, el moqueo, las lombrices, los dolores de las almorranas, las ventosidades, la orina suelta, el mal dormir, el corazón cansado, los granos y hasta las callosidades. También para los eczemas de la piel y otros muchos problemas que molestan al cuerpo”.  

Y así íbamos compartiendo con agrado los minutos, un ratito cada semana. Incluso logré que abandonara por unos instantes su “patrimonio” pétreo, donde tomaba asiento y en el que parece permanecía durante horas, a fin de que me aceptara algún café o bebida fresca para la sed, en ese chiringuito próximo “El Trasmallo”. Quiso explicarme el sobrenombre de “el flaco” mote que según él le pusieron de joven y que siempre mantenía con orgullo

“¿Sabes por qué no engordo? Porque cada día, antes de comer, suelo tomarme una berza de plantas que yo conozco, líquido que me reduce mucho el apetito, pero que me da esas “´vetamenas¨ necesarias para estar bien fuerte. Y eso que ya no cumplo los 81 y aquí sigo para disfrutar del sol, de esa jarra de tinto de la que no me privo y cuando era más joven … de las buenas mozas, que bien gozaban de mi compaña y mejor hacer en el trato. Ya me entiendes. Como está mandado”.

A pesar de su patente modestia en la narración de sus valores y conocimientos, sabía hablarme de sus diestras y artesanas incursiones en la cocina, de aquellos inolvidables actores y actrices de sus años juveniles, de los necios errores que los albañiles cometían trabajando en las obras “así envejecen tan pronto las casas y se estropean tanto las calles”. Pude descubrir, al paso de los meses, que había dos temas de los que se negaba a hablar: “no quiero saber nada de los monseñores de las sotanas, aunque parece que ya no las llevan y tampoco de los vividores de la política.” De inmediato cambiaba de tema y volvía a sus hierbas, a sus recuerdos con las redes y los vegetales y a esos sorprendentes y acertados pronósticos con respecto a las nubes, a los vientos y a la majestad “todo un señor” repetía, del astro solar.

A la llegada del nuevo otoño recuperé mis hábitos “senderistas” de los amplios y regulares paseos matinales, por esa zona litoral del oeste malacitano. Pero, una y otra vez, mi interés por reencontrarme al Flaco resultaban baldíos, pues su habitual “trono” en la atalaya del paseo permanecía vacío. Una mañana entré en el Trasmallo y a uno de los dueños le pregunté por Simón, dándole las señas precisas que lo identificaban.

“Sí, sé a quien se refiere. Pero casi desde comienzos del verano dejó de aparecer por aquí, como solía hacer casi a diario. Alguien me comentó que al Flaco lo habían trasladado, junto a la mujer con la que convivía, a una residencia de la costa granadina, pero ya no puedo darle más datos. Le aseguro que yo también echo de menos su habitual presencia y esa capacidad relacional tan hermosa y abierta que poseía para entablar cualquier chascarrillo con aquel paseante que quisiera atenderle”.

Será difícil olvidar a Simón, uno de esos admirables “sabios anónimos” formados en la didáctica y útil “universidad” vivencial en la que estamos inmersos, sabiendo aprender de la naturaleza y de las personas, en sus  amaneceres y  atardeceres, a través de los días.-    

 

EN LA INSTRUCTIVA ESCUELA

DE LA VIDA

 

 


José Luis Casado Toro

Antiguo Profesor del I.E.S. Ntra. Sra. de la Victoria. Málaga

01 enero 2021

 

Dirección electrónica: jlcasadot@yahoo.es            

Blog personal: http://www.jlcasadot.blogspot.com/

 




 

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