viernes, 15 de enero de 2021

AQUELLOS LEJANOS DOMINGOS DE NUESTRA INFANCIA.


Es una obvia realidad en nuestra existencia, la sucesión de los cambios que se van produciendo en la evolución de los tiempos. La sociedad en la que convivimos es todo un cosmos cambiante, que necesita y se esfuerza en modificar y mejorar “hoy” lo que “ayer” era aceptado y aplaudido. Otra cosa será la conveniencia, el modo y la rapidez que se impriman a todas esas modificaciones, pues no siempre lo nuevo va a ser mejor que lo anterior, atendiendo a las circunstancias de cada espacio y período concreto. En este sentido, podemos aplicar esta pequeña introducción teórica a cualquiera de nuestras realidades vitales, una de las cuales es la propia significación lúdica o festiva del domingo.

Ese séptimo día de la semana, dedicado por su íntima naturaleza al descanso de todo el trabajo desarrollado y acumulado, entre lunes y sábados, no siempre ha tenido la misma significación y aplicación por parte de los ciudadanos que conforman las colectividades sociales.  Aplicando la experiencia y el conocimiento que reposa en nuestra memoria, vemos que en la actualidad los domingos no son iguales a los que conocimos en tiempos de nuestra infancia. Para incidir en esta evidencia, nos tenemos que retrotraer a las décadas de los años cincuenta y sesenta de la pasada centuria.

A nivel escolar, no sólo había que contar con este agradable día “vacacional”, sino que los estudiantes gozaban una media jornada más en la que no se tenía que ir al colegio. Solía ser el jueves por la tarde, aunque luego se trasladó al sábado tarde, a fin de unir este descanso al del domingo, para el mayor protagonismo de la unión familiar. Centrándonos ya en la jornada dominical, hay que explicar que la mayoría de los comercios en esa lejana época estaban completamente cerrados. Sólo algunas cafeterías, bares y restaurantes abrían sus puertas ese día, a fin de atender a la clientela que acudía a los mismos vestida “de domingo”, es decir,  con ropa limpia y diferente a la utilizada durante el resto de la semana. En el caso de los hombres, esa “respetabilidad” la proporcionaba  el traje de chaqueta y corbata, completado por el sombrero, utilizado por las clases más acomodadas. En el caso de las mujeres, el uso de la falda era una norma general, pues no estaba bien visto el uso de pantalones para las señoras. E incluso durante el verano, había que ser especialmente recatada en mostrar ante los demás partes no convenientes de nuestra estructura corporal. Signo de respeto para ellas era usar velo o mantilla para entrar y permanecer en los templos.

Habría también que recordar que algunas empresas (ajenas al sector restauración) que ocasionalmente necesitaban que sus operarios trabajasen los domingos, tenían que solicitar un permiso especial a la Delegación de Trabajo, petición debidamente motivada, al que se adjuntaba una autorización expresa del Obispado de la ciudad, documento que había también que gestionar previamente.

El aseo fundamental de los cuerpos  durante la semana se llevaba a efecto en la mañana de los domingos. Había que ir bien limpio a escuchar la misa y lo bien visto es que fueran juntos todos los miembros de la familia. Signo de devoción y respetabilidad, es que se confesara y se comulgara en el oficio litúrgico, cuya hora nuclear solía ser la misa de 12, en la que el párroco de la feligresía predicaba y explicaba el evangelio del día. Una vez finalizada la celebración y tras saludar a los amigos y convecinos, era usual que el padre comprara el periódico local del día, normalmente prensa controlada por el Movimiento Nacional, aunque algunos se permitían el gasto de adquirir también el Marca, para estar al día en las noticias deportivas. Hay que explicar que los diarios editados en Madrid no podían llegar a los puestos de periódicos en la mañana del domingo, por lo que habría que comprarlos el lunes. Más adelante, las empresas de prensa preparaban la edición del domingo durante el sábado, a fin de que el tren correo los pudiera llevar a los distintos puntos de nuestra geografía en esa mañana festiva del fin de semana. El uso del avión para el traslado de la prensa simplificó lógicamente ese largo tiempo necesario para el transporte de los periódicos a cada lugar. Después de asistir a la celebración religiosa, la familia solía dar algún paseo y acudir a tomar el apatecible aperitivo con tapas, que para los niños sería el correspondiente refresco gaseosa de naranja o limonada.

En este contexto hay que añadir que muchos colegios de titularidad privada, con el ideario del nacional catolicismo imperante, imponían a sus alumnos la estricta obligatoriedad de asistir a la misa dominical junto a la colectividad escolar, normalmente a las doce del medio día. Determinados alumnos llevaban las listas de sus compañeros y se encargaban de “apuntar” a los que asistían a dicha celebración. Los que no podían alegar motivo fundamentado para su inasistencia a la misa del domingo, eran castigados  para quedarse en el centro una hora más en la tarde del lunes, tiempo dedicado al estudio vigilado por un profesor de guardia. Por lo tanto había que buscar y comprobar que el compañero te había apuntado, para evitar problemas al día siguiente en el colegio. Al igual que la misa dominical, era necesario seguir la práctica devocionaria de los primeros viernes de cada mes, con la comunión correspondiente y, en tiempos previos a la Semana Santa, asistir a los Ejercicios Espirituales de San Ignacio de Loyola, adaptados para la mentalidad propia de críos preadolescentes. Sería innecesario indicar que en estos años no se aplicaba la coeducación en las aulas, luego por tanto había centros para alumnos masculinos y colegios para niñas. 

Y llegaba la festiva tarde del domingo. La fase vespertina del día de “la fiesta de guardar” tenía un claro protagonismo: el fútbol. El papá “cabeza de familia” podía acudir al estadio para presenciar el partido de la jornada de una manera directa, con la costumbre inveterada del cigarro puro en las boca (aquellos que tenían posibilidad económica para hacerlo) o bien quedarse pegado junto a la radio, a fin de escuchar la crónica al minuto de los partidos desde los distintos campos de juego. El programa líder futboleto era Carrusel deportivo, emitido por la cadena SER. Cerca del aparato de radio, que era la distracción general para toda la familia (con sus programas de radionovelas, informativos o discos dedicados) el papá controlaba la correspondiente quiniela  (del Patronato de Apuestas Mutuas Deportivas Benéficas) con el 1, X, 2, anotados en los casilleros de cada partido, que  indicaba la victoria, el empate o la perdida del partido para el equipo anotado en primer lugar. Si se acertaban los catorce resultados de la quiniela, se podía conseguir un “buen dinero”. Si se acertaban trece o doce resultados de los partidos (en una fecha ya posteriores a esas décadas) también se ganaba algún premio en metálico, pero notablemente menor que si acertabas los catorce. Los hijos que compartían con sus padres estas emisiones radiofónicas deportivas, se sabían de memoria las alineaciones básicas de los principales equipos de primera división y coleccionaban cromos o estampas con las fotos de estos admirados y míticos astros del balompié.

Mientras el padre seguía con la emoción de su fútbol, los niños se esforzaban para conseguir esas pocas pesetas que costaba una entrada, para asistir a un programa doble, en uno de los grandes cines de barrio, repartidos por los distritos de la ciudad. Obviamente, en aquellos años cincuenta y principios de los sesenta no había llegado aún la televisión a los hogares. Las primeras emisiones de televisión se pudieron ver en Málaga durante el año 1961 y sólo poseían monitores de televisión algunas familias de cierto poder económico, además de los bares y cafeterías, a fin de atraer público a sus establecimientos. Por lo tanto, la mayoría de los niños se refugiaba en el “milagro” de la gran pantalla. Había que ir al cine. Era la gran ilusión y distracción de los niños para la tarde dominical.

Las salas de cine eran muy espaciosas. En su interior había centenares de no muy confortables butacas (en Málaga, no olvidamos los nombres del Capitol, Duque, Plus Ultra, Moderno, Avenida, Royal, Cairy, Málaga Cinema, Excelsior, Andalucía, Victoria) establecimientos cinematográficos que programaban cinco sesiones para sus espectaculares programas dobles, comenzando a las tres de la tarde y finalizando con la sesión de las 11. El niño que tenía la suerte de comprar su localidad (en los cines de barrio no había por supuesto localidades numeradas) disfrutaba la visión de las dos películas exhibidas, que duraban hasta las siete. A partir de esa hora se quedaba en la sala para ver parte de la primera película otra vez, tanto si tenía permiso para ello, como si no, aunque ello le supusiera el correspondiente castigo para cuando llegase tarde a casa.

Eran películas que venían con una deficiente calidad en el celuloide, pues las cintas habían sido proyectadas centenares de veces por los cines de estreno y reestreno. Tenían numerosos “cortes” en la continuidad de la proyección, interrupciones que provocan los consabidos silbidos y chascarrillos entre los espectadores. Las del Oeste y las de policías y delincuentes eran las más apreciada, aunque también las cómicas y las de “risas” tenían un público incondicional. Todas las películas poseían una calificación moral, decidida por la comisión eclesiástica del episcopado. Dicha valoración y datos sobre la película, en forma de hojillas de papel, estaban expuestas sobre unos tablones de anuncios en las puertas de los templos. Cada ficha iba presidida por una numeración: 1 Todos, incluso niños. 2 Jóvenes. 3 Mayores. 3R Mayores con reparos. 4 Gravemente peligrosa. Ver una película con una calificación de 4 suponía un grave pecado, que tenías que confesar a la mayor premura. En general, los porteros de las salas cinematográficas tenían “mano ancha” para permitir el pase a todo tipo de personas, sea cuales fuere su edad. Especialmente, en los “cines de barrio”.  Por último añadir que, tras el pago de la entrada, tenías que reservar alguna peseta para comprar chucherías, que se vendían dentro de la sala, entre uno y otro pase, durante los minutos en que las luces permanecían encendidas. Los productos más demandados eran los paquetes de “rosetas” (palomitas de maiz), las avellanas, las pipas de girasol, los caramelos, los chicles, el regaliz y esa voz tan amena de los vendedores con sus bandejas colgadas en el pecho entonando: “oranges y gaseosas”.

Cuando llegaban las estaciones de primavera y verano, el cine repleto de expectadores en los domingos alcanzaba temperaturas notablemente elevadas, por lo que además del abanico y pay pay, tuvieron que instalar unos pequeños ventiladores, que lo único que provocaban era el movimiento del aire viciado e insalubre procedente de centenares de respiraciones. Los olores en las salas eran variados en su pestilencia. En los cines de barrio, las pulgas y las chinches hacían su ingrata labor sobre los muslos y pantorrillas de los más jóvenes asistentes.

A pesar de todo lo expuesto, cada cual volvía a casa feliz y contento, por haber “empatizado” con los míticos y admirados héroes de la película. El niño se sentía como esos valientes policías que “cazaban” a los malvados ladrones, como los aguerridos vaqueros con sus pistolas al cinto, que con tanta destreza y rapidez desenfundaban y tan bien sabían disparar, como esos actores que con maestría nos hacían reír o llorar y también como esos amantes ardientes, cuyos besos (si no estaban cortados por el maquinista de la cabina de proyección) y actitudes te generaban unos emociones y sentimientos que hacían preguntarte si habrías de confesarlos al cura, antes de la próxima comunión.


Ya en las postreras horas de ese domingo que finalizaba, caías en la cuenta de los deberes no resueltos o de esas lecciones no estudiadas, obligaciones de las que tendrías que dar cuenta en la siempre “terrible” mañana de los lunes, en la que todo volvería a comenzar, al igual que la semana pasada, al igual que esa semana que de nuevo llegaría. Lo probable era que a papá no le hubiese tocado la quiniela, se había quedado con tan sólo 8 o poco más resultados acertados, pero el buen hombre se sentía feliz porque su equipo del alma había sacado un meritorio empate en el Metropolitano o había vencido en La Rosaleda. Mamá ya tenía preparada la cena y con interés y ternura te preguntaba como había ido la película. Ella había pasado la tarde tendiendo la ropa, planchando (con la “cantinela” de la radio puesta a todo volumen para el resultados de los partidos) y haciendo sus otras tareas del hogar. La ilusión para ella estaba puesta en cada mañana cuando, tras el desayuno y con la olla puesta al fuego lento, para el potaje o el cocido del día, podría dar ese relajante y liberador paseo hacia el mercado, para hacer la compra necesaria. Las señoras aplicacaban la fidelización hacia determinados puestos de su agrado, generándose una amistad y confianza entre la clientela y los arrendadores de estos pequeños cubículos de venta, ya fueran de fruta, verduras, pescados u otros alimentos. Los clientes y los vendedores se conocían por sus nombres, entablándose fraternales, alegres y castizas charlas en las relajantes mañanas para la compra.

Es un domingo por la tarde, a comienzos de los años sesenta, en una localidad de nuestra variada y rica geografía: Málaga capital. Susana, hija única del matrimonio formado por Eladio y Rosa, ha quedado citada con su íntima amiga de colegio, Begoña, para dar un paseo a partir de las seis de la tarde. La estación primaveral hace apetecible esos recorridos por los diversos itinerarios de la ciudad, que tienen como punto de encuentro el final de la importante calle Larios, que desemboca en la tradicional Plaza de la Marina. Ambas compañeras de clase, que tienen en la actualidad doce años, asisten durante la semana a un colegio religioso en el que cursan tercero de bachillerato. La confianza recíproca de ambas chicas es bastante intensa, pues se conocen desde hace años, cuando eran alumnas de Primaria en esa misma institución docente. Ahora se encuentran en la edades de la compleja adolescencia, con cambios hormonales y de carácter que van a permitir la entrada en la fase evolutiva de la pubertad.

Desde pequeñas el trato de las dos amigas han sido como si fuesen  hermanas, aunque la situación socioeconómica de una y otra familia a la que pertenecen es un tanto diferente.  El padre de Begoña, Mauricio, es propietario (junto con otro socio) de una gestoria que lleva la estructura administrativa de decenas de empresas repartidas por toda la capital y por numerosos municipios de la provincia. Ello le reporta importantes beneficios al final de cada mes. Por el contrario el padre de Susana, Eladio, trabaja detrás de la barra de consumición sirviendo copas en un quitapenas, situado por la zona del mercado de Atarazanas, establecimiento que tiene una fiel clientela  diaria.

Las dos jovencitas decidieron aquella cálida tarde dirigirse hacia el puerto, con el fin de llegar hasta la Farola. Al llegar a ese punto urbano, se sentarían en uno de los bancos de madera situados detrás de la Residencia militar y el Club Mediterraneo, para contemplar sentadas ese bonito atardecer, con los rayos dorados del sol brillando sobre las plácidas aguas de la bahía. Como ya era usual cuando salían de paseo, Susana solía aportar al fondo común un paquete gigante de pipas de girasol, siempre con sal, mientras que Bego era la encargada de llevar los chicles y el regaliz, chucherías con las que disfrutaban mientras se contaban los últimos chascarrillos, en los que ya aparecían algunos chicos con los que habían intercambiado miradas, risas y alguna que otra frase nerviosa, temáticas muy propias de esa maravillosa edad que ambas tenían.

Pero esa tarde de mayo Susana estaba menos expresiva de lo que en ella era habitual. Bego era la que aquel día llevaba el protagonismo de la conversación, con temas tan importantes para “intercambiar” como ese primo de Meli, que en su cumpleaños le pregunto cómo se llamaba y al que había vuelto a encontrar en la puerta  de una papelería,  cuando el chico salía de comprar cartulina para preparar un mural relativo a la fiesta del Corpus. En esa narrativa estaba, cuando Susana la miró a los ojos y con rostro serio dijo a su amiga que tenía algo que decirle.

“Bego, te tengo que contar un secreto. Ocurrió la noche del jueves. Mi madre estaba preparando la cena, cuando se dio cuenta que no teníamos pan en casa, apenas un trocito de barra que había sobrado del mediodía. Como había cocinado un guiso de carne en salsa, no teníamos con qué mojar. Ya sabes que por la noche comemos las dos solas, porque mi padre no vuelve de la taberna donde trabaja antes de las once. Entonces me pidió que fuera a casa de Amalio, el de la tienda, que tiene abierto hasta las 9 y media y comprara una barra de pan de Viena, para que cuando llegara mi padre no le faltara en la comida. Te he explicado lo comilón que es. Cuando volvía con la barra, quise pasar cerca de la taberna en donde sabía que estaría mi padre. No pensaba entrar dentro, pues me tiene prohibido hacerlo, cosa que entiendo, pues allí hay gente con más copas de la cuenta y que están medio borrachas. Miré desde la puerta y no lo vi detrás de la barra. Entonces seguí mi camino hacia casa. Pero al pasar por el Muro de las Catalinas vi a lo lejos una figura, en la que reconocí a mi padre. Iba junto a una señora muy bien arreglada, con su bolso y todo, que yo no conocía. Lo que más me extrañó es que los dos iban cogidos de la mano. Iban caminando muy sonrientes. Menos mal que no me acerqué, porque me habria dado mucho corte. Así que fui como siguiéndolos, a distancia. Cuando llegaron a la plaza, se despidieron... y ahí vino lo peor.” ¿Pero qué ocurrió, Susi?  Es que… se dieron un beso largo en la boca.”

“¿Y se lo dijiste a tu madre? No no me atreví. Es que no sé lo que hacer. Te lo cuento porque eres mi mejor amiga de siempre. Pero desde esa noche no me encuentro muy bien. Yo nunca había visto a esa mujer.”

Así eran los domingos, en aquellos ya lejanos años cincuenta y sesenta, bajo el prisma narrativo de un niño y una niña. Esos días festivos, que completaban el discurrir semanal, eran bastante diferentes a los domingos actuales, por la evolución natural de los tiempos. En realidad, actualmente los días festivos no se diferencian en demasía de los restantes da que concretar expresando una sola palabra: diferentes. domingos no se digferencias a evoluciías de la semana. Se han ido perdiendo muchos hábitos y costumbres, en ese séptimo día para el descanso ¿Son mejores, peores o sin encanto, los domingos que hoy protagonizamos ? Habría que concretar, expresándolo en una sola palabra: son diferentes. Pero los recuerdos están ahí. Y es bueno o positivo que permanezcan en el bagaje recurrente y documental de nuestras memorias.-

 

AQUELLOS LEJANOS DOMINGOS

DE NUESTRA INFANCIA


 

 


José Luis Casado Toro

Antiguo Profesor del I.E.S. Ntra. Sra. de la Victoria. Málaga

15 enero 2021

 

 Dirección electrónica: jlcasadot@yahoo.es           

Blog personal: http://www.jlcasadot.blogspot.com/



 

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