Es una obvia realidad en
nuestra existencia, la sucesión de los cambios
que se van produciendo en la evolución de los tiempos. La sociedad en la que
convivimos es todo un cosmos cambiante, que necesita y se esfuerza en modificar
y mejorar “hoy” lo que “ayer” era aceptado y aplaudido. Otra cosa será la
conveniencia, el modo y la rapidez que se impriman a todas esas modificaciones,
pues no siempre lo nuevo va a ser mejor que lo anterior, atendiendo a las
circunstancias de cada espacio y período concreto. En este sentido, podemos aplicar
esta pequeña introducción teórica a cualquiera de nuestras realidades vitales,
una de las cuales es la propia significación lúdica o festiva del domingo.
Ese séptimo día de la semana, dedicado por su íntima
naturaleza al descanso de todo el trabajo desarrollado y acumulado, entre lunes
y sábados, no siempre ha tenido la misma significación y aplicación por parte
de los ciudadanos que conforman las colectividades sociales. Aplicando la experiencia y el conocimiento que
reposa en nuestra memoria, vemos que en la actualidad los domingos no son
iguales a los que conocimos en tiempos de nuestra infancia. Para incidir en
esta evidencia, nos tenemos que retrotraer a las décadas de los años cincuenta y sesenta de la pasada centuria.
A nivel escolar, no sólo
había que contar con este agradable día “vacacional”,
sino que los estudiantes gozaban una media jornada más en la que no se tenía
que ir al colegio. Solía ser el jueves por la tarde, aunque luego se trasladó
al sábado tarde, a fin de unir este descanso al del domingo, para el mayor
protagonismo de la unión familiar. Centrándonos ya en la jornada dominical, hay
que explicar que la mayoría de los comercios en
esa lejana época estaban completamente cerrados. Sólo algunas cafeterías, bares
y restaurantes abrían sus puertas ese día, a fin de atender a la clientela que
acudía a los mismos vestida “de domingo”, es
decir, con ropa limpia y diferente a la
utilizada durante el resto de la semana. En el caso de los hombres, esa
“respetabilidad” la proporcionaba el
traje de chaqueta y corbata, completado por el sombrero, utilizado por las
clases más acomodadas. En el caso de las mujeres, el uso de la falda era una
norma general, pues no estaba bien visto el uso de pantalones para las señoras.
E incluso durante el verano, había que ser especialmente recatada en mostrar
ante los demás partes no convenientes de nuestra estructura corporal. Signo de
respeto para ellas era usar velo o mantilla para entrar y permanecer en los
templos.
Habría también que
recordar que algunas empresas (ajenas al sector restauración) que ocasionalmente
necesitaban que sus operarios trabajasen los domingos, tenían que solicitar un
permiso especial a la Delegación de Trabajo, petición debidamente motivada, al
que se adjuntaba una autorización expresa del Obispado de la ciudad, documento que
había también que gestionar previamente.
El aseo
fundamental de los cuerpos durante la semana se llevaba a efecto en la
mañana de los domingos. Había que ir bien limpio a escuchar la misa y lo bien visto es que fueran juntos todos
los miembros de la familia. Signo de devoción y respetabilidad, es que se
confesara y se comulgara en el oficio litúrgico, cuya hora nuclear solía ser la
misa de 12, en la que el párroco de la feligresía predicaba y explicaba el
evangelio del día. Una vez finalizada la celebración y tras saludar a los
amigos y convecinos, era usual que el padre comprara el periódico local del día, normalmente prensa controlada por el
Movimiento Nacional, aunque algunos se permitían el gasto de adquirir también
el Marca, para estar al día en las noticias deportivas. Hay que explicar que
los diarios editados en Madrid no podían llegar a los puestos de periódicos en
la mañana del domingo, por lo que habría que comprarlos el lunes. Más adelante,
las empresas de prensa preparaban la edición del domingo durante el sábado, a
fin de que el tren correo los pudiera llevar a los distintos puntos de nuestra
geografía en esa mañana festiva del fin de semana. El uso del avión para el
traslado de la prensa simplificó lógicamente ese largo tiempo necesario para el
transporte de los periódicos a cada lugar. Después de asistir a la celebración
religiosa, la familia solía dar algún paseo y acudir a tomar el apatecible
aperitivo con tapas, que para los niños sería el correspondiente refresco
gaseosa de naranja o limonada.
En este contexto hay que
añadir que muchos colegios de titularidad privada, con el ideario del nacional
catolicismo imperante, imponían a sus alumnos la estricta
obligatoriedad de asistir a la misa dominical junto a la colectividad
escolar, normalmente a las doce del medio día. Determinados alumnos llevaban
las listas de sus compañeros y se encargaban de “apuntar” a los que asistían a
dicha celebración. Los que no podían alegar motivo fundamentado para su
inasistencia a la misa del domingo, eran castigados para quedarse en el centro una hora más en la
tarde del lunes, tiempo dedicado al estudio vigilado por un profesor de
guardia. Por lo tanto había que buscar y comprobar que el compañero te había
apuntado, para evitar problemas al día siguiente en el colegio. Al igual que la
misa dominical, era necesario seguir la práctica devocionaria de los primeros
viernes de cada mes, con la comunión correspondiente y, en tiempos previos a la
Semana Santa, asistir a los Ejercicios Espirituales de San Ignacio de Loyola,
adaptados para la mentalidad propia de críos preadolescentes. Sería innecesario
indicar que en estos años no se aplicaba la
coeducación en las aulas, luego por tanto había centros para alumnos
masculinos y colegios para niñas.
Y llegaba la festiva tarde
del domingo. La fase vespertina del día de “la fiesta de guardar” tenía un
claro protagonismo: el fútbol. El papá “cabeza de familia” podía acudir al estadio para
presenciar el partido de la jornada de una manera directa, con la costumbre
inveterada del cigarro puro en las boca (aquellos que tenían posibilidad
económica para hacerlo) o bien quedarse pegado junto a la
radio, a fin de escuchar la crónica al minuto de los partidos desde los
distintos campos de juego. El programa líder futboleto era Carrusel deportivo,
emitido por la cadena SER. Cerca del aparato de radio, que era la distracción
general para toda la familia (con sus programas de radionovelas, informativos o
discos dedicados) el papá controlaba la correspondiente quiniela (del Patronato de
Apuestas Mutuas Deportivas Benéficas) con el 1, X, 2, anotados en los
casilleros de cada partido, que indicaba
la victoria, el empate o la perdida del partido para el equipo anotado en
primer lugar. Si se acertaban los catorce resultados de la quiniela, se podía
conseguir un “buen dinero”. Si se acertaban trece o doce resultados de los
partidos (en una fecha ya posteriores a esas décadas) también se ganaba algún
premio en metálico, pero notablemente menor que si acertabas los catorce. Los
hijos que compartían con sus padres estas emisiones radiofónicas deportivas, se
sabían de memoria las alineaciones básicas de
los principales equipos de primera división y coleccionaban cromos o estampas con las fotos de estos admirados y
míticos astros del balompié.
Mientras el padre seguía
con la emoción de su fútbol, los niños se esforzaban para conseguir esas pocas
pesetas que costaba una entrada, para asistir a un programa doble, en uno de
los grandes cines de barrio, repartidos por los
distritos de la ciudad. Obviamente, en aquellos años cincuenta y principios de
los sesenta no había llegado aún la televisión a los hogares. Las primeras
emisiones de televisión se pudieron ver en Málaga durante el año 1961 y sólo
poseían monitores de televisión algunas familias de cierto poder económico,
además de los bares y cafeterías, a fin de atraer público a sus
establecimientos. Por lo tanto, la mayoría de los niños se refugiaba en el “milagro”
de la gran pantalla. Había que ir al cine. Era la gran ilusión y distracción de
los niños para la tarde dominical.
Las salas de cine eran
muy espaciosas. En su interior había centenares de no muy confortables butacas
(en Málaga, no olvidamos los nombres del Capitol, Duque, Plus Ultra, Moderno,
Avenida, Royal, Cairy, Málaga Cinema, Excelsior, Andalucía, Victoria)
establecimientos cinematográficos que programaban cinco sesiones para sus
espectaculares programas dobles, comenzando a las tres de la tarde y
finalizando con la sesión de las 11. El niño que tenía la suerte de comprar su
localidad (en los cines de barrio no había por supuesto localidades numeradas)
disfrutaba la visión de las dos películas exhibidas, que duraban hasta las
siete. A partir de esa hora se quedaba en la sala para ver parte de la primera
película otra vez, tanto si tenía permiso para ello, como si no, aunque ello le
supusiera el correspondiente castigo para cuando llegase tarde a casa.
Eran películas que venían con una deficiente calidad en el
celuloide, pues las cintas habían sido proyectadas centenares de veces por los
cines de estreno y reestreno. Tenían numerosos “cortes” en la continuidad de la
proyección, interrupciones que provocan los consabidos silbidos y chascarrillos
entre los espectadores. Las del Oeste y las de policías y delincuentes eran las
más apreciada, aunque también las cómicas y las de “risas” tenían un público
incondicional. Todas las películas poseían una calificación moral, decidida por
la comisión eclesiástica del episcopado. Dicha valoración y datos sobre la
película, en forma de hojillas de papel, estaban expuestas sobre unos tablones
de anuncios en las puertas de los templos. Cada ficha iba presidida por una numeración:
1 Todos, incluso niños. 2 Jóvenes. 3 Mayores. 3R Mayores con reparos. 4
Gravemente peligrosa. Ver una película con una calificación de 4 suponía un
grave pecado, que tenías que confesar a la mayor premura. En general, los
porteros de las salas cinematográficas tenían “mano ancha” para permitir el
pase a todo tipo de personas, sea cuales fuere su edad. Especialmente, en los
“cines de barrio”. Por último añadir
que, tras el pago de la entrada, tenías que reservar alguna peseta para comprar
chucherías, que se vendían dentro de la sala,
entre uno y otro pase, durante los minutos en que las luces permanecían
encendidas. Los productos más demandados eran los paquetes de “rosetas”
(palomitas de maiz), las avellanas, las pipas de girasol, los caramelos, los chicles,
el regaliz y esa voz tan amena de los vendedores con sus bandejas colgadas en
el pecho entonando: “oranges y gaseosas”.
Cuando llegaban las
estaciones de primavera y verano, el cine repleto de expectadores en los
domingos alcanzaba temperaturas notablemente elevadas, por lo que además del
abanico y pay pay, tuvieron que instalar unos pequeños ventiladores, que lo
único que provocaban era el movimiento del aire viciado e insalubre procedente
de centenares de respiraciones. Los olores en las salas eran variados en su
pestilencia. En los cines de barrio, las pulgas y las chinches hacían su
ingrata labor sobre los muslos y pantorrillas de los más jóvenes asistentes.
A pesar de todo lo
expuesto, cada cual volvía a casa feliz y contento, por haber “empatizado” con
los míticos y admirados héroes de la película. El niño se sentía como esos
valientes policías que “cazaban” a los malvados ladrones, como los aguerridos
vaqueros con sus pistolas al cinto, que con tanta destreza y rapidez
desenfundaban y tan bien sabían disparar, como esos actores que con maestría
nos hacían reír o llorar y también como esos amantes ardientes, cuyos besos (si
no estaban cortados por el maquinista de la cabina de proyección) y actitudes
te generaban unos emociones y sentimientos que hacían preguntarte si habrías de
confesarlos al cura, antes de la próxima comunión.
Es un domingo por la
tarde, a comienzos de los años sesenta, en una localidad de nuestra variada y
rica geografía: Málaga capital. Susana, hija
única del matrimonio formado por Eladio y Rosa, ha quedado citada con su íntima
amiga de colegio, Begoña, para dar un paseo a
partir de las seis de la tarde. La estación primaveral hace apetecible esos
recorridos por los diversos itinerarios de la ciudad, que tienen como punto de
encuentro el final de la importante calle Larios, que desemboca en la
tradicional Plaza de la Marina. Ambas compañeras de clase, que tienen en la
actualidad doce años, asisten durante la semana a un colegio religioso en el
que cursan tercero de bachillerato. La confianza recíproca de ambas chicas es
bastante intensa, pues se conocen desde hace años, cuando eran alumnas de
Primaria en esa misma institución docente. Ahora se encuentran en la edades de
la compleja adolescencia, con cambios hormonales y de carácter que van a
permitir la entrada en la fase evolutiva de la pubertad.
Desde pequeñas el trato
de las dos amigas han sido como si fuesen hermanas, aunque la situación socioeconómica
de una y otra familia a la que pertenecen es un tanto diferente. El padre de Begoña, Mauricio,
es propietario (junto con otro socio) de una gestoria que lleva la estructura
administrativa de decenas de empresas repartidas por toda la capital y por
numerosos municipios de la provincia. Ello le reporta importantes beneficios al
final de cada mes. Por el contrario el padre de Susana, Eladio, trabaja detrás de la barra de consumición sirviendo copas en
un quitapenas, situado por la zona del mercado de Atarazanas, establecimiento que
tiene una fiel clientela diaria.
Las dos jovencitas
decidieron aquella cálida tarde dirigirse hacia el puerto, con el fin de llegar
hasta la Farola. Al llegar a ese punto urbano, se sentarían en uno de los
bancos de madera situados detrás de la Residencia militar y el Club Mediterraneo,
para contemplar sentadas ese bonito atardecer, con los rayos dorados del sol
brillando sobre las plácidas aguas de la bahía. Como ya era usual cuando salían
de paseo, Susana solía aportar al fondo común un paquete gigante de pipas de
girasol, siempre con sal, mientras que Bego era la encargada de llevar los
chicles y el regaliz, chucherías con las que disfrutaban mientras se contaban
los últimos chascarrillos, en los que ya aparecían algunos chicos con los que
habían intercambiado miradas, risas y alguna que otra frase nerviosa, temáticas
muy propias de esa maravillosa edad que ambas tenían.
Pero esa tarde de mayo
Susana estaba menos expresiva de lo que en ella era habitual. Bego era la que
aquel día llevaba el protagonismo de la conversación, con temas tan importantes
para “intercambiar” como ese primo de Meli, que en su cumpleaños le pregunto
cómo se llamaba y al que había vuelto a encontrar en la puerta de una papelería, cuando el chico salía de comprar cartulina
para preparar un mural relativo a la fiesta del Corpus. En esa narrativa
estaba, cuando Susana la miró a los ojos y con rostro serio dijo a su amiga que
tenía algo que decirle.
“Bego, te
tengo que contar un secreto. Ocurrió la noche del jueves. Mi madre estaba
preparando la cena, cuando se dio cuenta que no teníamos pan en casa, apenas un
trocito de barra que había sobrado del mediodía. Como había cocinado un guiso
de carne en salsa, no teníamos con qué mojar. Ya sabes que por la noche comemos
las dos solas, porque mi padre no vuelve de la taberna donde trabaja antes de
las once. Entonces me pidió que fuera a casa de Amalio, el de la tienda, que
tiene abierto hasta las 9 y media y comprara una barra de pan de Viena, para que
cuando llegara mi padre no le faltara en la comida. Te he explicado lo comilón
que es. Cuando volvía con la barra, quise pasar cerca de la taberna en donde
sabía que estaría mi padre. No pensaba entrar dentro, pues me tiene prohibido
hacerlo, cosa que entiendo, pues allí hay gente con más copas de la cuenta y
que están medio borrachas. Miré desde la puerta y no lo vi detrás de la barra.
Entonces seguí mi camino hacia casa. Pero al pasar por el Muro de las Catalinas
vi a lo lejos una figura, en la que reconocí a mi padre. Iba junto a una señora
muy bien arreglada, con su bolso y todo, que yo no conocía. Lo que más me
extrañó es que los dos iban cogidos de la mano. Iban caminando muy sonrientes.
Menos mal que no me acerqué, porque me habria dado mucho corte. Así que fui
como siguiéndolos, a distancia. Cuando llegaron a la plaza, se despidieron... y
ahí vino lo peor.” ¿Pero qué ocurrió, Susi?
Es que… se dieron un beso largo en la boca.”
“¿Y se lo dijiste
a tu madre? No no me atreví. Es que no sé lo que hacer. Te lo cuento porque
eres mi mejor amiga de siempre. Pero desde esa noche no me encuentro muy bien.
Yo nunca había visto a esa mujer.”
Así eran los domingos,
en aquellos ya lejanos años cincuenta y sesenta, bajo el prisma narrativo de un
niño y una niña. Esos días festivos, que completaban el discurrir semanal, eran
bastante diferentes a los domingos actuales, por la evolución natural de los
tiempos. En realidad, actualmente los días festivos no se diferencian en
demasía de los restantes dson diferentes. Pero los recuerdos están ahí. Y es bueno o
positivo que permanezcan en el bagaje recurrente y documental de nuestras
memorias.-
AQUELLOS LEJANOS
DOMINGOS
DE NUESTRA INFANCIA
José
Luis Casado Toro
Antiguo Profesor del I.E.S. Ntra. Sra. de la
Victoria. Málaga
15 enero 2021
Dirección
electrónica: jlcasadot@yahoo.es
Blog personal: http://www.jlcasadot.blogspot.com/
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