viernes, 31 de diciembre de 2021

EN EL GRAN DÍA DE LAS DOCE CAMPANADAS.

Pocas fechas hay tan especiales y singulares en el almanaque, por su significación para nuestras vidas, como aquella que marca el final de una anualidad y recibe, tras escuchar las doce campanadas, un nuevo ciclo anual. Efectivamente, el 31 de diciembre es un día que suele estar marcado por un cierto nerviosismo, incluso un estrés positivo, pues los ciudadanos desean que su Noche “Vieja” resulte alegre, enriquecedora, perfecta. Al recibir el nuevo año, nos transmitimos esas palabras emblemáticas de salud y prosperidad, con una gran cena para despedir el año que finaliza y ese “jolgorio de los doce sones, marcando la entrada de un nuevo año que deseamos siempre resulte mejor que el precedente.

Pese a que tratamos de controlar los más nimios detalles para que nada falle, en esa cena de golosos manjares y embriagadoras bebidas, con las bolsas de cotillón animando la gozosa velada y siempre con la ayuda de una televisión que, en casi todas de sus cadenas, trata de acompañarnos con el humor, la música y los torrentes incontenibles de sonrisas, no siempre el resultado es el deseado. Los factores y elementos imprevisibles pueden alterar, en uno u otro sentido, una noche de transición, en donde los teléfonos y los móviles colapsan la red con “miles” de felicitaciones y comunicaciones enviadas a familiares, amigos, compañeros y conocidos, que llegan a todos los puntos cardinales de la geografía local, nacional y mundial. Pero, a pesar de la mejor disposición y planificación aportada, alguna “pieza traviesa” del engranaje puede alterar los resultados finales. Vayamos ya pues a nuestra historia, inserta en este festivo y ruidoso contexto.

Sucedió en un gran bloque de viviendas (edificio de quince plantas) ubicado en zona urbana de elevado estatus social. En esa señorial construcción, donde luce el mármol y la piedra noble de variados colores por doquier, residen familias que pertenecen a una clase media/alta, atendiendo a su nivel económico.  La vivienda 2 A es habitada por una señora de 69 años, que había quedado viuda hacía unos dos años. Doña Emerinda, el nombre de la propietaria del inmueble, ha ejercido durante su ya larga vida atendiendo al cuidado de su familia y a las tareas del hogar. Su marido, don Torcuato había hecho fortuna con el próspero negocio de unas bodegas, tarea a la que sumaba una cadena de quitapenas por diversas localidades de la provincia, actividad que en la actualidad llevan sus dos hijos, ya casados y con numerosa prole. Esta muy “enérgica” y religiosa señora ha hecho gala desde siempre de un fuerte y personal carácter para la toma de decisiones.

A partir de su viudez, sus hijos le han propuesto en repetidas ocasiones que vendiera o alquilara la casa familiar y se fuera a vivir con ellos o al menos que pasara en sus domicilios algunas temporadas, a fin de que no estuviera sola en casa. Sin embargo, una y otra vez, Emerinda respondía con la firme autoridad de carácter, expresando su convencimiento de que prefería no moverse de su casa de siempre. A lo más que ha accedido, considerada su ya avanzada edad, ha sido permitir que una joven universitaria, llamada Venicia, conviva con ella en el muy amplio piso, acogiéndose al interesante programa social que establece la UMA para los estudiantes que carecen de vivienda en Málaga y aceptan hacer compañía a personas mayores, a cambio del correspondiente alojamiento.

La propietaria del inmueble suele repetir con frecuencia, a esos hijos preocupados por su soledad, que a ella le apetece estar tranquila en su casa, viendo la televisión, con sus lecturas y esas copitas de anís a la que es muy aficionada, pues así eleva el ya potente ánimo que le caracteriza. En realidad, nunca le ha faltado una muy grata y valiosa compañía: una muy querida gata, gordinflona de cuerpo y muy zalamera de carácter, que acumula bastantes años de existencia, siempre bien cuidada y atendida. Esta elegante mascota de tres colores, blanco, rubio y negro cálido, “atiende” por el nombre eslavo de Dimitra, en honor de Dimitri, uno de los personajes de una novela que siempre le ha encantado a su ama: Los hermanos Karamazov, del ruso Fiódor Dostoievski. La señora Emerinda mantiene una buena salud y una envidiable energía, recibiendo una generosa asignación mensual, procedente del negocio familiar, a fin de que nada, especialmente material, le falte.

Para la despedida del año y a pesar de los requerimientos de la familia dejó bien claro, una y otra vez, que ella no se iba a mover de su hogar y que con la presencia de Dimitra se encontraba perfectamente acompañada. Venicia, la joven universitaria, estuvo con ella hasta la misma mañana del 31, pues a las 14 horas tenía que tomar el bus para pasar la noche de fin de año con sus padres y hermanos, que residen en el pueblo de Pujerra, sito en la serranía rondeña. Pero durante esa mañana se preocupó de dejarle preparada una buena cena en el frigorífico, menú que consistía en una crema de pato, con trocitos de jamón ibérico, una estupenda lubina al horno, acompañada de guarnición de verduritas asadas y para el postre unos bizcochos “borrachos” al anís dulce, golosa bandeja que conocía deleitaba a la señora que generosamente la hospedaba, a fin de poder seguir los estudios en la UMA cada día. Las cualidades de Venicia en las tareas de cocina han sido siempre muy elogiadas por la acaudalada señora, habilidades reposteras que esta chica de pueblo había bien aprendido de su madre y abuela.

Ya en la sobremesa del almuerzo, de ese especial 31 de diciembre, Emerinda habló por teléfono durante unos minutos con cada uno de sus hijos, deseándoles que pasaran una feliz entrada de año y que no bebieran alcohol en demasía. Los tranquilizó repitiéndoles, una y otra vez, que se encontraba muy bien en casa, evitando pasar el frio húmedo que “azota” por la noche, en el desplazamiento de una casa a otra, humedad que tan mal le sentaba para sus huesos. Les comentó el menú tan delicioso que le había dejado preparado Venicia para la cena y que después de las doce campanadas se iría a la cama, no sin antes hacer sus oraciones, pues la devoción estaba por encima de todo. Las dos familias iban a reunirse en el domicilio del hermano mayor, Paulino. Adriano, el menor, acudiría a la cena con su mujer e hijos y acompañado por un vecino, muy amigo que recientemente había roto con su mujer, a fin de que no pasara la Nochevieja sin compañía alguna. 

Después de ver las noticias de las tres, apagó el aparato de televisión y se sentó en su butaca favorita, para pasar un rato de lectura hasta la hora de la merienda. Como el día estaba algo frío, encendió el brasero eléctrico que tenía acoplado debajo de la mesa camilla. La gata Dimitra notó de inmediato el foco de calor y con esa elegancia “orgullosa” que le caracterizaba, en el caminar de sus pezuñas, se desplazó hacia donde estaba sentada su ama, acomodándose a los pies. Sobre las cuatro y media de la tarde, Emerinda escuchó sobresaltada el timbre de su domicilio. De inmediato pensó en alguna publicidad o equívoco vecinal. Se incorporó de su mullida butaca y se dirigió hacía la puerta, con un cierto sigilo, pues su intención era observar a través del cristal de la mirilla quién podría ser. Delante de la puerta estaba una mujer adulta, probablemente en la treintena, que venía acompañada de un niño que en poco superaría los diez años. Esta desconocida persona para ella asía en su mano un carrito de la compra. Abrió al fin la puerta y le preguntó qué deseaba. Recibió una respuesta entrecortada, posiblemente por el aparente nerviosismo que embargaba a la desconocida. Esta mujer joven, que soportaba un cierto sobrepeso, manifestó que deseaba hablar con ella de un asunto delicado, pero importante para ambas. Más extrañada todavía, le indicó que pasara y las dos mujeres, acompañadas del niño, se sentaron en el saloncito. El crio miraba un tanto asustado a la señora mayor que les había abierto la entrada.

“Le agradezco que me reciba, señora. Mi nombre es Roberta y este es mi hijo Expedito. Desde hace unos meses quería hablar con Vd. El asunto que nos concierne viene de muy lejos en el tiempo. Hace ya muchos años mi madre Candelaria, una mujer de especial belleza y que en gloria esté, tuvo una intensa y secreta relación afectiva con su difunto esposo, don Torcuato. De esa relación nací yo, cuando ya el vínculo que mantenían había finalizado. Sé que mi padre supo de esta realidad natal y aunque nunca tuvo pensamiento de reconocerme es verdad que, de tarde en tarde, enviaba a mi madre alguna cantidad, para ayudarle en sobrellevar la modestia y pobreza de nuestra situación. Mi madre nunca exigió nada a su marido y en modo alguno quiso perjudicarlo en la estabilidad familiar que mantenía. Aquello sólo fue una sentimental “aventura”, que duró algunos meses, con la feliz consecuencia de mi nacimiento a la vida. Fueron pasando los años y tuve un mal matrimonio con una persona innoble y cruel, de la que nació este niño que tiene ante Vd. El padre, menos mal, se fue con otra mujer, pero dejándonos en la más profunda pobreza. Sin embargo, estoy sacando a mi niño adelante, trabajando todas las horas que el cuerpo me permite, en la limpieza de portales, escaleras y locales. Esas cantidades periódicas, que su marido nos enviaba, desaparecieron hace tiempo. Pero unos meses antes que se produjera su fatal desenlace, supo localizarme, indicando que deseaba hablar conmigo y que ya concretaríamos una cita para ese encuentro. Quise ver, en esa inesperada llamada telefónica, un deseo de conocerme y seguro que de ayudarme. Al poco tiempo tuve conocimiento (yo tenía abundantes datos de mi progenitor) que había fallecido de manera repentina. Después de un año y meses, al fin me he decidido a visitarla. Y hoy, último día del año, me he armado de valor para acercarme a su domicilio”.

Emerinda difícilmente podía dar crédito a todo lo que estaba escuchando. Se sentía profundamente abrumada, aturdida, confusa, desconcertada, como viviendo una muy desagradable y extraña pesadilla. Sólo acertó a musitar unas palabras, en el sentido de “¿Y Vd. Roberta, que es lo que pretende de mi?

“Mire señora. De ningún modo pretendo causarle daño alguno o provocarle molestias desagradables y más en un día tan señalado como hoy. Comprendo su desconfianza y lógica confusión. Pero cuando me he decidido a dar este gran paso, apenas he pensado en mi persona, sino sólo en mi hijo. Estamos pasando por una etapa muy dura en nuestras vidas. Hace meses que la empresa que me daba algún trabajo cerró, por problemas de liquidez y mala gestión. A veces me salen algunos portales o limpiezas muy esporádicas. Pero tengo que hacer frente a los gastos del pisito que tenemos alquilado, en una barriada muy modesta de la ciudad. La alimentación es otro problema. Suelo ir por los mercados, a la hora del cierre, y a veces me dan verduras o frutas de las que ya no van a poder venderlas por su maduración. Para el día de la Nochebuena o la Navidad tuve suerte con un camarero de un restaurante del puerto que me dejó coger productos caducados o en mal estado, antes de arrojarlos al contenedor de la basura. Y así vamos. Hay que inventarse algo cada día, para lograr ir subsistiendo. A veces también saco algo de las parroquias, cuando reparten bolsas de alimentos para la gente pobre”.

La viuda de don Torcuato, supuestamente personaje central de esta dramática historia, era una persona de mentalidad muy conservadora y de acendrada religiosidad. A pesar de su carácter enérgico y voluntarioso ante la vida, a su edad lo que menos quería era estar en medio de escándalos y conflictos, que quebraran la suntuosa imagen que mantenía entre los demás convecinos del acomodado inmueble. El impacto “escandaloso” que produciría entre sus amistades, conocer que su difunto marido había tenido una hija extramatrimonial, supondría para ella un golpe extremadamente doloroso para sobrellevar. Y por encima de todo estaban Paulino y Adriano, con sus respectivas familias. Qué dirían uno y otro al conocer, a estas alturas de sus vidas, que tenían una hermana de sangre. La vergüenza y la humillación caería como un pesado baldón sobre la cuidada imagen social que habían logrado construir a lo largo de sus vidas. No se le ocultaba que su marido pudiera haber tenido alguna “aventurilla” pero de ahí a tener una hija, fuera del “santo” matrimonio era algo durísimo para sobrellevar.

“Roberta, este es un asunto muy desagradable y doloroso para mi. Pero en modo alguno voy a permitir escándalos que enturbien la imagen social de mi familia. Si Vd. lo que pretende es algo de dinero, nos podemos arreglar, pues me asegura que se halla en una situación angustiosa y con un pequeño al que mantener. Precisamente en estas fechas navideñas, en donde las carencias son más difíciles de sobrellevar. Pero de ninguna manera me voy a comprometer a dar un paso más. No me responsabilizo de lo que pudiera hacer mi difunto esposo. Torcuato, para mi profunda pena, ya no está entre nosotros para corroborar o aclarar su comportamiento. Pero yo, una mujer cristiana, sabré dar una respuesta caritativa a su muy humilde condición”.

En un estado de confusión, temor al escándalo y fuerte convicción religiosa, Emerinda fue a su dormitorio y extrajo de una pequeña caja fuerte, que tenía encastrada dentro de su armario, una cantidad de dinero, que introdujo dentro de un sobre. Ya en el salón, entregó a la supuesta hija ilegítima de su marido dicho sobre.

“Espero que con esta cantidad pueda resolver sus carencias más urgentes, Roberta. Pero le ruego y le advierto que este muy lamentable asunto no debe utilizarlo para hacer daño a esta familia. Tengo abogados y acudiría a la policía en caso de extorsión. Deje, por caridad, en paz a esta familia. Veo que viene también acompañada por un carrito de la compra. Acompáñeme a la cocina, que sacaré algo de la alacena para que alimente dignamente a su hijo estos días. La caridad cristiana debe comenzar por los que más la necesitan, como nos enseña el Salvador”. Y ya en la bien cuidada y repleta cocina, introdujo en el carrito algunos alimentos, como aceite, leche, patatas, arroz, huevos, azúcar, botes de legumbres cocidas, queso y mirando al pequeño que seguía observándola con cara de miedo, llenó una bolsita de dulces de Navidad, en los que no faltaron un par de tabletas de chocolate con leche.

“Señora, se lo aseguro y prometo: no la voy a molestar más. Comprenda que éstas son unas fechas muy especiales y es muy doloroso ver a mi hijo pasando hambre y con el temor de que nos echen del piso donde nos protegemos del frío y la lluvia”. Dicho lo cual y sin más gesto afectivo o cariñoso, la extraña y sorprendente mujer abandonó junto a su hijo Expedito la lujosa vivienda, expresando la correcta y educada frase de “Muchas gracias, por su compresión y ayuda. Verdaderamente es Vd. una gran Señora”.

Tras el inesperado e insólito episodio, vivido en la tarde de fin de año, Emerinda tuvo que prepararse una infusión de tila bien caliente y tomar alguno de los calmantes que consumía por las noches antes de irse a la cama. Se sentía física, pero más anímicamente, bastante mal. Sin embargo, también pensaba que, con su elegante y muy dadivosa actitud, había contribuido a salvaguardar la paz de su familia, evitando cualquier “nubarrón” o “tempestad” social que pudiera degradar la consolidada situación que sus apellidos ostentaban ante los amigos y convecinos de la ciudad. Y de paso ayudaba a una desgraciada madre abandonada, que se esforzaba en sacar adelante a su hijo. Dándole vueltas y más vueltas al asunto, lo sucedido en ese aciago día del 31 de diciembre le seguía pareciendo confuso, complicado y profundamente extraño.   

Esa emblemática noche decidió cenar pronto, consumiendo apenas una reducida parte del alimento que Venicia le había preparado con tanto esmero. Incluso evitó esperar al toque de las campanadas de la medianoche. Se sentía profundamente cansada, estado sin duda debido a la “misteriosa” visita que había tenido durante esa tarde. Se llevó el móvil a la mesita de noche, porque era previsible que sus hijos la llamarían para desearle el Año Nuevo. Ella disimularía y mantendría en su recta conciencia esa página secreta del comportamiento innoble de un marido que, como hombre de la vida, posiblemente habría tenido sus debilidades mundanas, pero que ella, como buena cristiana, sabría y debía perdonar y olvidar. Tomó su devocionario para rezar en el lecho, mientras su fiel Dimitra reposaba plácidamente “echada y enroscada” sobre el final de la cama, gozando de la suave y cálida templanza proporcionada por la mullida manta de lana que la cubría. Después de atender las llamadas de Paulino y Adriano, los calmantes fueron obraron su efecto, quedando sumida en un profundo y reparador letargo. 

Emerinda no volvió a ver a Roberta, ni a ese supuesto hijo que le acompañaba, un tanto asustado y cohibido ante las severas indicaciones que había recibido antes de atravesar la puerta de ese 2º A, en un bloque para “personas importantes”. Tampoco pudo tener conocimiento de una clarificadora conversación que mantuvo Cosme, sobre las 7:30 de la tarde de ese día final de año, en casa de su sobrina Eloisa, en una barriada obrera de la ciudad.

“De modo que has logrado sacar “a la vieja” 1.000 euros y el carrillo de la compra lleno “para tu profunda necesidad”. Eres una artista, sobrina, aunque eso que me dices que no piensas volver a importunarla me parece una tontería, porque yo sé que esa mujer y su familia tienen buenos dineros, a raudales. Con esa habilidad, que a ti te sobra, podrías tener unas suculentas rentas mensuales que no te vendrían mal. Y es que esta mujer siempre se las ha dado de mucha grandeza y copete, pero fíjate que, con tanta arrogancia y señorío, le tiene un miedo atroz a los escándalos y al qué dirán sus amistades de pacotilla. Yo he tenido que aguantarle muchos desprecios pero, con lo de esta tarde, le hemos pasado una buena factura”. 

Y Cosme, veterano conserje del bloque en el que reside doña Emerinda Martiala, se marchó a su domicilio con 500 euros en el bolsillo. Antes de llegar a su casa, pasó por el colmado de Armenio, el “lechugo” en la terminología popular. Allí retiró el gran jamón de pata negra que tenía reservado desde hacía un par de semanas. También se llevó una botella de exquisito y caro champán francés, para bien celebrar la entrada del nuevo año, con las doce alegres campanadas. -

 

 

EN EL GRAN DÍA DE

LAS DOCE

CAMPANADAS

 

José L. Casado Toro

Antiguo Profesor del I.E.S. Ntra. Sra. de la Victoria. Málaga

31 diciembre 2021

                                                                               Dirección electrónica: jlcasadot@yahoo.es           

Blog personal: http://www.jlcasadot.blogspot.com/

 

 



 

viernes, 17 de diciembre de 2021

SEIS COMENSALES EN LA MESA DE NOCHEBUENA.

La fuerza de la tradición, el fundamento ideológico de la educación recibida, junto a la poderosa influencia de las costumbres religiosas, hacen que determinadas fechas del calendario vayan aparejadas a comportamientos sociales que se repiten en cada anualidad. Uno de los días más entrañables del año es el día 24 de diciembre, en el que las familias se reúnen en torno a la mesa para celebrar la CENA DE NOCHEBUENA, víspera del día de Navidad. En ese cálido y afectivo reencuentro, numerosos miembros de unos apellidos comunes, pertenecientes a distintas generaciones, comparten una copiosa y bien dispuesta cena, celebrada en el domicilio de algún familiar. En ocasiones y debido a distintas motivaciones y circunstancias, hay miembros de esas familias que sólo se reencuentran en la Nochebuena, aunque durante el resto del año mantienen alguna vinculación a través de las felicitaciones intercambiadas en las onomásticas y en los cumpleaños.

Para la cena de Nochebuena siempre hay un miembro de la numerosa familia que ejerce de organizador, nucleando al mayor número de parientes en ese punto de encuentro al que se acude con algún presente o regalo, a fin de darle mayor brillantez al fraternal evento. Todo comienza con el intercambio de cariñosos saludos, con las muestras de afecto de besos y abrazos, más los consabidos comentarios acerca de la salud y esas palabras generosas en las que todos se conservan muy bien físicamente. La organización de la magna reunión nunca debe ser improvisada, siguiendo las reglas de ese protocolo no escrito pero que casi todos aplican: suenan los primeros villancicos, comentarios elogiosos sobre el árbol de Navidad, bien adornado e iluminado, continúa con la distribución de los asistentes en torno a una gran mesa, ingeniosamente articulada en un espacio “imposible” según las leyes de la física, sobre cuyo mantel van llegando los primeros platos de entremeses, junto esas bebidas variadas que alegran el espíritu. La grata atmósfera se ve repleta de sonrisas, parabienes, elogios con patente generosidad, palabras amables hasta la exageración y anécdotas encadenadas a las que hay que reír con largueza, sin importar el contenido de lo que se ha narrado y escuchado. Siguen llegando suculentos platos desde esa abarrotada cocina que se ha ido preparando desde las primeras horas de la mañana, con espléndidos y decorados manjares verdaderamente imposibles de consumir en su totalidad (serán hábilmente reutilizados en el almuerzo del día 25) a pesar de que hay parientes y amigos íntimos que hacen alarde de su asombrosa capacidad para echar al estómago todo aquello que el ama de casa ha preparado con esmero y sabiduría desde casi el amanecer.

Resulta inevitable que los mayores a la cita recuerden con nostalgia, profundos suspiros y algunas lágrimas contenidas, a los que ya no pueden estar presentes, pero de inmediato los más jóvenes “imponen” su vitalidad y dinamismo, alegrando esa atmósfera fraternal y cordial para que la fiesta en modo alguno decaiga. Los móviles de unos y otros siempre están prestos para ir tomando instantáneas de los asistentes, con esa frase repetida de “te las envío por el Whatsapp”. Continúan llegando platos y bandejas a la mesa, con frases y adjetivos “sublimes” que repiten el estribillo de “¡pero como vamos a comernos todo esto tan apetitoso!”. Hay diestros mantenedores de la velada, quienes se ven ayudados en los breves e incómodos tiempos de silencio por la ayuda siempre útil del monitor de televisión, a quien nadie parece hacer caso. Otro eficaz colaborador para el mantenimiento es el iPad, con toda la navideña carga de villancicos, los de “siempre” y esas nuevas versiones grabadas por los famosos de la canción. Apenas se está empezando a consumir los postres, cuando los más jóvenes recuerdan la cita que tienen con los amigos de la “panda” anunciando su pronta marcha, con la anuencia comprensiva y benevolente de padres y abuelos. Efectivamente, los mayores se van quedando solos, frente a ese televisor que no para de regalar sonrisas, música y ese humor enlatado que incluso, en ocasiones, genera el divertimento y la comicidad, al igual que ocurre tras las doce campanadas del 31.

Ya superada la medianoche y acercándonos a la primera hora del nuevo día, llega la fase de las rituales despedidas, con nuevos besos, abrazos y las firmes e incumplidas promesas de no esperar la llegada de otra Navidad, para ese placentero reencuentro con los allegados de sangre y parentesco. Los anfitriones se afanarán en “quitar la mesa” y buscar ese acomodo ingenioso, en los recovecos imposibles del frigorífico, para los abundantes sobrantes, que ofrecerán su versatilidad para la sopa y complementos de los siguientes menús. Por su parte, los invitados tendrán que recorrer ese largo trecho callejero, hasta donde han podido dejar el vehículo, inevitablemente “mal aparcado”, todos bien abrigados porque la humedad nocturna en las ciudades marítimas cala hasta las profundidades de la estructura corporal. Unos y otros repetirán esa frase socorrida de “pues ha salido bien la noche…” para autososiego de las conciencias y los afectos. Sí, por supuesto, muchos llevarán en la agenda de los propósitos ese saludable e ilusionado paseo que piensan recorrer en la mañana siguiente, a fin de respirar y disfrutar el ambiente soleado del siempre alegre Día de Navidad.

Había comenzado su séptima década vital. Se llamaba Amando Ruisilva y había nacido en el seno de una muy acomodada familia, tanto en lo económico y en lo social, cuya muy desahogada estabilidad financiera estaba sustentada en la posesión, por herencias generacionales, de importantes parcelas territoriales dedicadas al cultivo y explotación industrial del olivo. Su padre, don Viriato, diestro y hábil comerciante, tuvo el acierto de invertir muchas de las ganancias agrarias en la compra de inmuebles para el alquiler. Pisos, apartamentos, garajes y locales comerciales, fueron sustentando una inteligente “almohada” económica para cuando el destino no se mostrara receptivo para la suerte.

El personaje nuclear de esta historia era el hijo único de esta acaudalada familia, teniendo una infancia y juventud erróneamente consentida, que generó en un comportamiento parasitario siempre abierto al despreocupado goce vital, evitando por todos los medios el esfuerzo laboral, ya que centraba todo su amplio tiempo libre en ir dilapidando el rico patrimonio parental. Tras un par de décadas matrimoniales con Tristina (Tristana María) mujer de “conocido” apellido en la élite social y que gozaba de una serena belleza, se vio en la cincuentena abandonado por su desesperada cónyuge, cansada de soportar las humillaciones, lujurias e infidelidades de su inestable y egoísta esposo. Las hectáreas olivareras y las industrias vinculadas fueron perdiéndose, por su relajada gestión y gastos incontrolados dedicados a sus goces. En la actualidad puede seguir subsistiendo, de una manera básica, gracias a las rentas que aún recibe por esos inmuebles y locales alquilados que su padre, previsoramente, supo y pudo acumular. Reside en una decadente y señorial mansión, ubicada en una zona noble de la ciudad, a la que viejos y golosos amigos han dejado de acudir, tras constatar que la fortuna tradicional de Amando se ha ido “esfumando” impidiendo en consecuencia que el siempre dadivoso amigo pueda seguir sufragando las sonadas juergas y “bacanales” colectivas a las que tan aficionados eran los componentes de la decadente y parasitaria “panda señorial”.

Malgastando el tiempo en deambular sin destino o visitando cafeterías, bares de copas o tascas de tapeo, para calmar el ánimo o el estómago, Amando sufre cada vez más el pathos anímico de la soledad. Ve acercarse las tradicionales y sentimentales fiestas navideñas, con el ropaje de ese acendrado y estresado consumismo, signo de los tiempos de abundancia o desidia para ahorrar pensando en el mañana. Recuerda que al menos las navidades pasadas pudo tener algún amigo en casa, pero esas “interesadas amistades” hace ya meses que le han dado completamente la espalda. Sobre todo, recuerda aquellas lejanas y divertidas cenas de Nochebuena, cuando los familiares de Tristina acudían a su entonces elegante mansión ajardinada, denominada Villa Elena, nombre que hace mención a su antigua propietaria quien, siendo ya muy mayor, accedió venderla a don Viriato, el patriarca familiar, que deseaba ostentar y gozar residencia en una zona noble de la ciudad.

Entristecido por tener que afrontar estas entrañables e inminentes fiestas del calendario, de manera especial la “familiar” cena de Nochebuena, con un caserón tan grande y destartalado, sumido en una inaguantable y dolorosa soledad, decidió visitar al único miembro de su familia que aún se presta a recibirlo: un primo fraile carmelita, a quien no había visitado desde hacía casi un lustro. El Padre Ismael lo recibió en principio con una cierta frialdad. Más o menos paralelos en la edad, el clérigo incluso había sido objeto en tiempos pasados de alguna “trastada” económica por parte de Amando, por lo que aplicó una especial cautela al atender al inconsciente y trilero pariente. Sin embargo, tras escuchar las argumentaciones “casi sollozantes” del compungido primo, consideró oportuno modificar su desconfiada actitud y se dispuso, una vez más, a prestar consejo a esta alma descarriada del rebaño celestial terrenal.

“Si, Amando. Esa soledad que te has ido labrando desde la juventud, aplicando tu “mala cabeza”, ahora te está pasando factura. La alocada y disoluta vida que has desarrollado no lleva a ningún buen destino. Ahora sufres por sentirte solo, precisamente en estas fechas fraternales en las que se conmemora la Natividad de Jesús. Te voy a dar un sabio consejo, para que al menos en la noche del 24 no te veas solo en casa y puedas compartir la alegría del Nacimiento con otras personas, a las que el destino les ha deparado esa terrible lacra de la soledad, lo mismo que te ocurre a ti. Hoy es día 22. Pues mañana, víspera de la Nochebuena, sales a la calle, con humildad y generosidad. Ve eligiendo algunas de estas almas que viven en las calles, por carecer de techo y cobijo. Invítales a pasar contigo esa Noche del 24, compartiendo con ellos esos alimentos que a ti te sobran. Con esta noble acción estarás en el camino para la reconciliación con tu desordenada conciencia. Elige 3 o 4 indigentes, esos hermanos que nada poseen y promételes recogerlos en la tarde del 24 para esa cena, modesta pero confortable, que tendrás preparada en el caserón señorial, en el que te sientes tan solo. Comparte aquello que bien te sobra con esos hermanos que sufren el frío y la carencia material de cada día. Así te sentirás mejor y más feliz, con ese calor humano que tanto necesitas y del que careces por tu desordenada cabeza”.

Reflexionaba Amando, camino de casa, acerca de los sensatos y generosos consejos que había recibido de su primo Ismael, el venerable fraile del Carmelo. Ya en su domicilio, mientras consumía algo de la cena que le había dejado preparada Mariana, seguía dándole vueltas a las sensatas y duras palabras que como lección había recibido esa tarde, tomando la decisión de aplicar tan sabios consejos, pues la perspectiva de no tener a nadie con quien compartir la cena de esa noche era demasiado dura para su corazón entristecido. Pero ¿quién era Mariana? Esta joven de 24 años acude tres veces en semana a Villa Elena para hacer algo de limpieza y de camino a preparar comidas que después se calienta “el señorito”. Es madre soltera de una niña, a quien puso por nombre Alma, que ahora alcanza los cuatro años en su edad. Cuando aún no había cumplido los veinte años, esta chica conoció a un joven pandillero, en un domingo de fiesta donde se bebió más de la cuenta. Quedó embarazada y Adán no quiso saber nada de ella ni de su responsabilidad paternal, “desapareciendo” de la ciudad. Mariana, que pertenecía a una familia “bien” pero de ideología muy retrógrada, se vio obligada a salir de casa, pues sus innobles padres no querían tener esa “mancha” en su genealogía, ya que sus tres hijos varones mantenían noviazgos formales con jóvenes vinculadas a la “alta sociedad” malacitana. Así que se tuvo que poner a trabajar “en lo que fuera”, abandonando sus estudios de Magisterio, ante la intransigencia de una familia egoísta y cruel. En la actualidad se encuentra viviendo en una residencia dirigida por Hermanas Reparadoras, en la que especialmente tienen acogidas a madres solteras sin hogar.

En la mañana del 23 Amando salió de su residencia, tomando el bus municipal hasta la parada de la Alameda. Comenzó a pasear llegando a la zona del Mercado Central de Atarazanas. Observó que, en una de las puertas de este importante centro comercial, muy bien ornamentado en sus puestos de frutas y verduras para estas fechas festivas que multiplican las ventas, estaba una señora visiblemente mayor, excesivamente repintada y vistiendo un atuendo modesto. Esta mujer se le acercó, pidiéndole “algo” para poder tomarse un café. Tenía unos bellos ojos azules claros, aunque algo marchitos por las visibles arrugas en los párpados, señales de la edad que también mostraba en la piel de sus manos y rostro. En un insólito arranque de bondad, Amando respondió a la petición recibida: “Señora, a mi también se me apetece tomar algo caliente. Compartamos un café con leche, bien caliente y si tiene apetito algún bollo de leche para acompañar. La señora, algo sorprendida por la generosidad del caballero, aceptó sin dudarlo la amable invitación. “Verá, caballero, es que desde ayer noche no he tomado nada y he llegado tarde al centro asistencial, donde ya no quedaban bolsitas para repartir”.

El desayuno compartido se prolongó hasta cerca de las 12 horas, pues Irania le confió a su benefactor y nuevo amigo algunas importantes fases de su “agitada” vida. Era de nacionalidad argentina y había sido una mujer de especial belleza en sus años jóvenes (ahora alcanzaba los 69). Perteneciente a una muy humilde familia, tomó la decisión de salir de la pobreza en la que se veía sumida, “vendiendo” la frondosidad de su cuerpo. Ya en el seno de una muy cutre prostitución, cayó en manos de mafias delictivas, que la explotaron miserablemente. Al paso del tiempo, comenzó a dar tumbos por diversas geografías, hasta que el destino quiso que recalara en Málaga, atraída, ya en su madurez y perdida su belleza y oferta carnal, por la bondad y templanza climática. Se unió a un pequeño grupo de personas sin hogar que, en muchas de las noches, dormían bajo el techo de las estrellas. Comían de las bolsas recogidas en centros de beneficencia y cuando podían compartían alguna habitación, en hacinamiento, pagando algunos euros por la noche. Limosnas, recogida de objetos en los contenedores de residuos, alguna venta ambulante … así era la existencia actual de una señora indigente, por las calles de esta populosa y desarrollada ciudad.

“Pues mañana tarde, amiga Irania, pasaré por el mismo punto donde nos hemos encontrado, a eso de las cinco de la tarde. Te invito a compartir la cena de Nochebuena, en mi domicilio, en unión de otras personas a las que también hoy buscaré. En casa no pasaremos frío y tomaremos una comida digna y sana para el cuerpo. Estoy muy solo en la vida, pero ahora ya seremos dos, cifra que a lo largo de este día pienso aumentar, para que formemos, siquiera esa noche tan especial, una pequeña y gran familia”.

Iranía, bastante emocionada prometió estar a las cinco de la tarde en esa puerta del Mercado Central. “Gracias, don Amando, por su gran bondad. Es Vd. todo un señor. Yo sabré cantar villancicos argentinos, para alegrarle esa noche, en que la compañía es muy necesaria, para compensar la malvada soledad. Si tiene en casa huevos, leche y azúcar, le prepararé unas muy sabrosas natillas, siguiendo las enseñanzas de mi abuela Victoriana, que en buena gloria esté”.

Tras despedirse con “ceremonial” afecto, Amando continuó buscando un nuevo invitado para la noche siguiente. Recordaba, con hondo pesar, como hacía unos días había llamado a varios antiguos amigos de juergas, con resultado desalentador. Conociendo que el dadivoso amigo estaba en horas bajas económicas, o no contestaron a las llamadas o se excusaban con frías e inamistosas palabras, aludiendo a compromisos previos. Ninguno de ellos tuvo el noble gesto de decirle “vente a casa”, cuando él se había vaciado varias veces los bolsillos para ofrecerles todo tipo de diversiones, comidas y bebidas, con el mayor desenfreno de comportamientos, sin que tuviesen que pagar “peseta” alguna.

En el lateral sur del Parque vio a un hombre calvo y obeso, quien descansaba su oronda cabeza entre sus manos, apoyando sus brazos en ambas rodillas. Pensó que “daba el tipo” de persona triste y solitaria. Se aproximó al banco de madera que ocupaba ofreciéndole sin más explicación, tras el saludo y el intercambio de nombres, su morada para pasar la Nochebuena. Telesforo, superando el asombro inicial, le respondió sintetizando en pocos minutos su aciaga vida.

“Amigo Amando, es Vd. persona de notable agudeza. Efectivamente, mi situación es harto desgraciada. Yo era un prometedor contable, que trabajaba en una solvente empresa que fabricaba y distribuía material sanitario para los cuartos de baño. Ganaba un buen sueldo y mi mujer e hijos estaban perfectamente atendidos, sin grandes lujos, pero con un cómodo desahogo para los gastos. Los azares de la vida quisieron que me aficionara al juego, en una mala hora de debilidad. Primero fue la Primitiva, después llegaron los incentivos del bingo, de ahí pase a los casinos, dejándome el dinero (que cada vez más me faltaba) a “espuertas”. Era una “maligna ludopatía” que no sabía ni quería parar. Obviamente, llegaron las carencias en casa, las discusiones continuas y ese ambiente agrio que nos degrada de la necesaria racionalidad y el imprescindible cariño. Tuve la mala hora de recurrir al hurto en las cuentas de la empresa. Era un camino sin retorno hacia la catástrofe. El defalco en la contabilidad, con la denuncia correspondiente, hizo intervenir a la policía. Me cayeron cuatro años y medio de prisión, de los que he cumplido tres y dos meses. Ahora estoy con la provisional. A nivel familiar, Eloisa, mi mujer, se ha vinculado con otra persona y no quiere saber nada de mí. Los dos hijos, ya adolescentes, hacen sus vidas. La influencia de su madre es poderosa, para sus mentes interesadas. Diciéndolo coloquialmente, estoy “más sólo que la una”. Algunos días de la semana tengo que ir a dormir a un centro de rehabilitación, vinculado a la prisión provincial. Con trabajos esporádicos que me salen, como mozo de carga en el Mayorista o algunos almacenes, pago una habitación de 225 euros, para evitar estar en la calle. Pensaba que ahora en Navidad no me iba a faltar el trabajo, pero la competencia es dura, en tiempos de carencias. Y aquí esperando a que me llamen… Y mañana una nueva Nochebuena, de la que poco podía esperar, cuando llegas y me invitas. Sin conocerme de nada… parece un hecho milagroso”.

“No te preocupes, Telesforo. Mañana, a las 17:15, pasaré por este mismo lugar, acompañado de otra persona, a fin de que te vengas con nosotros para disfrutar de una noche sencilla, pero agradable en lo básico, en la que podremos gozar de una cálida compañía personal, evitando el vacío de la acre soledad”.

Continuó Amando su camino, hasta llegar a la dársena portuaria. La zona se encontraba en ese momento bien concurrida de paseantes, agradecidos a los rayos solares que templaban sus organismos con generosidad y al salino aroma marítimo que allí se respiraba. Disfrutaban igualmente de las espléndidas vistas de las aguas mediterráneas, con las embarcaciones allí atracadas y el entorno monumental de la colina de Gibralfaro. En una de las esquinas del muelle uno observó que, sentado en las escalinatas que se hunden en el mar, había un hombre de avanzada pero bien conservada edad, que mostraba una imagen muy atractiva por la pulcritud corporal y el cuidado de su deportiva vestimenta. Tomaba el sol plácidamente, ocultando sus ojos tras unas gafas oscuras que potenciaban su personalidad. En un momento concreto, se despojó de las lentes y centró su mirada en la figura de Amando, sonriéndole “con ternura”. Al “buscador de comensales” le hizo gracia el gesto de esa persona que no le quitaba la mirada de encima. Sin más explicación y con `patente diligencia le expuso la ya consabida cantinela:

“Buenas tardes, ciudadano de Málaga ¿Le apetecería pasar la Nochebuena en mi domicilio, junto a otros amigos?

El apuesto tomador de sol no se amilanó, ante la espontaneidad de esa persona que le invitaba, aceptando cordialmente el envite. Parecía feliz y contento con la propuesta, pues, ya sin las gafas, sus ojos azules claros le brillaban. Desde un principio se mostró “exageradamente” locuaz:

“Mi buen y generoso amigo. Le comento que soy de origen brasileño. Mi nombre es Reinaldo. Durante largos años he sido mayordomo, amigo, compañero, amante … de un afamado actor de teatro. Pero mis 69 “añitos” muy bien llevados, como puede percibir, ya no le cuadran al ingrato actor (un lustro más joven que yo). Necesita “carne” menos vapuleada por el viento y los azares de la vida. Se ha encaprichado con un gigolo veinteañero, llamado Acrisio quien, aparte de su apolínea figura, no sabe guisar, lavar, planchar y en modo alguno amar, como un servidor ha hecho durante décadas. Le aseguro que este joven, siempre sonriente, tampoco sabe cuidar a un protector que podría ser su abuelo. La deslealtad de actor hacia mi persona responde a las flaquezas de una edad mal llevada y desconsiderada. Ahora vivo, “repudiado” en soledad, en un pequeño apartamento que el actor (no quiero mencionar ni su nombre) en los gratos momentos de recíproca felicidad tuvo a bien regalarme, por el intenso amor hacia la vida que yo le motivaba. Por supuesto que acepto su dadivosa oferta. Es todo un honor”.

El asombro de Amando, ante esa densa síntesis vital de la persona en quien se había fijado, como nuevo compañero de mesa, era absoluto. Realmente no sabía si “reír o llorar” ante esas profundas confidencias expresadas sin pregunta previa. Aun así, mantuvo su primera intención “Gracias, Reinaldo. Mañana vendré a este mismo lugar, sobre las 17:30, acompañado de otros dos invitados. Todos disfrutaremos de una grata y cálida noche en el seno de un hogar confortable y abierto para la amistad”. Se despidieron de una forma singular. Le ofreció la mano a su interlocutor, pero éste respondió con un afectivo y gran beso en la mejilla del abrumado anfitrión para la inminente cena.

Amando puso también un poco de alegría en Mariana, pidiéndole que además de organizar un agradable menú para él y sus invitados, también se sentara en la mesa con ellos, a fin de compartir una noche fraternal de profunda sencillez y amistad. Las palabras del carmelita Ismael habían tenido un positivo efecto en la senda descarriada de una persona que al fin reconocía sus errores y arbitraba un generoso camino para comenzar a repararlos. Fue una Nochebuena feliz. Los divertidos villancicos entonados por la garganta cansada de Irania, la peculiar habilidad de Reinaldo con el juego de naipes y los trucos de magia, la simpatía y sencillez de Telesforo, narrando mil y una divertidas anécdotas, la espontaneidad de Alma, escenificando historias con sus dos peluches preferidos, motivaba la honda satisfacción de Amando de sentirse hermanado y acompañado por estos fraternales “espontáneos” amigos, a los que la vida no se lo había puesto fácil, ni mucho menos. Las jóvenes pero diestras manos de Mariana supieron optimizar las viandas que tenía en la despensa, con alguna compra especial encargada por su señorito. Unos bien elaborados canapés como entrantes, una ardiente taza de caldo de cocido con hierbabuena, tres pollos asados con amplia guarnición de verduritas cocidas y aliñadas llevaban a un postre consistente en unas apetitosas natillas con canela, elaboradas por las expertas manos de Irania. Este fue el sencillo pero suculento y grato menú compartido por cinco personas que rechazaban el pathos de la soledad, junto a una pequeña y alegre niña de cuatro años que no paraba de reír, jugar y alegrar. Pero todos estos gozosos invitados aún no conocían el mayor y sorprendente regalo que, en el café y dulces navideños de sobremesa y para su inmenso gozo, iban a recibir de su dadivoso y mejor anfitrión, en esa Nochebuena en la que se comparte humanidad, sencillez, fraternidad y la más limpia amistad. –

 

 

SEIS COMENSALES,

EN LA MESA DE NOCHEBUENA

 

José L. Casado Toro

Antiguo Profesor del I.E.S. Ntra. Sra. de la Victoria. Málaga

17 diciembre 2021

                                                                               Dirección electrónica: jlcasadot@yahoo.es       Blog personal: http://www.jlcasadot.blogspot.com/