Pocas fechas
hay tan especiales y singulares en el almanaque, por su significación para
nuestras vidas, como aquella que marca el final de una anualidad y recibe, tras
escuchar las doce campanadas, un nuevo ciclo anual. Efectivamente, el 31 de
diciembre es un día que suele estar marcado por un cierto nerviosismo, incluso
un estrés positivo, pues los ciudadanos desean que su Noche “Vieja” resulte
alegre, enriquecedora, perfecta. Al recibir el nuevo año, nos transmitimos esas
palabras emblemáticas de salud y prosperidad, con una gran cena para despedir
el año que finaliza y ese “jolgorio de los doce sones, marcando la entrada de
un nuevo año que deseamos siempre resulte mejor que el precedente.
Pese a que
tratamos de controlar los más nimios detalles para que nada falle, en esa cena
de golosos manjares y embriagadoras bebidas, con las bolsas de cotillón
animando la gozosa velada y siempre con la ayuda de una televisión que, en casi
todas de sus cadenas, trata de acompañarnos con el humor, la música y los torrentes
incontenibles de sonrisas, no siempre el resultado es el deseado. Los factores
y elementos imprevisibles pueden alterar, en uno u otro sentido, una noche de
transición, en donde los teléfonos y los móviles colapsan la red con “miles” de
felicitaciones y comunicaciones enviadas a familiares, amigos, compañeros y
conocidos, que llegan a todos los puntos cardinales de la geografía local,
nacional y mundial. Pero, a pesar de la mejor disposición y planificación
aportada, alguna “pieza traviesa” del engranaje puede alterar los resultados
finales. Vayamos ya pues a nuestra historia, inserta en este festivo y ruidoso
contexto.
Sucedió en un
gran bloque de viviendas (edificio de quince plantas) ubicado en zona urbana de
elevado estatus social. En esa señorial construcción, donde luce el mármol y la
piedra noble de variados colores por doquier, residen familias que pertenecen a
una clase media/alta, atendiendo a su nivel económico. La vivienda 2 A es habitada por una señora de
69 años, que había quedado viuda hacía unos dos años. Doña Emerinda, el nombre de la propietaria del
inmueble, ha ejercido durante su ya larga vida atendiendo al cuidado de su
familia y a las tareas del hogar. Su marido, don
Torcuato había hecho fortuna con
el próspero negocio de unas bodegas, tarea a la que sumaba una cadena de
quitapenas por diversas localidades de la provincia, actividad que en la
actualidad llevan sus dos hijos, ya casados y con numerosa prole. Esta muy “enérgica”
y religiosa señora ha hecho gala desde siempre de un fuerte y personal carácter
para la toma de decisiones.
A partir de
su viudez, sus hijos le han propuesto en repetidas ocasiones que vendiera o
alquilara la casa familiar y se fuera a vivir con ellos o al menos que pasara
en sus domicilios algunas temporadas, a fin de que no estuviera sola en casa.
Sin embargo, una y otra vez, Emerinda respondía con la firme autoridad de
carácter, expresando su convencimiento de que prefería no moverse de su casa de
siempre. A lo más que ha accedido, considerada su ya avanzada edad, ha sido
permitir que una joven universitaria, llamada Venicia,
conviva con ella en el muy amplio piso, acogiéndose al interesante programa
social que establece la UMA para los estudiantes que carecen de vivienda en
Málaga y aceptan hacer compañía a personas mayores, a cambio del correspondiente
alojamiento.
La
propietaria del inmueble suele repetir con frecuencia, a esos hijos preocupados
por su soledad, que a ella le apetece estar tranquila en su casa, viendo la
televisión, con sus lecturas y esas copitas de anís a la que es muy aficionada,
pues así eleva el ya potente ánimo que le caracteriza. En realidad, nunca le ha
faltado una muy grata y valiosa compañía: una muy querida gata, gordinflona de
cuerpo y muy zalamera de carácter, que acumula bastantes años de existencia, siempre
bien cuidada y atendida. Esta elegante mascota de tres colores, blanco, rubio y
negro cálido, “atiende” por el nombre eslavo de Dimitra,
en honor de Dimitri, uno de los personajes de una novela que siempre le ha
encantado a su ama: Los hermanos Karamazov, del ruso Fiódor Dostoievski. La
señora Emerinda mantiene una buena salud y una envidiable energía, recibiendo
una generosa asignación mensual, procedente del negocio familiar, a fin de que
nada, especialmente material, le falte.
Para la
despedida del año y a pesar de los requerimientos de la familia dejó bien
claro, una y otra vez, que ella no se iba a mover de su hogar y que con la presencia
de Dimitra se encontraba perfectamente acompañada. Venicia, la joven
universitaria, estuvo con ella hasta la misma mañana del 31, pues a las 14
horas tenía que tomar el bus para pasar la noche de fin de año con sus padres y
hermanos, que residen en el pueblo de Pujerra, sito en la serranía rondeña. Pero
durante esa mañana se preocupó de dejarle preparada una buena cena en el
frigorífico, menú que consistía en una crema de pato, con trocitos de jamón
ibérico, una estupenda lubina al horno, acompañada de guarnición de verduritas
asadas y para el postre unos bizcochos “borrachos” al anís dulce, golosa bandeja
que conocía deleitaba a la señora que generosamente la hospedaba, a fin de
poder seguir los estudios en la UMA cada día. Las cualidades de Venicia en las
tareas de cocina han sido siempre muy elogiadas por la acaudalada señora,
habilidades reposteras que esta chica de pueblo había bien aprendido de su
madre y abuela.
Ya en la sobremesa
del almuerzo, de ese especial 31 de diciembre, Emerinda habló por teléfono durante
unos minutos con cada uno de sus hijos, deseándoles que pasaran una feliz
entrada de año y que no bebieran alcohol en demasía. Los tranquilizó
repitiéndoles, una y otra vez, que se encontraba muy bien en casa, evitando
pasar el frio húmedo que “azota” por la noche, en el desplazamiento de una casa
a otra, humedad que tan mal le sentaba para sus huesos. Les comentó el menú tan
delicioso que le había dejado preparado Venicia para la cena y que después de
las doce campanadas se iría a la cama, no sin antes hacer sus oraciones, pues
la devoción estaba por encima de todo. Las dos familias iban a reunirse en el
domicilio del hermano mayor, Paulino. Adriano, el menor, acudiría a la cena con su mujer
e hijos y acompañado por un vecino, muy amigo que recientemente había roto con
su mujer, a fin de que no pasara la Nochevieja sin compañía alguna.
Después de
ver las noticias de las tres, apagó el aparato de televisión y se sentó en su
butaca favorita, para pasar un rato de lectura hasta la hora de la merienda.
Como el día estaba algo frío, encendió el brasero eléctrico que tenía acoplado
debajo de la mesa camilla. La gata Dimitra notó de inmediato el foco de calor y
con esa elegancia “orgullosa” que le caracterizaba, en el caminar de sus
pezuñas, se desplazó hacia donde estaba sentada su ama, acomodándose a los
pies. Sobre las cuatro y media de la tarde, Emerinda escuchó sobresaltada el
timbre de su domicilio. De inmediato pensó en alguna publicidad o equívoco
vecinal. Se incorporó de su mullida butaca y se dirigió hacía la puerta, con un
cierto sigilo, pues su intención era observar a través del cristal de la
mirilla quién podría ser. Delante de la puerta estaba una mujer adulta,
probablemente en la treintena, que venía acompañada de un niño que en poco
superaría los diez años. Esta desconocida persona para ella asía en su mano un
carrito de la compra. Abrió al fin la puerta y le preguntó qué deseaba. Recibió
una respuesta entrecortada, posiblemente por el aparente nerviosismo que
embargaba a la desconocida. Esta mujer joven, que soportaba un cierto
sobrepeso, manifestó que deseaba hablar con ella de un asunto delicado, pero
importante para ambas. Más extrañada todavía, le indicó que pasara y las dos
mujeres, acompañadas del niño, se sentaron en el saloncito. El crio miraba un
tanto asustado a la señora mayor que les había abierto la entrada.
“Le agradezco
que me reciba, señora. Mi nombre es Roberta
y este es mi hijo Expedito. Desde hace unos
meses quería hablar con Vd. El asunto que nos concierne viene de muy lejos en
el tiempo. Hace ya muchos años mi madre Candelaria, una mujer de especial belleza
y que en gloria esté, tuvo una intensa y secreta relación afectiva con su
difunto esposo, don Torcuato. De esa relación nací yo, cuando ya el vínculo que
mantenían había finalizado. Sé que mi padre supo de esta realidad natal y
aunque nunca tuvo pensamiento de reconocerme es verdad que, de tarde en tarde,
enviaba a mi madre alguna cantidad, para ayudarle en sobrellevar la modestia y
pobreza de nuestra situación. Mi madre nunca exigió nada a su marido y en modo
alguno quiso perjudicarlo en la estabilidad familiar que mantenía. Aquello sólo
fue una sentimental “aventura”, que duró algunos meses, con la feliz consecuencia
de mi nacimiento a la vida. Fueron pasando los años y tuve un mal matrimonio
con una persona innoble y cruel, de la que nació este niño que tiene ante Vd.
El padre, menos mal, se fue con otra mujer, pero dejándonos en la más profunda
pobreza. Sin embargo, estoy sacando a mi niño adelante, trabajando todas las
horas que el cuerpo me permite, en la limpieza de portales, escaleras y
locales. Esas cantidades periódicas, que su marido nos enviaba, desaparecieron
hace tiempo. Pero unos meses antes que se produjera su fatal desenlace, supo
localizarme, indicando que deseaba hablar conmigo y que ya concretaríamos una
cita para ese encuentro. Quise ver, en esa inesperada llamada telefónica, un
deseo de conocerme y seguro que de ayudarme. Al poco tiempo tuve conocimiento
(yo tenía abundantes datos de mi progenitor) que había fallecido de manera
repentina. Después de un año y meses, al fin me he decidido a visitarla. Y hoy,
último día del año, me he armado de valor para acercarme a su domicilio”.
Emerinda difícilmente
podía dar crédito a todo lo que estaba escuchando. Se sentía profundamente
abrumada, aturdida, confusa, desconcertada, como viviendo una muy desagradable
y extraña pesadilla. Sólo acertó a musitar unas palabras, en el sentido de “¿Y
Vd. Roberta, que es lo que pretende de mi?
“Mire señora.
De ningún modo pretendo causarle daño alguno o provocarle molestias
desagradables y más en un día tan señalado como hoy. Comprendo su desconfianza
y lógica confusión. Pero cuando me he decidido a dar este gran paso, apenas he
pensado en mi persona, sino sólo en mi hijo. Estamos pasando por una etapa muy
dura en nuestras vidas. Hace meses que la empresa que me daba algún trabajo cerró,
por problemas de liquidez y mala gestión. A veces me salen algunos portales o
limpiezas muy esporádicas. Pero tengo que hacer frente a los gastos del pisito
que tenemos alquilado, en una barriada muy modesta de la ciudad. La
alimentación es otro problema. Suelo ir por los mercados, a la hora del cierre,
y a veces me dan verduras o frutas de las que ya no van a poder venderlas por
su maduración. Para el día de la Nochebuena o la Navidad tuve suerte con un
camarero de un restaurante del puerto que me dejó coger productos caducados o
en mal estado, antes de arrojarlos al contenedor de la basura. Y así vamos. Hay
que inventarse algo cada día, para lograr ir subsistiendo. A veces también saco
algo de las parroquias, cuando reparten bolsas de alimentos para la gente pobre”.
La viuda de
don Torcuato, supuestamente personaje central de esta dramática historia, era
una persona de mentalidad muy conservadora y de acendrada religiosidad. A pesar
de su carácter enérgico y voluntarioso ante la vida, a su edad lo que menos
quería era estar en medio de escándalos y conflictos, que quebraran la suntuosa
imagen que mantenía entre los demás convecinos del acomodado inmueble. El
impacto “escandaloso” que produciría entre sus amistades, conocer que su
difunto marido había tenido una hija extramatrimonial, supondría para ella un
golpe extremadamente doloroso para sobrellevar. Y por encima de todo estaban Paulino
y Adriano, con sus respectivas familias. Qué dirían uno y otro al conocer, a
estas alturas de sus vidas, que tenían una hermana de sangre. La vergüenza y la
humillación caería como un pesado baldón sobre la cuidada imagen social que
habían logrado construir a lo largo de sus vidas. No se le ocultaba que su
marido pudiera haber tenido alguna “aventurilla” pero de ahí a tener una hija,
fuera del “santo” matrimonio era algo durísimo para sobrellevar.
“Roberta, este es un asunto muy desagradable y doloroso
para mi. Pero en modo alguno voy a permitir escándalos que enturbien la imagen
social de mi familia. Si Vd. lo que pretende es algo de dinero, nos podemos
arreglar, pues me asegura que se halla en una situación angustiosa y con un
pequeño al que mantener. Precisamente en estas fechas navideñas, en donde las
carencias son más difíciles de sobrellevar. Pero de ninguna manera me voy a
comprometer a dar un paso más. No me responsabilizo de lo que pudiera hacer mi
difunto esposo. Torcuato, para mi profunda pena, ya no está entre nosotros para
corroborar o aclarar su comportamiento. Pero yo, una mujer cristiana, sabré dar
una respuesta caritativa a su muy humilde condición”.
En un estado
de confusión, temor al escándalo y fuerte convicción religiosa, Emerinda fue a
su dormitorio y extrajo de una pequeña caja fuerte, que tenía encastrada dentro
de su armario, una cantidad de dinero, que introdujo dentro de un sobre. Ya en
el salón, entregó a la supuesta hija ilegítima de su marido dicho sobre.
“Espero que con esta cantidad pueda resolver sus
carencias más urgentes, Roberta. Pero le ruego y le advierto que este muy
lamentable asunto no debe utilizarlo para hacer daño a esta familia. Tengo
abogados y acudiría a la policía en caso de extorsión. Deje, por caridad, en
paz a esta familia. Veo que viene también acompañada por un carrito de la
compra. Acompáñeme a la cocina, que sacaré algo de la alacena para que alimente
dignamente a su hijo estos días. La caridad cristiana debe comenzar por los que
más la necesitan, como nos enseña el Salvador”. Y ya en la bien cuidada
y repleta cocina, introdujo en el carrito algunos alimentos, como aceite,
leche, patatas, arroz, huevos, azúcar, botes de legumbres cocidas, queso y
mirando al pequeño que seguía observándola con cara de miedo, llenó una bolsita
de dulces de Navidad, en los que no faltaron un par de tabletas de chocolate
con leche.
“Señora, se
lo aseguro y prometo: no la voy a molestar más. Comprenda que éstas son unas
fechas muy especiales y es muy doloroso ver a mi hijo pasando hambre y con el
temor de que nos echen del piso donde nos protegemos del frío y la lluvia”.
Dicho lo cual y sin más gesto afectivo o cariñoso, la extraña y sorprendente
mujer abandonó junto a su hijo Expedito la lujosa vivienda, expresando la
correcta y educada frase de “Muchas gracias, por su compresión y ayuda. Verdaderamente
es Vd. una gran Señora”.
Tras el
inesperado e insólito episodio, vivido en la tarde de fin de año, Emerinda tuvo
que prepararse una infusión de tila bien caliente y tomar alguno de los
calmantes que consumía por las noches antes de irse a la cama. Se sentía física,
pero más anímicamente, bastante mal. Sin embargo, también pensaba que, con su
elegante y muy dadivosa actitud, había contribuido a salvaguardar la paz de su
familia, evitando cualquier “nubarrón” o “tempestad” social que pudiera
degradar la consolidada situación que sus apellidos ostentaban ante los amigos
y convecinos de la ciudad. Y de paso ayudaba a una desgraciada madre abandonada,
que se esforzaba en sacar adelante a su hijo. Dándole vueltas y más vueltas al
asunto, lo sucedido en ese aciago día del 31 de diciembre le seguía pareciendo
confuso, complicado y profundamente extraño.
Esa emblemática
noche decidió cenar pronto, consumiendo apenas una reducida parte del alimento
que Venicia le había preparado con tanto esmero. Incluso evitó esperar al toque
de las campanadas de la medianoche. Se sentía profundamente cansada, estado sin
duda debido a la “misteriosa” visita que había tenido durante esa tarde. Se
llevó el móvil a la mesita de noche, porque era previsible que sus hijos la
llamarían para desearle el Año Nuevo. Ella disimularía y mantendría en su recta
conciencia esa página secreta del comportamiento innoble de un marido que, como
hombre de la vida, posiblemente habría tenido sus debilidades mundanas, pero
que ella, como buena cristiana, sabría y debía perdonar y olvidar. Tomó su
devocionario para rezar en el lecho, mientras su fiel Dimitra reposaba
plácidamente “echada y enroscada” sobre el final de la cama, gozando de la
suave y cálida templanza proporcionada por la mullida manta de lana que la
cubría. Después de atender las llamadas de Paulino y Adriano, los calmantes
fueron obraron su efecto, quedando sumida en un profundo y reparador
letargo.
Emerinda no
volvió a ver a Roberta, ni a ese supuesto hijo que le acompañaba, un tanto
asustado y cohibido ante las severas indicaciones que había recibido antes de
atravesar la puerta de ese 2º A, en un bloque para “personas importantes”.
Tampoco pudo tener conocimiento de una clarificadora conversación que mantuvo Cosme, sobre las 7:30 de la tarde de ese día final
de año, en casa de su sobrina Eloisa, en una
barriada obrera de la ciudad.
“De modo que has logrado sacar “a la vieja” 1.000 euros y el carrillo de la compra lleno “para tu profunda necesidad”. Eres una artista, sobrina, aunque eso que me dices que no piensas volver a importunarla me parece una tontería, porque yo sé que esa mujer y su familia tienen buenos dineros, a raudales. Con esa habilidad, que a ti te sobra, podrías tener unas suculentas rentas mensuales que no te vendrían mal. Y es que esta mujer siempre se las ha dado de mucha grandeza y copete, pero fíjate que, con tanta arrogancia y señorío, le tiene un miedo atroz a los escándalos y al qué dirán sus amistades de pacotilla. Yo he tenido que aguantarle muchos desprecios pero, con lo de esta tarde, le hemos pasado una buena factura”.
Y Cosme, veterano
conserje del bloque en el que reside doña Emerinda Martiala, se marchó a su
domicilio con 500 euros en el bolsillo. Antes de llegar a su casa, pasó por el
colmado de Armenio, el “lechugo” en la terminología popular. Allí retiró el gran
jamón de pata negra que tenía reservado desde hacía un par de semanas. También
se llevó una botella de exquisito y caro champán francés, para bien celebrar la
entrada del nuevo año, con las doce alegres campanadas. -
EN EL GRAN DÍA DE
LAS DOCE
CAMPANADAS
José
L. Casado Toro
Antiguo
Profesor del I.E.S. Ntra. Sra. de la Victoria. Málaga
31 diciembre 2021
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