Aquel
niño recién nacido, en la austera España que subsistía durante la etapa central
del franquismo, fue bautizado con el nombre de Salvador, aunque en su infancia
y adolescencia casi todos le llamaban Salvi,
nombre que los más allegados y afectos mantendrían en las siguientes décadas y
etapas de su vida. El destino quiso que viera la luz en el seno de una familia
modesta en su economía, pero comprensiva y luchadora para asumir las estrecheces
derivadas de una fratricida contienda, de la que apenas había transcurrido una
década desde su finalización militar. Sin duda eran años difíciles y no sólo en
lo puramente económico, por lo que sus padres decidieron no incrementar más la
descendencia genética, hasta que la situación mejorase.
Anselmo, el padre de Salvi, trabajaba como
dependiente en una panadería y confitería, muy popular en el barrio prieguense
donde vivían, aunque su iniciativa y disponibilidad le animaba a “echar horas”
también en el obrador de la tahona, cuando era necesario. En cuanto a su madre,
Diana, atendía sus labores como ama de casa y
además ayudaba al cuidado de la abuela, señora con severos problemas
depresivos, ya que había perdido a su marido y a su hijo en la contienda bélica
iniciada en 1936. La educación y crianza de Salvi recaía básicamente en Diana,
ya que su marido (entre la atención del mostrador y la colaboración que
prestaba en el obrador de los dulces) pasaba un importante número de horas
fuera del hogar, trabajando con denuedo para mantener y satisfacer las
necesidades de su corta y humilde pero vitalista familia.
Salvi
era un “hijo único” con todos los caracteres y riesgos que esta situación
comporta. En este sentido, su madre tenía que mezclar y “dosificar” la rigidez
en el cumplimiento de las normas establecidas, con los momentos de flexibilidad
y comprensión en el trato hacia su niño, evitando en todo momento que la
individualidad del pequeño le animara a convertirse en un soberbio rey de la
casa, con los caprichos y antojos propios de su corta edad. A sus 8 años asistía
cada día a un colegio público estatal (o nacional, como entonces se decía)
estando matriculado en la clase de 3º de Primaria. Todos sus compañeros eran
varones, pues los rectores educativos del franquismo nacional católico no
aceptaban los beneficios y virtudes de la coeducación de niños y niñas, práctica
que aún tardó bastantes años en imponerse.
El
maestro de su clase era don Eustaquio, con
muchos años acumulados en su cuerpo, por lo que aventuraba su ya no lejana
jubilación, cuya llegada temía por lo que supondría tanto en sus hábitos
diarios como en su vocación profesional.
Era un educador vocacional, sabio en lo humano, comprensivo en el trato, pero
que también sabía aplicar la severidad educativa cuando consideraba que era
necesario hacerlo. Este maestro de niños había permanecido fiel en la
convicción, durante toda su vida, al ideal republicano, demócrata y
antifranquista. Muchas personas del lugar (un pueblo importante de la cultura
olivarera andaluza) recordaban como en el año 1939 fue detenido, pasando casi un
par de años encarcelado. Gracias a la intersección del viejo párroco de San
Vicente, que era tío de un dirigente falangista del régimen, pudo salir al fin
en libertad y recuperar su puesto de maestro ante sus queridos alumnos. A
partir de esta amarga experiencia en prisión, tuvo que ejercer la enseñanza con
especial cautela a fin de evitar nuevas represalias.
Además
de las horas de escuela, Salvi dedicaba buenos ratos en las tardes al juego con
sus amiguitos del barrio, con los consabidos problemas en casa a causa de no
haber completado los deberes puestos por don Eustaquio y los retrasos en la
vuelta a su domicilio con respecto a la hora que su madre había establecido para
hacerlo. En aquellos tiempos no había televisión en los hogares, ni aparatos
con la electrónica informática, por lo que la radio cumplía un papel
fundamental en la distracción e “información” para los mayores. Para los niños
quedaban el placer proporcionado por los diversos TBO, cuadernillos que el hijo
de Anselmo alquilaba por un día en el portal de doña
Ramona, a “gorda” y a “perra chica”, monedas divisibles de la peseta.
Esta señora, una especie de generosa abuela para la chiquillada que a su puesto
acudía, también tenía su servicio de caramelos y chucherías (pipas de girasol,
regalices, cacahuetes, caramelos, altramuces, etc). No todos los domingos, pero
sí algunos de cada mes, Salvi podía ir al cine del barrio, para pasar la tarde
dominical disfrutando esos programas dobles de vaqueros o policías que tanto le
agradaban.
Junto
a estos incentivos, en casa se esperaba con ilusión y glotonería ese paquete
con dulces sobrantes que Anselmo traía de la confitería/panadería los sábados
por la noche, siempre con el permiso y la sensatez generosa de don Froilán, el dueño del negocio. Sus padres tenían
que establecer una simpáticas y racionales reglas de consumo, a fin de que Javi
no acabara con el estómago descontrolado a causa de la ingesta abundante de
merengues, tortitas de canela, palmeras de hojaldres y bizcochos de chocolate,
entre otras apetitosas delicias para satisfacer el paladar.
Como
otros tantos niños de su edad, Salvi poseía con natural orgullo (por lo
esforzado de su constitución) lo que él denominaba EL
COFRE DE LOS TESOROS. Para ello había habilitado una vieja caja de
cartón rígido, de las usadas para guardar los seguros “duros y longevos”
zapatos de la marca Segarra. Esta empresa de calzados, ubicada en Val de Uxo
(Castellón) fabricaba las botas militares para el ejército y esos zapatos
escolares que los niños utilizaban, desde el otoño hasta bien avanzada la
primavera. Era en general un calzado de gran dureza y resistencia (se
reutilizaban sin problema durante una o dos temporadas) que militares, niños y
mayores usaban por su seguridad y siempre aplicando una recia piel como
material de elaboración. Los niños los usaban tanto para diario como para festivos
y con ellos no sólo caminaban, sino que también podían soportar sin problemas
los divertidos y diarios juegos de balón.
¿Y que guardaba Salvi en la muy apreciada caja de los
tesoros? Muchos y distintos elementos, que había ido recopilando de aquí
y de allá. El significado de los mismos lo iba modelando día tras día, con esa
potencialidad infantil de su imaginación. Elijamos para el comentario algunas
de aquellas “joyas” tan apreciadas por este dinámico crío.
Había
en la caja una llave alargada, de las antiguas,
algo oxidada, que el chaval había encontrado en el antiguo baúl familiar, que
hacía las veces de pequeño trastero. Un viejo imán, que se pegaba a los objetos metálicos
y también atraía a los de escaso peso, también metálicos. Lo había
intercambiado con un compañero de clase por cuarenta cromos o estampas, de las
que venían en las barritas y tabletas de chocolate Nestlé. Atados con una
gomilla elástica, aparecían decenas de precintos de
papel que se ponían en los golletes de la gaseosa La Casera. Esta
colección se iba incrementando a lo largo de los días, pues en su casa se solía
acompañar las comidas tomando esta bebida carbónica.
No
podía faltar en la caja de los tesoros otro bloque de papel, también atado con
una gomilla, conteniendo muchas estampas de películas
y actores de la gran pantalla. Esos cromos o estampas se compraban en
sobres para pegarlas en el correspondiente álbum, que también se adquiría en
los puestos de periódicos. Entre esas cromáticas láminas destacaban las de Gary
Cooper, vestido de vaquero, Pablito Calvo, en su película Marcelino pan y vino,
Charlton Heston, ejerciendo de Moisés en Los diez Mandamientos, René Muñoz,
como Fray Escoba, los futbolistas de los
equipos de 1ª división y muchas estampas de coches o bólidos
competitivos de carrera. Por supuesto algunas de dichas láminas eran compradas, pero la mayoría eran intercambiadas
por chuches u otros favores (permitir jugar con la pelota propia de goma) entre
los compañeros y amigos de la escuela o vecinos del barrio.
La
última adquisición que Salvi había conseguido era un pequeño
joyero de madera, propiedad de su madre, objeto que de tanto abrirlo y
cerrarlo, había hecho saltar las bisagras que unían la tapa con el cuerpo de la
cajita. Diana, para premiar las buenas notas que había traído de la clase con
don Eustaquio esa quincena, quiso premiarle con ese joyero que ya estaba muy
manoseado y deteriorado, para que lo guardara entre sus tesoros. El regalo adjuntaba
un premio más, pues dentro del mismo iban introducidas varias cuentas o perlas
de colores de un antiguo collar que usaba Diana para ir a misa los domingos. Sabía
que su hijo disfrutaba mucho guardando todos esos abalorios ya inservibles, pero
atrayentes por su colorido, en la caja de los zapatos Segarra.
Pero
su objeto más valioso era un trozo de espejo,
que estaba insertado de manera diagonal en un cuerpo cuadrado de latón abierto
en una de sus caras. Este pequeño artilugio hacía los efectos de un espejo
retrovisor, permitiendo la visión de la escenografía trasera con respecto a la
persona que miraba el espejito. Podían verse a los compañeros que estaban sentados
en las bancas traseras, sin tener que volverse para mirar. O a las personas que
venían caminando por detrás en la acera. ¿Cómo había conseguido este atractivo
“invento”? De forma muy laboriosa. Nono, el hijo de la Carmela, compañero de
clase, poseía dos de estos “periscopios”. Aceptó cambiar uno de ellos por un
trompo de madera, con su cuerda o guita en buen estado, además de dos “tortas
locas” de las que traía el padre de Javi de la confitería los sábados por la
noche. El negociante Nono era un niño bastante glotón para los dulces, según
mostraba el perfil de su obesa humanidad.
Había
otros “menudos” pequeños objetos, de muy
diversa variedad y función, como chapas de latón para el cierre de las botellas
de cerveza, monedas antiguas, tuercas y tornillos, piedras encontradas en la
playa con formas y colores curiosos, además de una simpática foto de un niño
montado en un caballito de juguete, con una tonalidad sepia muy acusada, que su
padre le había entregado el día que cumplió cinco años. La foto representaba al
propio don Anselmo de niño, cuando tenía la misma edad que había cumplido su hijo.
Pero
una tarde Salvi cometió una travesura que enfadó mucho a Diana. Le dijo a su
madre que se iba a jugar con sus amigos del cole a la plazuela. ¿Has hecho los deberes?
Ante la respuesta afirmativa del chico, le advirtió que no volviera más tarde
de las 7:30, pues a esa hora ya comenzaba a anochecer en el otoño avanzado.
Pero Javi no volvió a casa a la hora indicada, pues estaba totalmente centrado
en el partidillo de fútbol que estaba jugando. Al avanzar los minutos, ante la
tardanza en volver de su hijo, la inquietud de una madre responsable se
incrementaba más y más. Al fin Salvi apareció a pocos minutos de las nueve en
la noche. Dada su desobediencia, Diana le quitó su caja de los tesoros como
castigo, guardándola en el armario bajo llave. La reacción del niño fue una patética
y sonora sucesión de sollozos y lamentos, pues en modo alguno quería estar
separado de su cajita de tesoros, cuyo contenido era en sumo importante para
él. Apenas quiso cenar aquella noche y en los días siguientes sus reacciones de
protesta eran una mezcla de silencios y tristezas, con negación continua para
lo más cotidiano. Entonces Anselmo, viendo la enconada situación, entendió que
debía mediar y arreglar la incomunicación entre madre e hijo.
Aquella
noche fue al dormitorio de Salvi para tratar de entender la dura y exagerada
reacción del pequeño ante el castigo impuesto por su madre. Después de dialogar
un buen rato con él, en presencia de Diana y razonándole las consecuencias de
su mal comportamiento, le hizo una observación o pregunta acerca de por qué
significaba tanto aquella caja de objetos diversos, de escaso o nulo valor,
para tener una reacción tan visceral. Entonces Salvi, con la mayor naturalidad,
explicó a sus padres la razón de su enfado, al no poder disponer de aquello que
tanto apreciaba.
“Papá, con la llave puedo abrir las cosas más
insospechadas. Y entre esas cosas, el cofre donde los piratas guardan sus
tesoros. El imán me permite hacer magia ante los amiguitos, atrayendo cosas pequeñas
de metal. Un compañero de clase me ha asegurado que si logro juntar 200
precintos de las gaseosas, los puedo enviar por carta a una dirección que él me
escribirá en un papel para que me envíen una bicicleta. Yo siempre he tenido la
ilusión de tener una bici nueva, no la de juguete para niños pequeños con ruedines.
Con ella podría ir a cualquier parte del
mundo. Pero los Reyes Magos se olvidan. un año tras otro, de traérmela. Así que
cada noche me pondo a contar los precintos. Ya tengo 37, por lo que me faltan
menos para llegar a los doscientos. Con las estampas, sueño, me imagino y juego
a muchas cosas. Unas veces soy un vaquero que lucha contra los indios. Otras
que hablo con Dios, al igual que Marcelino
hace en la película o también puedo hacer milagros con el agua del mar, como
Moisés. O me imagino que voy pilotando un coche de carreas y llego el primero a
la meta. Y con el periscopio mágico, pues que soy un espía o policía de los buenos,
como en las películas. Así logro ver a los “malos” que me están siguiendo por
la calle”.
Anselmo
y Diana quedaron gratamente maravillados al comprobar la poderosa y limpia
imaginación que un niño pequeño puede llegar a tener. Esa imaginación e ilusión
que con el paso de los años parece que muchos vamos perdiendo o debilitando. No
nos damos cuenta, en el alocado trajinar de la vida acelerada, lo mucho e
interesante que los mayores podemos aprender del espontáneo comportamiento que
los niños aplican. Dos padres responsables y receptivos aprendieron esa pequeña
y gran lección que su crío les había sabido proporcionar. En la vida es
imprescindible aplicar Imaginación e ilusión para casi con todo lo que hacemos.
Ambos progenitores supieron reaccionar con inteligencia y comprensión, por lo
que aquella misma noche Salvi pudo dormir feliz, con su caja de los tesoros
colocada sobre la mesita de noche.-
DINAMICOS TESOROS EN LA IMAGINACIÓN INFANTIL
José
Luis Casado Toro
Antiguo Profesor del I.E.S. Ntra. Sra. de la
Victoria. Málaga
16 Octubre 2020
Dirección electrónica: jlcasadot@yahoo.es
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