En el caminar por la vida, hay que saber aprovechar
bien los presentes. Pero también hay que ir mirando y preparando ese después
que llegará, avanzando siempre hacia adelante para evitar los tropiezos, a fin
de hacer posible un futuro que se anhela mejor. Pero como en los tiempos
verbales, procedemos de un pasado, más próximo o lejano, que nos ayuda a
entender las raíces de todo aquello que nos rodea y del que somos protagonistas
en la actualidad. En ese pretérito de las vivencias, permanecen no pocas
imágenes, difícilmente olvidables y profundamente entrañables, que nos hablan
de la infancia de cada cual en la peculiaridad de su microcosmos.
La historia de este viernes se nuclea en torno a
una persona, ubicada en la veteranía de su existencia, que recuerda con
profundo afecto un conjunto de imágenes insertas en aquel pasado ya bastante
lejano (años 50 y 60 de la anterior centuria) y bastante diferente del que en
la actualidad los ciudadanos protagonizan. Marco
acude cada una de las tardes a esa cafetería de un puerto marítimo remozado, en
cuya terraza del establecimiento pasa un buen rato sin prestar demasiada
atención al avance de los minutos. El estrés del tiempo y las obligaciones han
dejado de tener sentido en su vida que, en muchos aspectos, se ha vuelto más
placentera. En ocasiones comparte sus recuerdos con algún amigo que la ocasión
del azar le ha deparado, más o menos perteneciente a su generación cronológica.
Pero las más de las veces, ante su taza de cálida infusión, recrea en la
soledad de su pequeño mundo aquello que fue y que ahora ya solo permanece en
las hemerotecas, en los archivos fotográficos o en la potencialidad de la
memoria que cada uno atesora.
Observando la densidad popular, comercial y
hostelera, en el
Puerto malacitano, rememora aquel otro que en la mayoría de las
tardes permanecía prácticamente vacío de viandantes o trabajadores. Junto a las
grandes y zancudas grúas, encastradas sus potentes ruedas en los recios viales,
solía haber sobre el suelo adoquinado grandes acumulaciones de productos para
la exportación, entre los que siempre destacaban los cereales, los toneles de
aceites y vinos y los sacos de azúcar. Algunos pequeños barcos dedicados a la
pesca atracaban en el muelle, no faltando nunca el imponente “Melillero” para
la comunicación con la hermana ciudad española en el norte de África. Eran infrecuentes
las embarcaciones deportivas o los yates de recreo, pero sí bastante usual la
presencia de algunos pesqueros, además de grises navíos militares españoles o
de países extranjeros que, normalmente los sábados tarde o domingos, autorizaban
la subida a bordo a fin de ser visitados por decenas de malagueños ávidos de
distracción y novedad.
Aparte de la “esbelta” Farola, símbolo indicador
que aún permanece, resultaba emblemática la presencia del gran silo del puerto,
donde se guardaba mucho cereal para su embarque y otros productos, generalmente
de origen agrario. La gran terraza cenital de ese silo esa utilizada por muchas
parejas de jóvenes enamorados, para intercambiar sus afectos y sentimientos, en
esos atardeceres y anocheceres bajo la compresión y sonrisas de las estrellas,
sobrevolando las aguas marítimas, casi siempre calmadas. La perspectiva visual
desde el silo hacia el mar era espléndida. Hacer mención por supuesto a ese
barquito, El Bahía de la Concha, que por muy escasas monedas, permitía dar un
paseo por la bahía, para contemplar desde el mar la visión de una Málaga mucho
más tranquila y mucho menos turística que la actual.
Marco gusta rememorar distintos oficios que, en la
actualidad, han ido cambiado en el desarrollo de su ejercicio o en la dinámica
de sus imágenes. Piensa en el calor de las tardes veraniegas, cuando los
mayores, pero también la chiquillería
del barrio, esperaban la llegada del regador de las calles con
una larga manguera. Este trabajador municipal, siendo puntual en su horario
vespertino, refrescaba el seco y ardiente
suelo adoquinado, cementado o incluso térreo de albero, para el refresco
vecinal. El olor a tierra mojada, el juego de los niños en los charcos que se
formaban, el griterío propio de los pequeños ante la llegada del agua
esparcida para evitar mojarse o darse
una “ducha” improvisada” ante el enojo de los padres, alegraban esas horas de
merienda y las posteriores, cuando la vecindad sacaba sus sillas a las puertas
de las casas, para esos ratos de charla, ver pasar a la gente o con el tiempo escuchar el transistor.
Generalmente por las mañanas, llegaba con
periodicidad semanal el vendedor de la miel a domicilio, que transportaba la dulce
melaza en unos cántaros de aluminio, como los utilizados para llevar la leche
que también se vendía a granel. La miel que se compraba en las puertas de las
casas, era dosificada con esas tapaderas de las cántaras que servían como
medidor del suculento producto. Recordaba aquella miel más oscura y
acaramelada, que “lustraba” tantas rebanadas de pan para el alimento de las
meriendas infantiles. También a domicilio y en determinadas localidades,
llegaba cada mañana el cabrero, acompañado de cuatro o cinco cabras, para vender la
leche que ordeñaba delante de la clientela. Para todos, pero de manera especial
para los niños que miraban, resultaba una bella imagen ver el diestro trabajo
de las manos del cabrero, cuando ordeñaba las ubres de sus cabras. La presión
de la leche al salir provocaba una plástica espuma blanca que asemejaba las
olas rompiendo en la orilla de las playas. El sano y blanco líquido espumoso
era recogido en los cacillos de aluminio que el cliente presentaba al
ordeñador. La escena, como en la miel, se desarrollaba ante el portal de cada
vivienda, normalmente casas de planta baja única.
Aunque la panadería del barrio era un lugar muy
concurrido, con ese rito diario, casi bíblico, de ir a por el pan, también al
barrio donde Marco residía llegaba, a una hora sincronizada entre la mañana y
un poco antes de las dos de la tarde, el panadero ambulante. Lo hacía
montado sobre una voluminosa moto que tenía aplicado en el asiento trasero al
motorista un amplio cajón de madera, en cuyo interior venían un par de sacos
con diferentes tipos de panes para la venta. Siempre colocaba su motocicleta en
el mismo lugar, al grito de “El Panadero”.
Rápidamente acudían los vecinos o los niños encargados por sus madres, para
comprar el pan todavía caliente del día, que emanaba un grato olor a horno o a
saludable tahona. Generalmente eran de masa dura y de color amarillento/naranja,
los típicos bollos catetos, llamados civiles, las roscas, los violines
(especialmente para los niños) y por supuesto los panes redondos de a kilo. Ese
tipo de masa era ideal para preparar determinadas comidas, como las migas y las
sopas. Las rebanadas que se cortaban en casa, servían para la merienda,
adjuntándoles una pastilla de chocolate o el chorreón de aceite o mermelada. La
confitería industrial aún estaba en los inicios de su amplio desarrollo
posterior.
Otra figura muy popular en su barrio y que ofertaba
su mercancía a voces, desde el portal donde tenía instalado su pequeño negocio
era “Paco” el vendedor y pregonero de la prensa
diaria y semanal. En el “puesto” del vecino Paco, no sólo se podían encontrar
los periódicos del día (en aquella época había alguno que salía de las
linotipias por la tarde) sino también las pequeñas novelas de la prolífica Corín
Tellado y de otros populares autores, los tebeos que agradaban a la “parroquia
infantil (el Capitán Trueno, el Jabato, Lily, Pulgarcito etc) y diversos
elementos de papelería, como lápices, gomas, libretas y los míticos bolígrafos
BIC. Recordaba como dentro del no muy amplio portal había un banco de madera
alargado, a modo de biblioteca, donde los niños podían leer tebeos en régimen
de modesto alquiler por una “perra gorda o perra chica”.
Otra figura que era muy conocida en las zonas
peatonales más concurridas de la ciudad era la del charlatán, con su mesita instalada en la Plaza.
Había varios que eran sobradamente conocidos. Normalmente se trataba de
personas relativamente jóvenes, bien trajeados, que poseían una asombrosa
capacidad de palabra. Ponían su pequeña mesa en lugares de gran concurrencia
para el paso, reuniendo en torno a sí a muchos paseantes que en ocasiones se
agolpaban en torno al vendedor. En general hacían demostraciones prácticas del
producto que se esforzaban en vender: sorprendentes exprimidores de cítricos,
útiles peladores de patatas, frutas o verduras, eficaces eliminadores de
manchas en los tejidos, etc, ofertados a
un precio excepcional, coste que aumentaría cuando en fecha inmediata
estuvieran disponibles en los comercios. Casi siempre solían tener algún
“gancho” entre las personas del público, el cual era el primero que levantaba
la mano con el billete correspondiente para comprar uno de los objetos que se
ofrecían en venta. Marco recordaba los ratos que le agradaba pasar en estos
corrillos, escuchando con deleite la firmeza y convicción mostrada por el muy
locuaz vendedor.
Entre sorbo y sorbo del delicioso café que
consumía, un nuevo personaje vino a la realidad de su memoria. Se trataba en
este caso de los repartidores
de prospectos cinematográficos. En estas hojillas de papel en cuyo
anverso venían impresos, a todo color, los carteles de algunas películas que
estaban actualmente siendo proyectadas en las pantallas de los cines locales,
mientras en el reverso aparecían los datos del director, intérpretes, cine
donde se exhibía, indicando además los horarios de las diferentes sesiones.
Esos prospectos eran gratuitos y eran entregados en mano a las personas que
transitaban por calles comerciales y peatonalizadas. Los coleccionistas de aquellas
hojillas de cine acudían con avidez a los puntos usuales y estratégicos, en
donde a las horas punta de la mañana solían colocarse los encargados del
reparto. En su ciudad natal, había una calle emblemática de especial interés,
para recoger esos atractivos folletos publicitarios: ese lugar era el inicio de
la calle Nueva, entrando por Especerías, arteria viaria muy cercana a Larios,
siempre muy transitada de peatones, debido a la intensa oferta comercial que
incluso en la actualidad sigue manteniendo o incrementando.
Y hablando de colecciones, recordar la ilusión que
muchos tenían, especialmente los niños, para que sus padres compraran las
famosas tabletas
de chocolate Nestlé. Esta importantísima multinacional suiza,
utilizaba en aquellos míticos 50 y 60 el señuelo publicitario de introducir
dentro del envoltorio uno o dos cromos, cuyas estampas representaban generalmente
fotos o dibujos de la naturaleza. La marca facilitaba unos álbumes, en cuyos
recuadros había que pegar dichas láminas para ilustrar gráficamente el texto
impreso. Todo era un proceso familiar, en el que los niños insistían a sus
padres para que compraran tabletas de chocolate, pero “el de las estampas”.
Además del incentivo coleccionista de las mismas, estaba el sabor y aroma tan
agradable de tan nutritivo alimento. Entre la chiquillería, se fomentaba el
intercambios de estampas, simpático proceso en el que los más inteligentes
conseguían gran acopio de láminas repetidas, por aquella que al coleccionista
le faltara. La emoción de abrir la tableta de chocolate, a fin de comprobar la
estampa que traía en su interior era mágica y suculenta, por la naturaleza
específica del producto. También hoy día, aunque lo han intentado otras marcas,
ese simpático hábito ha decaído.
Lo que en la actualidad se conoce como las
telenovelas, tuvieron en aquellos
lejanos años de la infancia de Marco un especial protagonismo en las novelas radiadas y
seriadas que se emitían normalmente por las tardes. A esa hora de la
sobremesa o de la merienda, se reunían en torno al receptor de las ondas
radiofónicas, voluminoso aparato de bujías, los mayores de las familias,
especialmente las mujeres. Madre, hijas, abuelas, vecinas, mientras que los
niños miraban los rostros de los mayores que tomaban “empatía” (como ahora se
dice) metiéndose de lleno en las tramas argumentales, a través de la hábil
dicción e interpretación de los locutores de las emisoras de radio. Algunos
radioyentes lloraban, otros reían, otros suspiraban. Todos se distraían,
esperando el comienzo de las novelas, entre las cuales tuvo millones de
seguidores la popular Ama Rosa. Los mayores regañaban y advertían a los
pequeños para que no hicieran ruido, mientras sintonizaban y escuchaban el esperado
y emocionante capítulo del día.
Las modestas y entrañables ferias de barrio han ido
desapareciendo. Hoy día, los esfuerzos
municipales, económicos y de gestión festiva, se centran en la feria anual o en
determinadas celebraciones patronales o conmemoraciones. Pero en aquellas recordadas
décadas, era usual que en los barrios más populares se organizara pequeñas
ferias, con algunos carricoches o tiovivos, caseta o pista de baile y otras
pequeñas casetas o puestos de chucherías, no faltando casi nunca la caseta para el tiro
al blanco. Se utilizaban para ello escopetas de perdigones de plomo,
a fin de derribar bolas de azúcar y anís, tanto de color blanco o pintadas con
colorines. Esas bolas estaban fijas o estaban colocadas en unos expositores
rotatorios, a fin de hacer más complicado su derribo del soporte donde estaban
ubicadas. El que conseguía derribar una bola, recibía como premio dicho
caramelo, que a los pequeños les sabía a gloria. Pero había un truco que los
más avezados en el disparo o juego conocían. Los cañones de las escopetas y el
punto de mira estaban de forma trucada desviados, para no facilitar la
consecución del premio. Con la repetición de los disparos los más veteranos en
el juego lograban apuntar en la dirección correcta para que el impacto del
perdigón fuera efectivo. Esas gruesas bolas de azúcar con sabor anisado
resultaban deliciosas para el paladar de los niños y los mayores.
Quiso el azar que pasaran a un par de metros de la
mesa que ocupaba Marco, un par de chicas, que iban montadas a gran velocidad en
patinetes eléctricos. Recordó aquellas
otras patinetas de madera que usaba en la infancia, cuyo único
impulso motriz procedía de una de las dos piernas que se apoyaba en el suelo. Y
de este pensamiento vinieron otros, todos ellos en forma de juegos: eran muy
comunes para el divertimento y el equilibrio aquellos aros de madera o latón, que se
conducían rodando por el suelo con una varilla de madera o metal. Exigían una
cierta habilidad para que el aro no dejara de rodar, cayéndose al suelo tras
perder el equilibrio. Y también las horas de divertimento que proporcionaban el juego de las canicas:
eran unas bolas de colores, con escaso grosor y hechas de cerámica o cristal.
Se competía con otros amigos y vecinos, mostrando la habilidad al impulsarlas
sólo con los dedos de las manos. Había que golpear, tras el lanzamiento, una
bola de ese amigo con el que competías, o introducirla en un agujero hecho en
la tierra, a modo del golf pero sin los palos usados en este deporte. Otra práctica para el entretenimiento
consistía en “bailar
los trompos”. No eran en absoluto tan sofisticados como los que aún
se ven actualmente en las jugueterías, sino mucho más toscos y pequeños,
construidos de madera. Era necesario usar una cuerda o cordel para, tras el
impulso al lanzarlos, hacerlos bailar en el suelo y contar los minutos que se
mantenían girando, ante el asombro de aquellos que miraban. El mejor suelo para
el baile era aquellos pavimentos pulimentados, pues los rugosos o con
acanaladuras frenaban la bolita o cabeza metálica que tenía el cuerpo cónico en
su base.
Una vez ya dejada la cafetería, en donde había
pasado un buen rato durante esa cálida tarde veraniega, caminaba por el borde
del muelle y observó como un niño pequeño jugueteaba. El crío estaba metiendo
sus pies con sandalias en un charco de agua que había junto a una embarcación
de recreo allí atracada. Entonces vino a su mente aquellas botas de agua, que casi todos los
niños (también los mayores) usaban. Eran botas de goma, de media caña,
normalmente de color negro, que se usaban en los días de lluvia, a fin de no
estropear los zapatos de piel cuando se pisaban charcos de agua o se mojaban
con la lluvia. Cómo no acordarse de los famosos
y muy recios zapatos colegiales, de la marca Gorila, cuyo par traía de
regalo una apreciada pequeña pelota de goma verde, utilizada para el juego
diario. Aunque aún hoy se venden botas de goma para el agua, el nivel de vida
hace que la mayoría de las personas sigan usando sus zapatos de diario, aunque
las nubes estén descargando ríos de lluvia.
Estas y otras muchas imágenes, recordadas por Marco
durante esa cálida y veraniega tarde de Julio, permanecen en muchas de nuestras
memorias. Con nostalgia admitimos que, al menos en su formato original, difícilmente
volverán a nuestras vidas. Están incardinadas en otras épocas ya pretéritas, en
la que no había televisión, ni ordenadores o telefonía móvil 5G. Tampoco
existía Internet, ese “divino” invento” de la ciencia electrónica. Pero aquellos
niños de los cincuenta o los sesenta usaban de su imaginación para el divertimento
diario, aplicando la híper-valoración a los recursos modestos que tenían a su
alcance, para el entretenimiento y la alegría de los juegos, compartiendo
solidariamente sus ilusiones, voluntades y realidades.
RECUERDOS ENTRAÑABLES,
EN LOS ARCHIVOS DE LA MEMORIA
José Luis Casado Toro
Antiguo Profesor del I.E.S. Ntra. Sra. de la
Victoria. Málaga
31 Julio 2020