Hay personas que poseen la cualidad de aplicar
empatía hacia los argumentos y los personajes de las películas que tienen la
oportunidad de visionar. Incluso algunas de estas personas desarrollan con tal
fuerza esta habilidad que participan con lágrimas, risas, dudas, angustias y
esperanzas, no solo durante la proyección, sino que después imitan muchos de
esos comportamientos cinematográficos en la particularidad de sus vidas. Muy
posiblemente, Honoria. haya tenido la oportunidad de disfrutar con una gran película
del cine clásico, repetidamente programada por las cadenas de televisión,
titulada La ventana Indiscreta (Rear window -la ventana trasera-) 1954, una obra
maestra del genio inglés Alfred Hitchcock (Londres 1899, Los Ángeles 1980) muy
valorada y premiada por la crítica especializada. La trama, basada en el género
de intriga, narra la actitud de un reportero gráfico, que ha de permanecer
“confinado” en su domicilio por tener una pierna severamente escayolada. El
aburrido fotógrafo entretiene su obligado y temporal ocio observando, desde la
ventana de su apartamento, el patio y las ventanas de los bloques de viviendas
que le rodean y, de manera especial, los comportamientos de muchos de los
vecinos en la particularidad de sus vidas. ¿Fue algo parecido lo que esta mujer
quiso aplicar entre sus quehaceres diarios?
Honoria Villalba suma exactamente siete décadas en su vida.
Jubilada desde hace cinco años, trabajó durante largo tiempo en los antiguos
“sindicatos verticales”, ejerciendo tareas administrativas. A la llegada del
cambio democrático, iniciado a finales de 1975 con el fallecimiento del
anterior jefe del Estado, fue adscrita al Ministerio de Cultura (en su
currículum académico figuraba la titulación de maestra, actividad que desempeñó
durante su primera juventud). En su nuevo departamento cultural tenía que
realizar una clasificación previa de los libros presentados por las
editoriales, a fin de cumplir con el depósito legal y obtener el necesario
copyright para sus propietarios. Su misión consistía en la lectura de las
síntesis temáticas que los escritores realizaban de sus novelas, ensayos y
otras obras de investigación. Esta literaria actividad desarrolló (y desarboló)
notablemente su imaginación, ya que tenía el hábito de aplicar empatía con
muchas de las historias que pasaban bajo su revisión.
Cuando ya sumaba treinta y ocho años, en 1974,
inició un breve matrimonio con Reinaldo Novales, un importante sindicalista del
régimen, que profesaba una mentalidad profundamente conservadora. Persona de
fuerte carácter no le gustaban las obligaciones “paternales”, por lo que no tuvieron hijos. Cuatro
años más tarde, en una mañana de marzo, su marido le dijo “tengo que hacer un viaje” sin añadir más
detalles. Nunca más volvió de ese destino desconocido, para una mujer que
apenas conocía mucho de la vida de quien era su esposo. Diez años más tarde, en
1988, le informaron oficialmente su estado de viudez oficial, pues el aguerrido
sindicalista había fallecido en un enfrentamiento obrero, en tierras
argentinas. En su interioridad anímica, esta funcionaria apenas sintió esa
pérdida conyugal. Tenía ya cincuenta y dos años, y los hábitos de su vida
estaban plenamente consolidados, sin la compañía de un extraño esposo que “casi
nunca existió”.
Cuando con la edad alcanzó la jubilación, su tiempo
libre se amplió con gozosa rotundidad. Además de las tareas de la casa, gustaba
pasar muchas horas por la tarde sentada en la soleada terraza de su piso,
resolviendo crucigramas y sopas de letras, ejercicio que le permitía jugar con
las palabras, las definiciones y los sinónimos gramaticales. Por las mañanas realizaba
las diarias visitas al súper y algunas tardes dedicaba algún rato para la oración
en la iglesia. Tenía, desde hacía bastante tiempo, dos fuerte adicciones: la
primera era el seguimiento de las telenovelas
por la televisión, costumbre a la que añadía el disfrute para el paladar que le
proporcionaba el consumo de bombones de
chocolate negro y tazas de café con leche,
añadiendo pan migado, como hacía su madre y abuela. Estas dos aficiones había tenido que controlarlas por
los problemas derivados para el peso y la tensión nerviosa. En resumen,
practicaba una vida apacible y tranquila, compartiendo los paseos y esas tardes
de reunión semanal en la cafetería con algunas amigas muy seleccionadas, todas
ellas compañeras de Cultura y también en estado de jubilación. Las visitas al
cine eran también frecuentes, con estas fraternales amigas.
Por la práctica de todos estos hábitos culturales,
Honoria, al inicio de su septuagésima etapa vital, mantiene una lucidez y una
mente bien desarrollada. Aunque nunca probó el arte de la escritura, siempre
estuvo imaginando historias y narrativas, en
una base intelectual bien despierta y adiestrada. Las tardes en que no sale a
la calle, gusta pasarlas sentada en su terraza del piso situado en la planta
octava, rodeada de macetas bien cuidadas a modo de ecológica empalizada
vegetal. A pesar de las macetas, la propietaria de la vivienda tenía una amplia
visión a los bloques adyacentes y frontales, que no estaban excesivamente
separados del que ella ocupaba. En este sentido, le
gustaba observar el aspecto de las terrazas y ventanas de todas esas
edificaciones y, de manera especial, las actitudes y comportamientos
de sus inquilinos. Entre esos vecinos de calle, había algunos a los que
conocía y trataba con la cordialidad que en ella era manifiesta. A otros sólo
los identificaba por serle familiar el piso que ocupaban y con los que
prácticamente nunca había intercambiado conversación, solo el educado buenos
días o buenas tardes. Y había un resto
de vecindad que, por la lejanía del piso o por no haber tenido oportunidad, no
los reconocería cuando se cruzase con ellos por las calles.
Cuando descansa sentada en su terraza, parece que
está siempre centrada en su librito de crucigramas y sopas de letras. Pero
Honoria tiene ese don especial de estar también atenta a todo lo que ocurre en
la calle y en los pisos sobre los que tiene mejor visión. La densidad de
macetas que la rodea no supone un impedimento para su habilidad observadora. Es
de esas personas que poseen la capacidad de estar atentas a lo que escriben en
el ordenador o a lo que leen en el libro que tienen entre sus manos, pero al
tiempo se están enterando de la trama argumental desarrollada en la película
que se emite por la cadena sintonizada de televisión.
Aunque no conoce los nombres de la mayoría de los
convecinos, suele identificarlos por algunas de las características especificas
que ha ido detectando en los comportamientos de su privacidad. Al observar lo
que hacen, en la sucesión de los días, permite considerarlos con un afecto de
familiaridad muy entrañable. Con la pesadez de sus años, admira y envidia la
agilidad de la joven del aerobic, con su
atractivo y escultural cuerpo, que practica descalza los ejercicios en el salón
de su piso sobre una moqueta o alfombra de color celeste. Esa habitación
curiosamente tiene cada pared pintada de un color diferente. Parece que vive
sola y debe desempeñar un intenso trabajo, pues sólo se la ve con esos
ejercicios no antes de las nueve de la noche.
Usando sus binoculares, ha detectado también que con frecuencia la chica
hace sus ejercicios cada noche liberada del sujetador y de toda ropa superior. Igualmente
comprueba con admiración la ayuda que recibe esa señora
mayor del sexto, prestada por su hijo con el que convive. Él le tiende
la ropa lavada y lo observa, a través de la ventana que da a la cocina, preparando
las comidas. En ocasiones vienen a esta casa dos hijos pequeños, niño y niña,
para pasar unos días con su padre y abuela. Deduce que ese joven debe estar
separado de la que fue su mujer, por lo que han de repartirse las estancias de
los hijos en común. Al principio resultaba extraño por lo novedoso entre la
vecindad, pero con el tiempo ya pocos vecinos le hacen caso a su gesto
castrense. Se trata de un legionario jubilado
que cada tarde, a las cinco, pone con cierta intensidad el himno del Novio de
la Muerte. Durante el sonido de su música y estrofas, el propietario de la
vivienda permanece en posición de firme dentro del salón o fuera en la terraza,
vistiendo el uniforme legionario, no faltándole el correspondiente gorro del
tercio.
No deja de fijarse en un piso, el quinto del
segundo bloque, por el que han pasado ya muchos inquilinos. En la actualidad, parece
que la propiedad haya sido comprada por el joven
matrimonio de nacionalidad china que lo habita. Tienen dos hijos
pequeños, que de continuo juegan en la terraza del inmueble. La mamá de los
niños, de no muy elevada estatura, tiene una intensa dedicación al lavado de la
ropa, prendas que de manera continua está colocando y quitando de los cordeles en
el tendero. No sólo asea la ropa de los
pequeños, sino también la ropa de cama y cortinas. Nunca ha visto al
marido oriental ayudar a su mujer en estos caseros menesteres. Sabe que se
llama Ofelia, pues una vez coincidieron en la
carnicería y así la llamaba el carnicero. Es la típica limpiadora compulsiva.
Un día sí y el otro también está con su bayeta o barredora limpiado los
cristales de sus ventanas, la barandilla horizontal y los barrotes verticales.
También limpia el marco de las puertas y el poyete basal de cada vano de muro.
Curiosamente su marido baja con cierta frecuencia a la calle, llevando en la
mano un cubo con agua y varias bayetas. El pequeño utilitario que utilizan, un
antiguo Seat 127, se halla siempre reluciente. Honoria los denomina, el
matrimonio de las bayetas mágicas.
Le resulta “enternecedora” la humana imagen de doña Evelia, con la que intercambia algunas palabras
cuando se encuentran por las aceras. El amor de esta mujer mayor por los
animales es manifiesto. Las paredes de su terracita la tiene cubierta de jaulas
de pájaros, que trinan sin cesar durante
las mañanas y las tardes, alegrando la acústica viaria. Ella les habla, cuidándoles con mimo y cariño. Tiene también
dos gatos gordinflones, muy bien atendidos en su alimento y limpieza, a quienes
llama Tarzán y Platón. ambos con la piel color gris y unas rayas oscuras
“tigretinas”. En sus cuellos portan unos cascabeles que producen un agradable
tintineo en su majestuoso caminar. En la zona este de su visión, le distrae y
vitaliza sobremanera el piso de los estudiantes,
alquilado durante los meses lectivos del año y ocupado por tres alegres y
desenfadas chicas, que de continuo tienen puesto a todo volumen el programa de
los Cuarenta Principales. Sus fiestas, risas y orgias amorosas son
estruendosas, pero “pasan” de las protestas vecinales. Alguna que otra vez ha
tenido que venir el coche de la policía local a establecer un poco de orden,
poniendo fin a la algarabía generada a eso de las dos de la madrugada. Convive
con las tres jovencitas un cuarto estudiante quien por su vestimenta de túnica
blanca y pantuflas de piel de camello tiene facha de gurú oriental. Lo ha visto
en no pocos amaneceres sentado en el suelo y con las piernas cruzadas,
entonando jaculatorias indescifrables para su entendimiento, llegándole al
tiempo un aroma a rancio pachuli y otros
inciensos aromáticos verdaderamente embriagadores. Desde luego, gente joven y
desenfadada, con un concepto muy libre de la vida.
Sin embargo existe un
vivienda, un octavo izquierda que forma esquina
en un bloque frontal al suyo, orientada al norte y al este, propiedad que iba a
centrar sus preocupaciones e intrigas. Todo se originó cuando una noche, al
volver del cumpleaños de su buena amiga y compañera de Ministerio Carmela, se sintió
con el estómago bastante pesado. Algo de lo que había tomado no le había
sentado bien. Probó ya en casa con una infusión de manzanilla e incluso con
Almax, decidiendo finalmente irse a la cama con la esperanza de que a la mañana
siguiente recuperaría la estabilidad orgánica con el descanso. Lo cierto es que
durante la madrugada se tuvo que levantar un par de veces de la cama para ir al
lavabo. En una de esas ocasiones (julio había llegado con sus típicos vientos y
calores de terral) se sentó un ratito en la terraza, pues no le apetecía irse a
sudar a la cama. El reloj marcaba veinte minutos sobre las tres de la noche,
cuando reparó en esa última vivienda del bloque frontal al suyo. Tenías las
luces de una habitación y la cocina encendidas. El caso es que dicha vivienda
aparentaba llevar largo tiempo deshabitada. Incluso las persianas que cerraban
la terraza permanecían completamente bajadas a lo largo del día. Para su mayor
asombro, cuando Honoria de nuevo tuvo que levantarse para repetir otra digestiva
infusión, las luces citadas continuaban encendidas. Ahora el reloj marcaba las
cinco horas del nuevo día.
Así que aun somnolienta
se preguntaba ¿quién podrá estar en esa casa y con las luces encendidas,
durante toda la noche? Al fin decidió volver a su dormitorio y esta vez sí pudo
conciliar el sueño. A la mañana siguiente y muy temprano lo primero que hizo
fue mirar de nuevo ese piso octavo. Las persianas de la terraza continuaban
bajadas y la percepción de las ventanas y cocina no indicaba que allí hubiera
nadie. Las luces estaban ahora apagadas. Siguió con los quehaceres y
crucigramas en su vida cotidiana, pero a la noche quiso acostarse tarde para
vigilar de nuevo ese misterioso piso que tanto le motivaba. Aguantó bastantes
minutos sentada en una pequeña hamaca que tenía en su terraza y efectivamente,
a eso de las doce y pico, de nuevo percibió luces en esa vivienda. Esas luces
permanecían encendidas cuando ella, ya cansada de esperar y vigilar, decidió
irse a descansar. La escena de las luces encendidas en la vivienda se repetían
siempre en la madrugada de los lunes y martes de cada semana.
Un tanto obsesionada con
el asunto, quiso avanzar en la infantil investigación. Repasó las posibles
personas que podían informarle acerca de la situación de esa vivienda. En dicho
bloque su mejor amistad era la de Ivana, quien
con muchos años a sus espaldas, aún aplicaba su destreza como modista para
determinados encargos de la vecindad. A ella también le había cortado,
arreglado y cosido numerosas telas para prendas de abrigo que guardaba en su
armario. Fue a su casa y habló con su marido Damián,
antiguo maquinista en las salas de cine.
“No, no te preocupes
Honoria, que yo te cuento lo que sé de ese piso octavo de nuestro bloque. Allí
vivió durante muchos años una señora mayor, que se llamaba Edelmira. La verdad es que no tenía mucho trato con
la vecindad. La señora era viuda de un factor de la Renfe. Los hijos (tenía
dos) creo residen en Madrid. Cuando falleció, sus herederos pusieron el piso en
venta. Parece que pedían mucho dinero por él, así que desapareció el cartel del
“Se Vende” porque parece pensaron en sacarle alguna pasta con el alquiler. No
sé por qué casi siempre está vacío, aun con los muebles de la finada. Ahora
parece que algunos días de la semana viene un señor, de apariencia muy
honorable, que se queda en la vivienda durante las noche, porque a la mañana
siguiente desaparece y ya no vuelve hasta la próxima semana.”
En ese momento intervino
Ivana, que poseía información complementaria a la que facilitaba su marido ante
una muy atenta Honoria.
“Yo sé algo más del
asunto, pues en la carnicería de don Anselmo se han comentado cosas, que igual
pueden estar exageradas, pero “cuando el río suena, agua lleva”. Hay gente que
conoce al señor del sombrero y la cartera de piel. Trabaja en Hacienda, en uno
de los negociados. Debe tener un cargo importante, porque ocupa un despacho
propio. Se llama don Telesforo. Antes que él
venga algunos días de la semana al piso 8º B, lo hace una mujer joven, que
también la han visto trabajar en ese ministerio de los impuestos. A la mañana
siguiente, abandonan el piso y se marchan los dos juntos calle arriba. Aquí
casi todo se sabe, la gente se da cuenta de los más pequeños detalles. Ah y
añadiría algo más. La chica del pelo rubio teñido no es la única. Ha habido
otras, en ese “garito nocturno” para el solaz esparcimiento del tal Telesforo.”
Y así pasan los días y
las horas en ese pequeño mundo de barrio. Allí es donde Honoria tiene su
indiscreta y documentada terraza. Probablemente esta vecina haya visto la
película de Alfred Hitchcock. Además de los crucigramas y las sopas de letras, con
esa hábil observancia aliada de imaginación, distrae los tiempos muy atenta al
comportamiento de aquellos con los que comparte la relación vecinal. Pero lo
que Honoria Villalva nunca ha llegado a conocer es que en una prestigiosa
revista fotográfica de difusión internacional, publicada en soporte papel (aunque
también posee una muy visitada página web) en un momento determinado salió
publicada una muy curiosa instantánea en la que aparece una señora mayor (ella misma) quien, sentada en una cómoda hamaca de
madera y lonas, tapa/abre sus ojos con unos binoculares que observan la terraza
en la que una chica casi desnuda baila, escena reflejada en el cristal
aumentado de las lentes aproximativas utilizadas. Dicha foto, en blanco y negro
(escala de grises) titulada An observation behind some flower pots, (Una
observación detrás de algunas macetas) fue premiada en un concurso
internacional de la especialidad.-
LA TERRAZA INDISCRETA, PARA OJOS
CURIOSOS
José Luis Casado Toro
Antiguo Profesor del I.E.S. Ntra. Sra. de la
Victoria. Málaga
12 Junio 2020
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