El nombre de una bella localidad jienense, Villaquinta del Olivar, que linda con el perímetro
provincial de Córdoba, hace alusión al principal valor agrario que sustenta la
economía de toda la comarca. Los 1.300 habitantes que integran su último censo
conforman una densidad de población algo baja, teniendo en cuenta la extensión
del término municipal en el que destacan amplias áreas dedicadas al cultivo del
olivo. Aunque no faltan numerosas viviendas unifamiliares diseminadas por el
territorio, la mayor parte de las familias de este tranquilo pueblo andaluz se
hallan ubicadas en el núcleo central de la localidad, enmarcada entre la parte
norte de las Sierras subbéticas y la ladera sur de Sierra Morena.
La plaza principal del pueblo está enmarcada por
varias manzanas de viviendas, que no alcanzan una altura superior a las cuatro
plantas. Los principales edificios “monumentales” que conforman el perímetro
cuadrangular de la plaza son los siguientes: por una parte el dedicado a la
sede del Ayuntamiento de la villa (cuyo
alcalde es don Servando, propietario de una
importante almazara para la producción de aceite); la antigua y petrea Iglesia
del pueblo, dedicada a San Eufrasio, de estilo gótico tardío, regida por el
párroco don Irineo, bondadoso y complaciente sacerdote
que tiene también a su cargo el atender espiritualmente a otras pequeñas
localidades del entorno geográfico, en rotación semanal, utilizando para ello una
moto Vespa gris de segunda mano, cuyas numerosas averías son resueltas por las
diestra sabiduría del mecánico Matías, experto en toda clase de
motores. La única botica del pueblo mira también hacia la plaza,
establecimiento regido por don Cosme,
facultativo titular muy apreciado por el ingenio y eficacia que alcanza en la
elaboración de fórmulas magistrales, para las que utiliza en su mayoría
productos recogidos en la amplia y generosa naturaleza.
Junto a estos emblemáticos edificios, se halla la
popular tienda denominada La Alacena,
propiedad de don Eladio, comercio que ocupa los
bajos (además de un sótano almacén para las mercancías) de un modesto inmueble
de cuatro plantas, donde residen ocho familias, entre ellas la del propio
tendero. En la tienda de este muy conocido comerciante se vende “un poco de
casi todo” pues en la bien dispuesta “Alacena” se puede encontrar desde
ultramarinos, embutidos, conservas de todo tipo y, por supuesto, aceite de
oliva, hasta esas herramientas de ferretería, elementos de mercería, pinturas,
y una parte muy popular de lácteos, panadería y confitería. Se puede decir que
don Eladio, a sus 54 años muy bien llevados, abastece de todo lo necesario a
los vecinos del municipio.
El popular y apreciado tendero contrajo matrimonio
hace 13 años con Mariana, mucho más joven que
su marido, pues en la actualidad tiene 42 años. Dos hijos nacieron del
matrimonio: una niña llamada Laliana, de 8 años
de edad y su hermano menor Darío, que ya suma
cinco primaveras. Ambos acuden, junto a los demás niños del pueblos al grupo
escolar público Virgen de la Cabeza, que
está situado al final de la calle Larga, principal entrada y salida para el
tráfico en Villaquinta, colegio regido por su directora doña Bibiana, veterana maestra nacional, de rígido carácter en
principio pero que al trato con la profesional educativa deja traslucir su
bondadoso y comprensivo corazón.
En un día laborable, los dos hermanos acuden
temprano al colegio, permaneciendo en el recinto escolar hasta las 14:15, hora
en la que finalizan las clases. Este horario continuo de formación permite que
tanto Laliana como Dario dediquen las tardes
a realizar sus deberes, disfrutar del juego con otros amiguitos de la vecindad
y también a estar correteando por la abigarrada tienda, ante la mirada comprensiva
pero siempre vigilante de su padre. Este profesional atiende, generalmente solo,
a la casi continua clientela que acude al popular establecimiento. Cuando sus
obligaciones caseras se lo permiten, Mariana también baja a la tienda, desde el
4º A, del mismo inmueble en el que tienen su vivienda familiar, a fin de echar
una mano a su marido durante algunos ratos.
Cuando están en la tienda, a los dos pequeños les
agrada bajar por esa escalera de caracol que al fondo del lateral izquierdo del
comercio permite acceder a ese gran sótano donde su padre tiene organizados las
mercancías que posteriormente subirá para vender a los posibles clientes. Ahí
ser acumulan sacos de legumbres, palés con muy diversas latas de conservas,
bricks de leche, botellas de aceite, botes de pinturas de todos los colores y
así todo un “mundo” de mercancías diversas, en formas y colores, con las que
esas mentes infantiles, despiertas e imaginativas, recrean curiosas historias
que sustentan su divertimento. Laliana, por ser la hermana mayor tiene la
responsabilidad de no romper nada y controlar la acción de su hermano menor Darío,
ante las advertencias de sus padres de que si rompen algo o causan algún
estropicio tendrán que enfrentarse al correspondiente castigo. Aún así, los dos
hermanos disfrutan, entre risas y carreras bajando y subiendo por esa escalera
de hierro que tiene una forma como de un caracol estirado, conformación
helicoidal en su construcción a fin de reducir el espacio de su necesaria
ubicación.
Una tarde de buena temperatura (algo elevada para
la fecha, en pleno mes de abril) los dos hermanos estaban entretenidos con unos
tebeos que habían intercambiado con unos compañeros del colegio. Sentados en el
suelo y apoyando sus pequeñas espaldas en dos sacos de loneta beige, que
contenían arroz y azúcar en terrores, respectivamente, vieron
entrar en la tienda a un hombre que a ellos le pareció “enorme” en su
altura y que vestía una traje de chaqueta de color gris oscuro. Su camisa,
también de tonalidad gris perla no estaba cerrada por corbata alguna. Su cabeza
se cubría con un sombrero que parecía del mismo color que su traje y por encima
del labio superior tenía un poblado bigote. Muy serio que parecía, al pasar por
el lado de los pequeños se les quedó mirando por breves instantes, pero no les
dijo nada. Pronto se dirigió hacia el mostrador del tendero, cruzando algunas
palabras y estrechándose las manos. Ese hombre tan alto llevaba en su mano
derecha una gran cartera de cuero negro, que dejó encima del mostrador. A los
niños les asustó un poco ese hombre tan alto y tan serio y que vestía casi de
negro, en un día que irradiaba bastante calor.
Desde aquel rincón en el que ambos estaban sentados, escuchaban a su padre y a ese señor que hablaban y hablaban, de algo que ellos no entendían. A Laliana si se le quedó grabada una frase que su papá repetía, con cierta frecuencia: “Entienda, don Críspulo, yo no puedo hacer más”. Después de unos minutos, ese señor vestido de colores oscuros, se despidió de don Leandro, tras apurar el vaso de vino dulce que aquél le había ofrecido, acordando de que volvería el lunes a visitarle. El buen tendero mostraba inequívocamente un rostro preocupado. Al pasar delante de los pequeños se les quedó otra vez mirando, regalándoles una extraña sonrisa. Aquella noche, cuando los dos hermanos reposaban en sus camas, fue Lali (como era usual que la llamaran en casa) quien comentó en voz alta:
“No me gusta este hombre alto y feo que ha estado
en la tienda esta tarde. Su figura me da un poco de miedo. Bueno, bastante
susto. He visto al papi como disgustado, después de que el hombre del bigote
vestido de oscuro, con ese nombre tan raro, se marchara. Hay que hacer algo, Darío,
para que no vuelva más a la tienda. Creo recordar que dijo “volveré el lunes,
Leandro” ¿A ti qué se te ocurre? Yo ya tengo alguna idea para el plan…”
Ese fin de semana los dos hermanos estuvieron
cavilando sobre el “importante” asunto que tenían entre manos. Lali incluso se
lo comentó a su mejor amiga del colegio y compañera de juegos, Jenny. Ésta era una niña, rubita y con pecas, de
origen británico, hija de un técnico agrario, que con su familia había venido a
trabajar en España desde hacía un par de años. Quedaron en verse el sábado por
la tarde, a fin de poner en práctica su “divertido” y arriesgado plan. Las dos
amigas y Dario estuvieron toda la tarde “ocupados”, visitando diversos lugares,
entre otros el huerto de don Cosme (el boticario) y también se colaron por un
lateral abierto en la almazara de don Servando, aunque no por mucho tiempo pues
un perro enfadado comenzó a ladrarles. Viento el temeroso panorama que se les
presentaba, con el “inesperado” e inamistoso guardián del ingenio aceitero,
tuvieron que salir corriendo, aunque en una bolsa de plástico Jenny había
logrado guardar algún material interesante que le podría ser útil a su mejor
amiga.
El plan lo tenían perfectamente organizado para su
aplicación inmediata, si ese lunes u otro día aparecía el inquietante y extraño
hombre, de elevada estatura y vestido casi “de negro”. Efectivamente, ese primer día de la semana, sería
la media tarde, Críspulo de la Dehesa volvió a presentarse en La Alacena, para
hablar con el tendero y propietario Eladio. Tuvo que esperar unos minutos pues
su interlocutor estaba atendiendo a dos clientas asiduas al colmado. Dejó su
gruesa y voluminosa cartera de cuero negro sobre el hueco de un estante que se
utilizaba para depositar algunos pequeños paquetes dejados por el transportista.
Una de las clientas, la señora Desideria, encomiaba al paciente tendero para
que pesara bien el medio kilo de alcachofas y el cuarto de tomates que le había
comprado (era una leyenda urbana o chascarrillo de siempre que el peso de don
Leandro estaba trucado, con respecto a las mediciones que efectuaba). Mientras
tanto, haciendo como si jugaran, Lali y Dario correteaban de aquí para allá,
buscando el momento oportuno para consumar su “decidido y valiente plan”.
Una vez que las clientas abandonaron el
establecimiento, Crispulo se acercó al mostrador de madera, tras el que
esperaba Eladio, que ya había preparado a su interlocutor ese valorado vasito
de vino dulce con el que siempre le obsequiaba. Estuvieron hablando por espacio
de más de treinta minutos y, en esta ocasión, el semblante del buen tendero
parecía más alegre y sosegado que en la anterior ocasión. Dio las gracias, de
manera efusiva, al “amigo” Críspulo, a quien quiso obsequiar con una espléndida
morcilla “de la tierra”, liándola en un saludable papel de estraza e
introduciendo el apetecible y graso presente en una bolsa plástica reutilizada.
A pesar de la negativa expresada en un principio por el hombre de la cartera,
al final el enchaquetado personaje aceptó el “oloroso” manjar. “No es nada,
hombre, seguro que a Sinforosa le agrada, para poder hacerte una buena cazuela
de lentejas.”
Aquella noche de lunes la escenografía fue especialmente diferente en dos
domicilios vecinales, ambos integrados en el apacible y oleícola pueblo de
Villaquinta del Olivar.
Cuando Críspulo de
la Dehesa, interventor de la filial bancaria, llegó a su domicilio, entregó la
espectacular morcilla a su mujer Sinforosa, que hizo grandes elogios del
regalo, prometiendo que esa noche iba a pasar por la sartén algunas rodajitas,
para comerlas con trozos de cogollos de lechuga y rodajas de tomate. Prometía,
para mañana, cocinar unas sabrosas lentejas guisadas, con chorizo y morcilla, que
agradarían a su marido.
Minutos después, Críspulo se dirigió a su despacho,
para abrir su profesional cartera de cuero, que había dejado encima de la mesa
de trabajo. Comprobó con estupor y desesperación como el interior de la misma
estaba “repleto” con decenas de grandes hormigas,
que recorrían, todo asustadas, los numerosos archivos y documentos que
integraban el contenido del gran carterón. Pero lo más desagradable del caso es
que, además de las hormigas, también se encontró con dos paquetitos envueltos
en papel de estraza gris, de los que salía un fétido y penetrante aroma.
Abriéndolos de inmediato, comprobó con la más tensa sorpresa la existencia de
grandes “cagarrutas” de gatos y perros, que despedían un “embriagador” olor a fétida
descomposición.
En otro domicilio del pueblo, los cuatro miembros
de la unidad familiar estaban reunidos esa noche en torno a la mesa, para tomar
la cena. Eladio se dirigía a Mariana, su mujer,
con estas cariñosas y satisfechas palabras:
“Esta tarde ha vuelto a venir Críspulo a la tienda
y el buen hombre me ha dejado más contento y tranquilo tras la buena gestión
que ha realizado. Me ha asegurado que, a pesar de la opinión de sus jefes en el
banco, ha logrado convencerlos de que la letra de la hipoteca que me
correspondía pagar el mes que viene, me la van a aplazar otros seis meses, con
un interés muy favorable. Ya me temía yo que comprar el local de la tienda,
para dejarles un buen patrimonio a nuestros hijos, nos iba a dar buenos
quebraderos de cabeza, pues ha sido un pago muy fuerte el que hemos tenido que hacer.
Pero siempre hay buenas personas, que comprenden las circunstancias de sus
convecinos y tratan de aliviarles, dentro de lo posible, en sus problemas. Esta
noche voy a dormir mucho más tranquilo que los días anteriores, en que me
despertaba una y otra vez por la preocupación”.
Mientras que Darío apenas se dio cuenta de lo que
estaba comentando su padre, Lali si comprendió bien la situación. Fue esta niña
de ocho años la que aquella noche apenas pudo dormir, recordando la “acción”
que Jenny, Darío y ella misma habían realizado, unas horas antes: una valiente
y “arriesgada operación” contra el hombre vestido de oscuro, alto y feo, que
asustaba a los niños con su gran bigote.-
MIRADAS Y ACCIONES INFANTILES, EN LA
ALACENA DE DON ELADIO
José Luis Casado Toro
Antiguo Profesor del I.E.S. Ntra. Sra. de la
Victoria. Málaga
05 Junio 2020
No hay comentarios:
Publicar un comentario