Existen frases, dichos y proverbios que siempre atesoran
una parte o toda la verdad en su contenido, utilidad que todos deberíamos saber
aprovechar aplicándola a la privacidad de nuestros comportamientos. Para el
fundamento de este relato vamos a recordar aquella expresión que dice: “No dejes de subir a ese tren que pasa por tu estación.
Puede ser que no tengas otra oportunidad para montarte en uno de sus vagones”.
Aunque lógicamente su redacción sea variable, según épocas y contextos, la idea
nuclear que manifiesta es suficientemente comprensible. Una opción, que parece
ser la acertada, no siempre llega a repetirse. Si se deja pasar, puede que no
vuelva. Al menos en esas positivas condiciones. El problema de las
oportunidades en el recorrido vital es acertar. Saber tomarlas, en tiempo y
lugar. Si te equivocas, es posible que ya no tengas la suerte de poder
rectificar una errónea decisión.
La acción transcurre en un nublado sábado otoñal.
Un nutrido grupo de excursionistas, pertenecientes a la tercera edad y
vinculados a la Peña recreativa La Buena Sombra,
se disponía a volver a Málaga, su ciudad de origen. Entre jueves y sábado, ese
colectivo había visitado diversas localidades extremeñas, entre ellas sus dos
monumentales ciudades, Cáceres y Badajoz. La salida desde la capital pacense quedó
anunciada para las 18 horas, algo tarde en opinión de muchos asociados, pero
así decidido por la junta directiva en función de un último museo por ver,
cuyas puertas no abrían hasta las cuatro de la tarde. Cuando llegó el momento
de la partida, para sorpresa de los 42 viajeros que ya ocupaban sus respectivos
asientos en el autocar, el motor del vehículo no arrancaba, a pesar de los
repetidos intentos realizados por Sebastián, su diestro conductor. A esa hora
de un sábado no resultaba fácil encontrar un taller mecánico que estuviera
disponible para superar técnicamente el imprevisto. Con esfuerzo localizaron a
un profesional de la automoción que se prestó a desplazarse al lugar donde estaba
aparcado el vehículo, a pesar de que el buen hombre se estaba preparando para
asistir como invitado al banquete de boda de una sobrina suya, evento que
comenzaría a las nueve de la noche. Tras casi una hora de trabajo, el motor
comenzó a “rugir” para alivio de lodos los viajeros, aunque con la preocupación
de que ya faltaban pocos minutos para las 20 horas. Era inevitable que se
llegaría a Málaga bien entrada la madrugada.
El tiempo amenazaba lluvia, precipitaciones
intensas que comenzaron a caer a pocos kilómetros de iniciar la marcha. El
aguacero tormentoso incrementaba su potencia, lo que dificultaba la visión del
conductor, ya que los lavaparabrisas apenas podían cumplir su función debido a
la “manta de agua” que estaba cayendo. Además la velocidad del autocar era cada
vez más lenta (40, 50 kms /h) por el efecto del aquaplaning sobre la calzada
que levantaba verdaderos oleajes al paso de las ruedas. Habiéndose superado ya
las 22 horas por las manecillas del reloj, los directivos de la asociación
indicaron a Sebastián que detuviera la marcha en la primera localidad que
encontrase, pues lo que parecía más sensato era tratar de pasar esa noche tan
intempestiva en un lugar seguro, dado el número de viajeros que se transportaba
y la elevada edad de la mayoría. No era esa la única causa de la urgencia en la
parada, sino que también Sebastián advertía que el motor no carburaba bien y en
cualquier momento podía dejar de funcionar. Al menos la suerte decidió que el
grupo viajero se encontrase con una pequeña localidad, de esas que en muchos
mapas apenas son tenidas en cuenta, punto topográfico que al entrar ilustraba
su nombre a través de un poste indicador: Villaluenga
del Palmar.
Después de dar algunas vueltas por las estrechas y
empinadas calles de ese conjunto de viviendas, gracias a la pericia con el volante
del conductor avistaron, en lo que parecía ser la plaza de la villa, un
establecimiento con algunas luces adormiladas, rotulado bajo el nombre de Mesón el Lugareño. No era un local excesivamente
espacioso, pero sí acogedor, que seguramente ofrecía comidas y descanso a los
camioneros que tomaban esa ruta entre la Andalucía occidental y Extremadura. Atendidos
con solicitud por el “tío Dimas” junto a su mujer
Fernanda y su hija Adelia,
el amplio local quedó densificado de aturdidos viajeros, que se agolparon junto
al hogar o chimenea, espacio que pronto se vio incrementado con nuevos leños de
madera de olivo que calentaban y secaban muchos de los cuerpos humedecidos. El
propietario de esta venta caminera aclaró que en este pequeño núcleo de
viviendas, no estaban censadas más de 300 personas y que la subsistencia del
local estaba en los camiones de mercancías que con frecuencia paraban, para
descansar y degustar las comidas e infusiones que aligeraban la pesadez del
camino.
Dada la hora del día, muy cerca de las once de la
noche, Dimas y Fernanda comenzaron a improvisar algo para “echar” al cuerpo.
Con gran profesionalidad elaboraron bocadillos de pan de molde y cateto,
rellenos de queso, jamón, morcilla o chorizo, delicias para el gusto que pronto
fueron “devoradas” por los treinta y ocho hambrientos pasajeros, quienes
también alabaron ese buen café con leche que tenían en sus manos y los deliciosos
vasos de vino tinto que “entonaban” los ánimos y cuerpos cansados por las
inclemencias meteorológicas. Un enorme bizcocho cubierto de almíbar de naranja
con almendras, partido en trocitos y que trajo Fernanda de la cocina, duró
escasos minutos sobre la bandeja. Todo sabía a “gloria bendita”.
Un socio peñista de los que integraban el grupo
viajero era Herminio Lavajos. Había ejercido
durante más de tres décadas y media, como maestro de educación primaria y desde
hacía dos años había iniciado su merecida jubilación. Él y su mujer, Esperanza,
pertenecían a la asociación recreativa desde hacia tiempo, pero en esta ocasión
el profesor había tenido que viajar solo porque su cónyuge ya había cubierto
los días de asuntos propios y no podía abandonar sus obligaciones en el aula,
ya que aún le faltaban dos años para llegar a la jubilación. Con su taza de
café en la mano y sentado en los escalones que llevaban a las habitaciones
privadas de la familia propietaria de la venta, se entretenía jugando con un
programa de agilización mental en su tablet. Cansado ya del juego, sacó de su
mochila ese bloc que siempre llevaba consigo para ponerse a escribir unas notas
de lo que podría ser su próxima historia o relato. Entre otras actividades para
el tiempo libre, escribir era un ejercicio que profundamente le vitalizaba. En
definitiva era más que evidente que todos iban a pasar allí la noche,
resguardados de la fuerte lluvia que seguía cayendo y del progresivo frío reinante en el exterior del
establecimiento. Cada viajero buscó el lugar más apropiado para el descanso.
Tres amplios butacones pronto encontraron usuarios para el acomodo. Fernanda
trajo también unas tumbonas plegables, que se cedieron a personas mayores con
problemas de espalda. Unas colchonetas deportivas fueron utilizadas por el
personal viajero más joven, para echar un rato de sueño. Pero el antiguo
maestro, muy concentrado, seguía con su paciente labor, escribiendo con el bolígrafo
en el bloc de las historias.
En un momento concreto, se le acercó Adelia, la
hija del propietario ventero Dimas. La chica, como después le confesó, tenía
diecinueve años. Era delgada de cuerpo, su cabello castaño claro lo recogía en
una simpática coleta. La inocencia de su mirada, con unos ojos color entre
verdoso y celeste, reflejaba bondad y curiosidad al tiempo. La agilidad de sus
movimientos mostraba también la juventud que atesoraba. Desde luego una joven
muy bien parecida que protegía su cuerpo con un jersey fucsia de cuello
alto, unos blue jeans bien ceñidos,
calzando unas deportivas azules “cuneras” tipo Converse. Con franca jovialidad,
Delia se sentó junto al veterano profesor y comenzó a expresarle lo que
pensaba:
“Mientras los demás viajeros dormitan, beben o
conversan, “tú” eres el único que escribes. Pienso si le estás escribiendo a
una persona que quieres o si se trata de algún cuento que después le leerás a
alguien que necesite distracción. Yo he ido a la escuela hasta los doce años.
Un bus recogía a los niños repartidos por toda la zona en el amanecer y nos
llevaba al colegio de una ciudad a medio camino de la capital. Por las tardes,
sobre las dos y media, nos devolvía a
nuestras casas para el almuerzo. Pero mis padres necesitaban que yo les ayudase
y a mi tampoco es que gustaran muchos los libros. Porque mi ilusión siempre ha
sido y es llegar a ser una
actriz, como las que salen en televisión y en las películas. Creo que
tengo un buen cuerpo, una imagen agradable para ponerme enfrente de una cámara.
Pero mi padre no quiere saber nada del asunto, cuando se lo pido. Me dice que
tengo muchos “pájaros” metidos dentro de mi cabeza y cambia de conversación. Tú
que pareces que eres persona de cultura ¿me podrías aconsejar y ayudar? Porque
… yo no sé que tendría que hacer para prepararme si quiero llegar a ser una
buena actriz. Vivo aquí, “encerrada” en
este pueblo tan pequeñito, sin apenas salir de él. Así un año tras el otro”.
Los sentimientos de Herminio afloraron, a ver la
limpia ingenuidad de una chica que le estaba pidiendo ayuda para trazar un
camino “vocacional”, o tal vez caprichoso, en el discurrir de su vida. Con una
amistosa sonrisa le respondió que pensaría sobre los deseos que le había
manifestado. Le prometió que aquella misma noche hablaría con su padre, a ver
qué se podría hacer. Adelia respondió mostrando en su rostro una expresión
alegre y agradecida. Antes de tomar decisión alguna y con buen criterio, el
antiguo educador entendía fundamental conocer el punto de vista de Dimas con
respecto a los deseos de su hija. Así que, al paso de unos minutos aprovechó
una oportunidad para acercarse al dueño del Mesón el Lugareño y rogarle si le
podía dedicar unos minutos.
La postura del padre de la chica como respuesta era
a todas luces tozuda e intransigente. Comentaba al profesor que su hija tenía
“muchos sueños en la cabeza” y que ya había intentado algo parecido en alguna
otra ocasión con algún viajero que había visitado el establecimiento. Que su
puesto estaba allí, ayudándole a él y a su madre a fin de sacar adelante el
negocio. A pesar de todos los hábiles esfuerzos de Herminio, la posición de
Dimas era no dar su brazo a torcer.
“¿Pero no comprende que su hija Adelia ya es mayor
de edad y tiene razonable derecho a elegir su propio destino en la vida? Se lo
digo con mi experiencia de educador. Delia merece una oportunidad para labrarse
el destino que ella prefiera. En caso contrario, algún día ella puede
reprocharle su actitud, que me temo es algo o mucho egoísta, con respecto a los
intereses comerciales de Vd. y la ilusión artística de su hija”.
En la mañana siguiente, aunque el tiempo seguía
entoldado, había dejado de llover. Desde el amanecer Sebastián el conductor
había localizado, con la ayuda de Dimas, a un adiestrado mecánico que aunque trabajaba
en un taller de una localidad cercana residía en Villaluenga. Narciso,
recompuso un tanto los problemas del “cansado” motor, a fin de que el mecanismo
respondiera para devolver a la peña excursionista a su lugar de origen. Salieron
finalmente hacia Málaga sobre las 9:30, un tanto cansados en sus cuerpos por
aquella peculiar noche en un mesón “reconvertido” en hotel o refugio. Dimas
había hecho un buen negocio, con el consumo efectuado por el elevado número de
clientes. Herminio compensó la tristeza inicial de Adelia (conocedora de la
frustrada gestión del profesor) entregándole una tarjeta con sus datos personales, prometiéndole que si
iba por Málaga él se prestaría ayudarla, hablando con las personas adecuadas.
“Lucha por tu vocación. No marchites tu legítima ilusión”. La joven le despidió
con una agradecida sonrisa.
Los acontecimientos se precipitaron, tres semanas
más tarde, en forma parecida a la de un guión cinematográfico. Serían poco más
de las nueve de la mañana cuando sonó el timbre de la puerta en casa del
maestro. Al abrir se encontró con la abrigada figura de Adelia, provista de una
modesta mochila. La joven había negociado con un camionero que hacia rutas
semanales hacia Málaga, dejándole una carta explicativa a su padre en la
mesilla de noche antes de su marcha. Atendieron a la chica, que se encontraba
desconcertada y abrumada ante el paso que había dado. De inmediato Herminio
localizó por teléfono a su padre, para explicarle el hecho. Pero Dimas se
mostraba muy enfadado y sin querer saber nada de su “irresponsable” hija. Aun
así Herminio le aseguró que él su mujer cuidarían de Delía, el tiempo que fuese
necesario, tratando de buscar las soluciones más adecuadas para la seguridad de
la chica. Con fortuna tenían un cuarto libre que había dejado su hijo hacía
años, al contraer matrimonio. Tras darle de desayunar y medios para que se
aseara, fue con ella a dos destinos. En primer lugar visitaron una institución
religiosa, regida por monjas, que daban cobijo a mujeres con problemas,
ayudándolas para que encontraran una ayuda laboral en el ámbito del servicio
doméstico. Consiguió que en poco más de una semana tendrían plaza libre para Delia.
Esa misma mañana acudieron a los servicios administrativos de la Consejería de
Educación, a fin de dialogar con un inspector amigo de Herminio, a quien expuso
la situación de la joven pidiéndole si le podía prestar alguna ayuda para sus
objetivos formativos.
Con esa mezcla de voluntad en la decisión, suerte
en la oportunidad y generosidad fraternal o social, el destino de Adelia Verania
se ha ido reconformando en lo positivo. El inspector educativo le halló hueco
en un ciclo formativo de grado medio titulado: Declamación
y arte interpretativo, impartido en un instituto de F.P. al que asiste
por las tardes, desde las 18 hasta las 21:OO horas, enseñanzas que hacen feliz
a una ilusionada futura actriz para la escena. Durante las mañanas, la
ilusionada chica ha encontrado trabajo en casa de una familia acomodada con
hijos pequeños, ayudando en las diversas tareas de la casa. Su conocimiento de
la cocina, adquirido desde pequeña en la venta mesón de su padre, le ha sido
muy útil para ser valorada por esta estable familia en la que ambos cónyuges
trabajan fuera del hogar. Aunque reside en la institución asistencial de las
monjas, pagando una asequible cuota, los fines de semana los pasa en el
domicilio de Herminio y Laura, quienes tratan a Delia con el amor y respeto que
aplicarían a esa hija que no llegaron a tener en su matrimonio.
La rígida actitud de Dimas apenas ha cambiado con
respecto a su hija. Herminio le mantiene constantemente informado acerca de los
logros y comportamiento laboral y educativo de Adelia, gesto que el restaurador
de Villaluenga apenas le ha agradecido. En realidad Herminio continúa
ejerciendo una importante acción tutorial, ya no escolar por su jubilación, sino
humana, sobre una joven que ha querido ejercer el necesario y justo
protagonismo en el diseño de su propio futuro. Sobre todo está al tanto de las
amistades que se relacionan con ella, para evitar, con prudente responsabilidad,
cualquier perjuicio que pudiera sobrevenir a una joven que está “empezando” a
vivir. En correspondencia, la actitud de ella es cariñosa y sincera con este
matrimonio en el que encuentra cálida estabilidad y comprensión. Esta bella historia muestra uno de los muchos
errores que suelen cometer los progenitores, cuando piensan más en sí mismos
que en el derecho y la libertad de las personas, especialmente cuando éstas son
allegadas. Afortunadamente y en este caso, con esfuerzo y generosa voluntad, el
error se pudo restañar.-
UNA VALIENTE OPORTUNIDAD, PARA
EL
FUTURO DE ADELIA
José Luis Casado Toro
Antiguo Profesor del I.E.S. Ntra. Sra. de la
Victoria. Málaga
29 Mayo 2020