Desde hace ya unas décadas, el ejercicio de entregar
la correspondencia ha cambiado profundamente con respecto al de otras épocas.
Hoy día permanece la importancia de su diario servicio para repartir cartas y
otros productos, aunque la revolución de Internet ha modificado profundamente las
características de estos envíos. Aún se siguen “echando cartas” en el correo. Esta
realidad es manifiesta, pero el contenido de las mismas (de manera mayoritaria)
es de naturaleza bancaria o de publicidad comercial. Aquellas entrañables “misivas”
que se escribían a mano hace ya muchos años, por parte de los hijos a sus
padres, de los maridos a sus compañeras, de los hermanos a sus familiares o amigos,
de los novios a sus amadas, con sus textos de carácter afectivo, sentimental,
informativo, narrativo, testimonial, etc. han ido desapareciendo prácticamente
entre nuestros intercambios. En su lugar, las personas disponen de la
versatilidad y rapidez informática que hace posible el correo electrónico, el
poderosísimo whatsapp, la video-comunicación del Skipe, junto a todo ese
conjunto de intercambios en las redes sociales, que no utilizan la tradición del
papel o el sobre timbrado, sino por el
contrario el móvil telefónico, el ordenador portátil o el fijo informático, las
tablets y los ipods, todos ellos con una velocidad instantánea (a tiempo real),
sumando a esta gran ventaja la posibilidad de transmitir fotos, textos, documentación
de la más variada naturaleza, vídeos, canciones e incluso películas.
Tenemos que retrotraernos al siglo pasado, allá en
la mítica década de los años sesenta. En un pueblecito de la alta Andalucía, convive
una familia, compuesta por Ciriaco y Marta, matrimonio de mediana edad, junto a su única
hija Elia (su nombre bautismal es Aurelia)
joven de veintiún años que tiene una niña, Alma,
de corta edad (en pocas semanas cumplirá su año y medio de vida). Esta humilde familia
depende básicamente de los ingresos que aporta Ciriaco, de oficio agricultor,
persona muy laboriosa y esforzada que no sólo trabaja en unas pequeñas tierras
de su propiedad, sino que además “echa peonadas” en las tierras de otros
cortijos como trabajador contratado.
La joven quedó embarazada de un chico, un año menor
que ella, que visitaba la localidad en una cálida y alegre noche de Agosto,
plena de canciones, baile y copas, cuando el pueblo celebraba su fiesta
patronal anual. Aunque los padres hicieron algunas gestiones al respecto, pues
según se supo los dos jóvenes se conocían y habían tenido algunos escarceos
afectivos, la familia del chico y él mismo, residentes en un pueblo cercano, se
desentendieron de la responsabilidad que debían asumir. Al cabo de los meses,
Elia dio a luz una preciosa niña, a la que bautizaron con el nombre de Alma.
Ciriaco y su mujer asumieron la crianza de este nuevo miembro familiar, aún
enojados por la ligereza imprudente con que su hija había actuado aquella desafortunada
noche de feria. Dada la época en que este hecho ocurrió y a la intensa
religiosidad que presidía la espiritualidad de la familia Natal Viñal, nunca se
plantearon interrumpir el embarazo de una hija que había conocido la maternidad
sin haber cumplido aún sus veinte años de edad.
Dos días a la semana, concretamente los lunes y los
jueves, Tarsio Máximo, cartero titular del
consorcio de correos, repartía la correspondencia por los domicilios de
Villaflora del Río, lugar de residencia de la familia Natal. El resto de los días laborables los dedicaba a
realizar su labor de cartero por dos pueblos cercanos a ésta más importante
localidad, atendiendo al número de personas que integraban su población. Cuando
el agradable y servicial profesional, conocido por la mayor parte del pueblo, pasaba
por delante de la vivienda de Elia con su gran cartera de piel sobre los
hombros, solía encontrarse con una joven madre ilusionada que repetía, un día sí y el otro
también, la misma pregunta: “Buenos días, Tarsio,
traes hoy alguna carta para mí?” La respuesta también solía repetirse,
casi con las mismas palabras: “Lo lamento, querida
Elia, hoy tampoco viene nada para ti. Tal vez el jueves llegue al fin esa carta
que tanto te hace esperar”. La sonrisa fraternal de este bondadoso
funcionario público, se cruzaba con el semblante entristecido de la bella joven, que bajaba
los ojos, musitando unas cortas palabras “Gracias,
Tarsio, a ver si ese día al fin llega de verdad”.
El muy sociable y amable cartero (treinta y siete
años de edad, diez de ellos repartiendo la correspondencia por centenares de
viviendas de las tres localidades mancomunadas) conocía bien la historia de esta
joven, hija de Ciriaco. Ella misma le había explicado hacía tiempo que Germán, el padre de su hija, en la única oportunidad
que tuvo para hablar con él (desde aquellos hechos derivados de la noche de
fiesta, el joven se encontraba ahora fuera de la región andaluza) le había
prometido, ante sus insistentes requerimientos y lágrimas, que un día vendría a
por ella y su hija, pero siempre y cuando él pusiera orden en su vida y con un
buen trabajo para mantenerlas, formando juntos un hogar estable. Pero los meses
iban pasando, sin que sus promesas se hicieran efectivas. La pequeña Alma
crecía (en estos momentos había alcanzado ya casi el año y medio de vida)
alegrando con sus juegos, carantoñas y ocurrencias el semblante comprensivo de
sus abuelos y el cariño de una madre que bien la cuidaban. Y en ese tiempo
Elia, ante las injustas miradas y crueles comentarios de la vecindad, que la
“señalaban” sin piedad como una “perdida madre soltera”, aguardaba y aguardaba
esa carta, esas palabras, esa presencia que pusieran fin a una situación por la
que sufría y soportaba con dolor sumiéndole en la incómoda desesperanza. No hay
que olvidar que nos situamos sociológicamente en la España de la década de los
sesenta, años centrales del franquismo desarrollista (turismo, emigración y
planes de desarrollo) pero también presidido, especialmente en estas áreas
rurales, por una mentalidad extremadamente conservadora y ultracatólica.
A Tarsio le apenaba en el alma ver el fuerte
contraste anímico entre la ilusión inicial y la decepción posterior en una muy
joven madre que, cada lunes y jueves, mantenía la fe en recibir esa siempre
comunicación escrita que frustradamente nunca llegaba. Pero ¿qué podía hacer él
sino decirle que “hoy tampoco hay nada para ti”?
Por su parte, Elia se mantenía tenaz en la espera confiando el consuelo de unas
palabras escritas que le anunciaran la próxima llegada de ese aventurero joven,
padre de su hija y el compañero en quien ella seguía confiando, a fin de formar
juntos una familia y evitar ser mirada despectivamente por la crueldad vecinal
como una persona indigna, carente de principios religiosos, ante su conciencia
y la propia comunidad social.
De toda lógica, un cartero siempre desea llevar buenas
noticias en los textos de esas cartas que va entregando de puerta en puerta, un
día sí y otro también. Pero también comprende que, en no pocas de las
ocasiones, el contenido de la correspondencia que reparte no despertar á la alegría o
esas sonrisas que nos hacen sentirnos más felices, sino todo lo contrario:
algunas veces esos textos provocarán lágrimas, tristezas e incluso
desesperación. Pero su obligación en todos los casos, como buen servidor
público, será entregar a sus destinatarios los correos que los remitentes envían,
pagando el servicio con el correspondiente franqueo. Pensaba Tarsio: “serán
buenas o malas noticias pero, por encima de esa dicotomía, lo más triste del
caso es percibir la pesadumbre de muchas personas, jóvenes o adultas, que
anhelando recibir una carta de alguien más o menos conocido, ven pasar los días
y los meses sin recibir ese sobre, esas palabras, ese recuerdo, esa atención
hacia su persona”. Precisamente, esa era la complicada esperanza de Elia.
Un jueves de Marzo, faltando unos minutos para las
once del mediodía, el timbre de la vivienda familiar de la familia Natal Viñal
sonó con inusual insistencia. Abrió la puerta Marta, quien se extrañó en ver
frente al quicio de entrada la figura familiar del cartero, con el ánimo
aparentemente excitado.
“He comenzado el reparto unos minutos
antes de la hora prevista. El motivo es que repasando el correo, me he
encontrado con una grata sorpresa. Traigo una carta para tu hija Elia. Y en el
remite aparece el nombre de Germán ¿Se encuentra ella en casa?”
No había terminado de pronunciar las últimas palabras, cuando,
efectivamente, Elia salió de la cocina y un tanto sobresaltada arrebató el
sobre que enarbolaba Tarsio. La pequeña Alma observaba, jugueteando con su
peluche, el movimiento nervioso que hacía su madre, subiendo rápidamente la
escalera hacia el dormitorio, rasgando con energía el sobre que asía en sus
manos.
El texto de la carta, numerosas veces leída por la
joven y sin poder reprimir las lágrimas, no era excesivamente largo. Estaba
fechado en Madrid, dato que confirmaba también el matasellos del franqueo.
Germán se dirigía a Elia con palabras amables, disculpándose por su temeroso o
“cobarde” comportamiento desde que tuvo noticias del embarazo de la chica. Le
explicaba que tenía algún trabajo en la capital española, en el sector de la
construcción. Añadía que aunque no ganaba mucho y tenía que costear la pensión
donde vivía, procuraba ahorrar algún dinero, pensando en el futuro. Aún no se
sentía con la madurez suficiente para afrontar un matrimonio y menos para
ejercer la paternidad. Pero que el tiempo le ayudaría a ver la realidad con más
claridad y tal vez entonces asumiría su responsabilidad. Mientras tanto le
deseaba a ella y a su hija lo mejor. Su despedida era más bien fría. Sólo una
frase amable de “con mi respeto. Germán”. En
el remite no aparecía anotado dirección alguna. Únicamente, el nombre de quien
había escrito la misiva.
En los días sucesivos, contrastaba en Elia la
desilusión por lo inconcreto de las intenciones de su amada y lejana pareja,
con la tenaz esperanza de que, en un futuro no muy lejano, llegasen nuevas
misivas con el anuncio de que “su Germán” vendría a por ella y la hija que
ambos habían procreado. Alma necesitaba un padre y un hogar estable, que
liberara a las dos, madre e hija, de los comentarios y chascarrillos insidiosos
de esas personas que con tan escasa bondad y abundante aburrimiento hacen tanto
daño a los demás. Por su parte, Tarsio seguía realizando su cotidiano trabajo,
percibiendo en la chica un mayor sosiego en esas esperas ante la puerta, que cada
dos días a la semana, realizaba una mujer que mantenía su deseo ilusionado ante
el paso del comprensivo y servicial repartidor de correspondencia. La chica
preguntaba y él respondía con una “paternal” sonrisa: “hoy tampoco traigo nada
para ti, sólo mi sonrisa y amistad, querida Elia, pero tal vez el jueves o el
lunes de la semana próxima pueda ser…”
El calendario continuaba su avance, con esa fría
aritmética ajena a los humanos errores. Desde aquella carta inicial que recibió
Elia, no hubo más comunicación salvo una en Navidad, cuando Tarsio pudo llevar,
con alegre emoción, otra carta que, como la primera, venía únicamente con el
nombre de Germán en el remite. En su contenido deseaba felices fiestas a Elia y
también a su hija. La frase “no os olvido” llenó de esperanza el sentimiento de
esta joven madre. También fue una sorpresa que dentro del sobre adjuntara un
billete de cincuenta pesetas, a fin de que se le comprara un bonito regalo a
Alma, para la emocionante celebración de los Reyes Magos. Las ilusiones de Elia
seguían plenamente vigentes, pero nada más aconteció, en este terreno, durante
los próximos meses.
Y llegó la cálida estación veraniega. En junio,
Alma cumplía sus dos años de edad. Los abuelos, en connivencia con su madre, le
habían preparado una pequeña fiesta de aniversario, a la que habían sido
invitados diversos amiguitos y amiguitas de la pequeña. Adornaron la casa con alegres
dibujos y farolillos de papel tintados con vistosos colores. Marta preparó una monumental
tarta de chocolate para su nieta y los demás invitados, que disfrutaron de lo
lindo, aquella tarde “aterralada” (con 41 grados a la sombra) en la alberca del
tío Raimundo que, en esta ocasión, no protestó por las travesuras y juegos de
los niños en el agua.
Serían las seis de la tarde, cuando sonó el timbre
de la puerta. Nadie podía imaginar que quien aguardaba en la entrada era un
apuesto muchacho, de veintitrés años de edad, el cual traía un gran oso de peluche
bajo el brazo. ¡Germán! El inesperado impacto que provocó su presencia resultó
muy emocionante para todos, aunque la tensión inicial por parte de Ciriaco era
manifiesta, previa a un “estallido” de imprevisibles consecuencias. El enfado
de aquél no llegó a mayores. Era el padre de su nieta y en la fiesta de ésta
era aconsejable guardar las formas. La propia Elia, al ver allí en su casa al
chico por el que tanto había suspirado, cayó fulminada al suelo, presa de los
nervios, en un espectacular desmayo que a todos asustó. Rápidamente su madre le
preparó una taza con infusión de tila a fin de reanimarla, pues sufrió incluso
algunas preocupantes convulsiones.
Todos ya más tranquilos, reanudaron la celebración.
Ciertamente, Germán Elia y Alma se apartaron del bullicio de familiares, amigos
y vecinos, dirigiéndose a una una zona arbolada plantada de olivos. Mientras que
la pequeña jugaba muy contenta con “Pipón” el gran oso peluche que le había
traído su padre, los dos jóvenes se miraban y miraban, mezclando las sonrisas y
los gestos nerviosos para con las palabras.
“Sé que os he hecho mucho daño. Mi
comportamiento no tiene fácil defensa. Pero son cosas de la inmadurez. La falta
de experiencia y de años nos hacen cometer actos cobardes, irresponsables y
faltos de humanidad. Este tiempo, teniendo que buscarme “las lentejas” en la
soledad, sin otra ayuda que mi trabajo, en una gran ciudad como es Madrid, me
han venido bien para madurar y reflexionar. A través de mi familia he sabido de
vosotros. Y esas dos cartas que me has enviado en estos años, me han servido de
mucho. Yo no me atrevía a responderte, aunque al final pensé que lo mejor era
ponerme ante ti y pedirte perdón. Y qué
mejor fecha que presentarme aquí el día del cumpleaños de Alma. Y gracias por
la foto. Esa foto de ti con la niña siempre la llevo conmigo…..”
“Germán, yo no te he enviado carta
alguna. En realidad, tampoco sabía donde vivías ni tu dirección exacta. Y no
sólo me extraña lo que dices de mis cartas, pues tampoco te he mandado la foto
que dices. No lo entiendo. Acepto que tus dos cartas, en todo este tiempo, me
han hecho mucho bien, dándome esas esperanzas que tanto necesitaba. Pero tú
bien sabes que en ellas no venían direcciones o datos para localizarte. Por eso
no te podía contestar…”
Los dos jóvenes se miraron muy extrañados ante el curioso
y difícilmente explicable asunto de las cartas. ¿Qué estaba pasando? Ninguno de
ellos tenía conciencia de haber escrito esas misivas que, precisamente, ambos
habían recibido. Ante la confusa situación, la propia Elia corrió a su cuarto y
trajo los dos sobres (que guardaba primorosamente con celo) para mostrárselos a
Germán. Éste leyó el contenido de ambas cartas y muy serio respondió:
“Te aseguro Elia que ésta no es mi letra ni yo he
escrito los textos que contienen. Alguien, muy hábil, ha usado mi nombre.
Entonces supongo que tus cartas tampoco han sido escritas por ti. Ese alguien, sin
duda muy inteligente y creo que con las mejores intenciones, ha querido
acercarnos. Ha de ser una persona de mucho bien. De todas formas, lo más
importante es que al fin hoy estamos aquí los tres juntos. Tenemos que pensar,
con responsabilidad y sosiego, en nuestro futuro. Y, sobre todo, en la
educación de nuestra niña, que debe crecer, querida y educada por un padre y
una madre que se quieren y necesitan”.-
José L. Casado Toro (viernes, 30 Marzo 2018)
Antiguo profesor del I.E.S. Ntra. Sra. de la Victoria. Málaga
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