El siempre emocionante último día de cada año, lo
que los ingleses denominan New Years Eve, significada con esa larga y densa
Noche (llamada popularmente la Nochevieja) repleta
de alimentos, bebidas y una intensamente festiva celebración, no es igual para todas las personas. Parece evidente
que, al desenfadado y feliz acústico jolgorio de la mayoría ciudadana, habría
que sumar o considerar esa significativa parte de la población que no puede
celebrar estos eventos como hacen las demás personas, por razones obvias de sus
ineludibles obligaciones profesionales al servicio de la comunidad. En este
grupo social se encuentran los cuerpos de la policía nacional y autonómica, que
velan por la seguridad ciudadana, el personal sanitario que atiende a los
enfermos en los centros hospitalarios o en los demás servicios de urgencia
médica, el Real Cuerpo de Bomberos y los miembros de Protección Civil, para los
incendios y demás catástrofes y aquellos otros trabajadores que prestan sus
servicios en los numerosos establecimientos de restauración, que funcionan
hasta muy avanzadas horas de la madrugada. Todos ellos forman el ejemplar grupo
de abnegados ciudadanos, para los que la noche del 31 de diciembre ha de estar
condicionada por su responsable e irrenunciable ejercicio profesional al
servicio del resto de la población.
De alguna forma, es también el caso de una aún
joven mujer. Regina Belén Bahía es la hija
única de doña Eloísa Bahía
Fuente del Campo, una señora viuda que permanece ingresada en un centro
hospitalario desde hace varias semanas, con severos fallos multiorgánicos, agudizados
por su ya avanzada edad. Aunque la enferma tienen familiares lejanos, es Regina
quien se encarga de estar junto a su madre durante unas horas pues la mercería
donde trabaja, desde hace unos quince
años como dependienta, tiene un horario diario de apertura hasta las 8:30 de la
noche. A esa hora, suele tomar el autobús para desplazarse a la clínica, donde
permanece acompañando a Eloísa hasta
prácticamente la medianoche. De manera habitual, baja unos minutos a la
cafetería del centro hospitalario para hacer alguna consumición y cuando vuelve
a su domicilio completa la cena con algún alimento o infusión antes de irse a
la cama. Los fines de semana puede estar más tiempo junto a su madre, pues los
sábados por la tarde y lógicamente los domingos la mercería cierra o interrumpe
su actividad comercial.
Don Blas es el propietario de El Dedal, comercio
tradicional para las labores de costura y complementos en el vestir,
establecimiento que heredó de su padre, el fundador de este pequeño y
tradicional negocio. Este veterano y experto comerciante aprecia mucho a su
empleada Regina, persona que destaca por su responsabilidad y prudencia. Esta
ejemplar empleada no sólo se ocupa de atender a los clientes que acuden a la tienda,
sino que también “echa una mano” en las tareas organizativas de una tienda
dedicada al comercio detallista en la que se manejan centenares de pequeñas y
diversificadas mercancías. La sede del establecimiento está muy bien ubicada en
pleno centro antiguo de la urbe malacitana, teniendo una clientela fiel y
consolidada, en la predominan las compradoras sobre los clientes masculinos. En
este popular establecimiento se puede adquirir todo tipo de botonadura, hilos,
diversificado material de costura, lanas, ropa interior y también prendas de
vestir, cordones de zapatos, cremalleras, agujas de coser y esas otras que
permiten hacer punto… todo un amplio y abigarrado almacén de productos para la
laboriosidad familiar. La organización de este “pequeño mundo” de mercancías
exige paciencia, laboriosidad y don de gentes, a fin de que el cliente salga lo
más satisfecho posible de la tienda y prometa su intención de volver. La
experiencia y profesionalidad de esta dependienta resulta básica para el funcionamiento de este
negocio.
En lo humanamente personal, Regina, que tiene en la
actualidad treinta y siete años, con una apariencia física bastante normalizada
(sin destacar especialmente por los elementos “estándar” de la belleza exterior)
mantuvo un largo noviazgo con una persona bastante mayor que ella. Pero en una
desafortunada pero clarificadora tarde, tuvo la dura oportunidad de ver a su
pareja afectiva manteniendo un comportamiento intensamente “encariñado” con una
joven de gran belleza, en uno de los jardines próximos al Puerto. Bernardo estaba “oficialmente” realizando un viaje a
una localidad cercana de la Axarquía, a fin de realizar unas ineludibles gestiones
comerciales de representación para una conocida marca de embutidos y mermeladas.
Esta deslealtad o duplicidad afectiva provocó inevitablemente una dolorosa ruptura,
en la monótona relación que ambos mantenían. Estos desafortunados hechos, para
la vida sentimental de la dependienta, sucedieron hace ahora poco más de un
año. A este conflicto se le ha unido los “severos” problemas de salud que
atraviesa en la actualidad su madre, todo lo cual ha dado lugar a que la
situación anímica de esta mujer se haya ido debilitando y degradando,
perjudicando lo que hasta entonces era un carácter alegre y positivo en la
normalizada sencillez de su vida.
Y hoy llega la lúdica y festiva tensión anual del 31 de diciembre, con esa “simbólica” extensa Noche en
la que cada uno interpretamos, con los rudimentos escénicos que nos
caracterizan, esos roles aparentes de felicidad y jolgorio, para despedir un
marco temporal que nos dice adiós, que deja paso a otro nuevo que llega, con
sus alforjas presuntamente “inmaculadas” repletas de esperanzas y cambios. Pero
en el caso de Regina, su noche va a estar condicionada por la responsabilidad y
el cariño debido a una madre que la adoptó, cuando apenas ella llegaba al mundo,
anciana mujer que ahora yace en la cama de un hospital, afrontando la dura realidad
del deterioro físico impuesto por la naturaleza a los organismos de amplia
longevidad.
En la mañana de este último lunes del año, el
propio don Blas, conociendo la situación familiar de su empleada y mostrando
esa bondad que siempre de manera ejemplar le ha caracterizado, ha ofrecido abrirle
las puertas de su hogar, para que comparta con su familia la despedida del
calendario y no se sienta sola en casa durante esa noche tan especial. También Maritina, una compañera
eventual que es contratada para los periodos en los que el trabajo se
densifica, con esa juventud desbordante que se atesora a los veinte años, le ha
“ofrecido la mano” para que se una a su pandilla de amigos, grupo que va a
organizar una fiesta de despedida en una sala de fiestas sita en el Camino de Antequera, zona del
Puerto de la Torre en el norte malacitano. Pero Regina Belén se ha excusado
ante los dos sinceros y cálidos ofrecimientos, explicando su voluntad de
permanecer durante esas horas festivas junto a la persona que ha sido a todos
los efectos su madre, pues el cariño, la dedicación, la educación y el sustento
que de ella ha recibido, supo eclipsar la maternidad genética de otra persona
que ninguna de las dos llegó a conocer.
Eran las seis de la tarde cuando llegó
al centro hospitalario, con el ánimo de acompañar a su madre en esa transición
de la anualidad para ofrecerle su agradecida y filial compañía. Elogiosa y
ejemplar actitud la mostrada por su hija, aunque doña Eloísa pasaba más tiempo
adormilada, por efectos de la sedación que los médicos le aplicaban, que en
estado de plena consciencia. En esos escasos momentos de total lucidez hablaba
poco, aunque miraba continuamente a su hija, regalándole sonrisa tras sonrisa,
a fin de aportarle y transmitirle esa fuerza y confianza que compensara la
indudable preocupación que su único familiar próximo se esforzaba inútilmente
en disimular. Regina tenía decidido tomar algo en la cafetería, cuando llegara
la hora normal de la cena y después seguiría junto a su madre distrayéndose con
algunos de los programas que emiten las cadenas en esta noche de celebración y
jolgorio. Ya, para la hora del descanso, podría echarse en el sofá cama que
todas las habitaciones (individuales) tienen dispuestas para el acompañante que
quiera pasar la noche junto al familiar o amigo enfermo. Sería una entrada de
año muy diferente a las últimas celebraciones que madre e hija habían pasado
juntas, teniendo su pequeña fiesta íntima en su propio domicilio.
No había transcurrido una hora desde su
llegada a la habitación, cuando tocaron en la puerta y a los pocos segundos
entró Teo, un joven, agradable y dinámico enfermero al que
conocía por los días en que su madre enferma llevaba encamada y por algunos gratos
momentos de conversación que ambos habían tenido oportunidad de mantener. Se
había creado entre ambos una sencilla amistad y proximidad de carácter. Este
profesional de la enfermería era ciertamente unos años más joven que su
interlocutora, la cual se sintió aliviada con la posibilidad de tener a alguien
de tan abierta personalidad con quien intercambiar algunas palabra, durante
tantas horas de visitas hospitalarias. Comunicación agradecida en el silencio
de una habitación que, como la de todos los centros sanitarios, destaca
especialmente por ese olor tan característico
a medicamento, aroma parecido al alcohol, que emana por doquier dada la
funcionalidad médica de la edificación.
“¡Hola, Regina! De nuevo por aquí. Me
alegro de verte. Estoy seguro de que esta tarde no trabajas, pues hay miles de
establecimientos que cierran con horario anticipado, por el tema de las fiestas
de Nochevieja. Pero ya ves, hay algunos trabajadores a los que nos toca hacer
una entrada de año muy diferente. También me ocurrió en la Nochevieja de hace
dos años. En fin, es nuestro oficio y lo hacemos con la mayor y mejor
disponibilidad. No hay otra. Los “compas” tenemos, en la sala de enfermeros y
auxiliares, algunas cosillas de Navidad para cenar, “chucherías”que previamente
nos hemos traído de casa. Las doce campanadas las escucharemos emocionalmente
con la bolsita de uvas en la mano o tal vez en alguna habitación donde se nos
haya reclamado por parte de los encamados, a causa de alguna necesidad. Por
cierto ¿hasta qué hora te vas a quedar aquí junto a tu madre? ¿Tienes algún plan
para tomar las doce uvas, en casa de algún conocido o en alguna cena a la que
te hayan invitado?”
Cuando Regina le explicó su intención de quedarse
allí toda la noche, bajando sólo unos minutos a la cafetería a tomar algo
“solido” a horas de cenar, el jovial enfermero sonrió con afecto, disponiéndose
a continuación a cambiar el propósito de su muy responsable interlocutora. Lo
iba a hacer aplicando esa convicción con la que sabía dotar a sus palabras, de
manera especial cuando se le habla a las personas con las que se tiene una
cierta afinidad.
“¡Pero mujer! Escucha con atención lo
que voy a decir. Yo, personalmente, junto a los compañeros a los que nos ha
tocado el turno de guardia esta noche, vamos a estar aquí. Todo enfermo que
necesite nuestra atención, te aseguro que la va a recibir con la mejor y pronta
diligencia. Quedarse aquí toda la noche no tiene sentido, pues ni vas a poder
cenar bien, ni tampoco vas a descansar como lo harías en tu propio domicilio.
Tu madre, ahora duerme pero, si despertara. ella te diría algo parecido a lo
que yo te voy aconsejar. Ahora, dentro de unos minutos, tengo un ratito de
descanso (lo que llamamos en broma la “merendola”). Te puedo acompañar a ese
súper que está a no más de veinte metros del hospital y que al ser regentado
por comerciantes orientales no cerrará hasta bien pasadas las diez de la noche.
Este establecimiento suelen tener muy buenos productos. Eliges alguna cosita
agradable para la cena y esa botellita de sidra que tan bien sienta en estas
noches en las que se abusa de la ingesta. Estos “chinos” han puesto una nueva
sección de fruta. Puedes elegir unidades de productos tropicales y te haces una
súper macedonia de fruta con almíbar … bueno, yo te doy la receta ahora ¡ Me
tendrás que pagar el copyright!”
La chica se sentía un poco abrumada ante la
amabilidad y bondad que este joven transmitía, a no dudar, con una transparente
credibilidad. Teo, prácticamente desde el ingreso de su madre, había tenido una
gran deferencia hacia su persona. En realidad, el planteamiento que le estaba
haciendo el buen enfermero era bastante lógico. Su madre pasaba más tiempo
dormida que despierta, gracias a los efectos de la sedación que la dirección
médica le estaban, con inteligente y profesional humanidad, aplicando. Decidió entonces
que se quedaría más o menos hasta las diez y después se desplazaría a su casa a
cenar algo, ver un poco de la tele y a descansar. En la mañana del 1, ese
primer día de un nuevo calendario, no más tarde de las nueve horas, volvería de
nuevo a la habitación del hospital, para estar junto a su madre. Teo le
aseguraba que ante cualquier modificación en la situación clínica de doña
Eloisa, marcaría su número de móvil para tenerla al instante bien informada.
Minutos después, los dos buenos amigos se dirigieron
al comercio regentado por los orientales, llamado La
Gran Muralla, a fin de comprar un poco que queso y jamón cocido, junto a
unas frutas tropicales que resultaban en apariencia ciertamente apetitosas. A
medida que avanzaban las horas de la tarde, con la llegada del oscurecer
nocturno, las circulación y el ajetreo callejero
habían ido paulatinamente decreciendo. Los preparativos para la última cena del
año, en la propia casa o con el desplazamiento a otros domicilios de familiares
y amigos, priorizaba netamente el interés de la ciudadanía. Los cada vez más
reducidos viandantes, caminando bien abrigados por las aceras y plazas de la
ciudad, parecían tener una evidente prisa. A la gente se la veía como llevando
consigo esa tensión nerviosa en la que se mezclan un tanto desordenadas las
palabras, los pensamientos y las ilusiones festivas de una fecha emblemática, la
del 31 de diciembre, con la que ponemos fin a una larga y contrastada anualidad
en hechos y vivencias.
Han pasado ya abundantes amaneceres, a partir de los hechos aquí narrados. En la tarde
de un luminoso sábado, con ropajes cromáticos y aromáticos de la recién avenida
Primavera, dos jóvenes personas se encuentran sentadas en una terraza de la
zona portuaria. Ambos disfrutan de la agradable brisa marina, regalo y don de
la naturaleza que acaricia y juega tonificando, con la generosidad solar, todo
esos cuerpos necesitados de consuelos y esperanzas. Comparten sendas tazas de
café y unas pequeñas galletas de canela, ciertamente sabrosísimas para todo exigente
buen paladar. El calor humano, la cercanía afectiva y los consejos oportunos de
Teo han sido para Regina como un bastión insustituible de cariño y apoyo
constante, que ha hecho más llevadera la nueva situación en su vida. La
carencia ahora de una madre, cuya ausencia supera los límites de la lógica y la
necesidad, resulta siempre una dura experiencia difícil de asumir. Pero él y ella, ella y él construyen caminos y planes
ilusionados para su futuro en común, con esa connivencia de dos seres que saben
acomodar las sonrisas, acompasar los latidos y enriquecer esas miradas para las
que no se necesitan palabras. Sólo es necesaria la proximidad. Sólo es irrenunciable
el cariño recíproco.-
ESAS OTRAS ÚLTIMAS NOCHES DE LA ANUALIDAD.
José L. Casado Toro (viernes, 28 Diciembre 2018)
Antiguo profesor del I.E.S. Ntra.
Sra. de la Victoria. Málaga