Se trata de una desafortunada realidad que
periódicamente nos llega a través de las redes mediáticas para la comunicación.
Y es que ese injusto comportamiento social se repite una y otra vez, a pesar de
que surgen voces en la sensatez que denuncian su errónea realización, clamando
por el inteligente y necesario cambio en nuestros hábitos y respuestas. El
hecho, objeto de controversia, posee una fácil exposición: hay personas que merecerían en vida un público
reconocimiento y sin embargo sólo acceden a ese elogio social cuando les llega
la hora en que nos abandonan para siempre. Son ciudadanos ejemplares que
sufren en vida la falta o indiferencia de reconocimiento social e incluso la
acerba crítica sobre sus esfuerzos y méritos profesionales. Sin embargo, cuando
les llega su último y postrero viaje, surgen voces de aquí y de allá, hermosas palabras
escritas y pronunciadas que, incluso de forma exagerada, potencian y ensalzan
todas esas bellas cualidades y valores que adornaban en vida a la persona,
reconocimientos que ahora ya no puede lamentablemente escuchar y considerar.
Esos emocionados gestos y laudatorias se
materializan a través de vibrantes discursos, cálidos homenajes, celebración de
congresos para la memoria, concesión de placas, monolitos y otros elementos en
las calles y plazas de nuestras ciudades. También hay recintos públicos y
privados que comienzan a lucir sus nombres, convocándose premios y concursos
artísticos bajo su advocación. Se publican también libros que glosan y
magnifican la figura y trayectoria de estas personas, se les erigen esculturas que
muestran su imagen más o menos realista o idealizada y no faltarán películas u
obras teatrales argumentalmente centrados en todos estos, ahora ya, “venerados
y añorados personajes”… Pero todo ese homenaje y aplauso social casi siempre les
llega tarde, cuando ellos que son los verdaderos protagonistas de los
honores ya no los pueden apreciar. Sí lo harán sus familiares y descendientes,
que se preguntarán con tristeza por qué ahora sí y
antes no. Vayamos, hora es ya, a una significativa historia, ambientada
en este realista, absurdo y teatralizado contexto.
Sandro Barcala Palanca nació en el seno de una muy humilde familia de
campesinos castellanos, residentes en un pueblecito llamado VILLA ALEGRE DEL MONTE que apenas supera en la
actualidad los cuatro mil habitantes. Su padre, Eusebio,
que mezclaba su dedicación como pastor de cabras y ovejas con trabajos
esporádicos en la agricultura, se había casado en tiempos de la posguerra civil
española con Trinidad, que se ocupaba de
atender las labores del hogar y la educación de su único hijo.
La infancia de Sandro estuvo centrada en la ayuda a
su padre con el cuidado del rebaño, por lo que desde esa corta edad fue
conocido en el pueblo como “el hijo del cabrero”. Su maestro en la escuela
unitaria, don Remigio, vio desde pronto en su
callado e introvertido alumno unas dotes innatas para el dibujo. Este artístico
don lo expresaba en cualquier oportunidad que se le presentaba: siendo muy
pequeño, pintaba figuras incluso en las paredes de su caserón (con los castigos
correspondientes de su madre) y aprovechaba las libretas escolares para mezclar
en sus páginas bellos e inocentes dibujos que compartían el espacio con esos
ejercicios y deberes de aritmética y
caligrafía realizados en la escuela. Desde siempre Eusebio quería para su hijo
un oficio seguro, haciéndole ilusión verlo vestido algún día con el uniforme de
la guardia civil, pero en todo caso siempre podría seguir su propio oficio con el que mantenía a su corta
familia: el ejercicio del pastoreo por el campo.
Con el paso a la adolescencia, las cualidades del
chico para la expresión artística se iban acrecentando, mejorando los trazos y
las mezclas cromáticas, que revelaban una predisposición autodidacta asombrosa,
pues de nadie recibió enseñanza alguna para avanzar en su estética y plástica
capacidad. A poco de cumplir la mayoría de edad y cansado de soportar la rígida
disciplina paterna, decidió poner en marcha un cambio profundo en su vida,
cambiando el oficio de pastor por aquello que más le satisfacía: la pintura en
los lienzos y tablas. En la madrugada de una noche de enero y habiendo dejado
una breve nota de despedida para sus padres sobre el aparador del comedor, salió
de su casa con una modesta maleta, en la que guardaba unas prendas de ropa
básica. Se dirigió con presteza hacia la estación, con la intención de tomar el
tren correo que pasaba por ese punto ferroviario a las 6:45 del amanecer. Su
destino era Madrid, en la estación de Chamartín, a donde llegó a las 11:45 del
mediodía, con cuarenta minutos de retraso. En su cartera el ilusionado pintor
guardaba unos limitados ahorros, que superaban en poco las 300 pesetas.
Fueron unos meses muy duros en el frío invierno de
la capital española, donde sobrevivió trabajando de camarero en un bar de la
calle de Esparteros, próximo a la Plaza Mayor. El dueño del negocio, don Ignacio, le permitió ocupar una pequeña
habitación en el ático del viejo edificio, a cambio de ampliar su horario de
trabajo con la inclusión en el mismo de los fines de semana. A pesar de la
limitación espacial, invertía lo poco que ganaba en la compra de tubos de
pintura, pinceles, lienzos y cartulinas, material utilizado para hacer aquello
que más le satisfacía en sus ratos libres disponibles.
Una noche, mientras servía en el bar a unos jóvenes
gallegos con los que había entablado amistad, éstos le hablaron de sus
proyectos para emigrar a tierras de América, concretamente a Buenos Aires. Le
animaron a que se uniera a ellos, pues pensaban embarcar en el puerto de
Algeciras una semana después. Le explicaron las gestiones que habría de
realizar al efecto y ya, en el mes de Marzo, tras una dura travesía, pudo pisar
el suelo argentino. Allí trabajó en oficios muy diversos (limpieza,
restauración, fontanería, vigilancia nocturna…) sin dejar el ejercicio de la
pintura, en todos esos momentos que le dejaban libre sus obligaciones
laborales.
Por esos azares de la fortuna, alguien le habló de
un pintor ya muy mayor, llamado Mateo, que
solía dar clases de pintura a chicos jóvenes aficionados a esta destreza.
Acudió a visitarle, llevándole una gruesa carpeta repleta de láminas con
dibujos, acuarelas e incluso algunas pinturas de lienzos al óleo. El veterano
artista y profesor quedó entusiasmado al ver esas muestras de un autodidacta
que lograba dibujar con tal estilo, perfección, e imaginación. Le permitió
utilizar el local del viejo estudio de su propiedad. Allí Sandro fue puliendo
su capacidad plástica, con los sabios consejos de su protector. No abandonaba
los pinceles ni un solo día, aunque fuera restándole horas al descanso.
Fueron años de avance continuo en la perfección de
su estilo, comenzando una prometedora trayectoria de exposiciones y muestras
que le permitió comenzar a vender cuadros, grabados, acuarelas y bocetos que le
reportaron esos ingresos tan necesarios para subsistir e incluso para poder
adquirir un estudio propio, con mayor luminosidad, espacio y proyección social,
por su céntrica ubicación. Su nombre se fue consolidando en el mundo del arte
local y nacional, pues comenzó a exponer en las galerías más importantes del
país e incluso viajar con este mismo fin a muchas ciudades del extranjero,
actividad y estilo que acrisolaba su nombre en el mercado artístico
internacional. Trabajó mucho y ello le fue reportando sustanciosos ingresos,
aunque lo que más apreciaba y valoraba era el prestigio de su nombre en los
circuitos del arte mundial.
Nunca le apeteció volver o visitar a su pueblo
natal. La relación con sus padres era casi inexistente, pues estos
progenitores, recios castellanos, nunca asumieron su “huida” aquella noche de
invierno en los albores de los años sesenta. Trinidad fue algo más compresiva y
de tarde en tarde cruzaba algunas misivas con su afamado hijo, mientras Eusebio
prácticamente renegó de quien era parte de su sangre, entregándose en sus
últimos años de vida al silencio de las mañanas y a la bebida embriagadora de
los atardeceres, práctica que le ayudaba a sobrellevar su avanzada y
deteriorada vejez. Sólo los más antiguos del lugar recordaban que el Eusebio y la Trini eran los padres de aquel
“callado” e introvertido joven a quien todos llamaban “el hijo del cabrero” y
que hacía años había emigrado para las Américas.
Sólo una vez decidió tomar el avión y con un coche
de alquiler desplazarse a Villa Alegre del Monte. El motivo de este viaje fue
el fallecimiento de Trinidad, su madre, a los casi noventa años de edad. Su
padre se había ido hacía ya unos tres lustros. En el momento de volver a pisar
tierra española la edad de Sandro superaba ampliamente su media centuria, siendo
un afamado artista de los pinceles, reconocido y ensalzado por la más especializada
crítica mundial. Ahora residía de manera permanente en un caro ático de
Manhattan, en el Estado de Nueva York, con espectaculares vistas al río Hudson.
Sus inversiones y cuenta corriente sumaba muchos dígitos de dólares. Sus
exposiciones y conferencias eran celebradas y aplaudidas por un público que
veía en él a un nuevo genio de la plástica pictórica. Sin embargo, en aquel
sencillo sepelio de su madre (al que acudió un reducido número de vecinos)
nadie supo reconocerle. Habían pasado ya treinta y siete años desde aquella lejana
noche en que, siendo muy joven, abandonó el recinto familiar con el objetivo de
tomar el tren con destino a una nueva e incierta forma de vida.
Una mañana de julio 2015, Isaac,
el joven concejal del Ayuntamiento de Villa Alegre del Monte, encargado de las
áreas de cultura, fiestas, deporte y salubridad, con el grado universitario de
Historia del Arte en su currículum académico, pide permiso para entrar en el
despacho de su compañero de Corporación, el Ilmo. Sr. Alcalde del municipio, Bernardo Barrientos.
“Buenos días, Bernardo. Anoche, mientras
“navegaba” por Internet, llegué a unas páginas de arte, en las que pude conocer
el fallecimiento, a sus 75 años, de un pintor muy prestigioso en el ámbito
culto del arte contemporáneo. Se llamaba Sandro Barcala y era español de
nacimiento, aunque hace unos años logró la ciudadanía norteamericana. El
gobierno de Washington accedió a su petición, por sus grandes méritos en el ámbito de la pintura y a su
fijada residencia en ese país. Pero, leyendo esa información e investigando al
efecto, descubrí un dato que te puede asombrar. Este gran personaje, premiado
por las más selectos círculos del arte mundial había nacido precisamente aquí,
en nuestro pueblo, del que emigró a los diecinueve años de edad. Era hijo de
unos humildes labriegos y en su infancia y juventud era conocido por el apodo
de “EL HIJO DEL CABRERO”, actividad que desempeñó ayudando a su padre. Se están
celebrando grandes homenajes en honor de este genio de los pinceles, por lo que
he pensado que también nosotros podríamos hacer algo interesante y aprovechar
el tirón y el lustre mediático que ese homenaje, en su pueblo natal, nos pueda
reportar”.
El Sr. Alcalde de la Villa, quien por cierto era el
propietario de las dos panaderías /confiterías existentes en el pueblo, se
mostró entusiasmado ante la “suculenta” oportunidad que le estaba transmitiendo
su inteligente concejal de cultura, a fin de organizar una espectacular fiesta
para su lucimiento como primer edil. Isaac dispuso desde ese preciso momento
con toda la confianza del compañero alcalde, a fin de organizar unos lúdicos actos
festivos en memoria del “ilustre hijo de la villa”.
Ambos políticos pensaron en la conveniencia de
levantar una gran escultura que se ubicaría en
la porticada plaza principal del pueblo, enfrente precisamente del edificio que
ocupaba la remodelada Casa Consistorial. Habría ¡como no! que preparar la
correspondiente y sentimental placa conmemorativa,
los emocionados discursos, invitar a las autoridades de la capital y se escucharía el Himno Nacional bajo acordes de la Banda Municipal. “Podemos
organizar toda una
gran paella popular para ese día ¿no te parece compañero Barrientos? “Eres
un lince, en esto de darle lustre a la corporación. No te olvides tampoco, Isaac,
del baile
popular, la orquestina y el montaje de una gran gincana para el juego de los niños. Daré orden al
obrador de mi pastelería, a fin de que preparen una monumental
tarta, con la figura de Sandro bajo un dosel, digna de figurar en el
libro Guinness de los records, que será degustada por todos los asistentes”.
Se arbitraron fondos de aquí y de allá, a fin de
que todo estuviera a punto para la celebración del gran día. Villa Alegre del Monte, ese modesto y perdido
pueblecito castellano de poco más de cuatro mil habitantes, iba a tributar un
cálido, merecido y festivo homenaje al preclaro hijo del pueblo, el genial
artista de los pinceles Sandro Barcala, aunque hubiera fallecido siendo
ciudadano del coloso norteamericano, tras haber cambiado hacía años su
nacionalidad.
Aquel tórrido domingo de agosto, la gran Plaza del
pueblo estaba llena “a rebozar” completamente ocupada por los lugareños del municipio
y otras muchas autoridades que se habían desplazado desde la capital de la
provincia. Entre estas personalidades se hallaba el propio Ministro de Cultura del Gobierno, La Presidenta Autonómica y el Consejero de Cultura, el delegado del
gobierno en la Comunidad, la mayoría de alcaldes
de toda la comarca, autoridades civiles y militares
de la provincia, representantes de la Universidad
y, ocupando un lugar destacado del protocolo en la tribuna del acto, el venerable
y orondo prelado de la diócesis, luciendo el
ceremonioso y caluroso atuendo representativo de su dignidad eclesiástica. Los
goterones de sudor, en tan ilustre dignidad y en las demás autoridades
asistentes, corrían con mesura por sus respectivos rostros, La monumental
escultura del ínclito homenajeado permanecía cubierta por un gran telón de seda
beige, en cuyo frontal destacaba impreso el escudo de la ciudad sobre un gran
rótulo cuyo texto con letras azules decía:
“A NUESTRO MEJOR HIJO PREDILECTO: SANDRO BARCALA.
AYUNTAMIENTO DE VILLA ALEGRE DEL MONTE”.
A la hora fijada para el comienzo del acto, siete
de la tarde en el cálido estío veraniego de la Castilla más profunda, el Ilmo.
Sr. Alcalde de la localidad se disponía a proceder a la apertura oficial del
acto. La banda Municipal aguardaba para entonar el Himno Nacional, al final de
los discursos con el descubrimiento de la gran escultura (3,25 m de altura)
fundida en bronce, que descansaba apoyada sobre un gran dosel del más recio
granito. La expectación ante un acto de magnitud inusual en el pueblo (ni los
más veteranos ciudadanos podían encontrar entre sus experimentadas memorias
algún evento parecido) era por completo excepcional. Ya situado en el atril de
los intervinientes, Barrientos desplegó un par de hojas que tenía guardadas en
el bolsillo derecho de su chaqueta color azul plomo.
“Respetadas autoridades que nos
honran con su institucional presencia…”
palabras que en ese preciso momento fueron interrumpidas por una estentórea voz
procedente de la primera fila de invitados, que decía “por
favor, tengo que hacer una muy importante aclaración”. Quién esto manifestaba,
a viva voz, era un señor de mediana edad, cabello cano, ridículo bigotillo, traje
gris y zapatos negros muy brillantes, el cual se dirigió hacia la tribuna de
autoridades, portando un gran sobre blanco en su mano izquierda. Los tres
policías locales que se hallaban delante de la tribuna, confundidos por el
inesperado y osado gesto del visitante, no hicieron ademán alguno de frenar las
diligentes pisadas del espontáneo interviniente que ya subía los cuatro
escalones del gran estrado de madera montado al efecto.
“Le ruego que me perdone, Sr.
Alcalde, por interrumpir el inicio de su intervención. Soy miembro del ilustre
Colegio de Notarios de Madrid. En calidad de mi función notarial recibí, hace
exactamente catorce meses una carta, que veía firmada por la persona a la que
hoy quieren tributar un institucional y popular homenaje. Se me facultaba, en
dicha misiva, para que, en el ejercicio de mis responsabilidades delegadas por
esta persona, le hiciera entrega de otra carta adjunta, a fin de que fuese
leída públicamente, si en algún momento iba a tener lugar un evento como el que
ahora nos ocupa. Esta carta está dirigida, con el visado notarial, al Ilmo. Sr.
Alcalde de Villa Alegre del Monte y
remitida por D. Alejandro Barcala”.
El Alcalde, presa de los nervios y aturdido ante lo
que debía de hacer en tan confusa situación, tomó el sobre en sus manos, lo
rasgó y extrajo una cuartilla manuscrita, que se dispuso a leer ante la
sorpresa de todos. El silencio era absoluto entre las miradas de asombro de los
presentes, intrigado auditorio que se preguntaba en su intimidad acerca del
contenido de aquella tan misteriosa misiva.
“Sr. Alcalde. Si el contenido de esta
carta se hace público, será una evidente muestra de que mi persona ya no estará
en el mundo de los vivos. Y también de que se me va a realizar un homenaje,
póstumo, en el que yo sería el principal protagonista. Antes de que dicho acto
se lleve a cabo, quiero expresarle mi firme deseo de renunciar a este homenaje.
En vida, mi pueblo natal nunca lo hizo. En ningún momento se ocupó de recordar
a un humilde joven, que en los ya lejanos años sesenta decidió emigrar hacia el
extranjero, buscando esa fortuna profesional y económica que aquí se me negaba.
Con mucho sacrificio y esfuerzo, logré alcanzar mi más preciado objetivo
vocacional: convertirme en un artista profesional de los pinceles que, al paso
de los años, he llevado con orgullo el nombre de mi patria por todos los
rincones del mundo. Pero la indiferencia y olvido de mis gentes me llevó,
desanimado ya, a buscar la cobertura política, económica y social de otro gran
pueblo que tuvo a bien concederme su nacionalidad.
Sr. Alcalde: los homenajes y
reconocimientos han de hacerse en la vida, de quien así los hayan merecido.
Ahora, en este incierto momento de la lejanía, es tarde. Personalmente no creo
ya en ellos y, por consiguiente, renuncio racionalmente a los mismos. Dediquen
sus esfuerzos a conseguir una ciudadanía más solidaria y generosa, con aquellas
personas que se esfuerzan por llevar y difundir el nombre de sus raíces por esas
otras sociedades que se han prestado generosamente a acogerles. Repito, Sr.
Alcalde: los homenajes, las placas y el verdadero afecto ha de mostrarse y realizarse
en vida.
Con el respeto hacia el cargo que
representa, reciba el saludo de Sandro Barcala, aunque algunos tal vez me puedan
recordar como “el hijo del Cabrero”.-
José L. Casado Toro (viernes, 28
de Julio 2017)
Antiguo profesor del I.E.S. Ntra.
Sra. de la Victoria. Málaga
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