Hace ya algunos años, tuve la afortunada oportunidad
de escuchar a un buen profesional de la farmacia pronunciar una frase que se me
ha quedado grabada para fortuna de la memoria. Mientras esperaba para ser
atendido, el farmacéutico titular le transmitía a un amigo (cuando estaba
guardando en una bolsa numerosos medicamentos que éste había comprado) un
excelente consejo, tanto por su contenido como por la persona que lo expresaba:
“Aunque parezca un poco chocante que sea
precisamente yo quien lo diga, pienso que el mejor fármaco es todo aquello que
te pueda hacer sonreír e incluso reír de una manera sana”.
Este buen mensaje era bastante positivo y
dinamizador, de manera especial, porque en demasiadas ocasiones intentamos
solventar situaciones “depresivas” en lo anímico acudiendo a la ingesta de
excesivos productos químicos que ayudan a ese fin, qué duda cabe, pero que
también incitan a su abuso y dependencia, con los perjuicios correspondientes
para el estado general de nuestra salud. Cuando sonríes, o brota en tu persona
una saludable risa o “carcajada”, ya estás avanzando en una inteligente
disposición para compensar y relativizar esos problemas o dificultades que
hacen mella, más o menos inesperadamente, en nuestro estado orgánico. Es obvio
de que hay personas que potencian nuestra alegría, mientras que otras, por el
contrario, nos producen tristeza, inquietud o desánimo.
Conocí a Venancio del
Rosal de una forma un tanto curiosa e inesperada. Cierta tarde, muy
próxima ya la estación veraniega, me dirigía a una de las zonas ajardinadas de
nuestra ciudad con el propósito de pasar un buen rato de lectura. El tiempo,
gratamente primaveral, acompañaba para este objetivo de sentarme plácidamente
en una de las zonas del Parque malacitano. Al pasar por un espacio habilitado
para el juego de los niños, observé que muchos de los pequeños, junto a sus
progenitores, formaban un corrillo alrededor de un señor ya mayor, que parecía estar narrando algún cuento o escenificando cualquier
historia que hacía reír a los críos y también a muchos de sus padres.
Permanecí allí durante unos reconfortantes minutos,
compartiendo una situación definida por la alegría y la siempre necesaria
sonrisa. Este hombre se dirigía a los niños con una familiaridad y llaneza
plena de bondad y amistad. Era admirable
su habilidad para provocar las risas, el interés y ese lenguaje que nos hace
afortunadamente ver las cosas de otra forma y sentirnos bien. Me llamó de manera
especial la atención el hecho de que al finalizar ese buen rato narrativo, este hombre no pidió nada a cambio. Saludó a su vital
auditorio, prometiendo que otra tarde acudiría al mismo lugar para narrar y
escenificar sus chascarrillos y agradables historietas, para el divertimento de
los más jovencitos que le atendían. Reitero lo de que no pasó “el platillo” ni
pidió compensación alguna. Parece ser que se sentía plenamente satisfecho con
el buen rato que había logrado regalar a ese joven auditorio que le había
escuchado entre risas y aplausos.
Quiso la suerte de que unos días más tarde volviera
a encontrarme con esta generosa persona. En esta ocasión ocurrió en uno de los
ángulos de la histórica Plaza de la Merced, próximo a la que fue casa natal del
pintor Pablo R. Picasso. A esa templada hora de las siete, en la tarde, la
romántica y coqueta plaza estaba bien repleta de niños que jugaban y también de
paseantes, una gran mayoría turistas con sus cámaras de foto y móviles al uso.
Allí, muy próximo a la estatua sedente del genial artista, había logrado formar
un concurrido círculo de espectadores, la mayoría niños, para hacerles pasar un
buen rato con sus cuentos y esas mímicas que provocaban las sonrisas del vitalista
auditorio. Me quedé otro buen rato observando la inteligente habilidad de este
hombre mayor (estaría por sus sesenta anualidades avanzadas, tal vez los
setenta) a fin de distraer sanamente a la chiquillería del lugar.
Pero ¿quién era este
dinámico y popular personaje? La respuesta pude encontrarla a través una
larga entrevista que le fue realizada y publicada subsiguientemente en la
edición dominical de un diario local. Venancio
se había dado a conocer socialmente pues, por el contexto de las respuestas,
llevaba ya muchas semanas “regalando” su generoso espectáculo a numerosos niños
ilusionados con sus habilidades. Este hombre era el mayor de nueve hermanos, pertenecientes
a una familia humilde, algunos de cuyos antepasados habían buscando acomodo
laboral en la emigración, tanto en el norte de Europa como por el sur del
continente americano. Era hijo de D. Delfín, de
profesión cartero, del que siempre escuchó su orgullo laboral a causa de poder
llevar buenas y más desafortunadas noticias, a tantos hogares de las barriadas
malagueñas. Para Venancio, el hecho de
ser el mayor de tan numerosa prole familiar fue un condicionante de
responsabilidad que siempre aceptó gustoso, a fin de ayudar a sus padres en el
cuidado y educación de los hermanos más pequeños.
Con esfuerzo y tesón aprendió el oficio de
practicante, actividad que ha estado ejerciendo durante casi cuarenta años en
una pequeña clínica de su propiedad,
modesto pero importante local ubicado en una barriada muy densificada de
población. Su amor y dedicación por los más pequeños no fue correspondido por
el destino. No tuvo la alegría de tener hijos en el matrimonio que formó con Ana, una laboriosa esposa que, por el carácter y
mentalidad de su marido, siempre se dedicó a las labores del hogar.
Hace ya tres años, decidió acceder a la jubilación
laboral. Había cotizado como trabajador autónomo durante unas cuatro décadas,
lo que le ha permitido disfrutar de una pensión económica, no amplia pero
suficiente, a fin de atender las necesidades materiales de Ana y él. Sus manos habían
ido perdiendo firmeza, exactitud y pericia, a causa de unos temblores de origen
neurológico, probablemente a consecuencia de la edad. Esa molesta limitación aconsejaba
que dejara el ejercicio de una profesión que siempre exige evitar los errores
en la curación de las heridas y en esas inyecciones cuyo objetivo básico es
sanar los cuerpos con problemas de salud.
“La verdad es que me aburría
soberanamente. Haber ayudado a tantas y tantas personas, a lo largo de cuatro
décadas de mi vida, sintiéndome útil y solidario con esa “fontanería”
estropeada en nuestros cuerpos, contrastaba con la situación de mi vida actual como
pensionista, muy tranquila, demasiado sosegada y al tiempo un tanto inútil y tediosa.
Pensé en los niños ¡cómo no! esas “almas” que yo no puede tener en mi
matrimonio, pero a los que mucho ayudé cuando venían con sus padres a la
clínica, para que les curase de sus heridas y enfermedades. Claro que recordaba
los cuentos que les contaba a mis hermanos pequeños. Y los juegos que
improvisaba con ellos durante tantas tardes de invierno o en la templanza
lúdica de los largos períodos vacacionales en la escuela. Muchos de esos
cuentos e historietas eran simples productos de mi imaginación. Había que
distraer a numerosos hermanos, ya que la economía de mis padres no hacía posible
el veraneo o el simple hecho de ir todos juntos al cine para ver alguna
película.
Así que me dije: ¿existe algo más
hermoso que la sonrisa de un niño? ¿por qué no dedicar parte de ese “infinito”
tiempo que tengo por delante cada día, en hacer feliz a esos chavales que
necesitan motivos para reír y disfrutar en esas sus vidas que apenas están
todavía en sus inicios? Dicho y hecho. Comencé mi modesta tarea escénica por
los jardines, normalmente en aquellas zonas donde se han instalado juegos para
el público infantil. Más tarde, me dirigí a la dirección de algunos hospitales,
especialmente donde hubiera niños encamados. El Materno infantil fue el primero
en el que se me dio autorización para organizar, un par de días a la semana,
algunas sesiones en el salón de actos o en algunos espacios adaptados en sus
diversas plantas. Allí improvisé los cuentacuentos, las chirigotas y esas sencillas
actuaciones que despiertan sonrisas, la ilusión y el encanto en muchas caras,
cuyos cuerpos soportan el dolor de la enfermedad y la propia estancia en un
centro médico, atmósfera muy diferente a la que gozan en la realidad de sus
casas, con sus familiares, amigos y vecinos del barrio.
Claro que sí, me siento un hombre
plenamente afortunado. Reconozco esta afortunada realidad. Desde un punto de
vista egoísta ¿qué mayor premio o compensación puedo tener cuando distraigo,
entretengo y, sobre todo, comparto la sana alegría de unos pequeñuelos que ríen
y se lo pasan bien con las “payasadas” que tantas veces improviso? Pero el tema
que mejor me sale y que más interés despierta son esos cuentos e historietas
que fomentan la imaginación y el interés de ese improvisado auditorio que
atiende interesado y divertido a mis narraciones”.
Pero la vida de todas las personas, también la de
Venancio por supuesto, se ve influenciada por esa azarosa “ley de compensaciones” que nos trae el destino en
sus alforjas, con luces para la esperanza y sombras infortunadas de ingratitud.
Transparencias y opacidades en la evolución de ésta y otras biografías, que
muestran el caprichoso devenir de los humanos caminando por la sendas de sus
respectivos calendarios.
Una poderosa cadena mediática, que opera en el
ámbito de la prensa, la comunicación radiofónica y la difusión televisiva, se
puso en contacto con este peculiar A.T.S. jubilado, proponiéndole la
intervención diaria en uno de sus programas de tarde. Y es que “el boca a boca”
de sus habilidades se había difundido ampliamente, incluso fuera de Málaga. Su
participación televisiva consistiría en dedicar unos minutos (no más de quince)
al público infantil, entre lunes y viernes, en esa franja horaria de las 19 a
las 19 y 15. En ese breve espacio de tiempo, narraría alguna historia o relato,
escenificaría algún pasaje vinculado a cuentos imperecederos e incluso probaría
con canciones o poemas para los espectadores más jóvenes de la cadena.
Durante los fines de semana tendría que desplazarse
a Madrid, sede de los estudios centrales, en donde grabaría los cinco sketchs
que serían emitidos durante cada una de las semanas. Dispondría de un equipo de
asesores que le prepararían y sugerirían temas, materiales, escenografía y la
necesaria indumentaria para cada una de las escenas a representar. Le hicieron
un primer contrato de dos meses, renovables en función de las mediciones de
audiencia. Su mujer Ana, una y otra vez, se esforzaba en poner muy variadas
excusas a fin de no desplazarse a la capital de España acompañando a su marido
para las correspondientes grabaciones. Estos viajes se desarrollaban entre la
mañana de los sábados y el último AVE del domingo, ya casi en la media noche,
procedente de la Estación ferroviaria de Atocha.
Los repetitivos y “oportunos” weekends era
esperados y aprovechados, con anhelo y celo afectivo, por dos personas que desde
hacía algún tiempo mantenían una secreta y fogosa
relación. El pobre Venancio nunca sospechó que precisamente dentro de su
propia familia había una persona que había puesto los ojos y el corazón en su
propia esposa. Era una secreta atracción, gestada desde hacía años,
correspondida por una insatisfecha Ana. En realidad, la relación entre ella y
su marido de toda la vida había languidecido, años ha, bajo el peso rutinario
del acomodo mecanicista.
Tras la emisión de la cuarta colaboración del
improvisado actor, con la cadena televisiva que lo había contratado, los
índices de audiencia fueron crueles con las expectativas despertadas por este
preclaro juglar urbano del siglo XXI. Fue “despedido” con el rito amable de las
palabras y una no muy elevada compensación económica que, precisamente, ambos
cónyuges aprovecharon para hacer un recorrido turístico por diversas ciudades
del mejor Marruecos. Precisamente, en una de esas tardes de atardeceres
dorados, con el brillo áureo del sol sobre las dunas de arena desértica, Ana y
Venancio, en la senectud de sus calendarios, fueron lo suficientemente
valientes para poner claridad y racionalidad en la realidad de sus vidas.
En la actualidad, Venancio habita la soledad de un pequeño
apartamento en régimen de alquiler. Continúa realizando esa solidaria y hermosa
labor de distraer y alegrar a los niños, por muchos de los parques urbanos de
la ciudad. Pero, en esta segunda etapa de su experiencia, las cadenas
mediáticas ya “pasan” de su persona. Ha dejado de ser aquella curiosa y grata novedad
social. Su labor con la infancia es meritoriamente encomiable, aunque ya no “despierta”
el afán comercial en esas estresadas empresas que viven y “luchan” con denuedo
por el interesado y caprichoso “maná” de los índices o shares de audiencia.
Mientras y con fortuna, los niños siguen dibujando sonrisas y esperanzas, en un
mundo equivocadamente alocado y falaz.-
José L. Casado Toro (viernes, 7 de
Julio 2017)
Antiguo profesor del I.E.S. Ntra.
Sra. de la Victoria. Málaga
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