En tiempos de contracción
económica los grandes problemas, junto a las anecdóticas y pequeñas contrariedades
de la vida diaria, tienden generalmente a magnificarse en su real significación.
Esta a veces radicalizada actitud probablemente es debida a los nervios y
preocupaciones que a todos afecta, de una u otra forma, acerca de tener que soportar
y sobrellevar un estado o situación depresiva en los tres factores básicos para
el bienestar material: la estabilidad del empleo, el poder adquisitivo de las
familias y esa fluidez en los intercambios comerciales que hace posible la creación
y dinamización de la riqueza.
Abel, junto a los demás compañeros que trabajan en una empresa privada de
reparto urgente de mensajería y paquetería, se siente inquieto ante los
rumores, que proceden de aquí y de allá, con respecto a un posible cierre
empresarial por parte de los propietarios del negocio en el que prestan
servicio. Aunque su mujer Sara le transmite, de
manera repetida, ese sabio consejo de que ha de aprender a relativizar los problemas, especialmente ahora que
sólo es un desagradable rumor, él se muestra un tanto abrumado ante esta
incierta situación.
Ambos cónyuges han formado un matrimonio joven, con
numerosos gastos incrementados ahora por el reciente nacimiento de Estrella, la hija que han deseado traer al mundo. “… No te atormentes más, que esa amenaza aún no se ha
producido. Y si llega, trata de relativizar la situación, por grave que
parezca. No te voy a ocultar que sería complicada y difícil, pero no extrema.
Buscarás, con más o menos suerte, otro trabajo. Yo también continuaré, aplicando
más fuerza aún si cabe, con mis tareas de costura, qué algún necesario ingreso siempre
nos reporta”. Palabras muy sensatas de su mujer, pero que difícilmente compensaban
esa intranquilidad económica ante su incierto futuro laboral.
En este contexto, un hecho inesperado vino a
incrementar ese convulso estado de ánimo en que este padre de familia se
hallaba inmerso desde hacía algunas semanas. Un viernes de Febrero, ya en la
madrugada (las manecillas del despertador habían pasado de las dos en la noche)
suena en el dormitorio de la pareja el móvil de Abel. Un tanto sobresaltado,
atiende la inoportuna (por la hora en que se efectúa) llamada. Al otro lado de
la línea estaba su madrina Elo. Esta compulsiva
señora, de manera angustiada y con aires imperativos, le dice lo siguiente:
“Sobrino, no sé si ya estaréis en la cama. Pero debo
pedirte que, a la mayor urgencia, vengas a verme. Te quiero explicar un asunto sobre
el que anhelo tener tu opinión y consejo. Lo que voy a transmitirte, de manera
personal, también de alguna forma te puede afectar. Además me gustaría veros,
pues la última vez que lo hice fue en el verano pasado. Vente mañana para acá y
os pasáis el fin de semana conmigo. Sé que no me vas a defraudar”.
Conociendo bien como era el carácter de su tía, no
era de extrañar este indelicado y extraño comportamiento. ¿Qué cosa tan urgente
tendría que comentarle? ¿Era normal toda esa prisa, a fin de mantener un
diálogo aunque éste fuese importante? Hacerle ir a SALAMANCA,
a más de seiscientos km. por carretera desde la capital malacitana suponía una
petición motivada por algo de extremada gravedad. Las perspectivas suponían
casi siete horas de viaje, y eso no realizando demasiadas paradas en la ruta. Desde
luego, sería algo sumamente importante lo que quería transmitirle. Pero, antes
de avanzar en la historia ¿quién era Elo y qué
influencia tenía sobre la persona de su único sobrino?
Eloisa de la Romaleda hizo, siendo bastante joven, un atractivo
matrimonio con un veterano bodeguero, por cierto, dos veces viudo. Para ello
tuvo que trasladar su residencia a la capital salmantina. Dada la notable
diferencia de edad entre ambos cónyuges, él falleció cuando ella apenas había
superado la treintena. Le quedó, para su goce y seguridad, una saneada herencia.
A poco de estos hechos, su única hermana menor Miriam
(tras un desafortunado accidente en una carretera secundaria) dejó huérfano a
un niño de sólo siete años. Al ser madre soltera, Elo se encargó de su cuidado
y educación. Para Abel, su tía fue una verdadera madre aunque, bien es verdad,
con el paso de los años, esta mujer fue potenciado en su carácter ese estilo de
las decisiones insospechadas e incluso “pecando” de excentricidad. A pesar de
que facilitó buenos colegios a su sobrino, éste nunca se caracterizó por su
amor a la cultura, por lo que a su mayoría de edad dejó de convivir con su
madre/tía en la capital salmantina, volviendo a Málaga, ciudad de origen de
ambas hermanas.
A pesar de tener una situación desahogada en lo
económico, Elo siempre se caracterizó por ser muy celosa de su dinero,
accediendo con “cuentagotas” a las necesidades y peticiones de Abel que,
incluso en la hora de su matrimonio, tuvo que “hacer muchos números” ante la
escasa generosidad económica de quien mejor le podía ayudar. De todas formas,
siempre trató a su tía con afecto y delicadeza pues, aparte de agradecerle su
atención en la infancia y adolescencia, no en balde sabía que algún día sería
el único heredero de los bienes que aquélla bien guardaba y enfermizamente atesoraba.
Apenas había amanecido, Abel se dispuso a emprender
un largo y cansado viaje, camino de la ciudad castellana. Sara se negó a
acompañarle, aduciendo varios motivos. Consideraba una pasada más (no había
sido la primera) la urgente petición de su tía política. En Febrero el tiempo agudizaba su temperatura y por
aquellas tierras la Aemet (Agencia española de meteorología) prevenía acerca de
la caída de fuertes lluvias durante el fin de semana. Además, su hija Estrella
estaba algo acatarrada. Abel comprendió las razones de su mujer y tras un
frugal desayuno tomó un pequeño maletín donde Sara había introducido alguna
ropa de abrigo, muda y un neceser con lo básico para la limpieza corporal. Y
emprendió la larga marcha (eran las 8:15 de una mañana nublada) en su “veterano”
Peugeot, comprado en una oferta de
ocasión y con antigüedad de casi nueve años.
Mientras conducía, iba pensando en que tal vez tía
Elo había decidido ayudarle (le había hecho conocer el previsible cierre
empresarial de la empresa donde trabajaba) o generosamente discutir con él
aspectos relativos al testamento que habría decidido firmar, pues ya no era una
jovencita. Todo lo contrario, su carnet de identidad marcaba la edad de los
sesenta avanzados. En estos pensamientos se encontraba, mientras escuchaba en
su conducción varios atractivos CDs con canciones de Lionel Richie, Roxette y
Joe Dassin.
Dos horas y media ya de conducción. Era necesario
estirar un poco las piernas y al tiempo reportar algo de combustible, pues la
aguja del nivel de gasolina estaba presta a entrar en la zona roja. En una GALP,
además del combustible aprovechó para tomar un nuevo café (siempre bien cargado
y prácticamente sin azúcar) emprendiendo de nuevo la marcha. Haciendo el stop de salida en la Estación de
Servicio, a fin incorporarse a la carretera general, vio a una chica joven con
cara “angelical” que estaba haciendo autostop con un cartel a sus pies en el
que sólo aparecía la palabra CÁCERES. Vestía su frágil cuerpo con un abrigo beige,
vaqueros muy gastados al igual que también estaban unas botas Quechua de las
que se utilizan para las marchas senderistas. Cubría su cabeza con un gorrito
de lana color rojo, blanco y franjas verdes. También se protegía con una gruesa
bufanda. Bajó la ventanilla y le hizo una señal para que subiera. La joven puso
la mochila que llevaba en el asiento trasero, ocupando después el asiento junto
al conductor. Abel pensaba que tantos km para recorrer iban a serle muy
aburridos, por lo que un buen ratito de conversación con la chica le ayudaría a
hacerlos más llevaderos. Además ayudaba a una persona que por alguna razón
necesitaba desplazarse, en un día en el que el frío agudizaba y las
posibilidades de lluvia eran ciertas.
Silvia tenía 18 años cumplidos. Hacía un par de meses que se había ido de
casa con su pareja, un rockero, hábil en la palabrería, que le había llenado la
cabeza de proyectos e historias para el encanto. Esa decisión la había tomado
en contra de la opinión de sus padres, unos labriegos que nunca vieron con
buenos ojos los “pájaros” y las fantasías del destartalado y escasamente aseado
personaje. Habían convivido en varias ciudades de Andalucía, cantando por las
plazas y zonas de paso a fin de recoger algunas monedas. El chico estaba
enganchado a las drogas y cuando se metía todo ese veneno en sus venas, entraba
en un estado de catarsis y gestos violentos, cuyos golpes iban todos dirigidos
al delicado cuerpo de su asustada y hambrienta compañera. Una noche, mientras
el joven dormía bajo unos soportales de la capital granadina, ella tomó su
mochila y salió literalmente huyendo hacia el Camino de Ronda, donde un
camionero la recogió llevándola hasta la salida de Sevilla oeste, camino de
Extremadura. Su intención era volver a casa de sus padres, unos labriegos que
tenían su casa familiar en JARANDILLA DE LA VERA.
No sabía como la iban a recibir, pero cualquier cosa era mejor que esa vida
trashumante de hippy que “Robert” le ofrecía, con sus sueños, violencias y
desequilibrios.
En Mérida hicieron una nueva parada, donde Abel se
ofreció a invitarla a un bocadillo. La chica no había comido desde la tarde del
día anterior (un “suculento” menú Kebash, de 4 euros). Ya en la entrada de
Cáceres se despidió de esta temporal acompañante que, de manera espontánea, le
dio un par de besos, pidiéndole que viniera alguna vez con su mujer e hija a
esta ciudad monumental. Le aseguró que en la casa de sus padres, en pleno terruño
extremeño, serían muy bien recibidos.
Aún restaban más de doscientos km. por recorrer
hasta la ciudad salmantina, donde pensaba llegar más o menos sobre las tres de
la tarde. Pero aún iba a tener una nueva sorpresa en su ruta. A medio camino
entre las dos capitales, una vez superada Plasencia, vio a lo lejos un Renault
blanco parado en el arcén de la carretera y fuera del mismo un hombre joven que
le hacía señales. Aminoró la velocidad y, ya muy cerca del vehículo averiado,
distinguió que junto al muchacho de las señales había un hombre de mayor edad
que con el capó abierto trasteaba el motor del que brotaba una densa humareda.
Era su innata forma de ser. Se trataba de dos
personas que necesitaban ayuda, allí detenidas en el lateral de una carretera,
sin que los que coches que circulaban le hicieran el menor caso. Se apeó de su
“agradecido” Peugeot y dirigiéndose al hombre mayor (el chico joven mostraba un
cierto nerviosismo) le preguntó si había localizado el problema. “Parece que el coche se ha calentado y ahora sale mucho
humo del radiador. Además he mirado el suelo y veo que estoy perdiendo aceite.
Esto es complicado. Trabajo para los mecánicos”. Abel entonces volvió
hacia su vehículo y consultando su GPS comprobó que el punto habitado más
cercano era el pueblo de Hervás, situado a unos veintitantos km de distancia.
Mucho más lejos quedaba Béjar, una población más importante. Se prestó a
llevarlos para que allí pudieran contactar con una grúa, que les trasladara el
coche para su reparación.
Gonzalo, persona más experimentada y serena, agradeció vivamente el
ofrecimiento de su generoso interlocutor. Flavio,
el chico joven, algo más calmado, sonreía y tomaba la mano de su pareja. Era
evidente la naturaleza gay de ambas personas. Los tres viajeros hicieron juntos
ese corto trayecto, llevando también las dos maletas de la pareja, ya que éstos
temían perderlas si las dejaban dentro de un coche averiado en el arcén de una
transitada carretera. Comentaron que dentro de las mismas llevaban muchos
productos de belleza, ya que trabajaban representando a una conocida marca de
cosméticos. Las manos de Flavio y Gonzalo, sentados en el asiento trasero,
continuaban con ternura entrelazadas.
Pronto llegaron al pequeño pueblo de HERVÁS, donde localizaron un taller para la reparación
de automóviles. Al no tener en ese momento el coche grúa disponible, el
mecánico se prestó a desplazarse al lugar de la avería en su vehículo. Mientras
tanto, realizaron una llamada a Béjar, a fin de conseguir una grúa para
trasladar el vehículo a Hervás. Abel se despidió de sus nuevos amigos,
comentándoles que tenía urgencia en llegar a Salamanca. Gonzalo y Flavio, en
señal de agradecimiento, abrieron uno de los maletines, de donde sacaron un
bote de perfume para entregarlo como regalo a su generoso benefactor. Abel se
sintió obligado a corresponderles con su número de teléfono, para cuando
pasasen por Málaga. Los ojos de Flavio se mostraban emocionalmente brillantes
ante la persona de Abel, en una despedida a la que ninguno de los tres sabían
como ponerle fin.
El reloj marcaba las 3:50 cuando sonó el timbre de una
vivienda, próxima a la Plaza Mayor de Salamanca,
propiedad de Elo de la Romaleda. Cuando
esta bien conservada señora vio a su sobrino, se abrazó al recién llegado con
unos besos muy afectivos, no sin antes persignarse (gesto que también practicaba
al pasar por delante de algún espacio religioso).
“¡Cuánta alegría tengo de verte! Sabía que no me
ibas a defraudar. Voy a prepararte algo para
comer. Me hubiera gustado que hubiera venido contigo Sara y, por supuesto, la
pequeña Estrella. Ya estará muy crecidita, desde la última foto que me
enviaste. Siéntate tranquilo, que en unos minutos te organizo algo en la
cocina”.
Tras reponer fuerzas (habían sido muchas las horas
de conducción) tía y sobrino se reunieron en un coqueto y barroco salón (que
parecía un comercio de objetos antiguos) alrededor de una mesita de época con
dos tazas de café bien caliente. Elo difícilmente podía disimular los nervios
que la embargaban, ante la información que deseaba transmitir a ese sobrino que
ella prácticamente había criado. Abel, por su parte, también mostraba una
tensión emocional pues sospechaba que el asunto que le había obligado a desplazarse
urgentemente a tantos km desde su hogar familiar no podía ser otro que el
relacionado con la voluntad testamentaria de su tía que, en los próximos meses,
iba a convertirse en septuagenaria. Era el lógico heredero de una mujer, que
gozaba de una situación económica visiblemente muy acomodada. El beneficiario
de tantos apetecidos bienes no podía ser otro sino él, su sobrino o el “ahijado”
carnal.
“Sobri, te agradezco en el alma que te hayas echado
al cuerpo toda esta cantidad de km. Tú me conoces, ya sabes como soy. Algo alocadilla.
Te llamé cuando ya estabas en la cama, pero es que la inmensa alegría que
sentía ayer noche la tenía que compartir contigo. Y estas cosas no se pueden
decir a través de un teléfono. Es algo muy grande lo que me está pasando. Tantos
años de mi vida asumiendo y llevando tan bien la viudez y ahora, cuando estoy a
punto de cumplir los setenta, me siento plena e ilusionadamente enamorada. Es
algo tan grande y tan hermoso que no quepo, en todo lo grande de mi cuerpo, con
tanta felicidad. Pensarás que el afortunado es un señor mayor, tal vez también
viudo, que busca amistad y compañía para sosegar su soledad. Todo lo contrario,
sobri. El afortunado es mucho más joven que yo. Pero esa diferencia de años
entre nosotros ¡qué son veintinueve abriles! no supone obstáculo para dos
“tortolitos” que suspiran en cada momento por estar juntos, sintiendo la llamada
irrefrenable del amor. “Milo” me ha hecho nacer
de nuevo. Y es muy trabajador. Cuida los jardines de algunas casas “bien”.
Cuando es necesario, Camilo hace esas chapuzas y arreglos que surgen en todas las viviendas. Así le conocí,
en un bendito y santo día que el buen destino quiso que llamara a mi puerta. Me
siento como una chiquilla, en la edad de merecer, con esos zapatos nuevos para
lucir los domingos ¡Nunca pude imaginar sentir y gozar tanta felicidad!”
Son las diez de la mañana, de un domingo nublado de
invierno. Abel termina su desayuno, dispuesto a tomar de nuevo el volante para
la vuelta a MÁLAGA. Le ha razonado varias veces
a tía Elo de que el lunes ha de estar en su trabajo (mientras dure) a las 8 en
punto. Que necesita tiempo para asimilar la contundente noticia que ella le ha
transmitido, por lo que prefiere dejar el encuentro con el tal Milo para otra
ocasión. Apenas ha dormido durante la noche, por las preocupaciones que le
embargan y por el frío ambiental que preside la vivienda de su tía, con una
avería en la calefacción, de costosa reparación. Tras una nerviosa y escénica
despedida, sale del señorial portal de la casa y agradece ese aire, gélido pero
limpio, que acaricia y tonifica sanamente su rostro. Ante la insistencia de
Elo, lleva una bolsa con un paquete de perrunillas y otro de chochos charros,
como regalo. Durante el largo camino de vuelta a casa tendrá amplia oportunidad
para reflexionar y recomponer ideas acerca de un complicado fin de semana, rico
en contrastadas experiencias, que probablemente van a permanecer latentes en la
proximidad recurrente de su memoria.-
José L. Casado Toro (viernes, 14 de
Julio 2017)
Antiguo profesor del I.E.S. Ntra.
Sra. de la Victoria. Málaga
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