Cuando el tiempo atmosférico es favorable, resulta bastante
grato desplazarse a esos espacios vegetales que están repartidos por las
distintas zonas que articulan la ciudad. Además del reconfortante y sencillo ejercicio
que supone caminar para nuestra salud, puedes pasar un buen rato de lectura en
estos espacios llenos de árboles, setos y parterres con flores y, en algunos
casos, con esas artísticas fuentes donde a través de sus caños mana el ritmo
hídrico del agua. El aroma de las flores, junto el sonido y frescor emanados
por las fuentes, son excelentes compañeros para ese rato de sosiego, reflexión
y descanso que tanto agradece y necesita nuestro ánimo y toda la estructura
corporal que orgánicamente lo sustenta.
La tranquilidad de estas “paradisiacos”
espacios sólo se ve levemente “sacudida” por la vitalidad infantil, muy
propio de la edad, especialmente en aquellos jardines donde hay dispuestas
zonas específicas, enriquecidas con el mobiliario adecuado para el ejercicio y
el divertimento de los niños, que juegan con alegría bajo las miradas atentas
de sus progenitores u otros familiares. Pero, en general, el sosiego suele
reinar en estas valiosas islas vegetales que contrastan con el stress acústico
y el cemento mayoritario de las manzanas de viviendas construidas por todo el
laberinto urbano de la ciudad. El simple hecho de poder pisar un suelo de
tierra, albero o pedregal contrasta favorablemente con ese asfalto petrolífero
que cubre las arterias dispuestas para el trasiego circulatorio de tan
numerosos vehículos que facilitan la movilidad de los ciudadanos.
También es frecuente que esa paciente lectura que deseas
llevar a cabo se vea alterada por la llegada de otros paseantes, generalmente
personas ya jubiladas laboralmente, que apetecen “echar” un ratito de charla
con cualquier persona que les preste
atención. En general, son hombres mayores que sienten la vital necesidad de
intercambiar esa conversación que les distraiga y compense en algo la
manifiesta soledad en la que están sumidas sus vidas. Escuchar y poder
expresarse es un gran aliciente para aquellos seres que sufren esa percepción
de que nadie parece querer atenderles y compartir el juego mágico de las
palabras. Se busca cualquier motivo de conversación al respecto: el tema
siempre recurrente del tiempo atmosférico, alguna novedad publicada en los
medios de comunicación, preguntar por la hora o pedir fuego para ese cigarrillo
que insensatamente tienen en sus labios, etc. Cualquier motivo sirve o es útil
para “romper el hielo” del silencio y la desvitalizada incomunicación.
Me hallaba plenamente concentrado en el libro que
tenía en mis manos, cuando percibo que un señor mayor se acerca al banco de
hierro y madera que yo ocupaba. En realidad esta persona había estado trazando
en sus paseos caminos de ida y vuelta, pero cada vez más próximos hacia el lugar
donde yo me encontraba sentado. Su rostro me resultaba totalmente desconocido.
Tanto por su aspecto físico como por la conversación que posteriormente
mantuvimos, se trataba de una persona jubilada que estaría entre los sesenta y
cinco y setenta años de vida. Al ser época veraniega vestía con una camisa
blanca, mojada por el efecto del sudor, fuera o liberada de ese pantalón
bermuda azul pero no de marca o “hechura vaquera”. Calzaba unas muy “trabajadas” sandalias
marroquías. Sin duda era una persona que apetecía y gustaba caminar con patente
generosidad. Ofrecía una epidermis muy tostada y curtida a causa, posiblemente,
de haber desempeñado algún trabajo que exigiría la exposición abundante al sol
(albañilería, pesca, agricultura…)
Evelio (como después se presentó) hombre de franqueza primaria y algo rudo en
sus modales, rompió de inmediato el silencio entre nosotros. Tras el saludo cortés
del “buena tardes” me pidió si se podía sentar junto a mi, pues se sentía algo
cansado. Además nuestra banqueta estaba
protegido en aquél momento por una grata sombra, mientras los vientos de terral
y de levante estaban en continua disputa por ver cuál de ellos establecía su
reinado en aquel atardecer luminoso de Julio. De inmediato fui consciente de que
mi rato de plácida lectura había llegado a su fin, pues mi inesperado compañero
de banco venía dispuesto a hacer uso de toda su expresiva espontaneidad: a
todas luces necesitaba que alguien le escuchara, previsiblemente durante
bastante tiempo, como efectivamente así sucedió.
El tema central de su “muy enfadada” exposición
estaba centrado en las desventuras que sufría, a consecuencia de las numerosas
visitas que tenía que realizar al centro de salud en su distrito y al trato o desatenta
atención que encontraba en los facultativos correspondientes. Se mantuvo no
menos de unos diez minutos desgranando, en continuo, anécdotas y sinsabores que
a su juicio recibía en estas consultas para su desconsuelo. Era evidente que mi
lectura había quedado infortunadamente interrumpida una vez más, pues no era la
primera vez que esta situación me ocurría. Tampoco me parecía elegante aducir
cualquier excusa, como motivo más o menos convincente para levantarme y
abandonar mi privilegiada ubicación en el jardín. Así que, pacientemente, me
dispuse a escucharlo, con movimientos de cabeza afirmativos, entremezclados con
cortos monosílabos que avalaban la inevitable atención que mostraba ante los
mensajes de mi “interlocutor”. Éste, en realidad, monopolizaba de manera
absorbente el tiempo y el uso de las palabras.
Para mi suerte Evelio cambió, de manera imprevista,
la monotemática de su exposición. Ya estaba bien de seguir con la cantinela de
médicos, padecimientos y productos farmacéuticos.
“Mie asted. Es que me ha queao mu
poca pensión por mi trabajo. Yo no sé ná de letras. He sio carpintero de la
construcción toa la via. Cuarenta y dos años, que no son pocos. Aunque he estao
en plantilla de empresas constructoras, también yo tenía mi propio tallé, con el que
completaba los “cuartos” pa podé llega a final de ca mes. Ya sabes… la parienta
pide y pide, como si yo sacara las monedillas del horno cuando ella quisiera”.
Pronto comenzó el tuteo, gesto que en verdad
agradecí. Ahora la retahíla de quejas siguieron acerca de los engaños y mal
trato de sus jefes en las constructoras, todo ello adobado con una serie de
“tacos” coloquiales expresados, eso sí, con ese sentido “primario” de la
cercana familiaridad.
Las manecillas del reloj seguían avanzando y ya di
por perdida mi intención de completar una buena tarde de lectura. Intenté hacer
algunos comentarios acerca de los temas que mi inesperado compañero de banco
iba desgranando. Pero, en un momento concreto, se puso de pie, dispuesto a
seguir realizando esos paseos que parece le hacían bien para sus problemas articulares.
Con un escueto “a la pa de dio” lo vi alejarse, caminando muy lentamente hacia
la parte este de la superficie ajardinada. El sol ya había completado
prácticamente su fuga, ocultándose por la vertiente occidental de la fortaleza
musulmana de la Alcazaba. Estos no
programados encuentros, con personas que sufren la soledad de sus años avanzados
y que necesitan comunicar y que se les atienda, suelen ser frecuentes en los
espacios ajardinados que articulan cualquiera de nuestras grandes y más
pequeñas ciudades.
El azar es muy travieso y caprichoso en sus
misteriosas decisiones. Probablemente habría transcurrido una semana larga, tal
vez dos, desde aquella tarde en que conocí por vez primera a este hombre
jubilado que “disfrutaba” su tarde en los jardines situados frente a Puerta
Oscura, en las laderas de Gibralfaro. Pues bien, aquella mañana tuve que desplazarme
a un gran centro comercial a fin de realizar diversas compras. Mientras me
dirigía a la zona de alimentación, tuve que pasar por la sección de productos
electrónicos e informática. Eran aproximadamente las once/ once y media y ya a
esa hora había un concurrido público frente a los numerosos expositores y
estanterías de estos versátiles productos para el ordenador. De inmediato
reconocí a Evelio. Allí se encontraba. Iba mucho mejor vestido que la otra
tarde en los jardines. Se mostraba muy concentrado, comprobando productos
periféricos para los portátiles y ordenadores fijos de sobremesa e incluso leía
con avidez las informaciones técnicas expuestas en las correspondientes
etiquetas. Creo que no me vio o si lo hizo no creería oportuno interrumpir sus “comprobaciones
técnicas” con otro rato de charla. Desde luego me extrañó su actitud e interés
tecnológico, por la imagen que me había dado aquella tarde en los jardines, su
cambio de look y atención “ejecutiva” por productos verdaderamente
sofisticados. Quiero reiterar que su imagen ofrecida en los jardines (persona
de escasa cualificación cultural, muy limitado en sus argumentaciones y
expresividad, excesivamente abierto los términos soeces y apariencia muy
“acatetada”) no casaba bien con esta
otra, en la que mostraba gran interés hacia los productos usados por una
persona muy versada y experta en la más avanzada y costosa tecnología.
Le estuve dando vueltas a estas dos imágenes de la
misma persona y esa misma tarde volví con mis lecturas al mismo jardín donde lo
conocí por vez primera. Tenía el presentimiento o tal vez la sospecha de que
podía encontrármelo de nuevo, como efectivamente así sucedió. En esta ocasión
venía ataviado con su look de las tardes: un modestísimo ropaje junto a esa
falta de aseo agudizaba por la elevada temperatura en cuanto al olor y el sudor
corporal. Tras unos chascarrillos y comentarios insustanciales, le comenté de
forma directa mi visión de esa misma mañana en el complejo comercial. Me regaló
una respuesta muy “pillina” en la expresión de sus ojos y pronto continuó con
una gran carcajada.
“Amigo, no le des má al “coco” que tó
tié explicación en la via. Ya te conté que estoy mas “tieso” que esa catedrá
que tenemos ahí detrá ¿Tú sabes la miseria y porquería de pensión que me dan
cada mes? Con ea limosna no llegamos a fina de mes, mi “parienta” y yo. Un día,
hice conversación con un señó de letras, más pobre también que un espárrago,
que me contó como se ganaba unas pesetillas, bueno, unos euros, que le venían
mu bien pa podé tomarse unas cervezas y disimulá la puñetera vida que le tocaba
tené a la vejé. Hay tiendas gordas, centros comerciales, que contratan (sin
papeles de po medio) a gente mayó pa que hagan como si estuvieran viendo alguna
cosa de las estanteria, pero con el rabillo del ojo están vigilando a los que
se meten cosa en sus bolsillo. Nos dan un parato o chivato, como medio paquete
de cigarro, pa que digamos a los vigilante quié se ha llevao o orviao algo, en
lo bolsillo del pantaló o chaqueta. A muchos los cogen y le hacen pagá lo que
han afanao. Si son conocio, incluso llaman a la poli. A finá de me, nos dan un
sobre en blanco, sin que ponga ná escrito, con tre o cuatro billete dentro. Dineo negro, más negro que un
batusi que se ha dormio al sol depué duna buena borrachera o cogorza”.
Hecha esta descriptiva y completa aclaración para
mi pregunta, Evelio quiso compartir conmigo otra información pensando que su
contenido me podría interesar. Por supuesto no era la de los cauces que yo
debería seguir para vigilar con el rabillo del ojo los pequeños hurtos
comerciales, sino que por el contrario me habló de una Asociación
de jubilados, cuya sede estaba radicada en una barriada de la zona oeste
de la ciudad. Esta organización para la tercera edad atendía por el alegre nombre
de EL JILGUERO y entre sus fines estaba, como
objetivo prioritario, distraer a todas esas personas que les sobra y les falta
la dimensión del tiempo, aunque ello parezca un contrasentido. Excursiones,
películas, bar/cafetería, juegos de mesa, prensa diaria, meriendas y fiestas,
celebraciones e incluso algunos descuentos en comercios y en servicios
prestados en el hogar. Curiosamente también tenían acceso a un practicante que
ejercía también con diplomado en pedicura. Todo ello “sonaba bastante bien”.
Evelio se empleó a fondo y en pocos minutos logró
convencerme. Había que pagar una “matrícula” de veinte euros, sólo por una vez.
Una vez inscrito, la cuota mensual para sufragar los gastos sería de sólo tres
euros al mes, con derecho a una merienda y desayuno gratis. Me comentó que la
inscripción estaba en estos momentos cerrada, por el exceso en el número de
afiliados; unos seiscientos, en la actualidad. Pero que él tenía “buena mano”
con el tesorero, y podría abrirme camino para mi incorporación a la sociedad. Total,
que lo vi alejarse con mis veintitrés euros, llevando consigo una tarjeta con
todos mis datos, pues mi peculiar amigo se iba a encargar de hacer las
gestiones correspondientes. Quedamos en vernos la semana próxima en este mismo
jardín. El se iba a encargar de traerme el correspondiente carné de nuevo
asociado.
Pero en el día fijado para nuestro reencuentro,
Evelio no apareció. Pensé que algún problema podría haberle ocurrido, por lo
que marqué su número de teléfono. La respuesta que encontré en el otro extremo
de la línea provocó mi sorpresa: ese número pertenecía a la atención al cliente
de una fábrica de embutidos, sita en el pueblo
de Pizarra. Me atendió una señorita “robotizada” que, apenas sin dejarme
hablar, se adelantó a mis interrogantes, indicándome que hasta dentro de quince
días no habría disponibilidad para atender las peticiones de chacinas. Pero sí
podía ofrecerme cajas de morcillas, pues habían elaborado una nueva partida del
tan suculento porcino manjar. Un tanto abrumado, le di las gracias a la
compulsiva señorita, un tanto obsesiva con la atención a los demandantes de
productos procedentes del cerdo. Me disculpé aclarándole que el número marcado
no correspondía, obviamente, a la persona que me lo había confiado.
¿Podría ser una broma de tan especial personaje?
Parece que lo más inmediato era contactar con la
Asociación el Jilguero, más en Internet no había respuesta para
localizar a la susodicha agrupación de personas jubiladas. Pero yo tenía su
dirección en la agenda, dato que Evelio me había facilitado. Así que un par de
días más tarde, tenía libre la tarde, me dirigí a estas señas concretas, pues
en el número de teléfono que también poseía aparecía un contestador que
pertenecía a un maestro gurú que resolvía
problemas de salud y complicados desencuentros matrimoniales. Ya en la barriada
del oeste malacitano, me dirigí a las correspondientes señas postales.
Efectivamente la calle Jazmín existía en esa zona, que ofrecía un aspecto muy
descuidado y de cierta marginalidad social. Ya en el número correspondiente, buscaba
y rebuscaba inútilmente, en el portal de un sucio, tenebroso y cutre inmueble
de tres plantas, alguna placa que aludiera a la Asociación El Jilguero. Aún así
subí hasta el tercer piso, pues el pequeño bloque carecía de elevador.
Pulsé en el timbre de la puerta 3º B en la que
estaba clavada una pequeña placa que ponía EL PARAÍSO.
Lo hice no sin un cierto recelo,
pues temía encontrarme con algo no especialmente agradable. Me abrió la puerta
una señora mayor, que se identificó como Iris, que
estaba vestida con llamativos ropajes juveniles, calzando una chanclas rosas y
doradas. Mostraba un bien enjoyado y pintado muy deteriorado rostro.
“Pase Vd. buen hombre ¿Es la primera vez que viene?
No se preocupe que en seguida le proporciono toda la información al respecto. Le
aseguro que no va a encontrar en otro relax nada igual con el material que tenemos en este
Paraíso para la felicidad y goce de la clientela. Mi nombre es Iris, la madame
del negocio, con diecisiete años de acreditación. Dígame sus preferencias y le
aclaro las tarifas para cada uno de los servicios; normal, completo, parejas,
triples, africano, asiático, turco … Hemos integrado unos paquetes especiales,
algo más costosos, para los amantes del más endiablado y travieso fetichismo.
Puede abonar con tarjeta: Master Card y Visa. Ah, se me olvidaba, cada cinco
servicios tendrá derecho a un descuento del 25 % en el siguiente. Somos un
grupo muy afamado y consolidado en el sector. Aquí la aventura nunca finaliza…”
No la dejé continuar. Me disculpé con la “acartonada”
y teatralizada señora, no sin antes preguntarle si tenía que abonarle algo por
la breve atención que me había prestado. Estuve a punto de resbalarme bajando
los altos escalones de madera que conducían hasta el portal. En ese preciso momento
entraba por la puerta una escultural mujer de gran estatura, que difícilmente
podía ocultar su carácter travesti.
Pasaron los meses. Por ahora, no he vuelto a
toparme con la persona de Evelio, sin duda un farandulero, imaginativo y muy cachondo
paseante del tiempo libre. Sin embargo, suelo repetir mis visitas por estos
agradables jardines que miran gratamente hacia el mar, bien resguardados por las
sosegadas y suaves colinas de Gibralfaro, en las que laten secretos y misterios
llenos de ensueños, naturaleza e Historia.-
José L. Casado Toro (viernes, 21 de Julio 2017)
Antiguo profesor del I.E.S. Ntra. Sra. de la Victoria.
Málaga
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