Había sido una intensa semana laboral, en la que la
habitual rutina de los días se fue mezclando con esas situaciones imprevistas
que ayudan a despertar el letargo de lo cotidiano. Tenía ilusión con dedicar
parte del fin de semana para desarrollar la muy saludable práctica senderista
por esos campos que, más o menos alejados, circundan la densificación urbana.
Reconforta caminar, sin prisas estresantes, por la fértil y acogedora
naturaleza que nos permite vitalizar nuestro cuerpo así como las curvas
anímicas de un espíritu en ocasiones desestabilizado. Sin embargo, esa misma
naturaleza, generosa sin duda para casi con todo, se despertó aquella mañana de
domingo con un estado meteorológico traviesamente incómodo para esa práctica
deportiva. Por estas latitudes templadas, Noviembre suele ser un mes propicio
para la lluvia, en este caso mezclada de fuerte aparato eléctrico y un nivel de
temperatura que no hace apetecible la salida a la calle para el paseo o el
ejercicio físico.
A pesar de la imposibilidad racional de mi proyecto
senderista, podía echar mano de otros buenos recursos y actividades con el fin
de aprovechar todas esas horas de domingo desde la comodidad íntima del hogar.
Podría elegir y mezclar entre el cine, la música, el ordenador, los “trabajillos”
pendientes … después de recomponer fuerzas con ese buen desayuno o breakfast en
la terminología británica. A eso de las diez, percibiendo el acústico aguacero
que caía tras los cristales de mi habitación, encendí el ordenador. Además de
ojear la prensa, quería repasar los nuevos correos que podrían haber “viajado”
a mi escritorio. En esa actividad me encontraba cuando, por arte de la
imaginación, se me ocurrió echar un vistazo a la fecha de los primeros correos
que fielmente conserva el archivo de mi servidor electrónico. Los más antiguos
estaban fechados a comienzos del año 2000. Pensé que podría ser interesante
releer algunos de esos mensajes, tanto de los enviados por mí, como aquéllos
recibidos desde una muy diversa procedencia. A esa curiosa actividad dediqué un
buen rato, en el transcurso de la muy húmeda mañana de otoño que se nos había
presentado.
He de reconocer que la relectura de estas comunicaciones
me trasladaron a situaciones que tenía un tanto olvidadas, en el almanaque
contrastado de la memoria. Incluso había algunos remitentes cuyos nombres me
resultaban un tanto difíciles de reconocer, dada la lejanía en el tiempo desde
su redacción y por la falta de intercomunicación en el transcurso de este extenso
período. Obviamente, cuando abría esos correos y leía los párrafos de sus
contenidos, me iba acercando a las personas y al por qué de aquello que me
transmitían, así como en las respuestas que desde mi ordenador partían. En esa
lúdica actividad me encontraba, cuando se me ocurrió llevar
a la práctica una curiosa e interesante tarea. ¿Por qué no elegir
algunos de estos remitentes, con los que durante años no había tenido
comunicación, enviándoles algunas palabras con el cordial saludo
correspondiente? Pensaba que sería especialmente interesante comprobar su nivel
de respuesta, ante estos inesperados mensajes que iban a llegar al escritorio
de sus ordenadores.
Elegí, para la experiencia, siete direcciones de personas con las que no había tenido el menor
contacto, al menos en la última década. Algunos de estos destinatarios habían
sido compañeros de profesión en la docencia. Otros dos mensajes eran para
antiguos alumnos, con los que había compartido el importante reto de enseñar y
aprender en el diario quehacer de las aulas escolares. Había también una
profesional de la banca, con la que había intercambiado una significativa
comunicación por razones de gestión de una cuenta e inversión de capital y, por
último, algún representante de la actividad mediática, vinculado a programas
educativos para la difusión y práctica del periodismo. A todos ellos les envié
unas líneas amables y receptivas, explicándoles mi simple objetivo de contactar
con ellos, tras un largo período de silencio entre las partes.
Pasaron las horas y no obtuve respuesta alguna a
esos mensajes, hecho que consideré normal por varias razones. Era domingo y
este día de la semana se dedica a muy diversos objetivos que no son los de
estar permanentemente “pegado a la pantalla” del ordenador. También resultaba
lógico que la llegada de mi correo, en no pocos casos, provocase extrañeza o
duda acerca de la autoría que se encerraba tras un nombre que quizá ya no se
recordaba con nitidez. Sin embargo, me tranquilizó el hecho de que ninguno de
los envíos me había sido devuelto por mi servidor de Internet, dato que
revelaba la permanencia de las direcciones electrónicas escritas. Los
correspondientes identificadores eran aún mantenidos por estas personas. Dejé que el tiempo corriera y dediqué el
resto de la mañana a visualizar un buen film de cine clásico. Por la tarde
fuimos a visitar, durante unas horas, a un familiar mayor aquejado de un fuerte
catarro por enfriamiento. Compartimos la grata y divertida merienda, durante un
atardecer que continuaba sometido a cíclicas nubes de lluvia con algún tronar
en el cielo.
Volvimos a casa para cenar, pues la fría noche no
hacía apetecible el deambular por las calles o visitar los lugares típicos para
el tapeo. Como era más que previsible, tras reponer fuerzas en la mesa, el cine
vino de nuevo en nuestra ayuda para completar la distracción dominical. A eso
de la medianoche decidí irme a la cama, dado que había que madrugar para las
clases del lunes. Como hábito cotidiano, encendí el ordenador a fin de revisar
algún posible nuevo correo. Me sentí feliz al comprobar como había llegado ya una respuesta, entre las siete
posibles. En muy pocos segundos reconocí al autor de ese correo. En este caso,
autora. Una antigua alumna de bachillerato, entre los años para la docencia del
2000-2002.
Su extensa misiva comenzaba con un saludo cariñoso (la recordaba como una joven afectiva, estudiosa y muy servicial) añadiendo de inmediato su agradable sorpresa porque la tuviera aún en mis recuerdos, después de tantos años transcurridos desde aquellos lejanos tiempos de su escolaridad. Continuaba haciéndome un ágil resumen acerca de cómo había transcurrido su vida hasta este momento.
“Entre varias opciones que me
gustaban, al final me decidí por el campo de la medicina. Mi madre solía
contarme historias acerca de un tatarabuelo que ejerció de médico rural, en un
pueblecito del norte granadino. La imagen admirable de ese antepasado, ayudando
a la gente más humilde, con la carencia de medios que existían en esas décadas
iniciales del siglo pasado, influyó posiblemente en mi decisión. Me especialicé
en el campo de la pediatría. Yo que no tuve hermanos en casa, siempre me gustó
ayudar y estar con los niños pequeños. Por eso también dudé con dedicar mi vida
a la educación infantil. Mi pareja, de origen sudamericano, es también médico
de la infancia. Juntos colaboramos con la Organización de Médicos Sin
Fronteras. Vamos de aquí para allá, recorriendo zonas deprimidas del planeta
donde nuestra ayuda puede ser necesaria, debido a las carencias materiales y
asistenciales que padecen. Ahora mismo le escribo desde una localidad marginal
de Asunción, en Paraguay, donde la situación de pobreza que se respira y vive
es en sumo lamentable. La desnutrición, la mortalidad infantil, la situación de
hacinamiento e insalubridad que padecen las capas de la población más
vulnerables, ofrecen imágenes conmovedoras que reclaman la ayuda de las
organizaciones internacionales y la toma de conciencia solidaria por parte de
todos”.
La carta de Aroa
(precioso nombre de mujer) rezumaba verdad, afecto y buenos recuerdos, haciendo
posible que ese domingo, previsto inicialmente para caminar por la naturaleza,
finalizara de esta bella forma por la que recuperaba una amistad enmudecida
durante largos años. Me alegraba, de manera especial, con que la primera y
única respuesta en el día, recibida ante mi sugerencia de diálogo, fuera el de
una ejemplar alumna que había compartido conmigo la aventura de aprender, enseñar
y aprender.
Las obligaciones laborales en la semana, junto a
otros incentivos diversos, hicieron que me olvidara un tanto de esa siembra
dominical de contactos para la comunicación. Bien es verdad que cada noche
después de cenar solía sentarme frente al ordenador, a fin de echar una repaso
a la prensa y escribir algunas líneas sobre ejercicios de clase, respuestas a
los emails o algunas reflexiones sobre los hechos acaecidos en el día. Fue
precisamente en el sábado de esa nueva semana, cuando llegó al puerto de mi
memoria un segundo e-mail, de entre aquellos
seis que aun aguardaban su posible
respuesta. En este caso, correspondía a un antiguo compañero de centro que, de
una forma también amplia como Aroa, había tenido igualmente la amabilidad de
corresponder a mi envío. Ese profesor, destinado desde hacía unos años a una
provincia del levante peninsular, me explicaba los vaivenes contrastados que
había presidido su vida por una serie de circunstancias, no todas ellas
afortunadas. Uno de sus párrafos era significativo por su gran dureza.
“En el plano afectivo, las cosas no
me fueron especialmente bien. Aquella relación afectiva que me movió a
trasladarme de Comunidad, después de los primeros años de bonanza, se fue
desvitalizando y al final fue ella misma la que me pidió el abandono del hogar
que juntos habíamos logrado formar. Era una nueva situación en mi vida que, a
pesar de ser previsible, yo no supe avistarla con equilibrio y racionalidad.
Todo ello me sumió en un estado depresivo que me ha hecho pasar por amargos
momentos. Ella, que no trabajaba en nuestra profesión, se encaprichó con el
médico de la consulta donde prestaba sus servicios y, de la forma más fría y
cruel me sumió en el océano de la soledad. Pero así es la vida, iluminada con
luces y sobras en la suerte. Llevo ya un año y medio “sobreviviendo” en una
forma de existencia para la que, lo reconozco ahora, no estaba preparado.
Alterno los días aceptables con otros que son terriblemente amargos y que me
obligan a ponerme en manos de los médicos y los fármacos …”
Esa misma noche le respondí. No resulta fácil
conformar o sugerir la ayuda a un amigo, cuando este se encuentra separado de
ti por muchos kilómetros y con el largo tiempo que ha transcurrido sin que
ambos hayamos establecido contacto
“… A buen seguro has buscado
sustitutivos o compensaciones para ese trauma en tu vida, que tanto te está
afectando. Por tu Instituto han tenido que pasar numerosas compañeras, en todos
estos años, con las que puedes entablar algún contacto vía e-mail. Conservarás
direcciones electrónicas que podrán facilitar esa comunicación. Pienso que reanudar
y profundizar en la amistad con alguna de ellas, te puede hacer bastante bien. También
es una medida saludable llevar a la practica todas o algunas de esas aficiones
que más te identifiquen, pues te hacen mirar con mejor semblante el discurrir
de los días. A unos les gratifica mucho el caminar por la naturaleza o la
inmersión en las historias del cine. A otros, el placer de viajar les encanta,
con todo el entorno lúdico que esa practica normalmente reporta. Y sobre todo,
el trabajo. Se es más feliz, cuando disfrutas haciendo cada día aquello que te
gusta y para lo que estás preparado …”
Han transcurrido ya varios meses, desde aquel
desapacible domingo otoñal. Y sólo han sido dos las respuestas a ese “juego” de
las siete cartas enviadas a los antiguos y silenciados contactos. Aunque el
porcentaje no llega al cincuenta por ciento, creo sinceramente que el fruto
conseguido ha sido valioso para nuestras vidas. Ese fruto significa recuperar algunas
de aquellas antiguas y aletargas amistades que de nuevo ahora han vuelto a
latir. Son, a no dudar, latidos teñidos de saludable ilusión e interesante y
lúcida esperanza.-
José L. Casado Toro (viernes, 31 de Marzo 2017)
Antiguo profesor del I.E.S. Ntra. Sra. de la Victoria. Málaga