Existe una entrañable imagen, tradicionalmente
familiar y popular, que ilustra de colorido y alegría la vida relacional
ciudadana. Esta realidad aparece de manera específica por los cinturones de las
barriadas que amplían el antiguo centro urbano, hoy día preferente “tomado” por
el latido comercial y restaurador de la “industria” turística. Ese cuadro
costumbrista, alegre y campechano, se genera en muchas vibrantes tertulias diarias que tienen lugar en las peluquerías (o barberías, como hace años se solía decir)
abiertas al público en los bajos de algunos bloques de viviendas.
Aunque a veces vemos en estos populares negocios a
varios profesionales del corte de pelo, que realizan artesanalmente su
admirable trabajo, hoy día es cada vez más frecuente que esta actividad sea
ejercida por un solo profesional, aunque haya en la sala dos o tres sillones
habilitados para este solicitado servicio. El maestro
peluquero suele ser el propietario del establecimiento, aunque también
en ocasiones ha de arrendar el uso del local. Lo más significativo de esta
imagen costumbrista, a la que antes se aludía, es que acompañando el trabajo
que realiza el peluquero con la tijera, la maquinilla eléctrica, el jabón o la
navaja, sobre la cabeza o el rostro del paciente cliente, hay otras personas
sentadas en el local. Son amigos que “echan el rato” leyendo la prensa,
comentando las noticias del día y adornando de chascarrillos y anécdotas la
atmósfera alegre de la media mañana o también en cada uno de los atardeceres.
Los asiduos al atractivo local, que aplican a su voz una tonalidad y volumen exageradamente
elevado, discutiendo o hablando entre ellos, con la intervención “magistral”,
en ocasiones a pleno grito del barbero, son en su mayoría personas jubiladas, algunos
parados o desempleados, todos ellos vecinos y amigos de la zona y con largas y
jugosas historia en sus recuerdos y experiencias. Estas personas cubren o
“matan” su aburrimiento echando ese ratito cordial en un lugar donde no se les
exige consumir o pagar nada a fin de ocupar un asiento. Además, estos
peculiares tertulianos se sienten bien protegidos del frio o del calor que, en
las diferentes estaciones meteorológicas, azota sobre la vía pública. Unos y otros
amigos, gente humilde y campechana, se conocen y llaman por su nombre, apodo o algún
diminutivo lleno de afecto y camaradería. Se sienten bien compartiendo en
tertulia todos esos conocimientos que se atesoran con los amigos de cada día, que
también se muestran generosos intercambiando una sabiduría popular cuyo origen
no procede de las librerías o de la doctrina académica, sino de esa gran escuela
abierta para todos que representa la vida.
¿Y cuales son esos temas de conversación, usualmente abiertos a vibrantes debates? De manera
preferente los relacionados con el deporte, aunque también salen a la
“palestra” cuestiones de la más insospechada naturaleza: personajes de la
prensa del corazón, cuestiones sobre la situación política y económica del
país, aquello que cada uno cuenta acerca de lo que hizo ayer o tal vez lleve a
cabo para mañana, no faltando pequeñas lecciones de bricolaje casero que puedan
arreglar o reparar ese electrodoméstico, mueble o deterioro de fontanería,
albañilería y electricidad. Por supuesto, siempre aparecerá esa novedad
insospechada para sacar todos los flecos a la misma, entre risas, simulados
enfados, exageraciones y, por supuesto, el qué se va a hacer o proponer para el
“finde” próximo.
En ese costumbrista, fraternal y popular ambiente
de la barriada, vamos a centrarnos en uno de estos profesionales de la tijera,
bien acompañado en su labor por todos esos amigos y conocidos de la vecindad. Si
se preguntara por Aarón Manzano, el peluquero,
difícilmente habría alguien en el barrio que no lo conociera. Y no sólo por los
hombres que acuden a su establecimiento a cortarse el pelo, a perfilar el
bigote o a rasurarse o mejorar el estado de sus barbas, sino cualquier
convecino que recibe los buenos días o el comentario agradable al pasar por la
acera de su calle, cuando el profesional espera en la puerta la llegada de
algún nuevo cliente a quien atender.
De joven, este profesional de la tijera y la navaja
estuvo alistado (año y unos meses) en la legión. En esa castrense escuela, además
del manejo del fusil, trabajó y aprendió otros menesteres y destrezas, tanto en
la cocina y cantina como en la peluquería del campamento, útiles habilidades
que le permitieron abrirse paso por la vida cuando sintió, al paso del tiempo,
que su vocación no era precisamente el ejercicio de la milicia. Su poderosa
humanidad física (cerca de los 1,85 cm de estatura y talla 54 en la cintura) es
acompañada por un temperamental carácter no exento de una proverbial bondad, de
manera especial, con aquellas personas que más necesitan de la palabra o la
ayuda que él bien sabe prestarles.
“Manzanito”, como cariñosamente también se le llama, lleva
“toda la vida” (son sus propias palabras) unido en pareja con Candela, mujer de “armas tomar” cuidadora de su casa
y de carácter muy abierto hacia sus convecinas, en la hogareña y fraternal
corrala donde viven. La pareja nunca quiso pasar por la vicaría, aunque sí lo
hicieron por los juzgados, a fin de poner en regla sus papeles, por eso del
“día de mañana”. No tuvieron descendencia, aunque una sobrina de “la Cande” la
Mari Rosi (de la que su tía es madrina) es como si fuera una hija para todo lo
que se tercie.
Una mañana de julio, a eso del mediodía, entró en
la barbería un hombre enjuto, moreno y con la piel bien curtida, aparentando
esa edad indefinible que bien podría estar entre los treinta y tantos o algunos
más de los cuarenta. Llevaba gorro blanco sobre su cabeza, una chilaba beige que
despedía un intenso olor a zorruno y esas babuchas de piel de carnero bien
usadas ante el diario caminar. Aarón pensó de inmediato que vendría a ofrecerle
algunas de las alfombras que, de manera esforzada, portaba sobre sus hombros. Rápidamente
señaló al visitante el suelo de la peluquería, todo lleno con los restos de los
cortes de pelo realizados desde las 9.30, hora de apertura en el negocio.
Trataba con ello de indicarle que allí no necesitaban esas alfombras, que
debían cubrir suelos más cuidados y limpios. El paciente vendedor, con esa
sonrisa enigmática que se utiliza para comunicar los sabios mensajes de la
experiencia, habló de manera pausada, explicando sus verdaderas intenciones u
ofertas:
“Que Alah te guarde, buen amigo
peluquero. Yo soy Mustafá. Mustafá Lamb. Vengo de Marruecos,
donde quedó mi familia. No quería venderte alfombra. Yo te ofrezco algo mejor
para trabajar el pelo que sobra en cabeza y barba. Es oportunidad de navaja. De
verdad acero, con salud y pureza. No estropear, a pesar del mucho uso que tú
des. Viene conmigo desde Nador, donde compré hasta seis. Ya he vendido cuatro.
A todos gustar y convencer. Además de bien cortar, tienen gran misterio que yo puedo
confiar. Buena, bonita y barata. No arrepentir compra. Dame veinte euros y es
tuya. Tú serás ahora mejor peluquero·”
Aarón, con ese lenguaje directo y espontáneo que le
caracterizaba, respondió de inmediato a la oferta del comercial. Todo ello, sin
dejar de añadir esa pinta de cachondeo que bien sabía intercalar entre sus sonoras
sentencias.
“Mira Mustafá, tu me quieres llevar
al huerto. Enséñame esa faca, que tan maravillosa dices que es. Quiero verla y
probarla. Y eso de los veinte euros, ni que lo sueñes. Si me gustara,
tendríamos que llegar a un arreglito. Pero deja ahí las alfombras. Que me da un
sudor … na más verte. Y a ver si metemos en agua tu chilaba y a ti también. Que
no estamos en el desierto y ahora ya, en pleno veranillo, echas un tufo que me
huele a camello”.
Entonces, el islámico vendedor sacó con presteza de
una bolsa de piel, que también portaba en su hombro, una cajita alargada de
madera pintada, en cuyo interior descansaban dos navajas/facas, de aquéllas que
suelen usar los barberos para afeitar a sus clientes. Aarón “afiló un poco el filo
de una de ellas, con ese aplicador de piel que mejora los bordes cortantes del instrumental.
A continuación se echó un poco de jabón sobre su cara, procediendo a hacerse un
breve recorrido con la navaja sobre su recia epidermis. Esbozó una sonrisa,
síntoma de su convencimiento por la eficacia que encontraba en su ejercicio
rasurador. “¿Y cuál es esa maravillosa magia que tu
dices puedo encontrar al usarla, amigo?”
“Cuando tú hacer buen uso aplicando
inteligencia, ella nunca producir daño en piel. Pero si tú usas con maldad,
navaja te hace sufrir y sentir dolor, desesperación y ansiedad. Sangre entonces
difícil de apagar. El camellero a quien compré, me dio secreto que yo solo
contar si seguro vender. Antes de usar, tú debes decir palabra mágica: Naasam
Alah. Si tú querer tener las dos, habrá precio especial. Venga, me das 35 euros
y quedamos hermanos en la paz. Alah nos guarde, en mi camino y el tuyo”.
Mustafá se despidió inclinando ceremoniosamente su
cabeza, con veintiocho euros bien ganados en sus alforjas tras la venta
realizada. Todos se sentían felices con el acuerdo.
Aarón usaba unas navajas que ya eran algo viejas y que de tanto afilarlas se
habían estrechado mucho en sus hojas, con el riesgo que podían provocar en su
manejo. Las nuevas, compradas al convincente vendedor, parecían estar hechas de
un buen acero y también con un mejor formato para ser utilizadas por manos
expertas. El islámico vendedor pensaba que también había hecho un estupendo
negocio. Había pagado por un paquete de seis navajas sólo quince euros, compra
realizada en un zoco semanal instalado por las afueras de Casablanca.
Pasaron los días y Aarón se mostraba feliz con la
calidad de su renovado instrumental para el afeitado. Aunque se tomaba a
“choteo” los consejos del marroquí, cada vez que abría la hoja cortante de las
navajas, pronunciaba la palabra mágica que éste le había aconsejado. Una tarde,
ya en pleno agosto, con ese terral que sofoca nuestros cuerpos, entró en la
peluquería un hombre mayor que padecía un tic nervioso,
pues movía intermitentemente su cabeza. Pidió ser afeitado, pues traía barba de
varios días.
El peluquero enjabonó la parte que iba a rasurar,
aunque temió que el tic nervioso del cliente podría acarrearle alguna
dificultad en su labor. Pronunció en voz baja la misteriosa palabra protectora y comenzó a usar la fina
hoja sobre un rostro cubierto de espuma de jabón. Lo que el peluquero temía
lamentablemente ocurrió. Uno de los tics nerviosos del cliente fue más que
impetuoso, lo que provocó un notable corte en su carrillo
derecho. De inmediato la blancura del jabón se tornó en un rojo
sangriento. El hombre comenzó a gritar por el dolor y la sangre que manaba por
esa parte del rostro. Aarón fue rápidamente hacia un botiquín que tenía en el
armario, para coger gasa, esparadrapo y también el botecillo de la mercromina.
Mientras trataba de calmar al vociferante cliente,
le iba haciendo esa cura necesaria en su piel dañada. Para su sorpresa, de
manera súbita vio como el profundo corte se iba cerrando, la sangre desaparecía
y la piel volvía a presentar el estado original antes del involuntario corte. Aarón,
hombre de bondadosa rudeza, tenía la cara desencajada de asombro al observar
uno de esos “milagros” en los que nuca había creído. El propio cliente seguía
con sus voces y sus tics, al observar en el espejo que el gran corte inexplicablemente
había desaparecido. “¡Esto es cosa de brujos, esto
es cosa de brujos! no cesaba de repetir!” Las gritos de Aarón se
escuchaban desde la calle.
“Aarón, Aarón ¡despierta, que estás
pasando una buena pesadilla! ¡Las voces que estás dando! Ya te dije anoche que
tomarte esa sartená de mejillones y gambas, con huevos fritos, era una
barbaridad para cenar a tus años. Además te zampaste media botella del tinto
Rioja. No tenías bastaste y te liaste con los pasteles ¡así como quieres hacer
un buen sueño! Mira que te aconsejé que tomaras algo de bicarbonato, antes de
acostarte, pero eres muy burro y mira las pesadillas que habrás tenido. ¡Y
ahora, pegando esas gritos, a las cuatro de la mañana. Vas a despertar a los
vecinos… Dios sabrá lo que has soñado! Mañana te vas a aguantar con sopitas y purés,
so zopenco”.
Quien tan “cariñosamente” así hablaba era Candela,
quien se levantó de la cama resoplando para prepararle a Aarón, todo sudoroso y
con los ojos vidriosos, una manzanilla. Al día siguiente, el orondo peluquero continuó
comentando a sus convecinos en la peluquería, entre chascarrillos y bromas, los
maravillosos prodigios que hacían las mágicas navajas compradas al alfombrero
Mustafá.-
José L. Casado Toro (viernes, 24 de Febrero 2017)
Antiguo profesor del I.E.S. Ntra. Sra. de la Victoria.
Málaga
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