viernes, 24 de febrero de 2017

INSÓLITA MAGIA, EN LA PELUQUERÍA DE AARÓN.

Existe una entrañable imagen, tradicionalmente familiar y popular, que ilustra de colorido y alegría la vida relacional ciudadana. Esta realidad aparece de manera específica por los cinturones de las barriadas que amplían el antiguo centro urbano, hoy día preferente “tomado” por el latido comercial y restaurador de la “industria” turística. Ese cuadro costumbrista, alegre y campechano, se genera en muchas vibrantes tertulias diarias que tienen lugar en las peluquerías  (o barberías, como hace años se solía decir) abiertas al público en los bajos de algunos bloques de viviendas.

Aunque a veces vemos en estos populares negocios a varios profesionales del corte de pelo, que realizan artesanalmente su admirable trabajo, hoy día es cada vez más frecuente que esta actividad sea ejercida por un solo profesional, aunque haya en la sala dos o tres sillones habilitados para este solicitado servicio. El maestro peluquero suele ser el propietario del establecimiento, aunque también en ocasiones ha de arrendar el uso del local. Lo más significativo de esta imagen costumbrista, a la que antes se aludía, es que acompañando el trabajo que realiza el peluquero con la tijera, la maquinilla eléctrica, el jabón o la navaja, sobre la cabeza o el rostro del paciente cliente, hay otras personas sentadas en el local. Son amigos que “echan el rato” leyendo la prensa, comentando las noticias del día y adornando de chascarrillos y anécdotas la atmósfera alegre de la media mañana o también en cada uno de los atardeceres.

Los asiduos al atractivo local, que aplican a su voz una tonalidad y volumen exageradamente elevado, discutiendo o hablando entre ellos, con la intervención “magistral”, en ocasiones a pleno grito del barbero, son en su mayoría personas jubiladas, algunos parados o desempleados, todos ellos vecinos y amigos de la zona y con largas y jugosas historia en sus recuerdos y experiencias. Estas personas cubren o “matan” su aburrimiento echando ese ratito cordial en un lugar donde no se les exige consumir o pagar nada a fin de ocupar un asiento. Además, estos peculiares tertulianos se sienten bien protegidos del frio o del calor que, en las diferentes estaciones meteorológicas, azota sobre la vía pública. Unos y otros amigos, gente humilde y campechana, se conocen y llaman por su nombre, apodo o algún diminutivo lleno de afecto y camaradería. Se sienten bien compartiendo en tertulia todos esos conocimientos que se atesoran con los amigos de cada día, que también se muestran generosos intercambiando una sabiduría popular cuyo origen no procede de las librerías o de la doctrina académica, sino de esa gran escuela abierta para todos que representa la vida.

¿Y cuales son esos temas de conversación, usualmente abiertos a vibrantes debates? De manera preferente los relacionados con el deporte, aunque también salen a la “palestra” cuestiones de la más insospechada naturaleza: personajes de la prensa del corazón, cuestiones sobre la situación política y económica del país, aquello que cada uno cuenta acerca de lo que hizo ayer o tal vez lleve a cabo para mañana, no faltando pequeñas lecciones de bricolaje casero que puedan arreglar o reparar ese electrodoméstico, mueble o deterioro de fontanería, albañilería y electricidad. Por supuesto, siempre aparecerá esa novedad insospechada para sacar todos los flecos a la misma, entre risas, simulados enfados, exageraciones y, por supuesto, el qué se va a hacer o proponer para el “finde” próximo.

En ese costumbrista, fraternal y popular ambiente de la barriada, vamos a centrarnos en uno de estos profesionales de la tijera, bien acompañado en su labor por todos esos amigos y conocidos de la vecindad. Si se preguntara por Aarón Manzano, el peluquero, difícilmente habría alguien en el barrio que no lo conociera. Y no sólo por los hombres que acuden a su establecimiento a cortarse el pelo, a perfilar el bigote o a rasurarse o mejorar el estado de sus barbas, sino cualquier convecino que recibe los buenos días o el comentario agradable al pasar por la acera de su calle, cuando el profesional espera en la puerta la llegada de algún nuevo cliente a quien atender. 

De joven, este profesional de la tijera y la navaja estuvo alistado (año y unos meses) en la legión. En esa castrense escuela, además del manejo del fusil, trabajó y aprendió otros menesteres y destrezas, tanto en la cocina y cantina como en la peluquería del campamento, útiles habilidades que le permitieron abrirse paso por la vida cuando sintió, al paso del tiempo, que su vocación no era precisamente el ejercicio de la milicia. Su poderosa humanidad física (cerca de los 1,85 cm de estatura y talla 54 en la cintura) es acompañada por un temperamental carácter no exento de una proverbial bondad, de manera especial, con aquellas personas que más necesitan de la palabra o la ayuda que él bien sabe prestarles.  

“Manzanito”, como cariñosamente también se le llama, lleva “toda la vida” (son sus propias palabras) unido en pareja con Candela, mujer de “armas tomar” cuidadora de su casa y de carácter muy abierto hacia sus convecinas, en la hogareña y fraternal corrala donde viven. La pareja nunca quiso pasar por la vicaría, aunque sí lo hicieron por los juzgados, a fin de poner en regla sus papeles, por eso del “día de mañana”. No tuvieron descendencia, aunque una sobrina de “la Cande” la Mari Rosi (de la que su tía es madrina) es como si fuera una hija para todo lo que se tercie. 

Una mañana de julio, a eso del mediodía, entró en la barbería un hombre enjuto, moreno y con la piel bien curtida, aparentando esa edad indefinible que bien podría estar entre los treinta y tantos o algunos más de los cuarenta. Llevaba gorro blanco sobre su cabeza, una chilaba beige que despedía un intenso olor a zorruno y esas babuchas de piel de carnero bien usadas ante el diario caminar. Aarón pensó de inmediato que vendría a ofrecerle algunas de las alfombras que, de manera esforzada, portaba sobre sus hombros. Rápidamente señaló al visitante el suelo de la peluquería, todo lleno con los restos de los cortes de pelo realizados desde las 9.30, hora de apertura en el negocio. Trataba con ello de indicarle que allí no necesitaban esas alfombras, que debían cubrir suelos más cuidados y limpios. El paciente vendedor, con esa sonrisa enigmática que se utiliza para comunicar los sabios mensajes de la experiencia, habló de manera pausada, explicando sus verdaderas intenciones u ofertas:

“Que Alah te guarde, buen amigo peluquero. Yo soy Mustafá. Mustafá Lamb. Vengo de Marruecos, donde quedó mi familia. No quería venderte alfombra. Yo te ofrezco algo mejor para trabajar el pelo que sobra en cabeza y barba. Es oportunidad de navaja. De verdad acero, con salud y pureza. No estropear, a pesar del mucho uso que tú des. Viene conmigo desde Nador, donde compré hasta seis. Ya he vendido cuatro. A todos gustar y convencer. Además de bien cortar, tienen gran misterio que yo puedo confiar. Buena, bonita y barata. No arrepentir compra. Dame veinte euros y es tuya. Tú serás ahora mejor peluquero·”

Aarón, con ese lenguaje directo y espontáneo que le caracterizaba, respondió de inmediato a la oferta del comercial. Todo ello, sin dejar de añadir esa pinta de cachondeo que bien sabía intercalar entre sus sonoras sentencias.

“Mira Mustafá, tu me quieres llevar al huerto. Enséñame esa faca, que tan maravillosa dices que es. Quiero verla y probarla. Y eso de los veinte euros, ni que lo sueñes. Si me gustara, tendríamos que llegar a un arreglito. Pero deja ahí las alfombras. Que me da un sudor … na más verte. Y a ver si metemos en agua tu chilaba y a ti también. Que no estamos en el desierto y ahora ya, en pleno veranillo, echas un tufo que me huele a camello”.

Entonces, el islámico vendedor sacó con presteza de una bolsa de piel, que también portaba en su hombro, una cajita alargada de madera pintada, en cuyo interior descansaban dos navajas/facas, de aquéllas que suelen usar los barberos para afeitar a sus clientes. Aarón “afiló un poco el filo de una de ellas, con ese aplicador de piel que mejora los bordes cortantes del instrumental. A continuación se echó un poco de jabón sobre su cara, procediendo a hacerse un breve recorrido con la navaja sobre su recia epidermis. Esbozó una sonrisa, síntoma de su convencimiento por la eficacia que encontraba en su ejercicio rasurador. “¿Y cuál es esa maravillosa magia que tu dices puedo encontrar al usarla, amigo?”

“Cuando tú hacer buen uso aplicando inteligencia, ella nunca producir daño en piel. Pero si tú usas con maldad, navaja te hace sufrir y sentir dolor, desesperación y ansiedad. Sangre entonces difícil de apagar. El camellero a quien compré, me dio secreto que yo solo contar si seguro vender. Antes de usar, tú debes decir palabra mágica: Naasam Alah. Si tú querer tener las dos, habrá precio especial. Venga, me das 35 euros y quedamos hermanos en la paz. Alah nos guarde, en mi camino y el tuyo”.

Mustafá se despidió inclinando ceremoniosamente su cabeza, con veintiocho euros bien ganados en sus alforjas tras la venta realizada. Todos se sentían felices con el acuerdo. Aarón usaba unas navajas que ya eran algo viejas y que de tanto afilarlas se habían estrechado mucho en sus hojas, con el riesgo que podían provocar en su manejo. Las nuevas, compradas al convincente vendedor, parecían estar hechas de un buen acero y también con un mejor formato para ser utilizadas por manos expertas. El islámico vendedor pensaba que también había hecho un estupendo negocio. Había pagado por un paquete de seis navajas sólo quince euros, compra realizada en un zoco semanal instalado por las afueras de Casablanca.

Pasaron los días y Aarón se mostraba feliz con la calidad de su renovado instrumental para el afeitado. Aunque se tomaba a “choteo” los consejos del marroquí, cada vez que abría la hoja cortante de las navajas, pronunciaba la palabra mágica que éste le había aconsejado. Una tarde, ya en pleno agosto, con ese terral que sofoca nuestros cuerpos, entró en la peluquería un hombre mayor que padecía un tic nervioso, pues movía intermitentemente su cabeza. Pidió ser afeitado, pues traía barba de varios días.

El peluquero enjabonó la parte que iba a rasurar, aunque temió que el tic nervioso del cliente podría acarrearle alguna dificultad en su labor. Pronunció en voz baja la misteriosa  palabra protectora y comenzó a usar la fina hoja sobre un rostro cubierto de espuma de jabón. Lo que el peluquero temía lamentablemente ocurrió. Uno de los tics nerviosos del cliente fue más que impetuoso, lo que provocó un notable corte en su carrillo derecho. De inmediato la blancura del jabón se tornó en un rojo sangriento. El hombre comenzó a gritar por el dolor y la sangre que manaba por esa parte del rostro. Aarón fue rápidamente hacia un botiquín que tenía en el armario, para coger gasa, esparadrapo y también el botecillo de la mercromina.

Mientras trataba de calmar al vociferante cliente, le iba haciendo esa cura necesaria en su piel dañada. Para su sorpresa, de manera súbita vio como el profundo corte se iba cerrando, la sangre desaparecía y la piel volvía a presentar el estado original antes del involuntario corte. Aarón, hombre de bondadosa rudeza, tenía la cara desencajada de asombro al observar uno de esos “milagros” en los que nuca había creído. El propio cliente seguía con sus voces y sus tics, al observar en el espejo que el gran corte inexplicablemente había desaparecido. “¡Esto es cosa de brujos, esto es cosa de brujos! no cesaba de repetir!” Las gritos de Aarón se escuchaban desde la calle.

“Aarón, Aarón ¡despierta, que estás pasando una buena pesadilla! ¡Las voces que estás dando! Ya te dije anoche que tomarte esa sartená de mejillones y gambas, con huevos fritos, era una barbaridad para cenar a tus años. Además te zampaste media botella del tinto Rioja. No tenías bastaste y te liaste con los pasteles ¡así como quieres hacer un buen sueño! Mira que te aconsejé que tomaras algo de bicarbonato, antes de acostarte, pero eres muy burro y mira las pesadillas que habrás tenido. ¡Y ahora, pegando esas gritos, a las cuatro de la mañana. Vas a despertar a los vecinos… Dios sabrá lo que has soñado! Mañana te vas a aguantar con sopitas y purés, so zopenco”.

Quien tan “cariñosamente” así hablaba era Candela, quien se levantó de la cama resoplando para prepararle a Aarón, todo sudoroso y con los ojos vidriosos, una manzanilla. Al día siguiente, el orondo peluquero continuó comentando a sus convecinos en la peluquería, entre chascarrillos y bromas, los maravillosos prodigios que hacían las mágicas navajas compradas al alfombrero Mustafá.-  
 
José L. Casado Toro (viernes, 24 de Febrero 2017)
Antiguo profesor del I.E.S. Ntra. Sra. de la Victoria. Málaga



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