Solía comenzar las clases de cada semana
proponiendo, a sus alumnos de secundaria, la realización de un ejercicio de
expresión escrita. Reiniciar la programación, tras el denso fin de semana
familiar, aconsejaba utilizar unas pautas de motivación que evitasen entrar “con
brusquedad” en las explicaciones teóricas del lenguaje. Era preferible caminar
por el terreno siempre más grato de la práctica en dicha materia curricular. Se redactaban composiciones en las cuales los
estudiantes comentaban vivencias pasadas o proyectos de futuro que, posteriormente,
serían corregidas, comentadas y calificadas, en ese proceso para el aprendizaje
de las herramientas necesarias del lenguaje. Y en esta primera semana de
febrero, la temática elegida fue, un año más, la inmediata efemérides de “San
Valentín” con ese toque sentimental, mercantil y publicitario que envuelve la
anual celebración del “Día de los enamorados”.
Frutos Villalba vive sola, en un pequeño apartamento enclavado en
las estribaciones de Gibralfaro, que goza de unas vistas espléndidas a la bahía
malacitana. A sus treinta y siete años de edad hace ocho que su matrimonio, con
un profesor de física y química, se fue al traste, fundamentalmente por causas
del cansancio recíproco en la pareja. No habían tenido descendencia, por lo que
esa ruptura, racionalmente civilizada, fue integrada por ambos cónyuges con
inteligente delicadeza a fin de evitar daños innecesarios. Aunque la relación con
sus padres y hermana es bastante cordial y mantiene un reducido, pero fiel,
círculo de amistades, ese condicionante de la soledad en su vida aún le sigue
afectando, tanto en lo físico como, muy específicamente, en lo sentimental.
Tras esta jornada escolar, dedicó buena parte de la
tarde a corregir los ejercicios de redacción que habían elaborado sus alumnos.
Leyendo el contenido de esas simpáticas composiciones, plenas de ilusión y
sencillez, no podía evitar una continua sonrisa
que afloraba en su rostro, mezclada eso sí con un sentimiento de nostalgia ante su propia e íntima situación personal.
Ella no podría transmitir esas nobles palabras, dulces y hermosas, que estaba leyendo en las cuartillas
manuscritas. Tampoco tenía a un alguien a quien poder entregar o de quien
recibir ese detalle o regalo que sustenta la comercialmente bien montada
festividad del día 14. Temía, como en años anteriores, los alegres comentarios
de muchos de sus compañeros acerca de los regalos entregados y recibidos de sus
parejas mientras que ella, una vez más, habría de modular su intervención con
las también oportunas sonrisas o con esos breves comentarios admirativos acerca
de la suerte o generosidad mostrada por los demás.
En la media mañana del día 14, Frutos se entretenía
ordenando el contenido de su taquilla en la sala de profesores. Era el tiempo
dedicado a la media hora para el recreo, en la que unos compañeros entraban y
salían de la dependencia mientras que otros, ejerciendo la función de “guardia”
que tenían asignada para ese día,
controlaban a los alumnos. Éstos paseaban por el gran perímetro del
patio deportivo, tomando sus bocadillos y zumos bajo ese grato sol de febrero,
entre múltiples comentarios, la vitalidad de los juegos y la espontaneidad
acústica de sus risas y voces. A eso de las 11.30, un
mensajero entregó un envío en la portería del centro que, de inmediato,
fue llevado a la sala del profesorado por uno de los conserjes. El destinatario
del espectacular ramo de flores, rojas,
violetas y blancas, era precisamente Frutos quien con gesto de gran sorpresa
recibió la tan inesperada, preciada y elegante dádiva, en medio del asombro de
todos los allí presentes.
Observó que, junto al bien preparado y delicado
ramo, venía un pequeño sobre con tarjeta. Allí
mismo lo abrió, leyendo a media voz un breve texto sin firma identificadora. Decía así:
“Quiero ofrecerte estas flores, el regalo más hermoso que se puede ofrecer a
toda persona, en este afectivo día para el cariño, la amistad y la fraternidad.
Con todo mi amor y admiración”.
Sólo aparec ían esas 33 palabras, que
despertaron en sus oyentes la mejor aprobación y el reconocimiento hacia su
compañera quien, sin salir de sus gestos y rubor de sorpresa, mostraba una
alegría contenida ante el protagonismo escénico que, de manera educada, se veía
obligada a representar.
Por más que unos y otros le preguntaban, la
asombrada docente no sabía concretar quién podía ser ese admirador oculto que
con tan buen estilo había mostrado sus sentimientos hacia ella, permitiéndole
que, en el Día de los Enamorados, su imagen no ofreciera la fría ausencia de
reconocimiento del que tanto ostentaban algunos de sus compañeros de claustro.
Para sustentar más su contenida alegría, tuvo un hermoso gesto: puso el precioso ramo en un jarrón de cristal que un
conserje amablemente le trajo desde el almacén de materiales, decidiendo que
permaneciera encima de una mesa redonda que presidía uno de los ángulos del
amplio salón para la estancia del profesorado. Evitó llevárselo a su domicilio.
Pensó que era mejor dejar a la vista de los más de cincuenta compañeros,
durante los próximos días, el estupendo regalo que ella también había recibido
en la fiesta de San Valentín.
Tuvo también especial interés en ser fotografiada
con el ramo de flores en sus manos. Esta instantánea quería enviarla por
whatsapp a varias de sus amigas, de manera especial a Raquel, una antigua
compañera de estudios de carácter algo egocéntrico y posesivo. Así que allí, en
la académica sala del profesorado, permaneció el dadivoso gesto de alguien
anónimo que parecía profesar admiración por esta aún joven profesional de la
enseñanza. Desde luego el comportamiento de Frutos ese día 14 de febrero (también,
en las siguientes fechas del calendario) pecó de un cierto
infantilismo “post-adolescente”. Pero, por encima de otras
consideraciones, hay que entender la especial situación personal,
carencialmente afectiva, de una mujer que estaba próxima ya a cumplir la
cuarentena anual en su vida.
Pasaron algunos días y esas bellas flores, al igual
que nos sucede a los humanos, pero con la cruel y acelerada inmediatez de la
ley natural, fueron tornando desde su serena hermosura a esa cruel decrepitud,
cíclicamente inevitable hasta el sueño definitivo total. Su impactante
desvitalización, en apenas cinco o seis días, provocó que una de las
limpiadoras del Instituto decidiera sacar el ramo del florero y arrojarlo a la
cubeta de los desperdicios. Cuando esa misma mañana Frutos entró en la sala,
comprobó de inmediato que “sus flores” ya no estaban
allí. Racionalmente comprendió el gesto de la operaria de limpieza,
aunque ello no evitó que se entristeciera al recordar la esbeltez plástica, junto
a la significación sentimental y afectiva, de aquel vistoso ramo apenas seis
días antes.
Y en el lunes siguiente, a una hora similar a la de
hacía dos semanas, otra vez un mensajero entregó en portería un nuevo ramo de
flores, esta vez menos espectacular pero de muy bella factura, por su contenido
y conformación. Iba, como la vez anterior, dirigido a Frutos, la profe de
Lengua y Literatura española, quien lo recogió del conserje con una intensa
sonrisa. Benito, un veterano funcionario no docente,
al entregárselo también esbozó en su rostro otra sonrisa, pero mucho más
enigmática y dubitativa.
Aquella misma noche, Benito se sinceró con su mujer
mientras cenaban.
“Ocurren cosas que tienen una difícil
explicación. Y resultan más incomprensibles todavía, cuando provienen de
personas adultas y que presentan un comportamiento intachable, tanto en lo
profesional como en lo humano. Ya te conté lo del ramo de flores, que llegó al
centro el Día de los Enamorados. Pues bien, esta mañana se ha repetido de nuevo
la escena. Es el caso de que el mensajero que lo ha traído, hoy lunes, es el
hijo de mi buen amigo Tomás, familia a la que conozco desde hace muchos años.
Tras saludarle y firmarle la entrega, le he preguntado si me podía aclarar el
nombre del remitente (este segundo ramo también viene como anónimo, pero
dirigido a la misma profesora). Me dijo que lo llamara esta tarde, pues iba a
consultar ya que ni él mismo lo sabía. Cuando lo he llamado hace un par de
horas me comenta que lo único que ha podido averiguar, en la consigna de
mensajería, es que ha sido una mujer quien lo ha entregado. La misma mujer que hizo
lo mismo hace dos semanas. No te lo vas a creer: algunas señas físicas que me
ha facilitado corresponden a la joven profesora que precisamente lo ha
recibido. Te aseguro que no sé lo que pensar”.
Aquella mañana de un luminoso febrero, Loren se levantó de su cama a una hora bien temprana.
Era una positiva costumbre que tenía bien arraigada, pues pensaba que así se podían
disfrutar y aprovechar mejor las oportunidades del día. Como también era habitual
en él, ordenó un poco las sábanas, junto a la colcha y la manta que cubrían el
lecho donde dormía. Aunque no tenía obligación de hacerlo, le gustaba el orden
y la buena disponibilidad personal a fin de no dejar para otros el trabajo que
él bien pudiera realizar. Una buena ducha y, tras el desayuno (café con leche, tostada
con aceite y un zumo de naranja) decidió que era el mejor momento para bajar a
los jardines. Era una bonita idea que tenía en mente desde hacía días. A esas
horas mañaneras, solía haber escasa gente por allí y nadie se daría cuenta de
la “travesura” que pensaba hacer. Llevaba consigo una bolsa de plástico y unas
pequeñas tijeras, que solía utilizar para diversos menesteres.
Efectivamente, no vio a persona alguna por el paraje que había con prudencia elegido.
Una vez allí, eligió unas flores sencillas, pero muy hermosas en su color y
fragancia. Tras formar un precioso ramillete, lo introdujo en su bolsa del
Mercadona y se sentó pacientemente en uno de los bancos a esperar. Sabía que Damia solía también pasear por esa zona, para
aprovechar el cálido sol del invierno que tanto reconforta los cuerpos y alegra
el ánimo rutinario. Serían alrededor de las diez y pico cuando ella apareció,
siempre esbelta a pesar de sus problemas de espalda y con ese caminar de pasos
cortos a fin de evitar un incómodo resbalón por la grava suelta del pavimento.
“¿Qué tal ha ido la noche, Damia?
Tenemos hoy una muy buena mañana. Pronto el sol se llevará el rocío caído en la
noche. ¿Sabes que día es hoy? No sé si tienes costumbre con la tradición de
este 14 de febrero, el día de las personas que creen en el amor, pero tenía la ilusión en traerte un pequeño regalo.
Estos detalles siempre están de bien y más para ti, que conozco lo que has
sufrido con el desafortunado carácter de esa pareja que has estado soportando
durante tantos años. Todo lo que me has contado es increíble. Me asombra y
admiro la paciencia que una mujer puede llegar a tener. Pasemos a un tema mucho
más alegre. Es lo más inteligente. Fíjate en este ramito de flores. Son … para
ti. Las he preparado pensando en una buena amiga, una gran mujer con un corazón
que siempre piensa en los demás. Son básicamente margaritas, aunque también hay
unas florecitas de color violeta, cuyo nombre desconozco. Hacen un buen
conjunto con las demás ¿Te gustan?”
Loren modulaba su expresión con un tono apaciblemente lento de frases cortas. Miraba a su compañera de banco con los ojos un tanto bajos pues, a pesar de que ambos se conocían desde hacía unos cuatro meses, aún mantenían esa prudente timidez que justificaba el preciado bien que los dos se esforzaban en conservar. Damia tomó en sus manos el ramito de flores que le ofrecía su buen amigo e hizo un bello gesto, como muestra de agradecimiento. Besó las flores y después fijo con ternura sus ojos en aquella buena persona con la que cada día hablaba y compartía esos minutos que se hacen gratos en el pentagrama acústico de nuestra existencia.
“También yo te he traído un detalle. No te lo
esperabas ¿verdad? He tejido esta linda bufanda, para que no pases frio y
cuides esa garganta que te da problemillas con la humedad del invierno. No sé
si te agradará el color. Lana, de color celeste, como así me gusta contemplar
el agua del mar. Ya sabes que tengo prevención hacia la oscuridad. Por eso
prefiero los tonos claros. Te abrigará y siempre que la lleves … te acordarás y
pensarás en mí”.
Ambos juntaron sus manos y disfrutaron esas
palabras que no se pronuncian, pero que fluyen silenciosas, cálidas y sutiles
desde el sentimiento y el cariño del corazón. Así permanecieron largo rato, sin
hacer cuenta de unas personas que llegaban, aquéllas que también paseaban y
alguna otra que miraba hacia la lejanía, sin reparar en el tiempo
que avanza inexorable hacia el destino incierto de cada cual. Siempre puntual,
la hermana Sor Elena dio varios toques de campana a las 12:30. Avisaba a todos
los residentes que llegaba la hora de la comida. Loren y Damia, aquella alegre
mañana del día 14, hicieron el camino juntos una vez más. Sus manos permanecían
entrelazadas, con la cálida proximidad afectiva que genera el amor. -
José L. Casado Toro (viernes, 10 de Febrero 2017)
Antiguo profesor del I.E.S. Ntra. Sra. de la Victoria.
Málaga
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