Esta semana le
corresponde hacer el turno de tarde, en su bien ocupado horario laboral. Apenas
el reloj marca las 16:30 y ya ha realizado dos lejanos servicios, utilizando
para ello una pequeña motocicleta propiedad de la empresa restauradora. Hasta
las doce de la noche, cuando podrá volver a casa a fin de recuperar las fuerzas
gastadas por el continuado trajinar callejero, habrá pasado por un numeroso
listado de direcciones, llevando todos
esos suculentos encargos realizados a través de la comunicación telefónica.
Crispín (nombre elegido en la
pila bautismal por su padre, fiel seguidor desde su infancia de los valientes personajes
que intervenían en las memorables hazañas del Capitán Trueno) completó sus
estudios universitarios hace ya tres años, obteniendo el grado de Filosofía en
la UMA (Universidad de Málaga). En su recorrido escolar por la Educación
Secundaria, tuvo la suerte de encontrarse a un dinámico y motivador docente de
esa materia, ejemplo profesional que le hizo optar por estudiar tan interesante
especialidad universitaria, tras superar con brillantez las pruebas selectivas
de acceso.
En su familia difícilmente
llegó a entenderse la especial elección que había realizado el único hijo que
trajeron a la vida. Especialmente su padre, un corpulento mecánico que aún
presta sus servicios en el taller de una conocida marca de automoción. Opinaba,
no sin razón, que esta titulación tenía escasas salidas profesionales, a no ser
que se quisiera dedicar de manera específica a la enseñanza. Pero la convicción
e interés de un joven de carácter reflexivo, entregado con tenacidad a la
lectura del pensamiento filosófico, pudo más que las razones económicas
esgrimidas por sus progenitores, con vistas a un incierto futuro laboral en
época de crisis.
Efectivamente, las
pretensiones docentes e investigadoras del joven intelectual se vieron frenadas
por la reducida o nula demanda de nuevas contrataciones en los centros de
titularidad pública o privada de la ciudad. De manera especial, por la específica
naturaleza de la materia en que se había licenciado. Tampoco fueron años
proclives a la convocatoria de oposiciones, para optar a plaza de profesor en
los institutos de educación secundaria. A pesar de esta situación de
contracción para el empleo, este joven amante del pensamiento y la cultura no
renunciaba al ejercicio de aquello que le gustaba y para lo que, de manera
admirable, se había preparado durante los años de carrera. Pero cierto día su padre,
a la vuelta del trabajo, le habló con meridiana e imperativa claridad:
“Crispo
(así le llamaban ahora) tiempo es ya de que abordemos tu situación, con
franqueza y realismo. Te has pasado muchos años estudiando y ahora, con
veintiséis años cumplidos, aún no has encontrado rendimiento económico a toda la
titulación acumulada. En casa no te va a faltar nada, por supuesto. Pero yo a
tu edad llevaba ya ocho años de duro trabajo, ejerciendo mi profesión de
mecánico. Y no veo una salida inmediata o factible, para esa especialidad que
con tozudez decidiste escoger.
Pienso
que vas a tener que llamar a otras puertas, si no te quieres ver convertido en
un parásito de la sociedad. Ello no te impedirá que, en un futuro más o menos
próximo, puedas verte ante los alumnos enseñando Filosofía pero, en el día a
día, te has de mover con presteza para conseguir un horario de trabajo y
sentirte útil ante el servicio de prestas. Toda profesión es digna, si se
ejerce con honradez y entrega responsable. Allí en mi taller no faltan
trabajadores, sino todo lo contrario: sobran. Además, un filósofo… qué haría en
una concesionaria de automóviles. Así que te tienes que poner las pilas y salir
a la calle a buscar acomodo circunstancial en aquello que te puedan ofrecer”.
Tras ésta y otras
discusiones, Crispo se vio obligado a aparcar sus pretensiones docentes, poniéndose a buscar cualquier posibilidad laboral en
alguna empresa que le admitiera en su nómina. Dedicó varias semanas entregado
al duro proceso de visitar establecimientos, solicitando entrevistas, haciendo
llamadas telefónicas y enviando resúmenes y fotocopias de su currículum
académico, muy estimable por cierto. Entre muchos noes y silencios, hubo
algunas ventanas para la esperanza. La mayoría de éstas muy contadas posibilidades
significaban trabajar en servicios de restauración, ejerciendo básicamente de
camarero, actividad que desde luego no concordaba con la preparación que había
recibido en su prolongada etapa formativa.
Dada la presión
familiar, estaba decidido a aceptar alguna de esas ofertas. Cierta noche se dirigió a una de las muchas pizzería que tenía anotadas,
animándose a preguntar por el encargado. Éste, viendo la buena presencia y la
juventud de su interlocutor, le comentó que les faltaba un repartidor para completar
la plantilla. Tendría que trabajar en turnos de mañana/tarde (de 10 a 16 horas)
o de tarde/noche (de 16 a 24 horas) según los días. Durante los primeros seis
meses, su sueldo quedaría establecido en 700 euros, cantidad que podría
incrementarse con las propinas que recibiera tras la correspondiente entrega de
los pedidos. El manejo de la motocicleta que habría de utilizar no sería un
gran problema, pues ya había conducido este tipo de vehículos. Además, su padre
se ofreció a mejorar esa destreza necesaria en la conducción de ciclomotores.
Dos meses y medio es
ya el tiempo que lleva trabajando, este joven estudioso del pensamiento
filosófico, en una actividad que le permite estar mucho tiempo en la calle,
circulando con su modesta motocicleta. En ella transporta, siempre lo más
rápido que puede, todos esos pedidos de pizzas, alitas de pollo, nuggets,
patatas fritas, con los correspondientes refrescos y latas de cerveza. Echa de
menos no poder estar al frente de sus alumnos, explicándoles las enseñanzas de
los grandes pensadores grecolatinos y de otras latitudes. Anhela esa grata
tarea de formar mentalidades racionalistas, sustentadas en los valores que mejor
potencian la naturaleza humana. Pero al menos tiene un horario que cumplir, un
servicio que prestar y, al final de cada mes, puede disponer de una modesta
liquidez económica. Con ese escaso peculio, ayuda a los gastos de la casa y puede
darse algún que otro capricho, normalmente adquiriendo algún nuevo libro o manual
de esos autores con los que disfruta el ejercicio de la lectura y la muy
saludable práctica de la reflexión.
La necesidad de visitar
numerosos domicilios en el día, le ofrece la posibilidad de conocer (empleando
al menos unos breves minutos) a muy diversa tipología sociológica, con todo lo
que supone sus respuestas, exigencias, comportamientos y actitudes. Todo ello le
permite, de alguna forma, seguir aplicando ese otro importante ejercicio de la
observación, el contraste y el subsiguiente análisis acerca de cómo funciona un
sector numéricamente importante de la sociedad. Grupo bastante heterogéneo que
demanda, previo pago de la tarifa, le sirvan en la puerta de su hogar el
alimento “rápido” y la bebida hipercalórica con lo que poder saciar su
necesidad restauradora. Las anécdotas y vivencias sociológicas que ha ido
atesorando durante sus meses de trabajo son numéricamente abundantes y
“sabrosas” en su contenido, para llevar a efecto una muy interesante reflexión
analítica.
No olvida aquella
visión, por cierto bastante repetida en sus desplazamientos, de un par de niños que le abrieron la puerta de su
domicilio. Eran aproximadamente las once y media, ya muy cerca de la media noche.
Desde otra habitación interior de la casa, escuchó la voz ronca y “agrietada”
de una mujer, probablemente era la madre de ambos vástagos, la cual gritaba a
sus dos hijos “Iván, María del Rosario, en el
mortero de la cocina tengo muchas monedas guardadas. Id contando hasta los
trece euros. Es lo que vale la pizza y la botella de Coca Cola. Dáselos al
repartidor”. Se trataba de una pizza tamaño familiar, masa normal, con
ingredientes de salami, chorizo y salsa carbonara. Tanto el crío (unos siete
años) como su hermana (no pasaría de los nueve) tenían un evidente problema de
sobrepeso en sus respectivos organismos. Previsiblemente esa comida iba a ser el
menú de su cena, ya al filo de la madrugada.
Otro reparto que
motivó la extrañeza de Crispo consistió en servir dos pizzas, ambas de tamaño
familiar, a un edificio enclavado en la zona antigua de la ciudad. Cuando pulsó
el timbre del piso correspondiente, observó que junto a la tecla del llamador
había una pequeña placa, donde estaba grabada la palabra “Consulta”.
Efectivamente, en la puerta de esa vivienda había otra placa que especificaba
el nombre del Dr. y la especialidad médica que desempeñaba: “Clínica dietista-nutricionista”.
Tras pulsar el timbre
más de una vez, abrió la puerta un señor muy educado en sus palabras y formas
de trato, curiosamente con una circunferencia ventral bastante pronunciada. El
cuerpo de esta persona era manifiestamente fusiforme. El reloj marcaba las
nueve de la noche y el propietario de la vivienda aún llevaba puesta la bata
blanca de consulta. Sin duda, era el médico que
dirigía la citada clínica dietética. Hay que abundar en que una de las pizzas
era de pepperoni, queso roquefort, bacon y salami, mientras que la otra era una
“capricciosa” con abundantes ingredientes grasos, ambas para comensales con admirable
apetito. El joven repartidor se preguntaba como una persona de tan proverbial “humanidad”,
a causa de su glotonería, podía controlar y reducir el peso en los pacientes
que a él acudían, tratando de reducir los kilos y siluetas en sus anatomías.
Otra noche, mientras
aparcaba su motocicleta para hacer una entrega, por una barriada en el norte de
la capital, vio que se le acercaba un chico que, por sus características
físicas, no superaría los quince o dieciséis años de edad. Sin mediar palabra
alguna, este desarrapado adolescente sacó una navaja y le puso la otra mano
extendida. A no dudar, exigía el dinero recaudado por las entregas. Mostraba un
gran nerviosismo, pues veía temblarle ambas manos. Crispín no perdió el control
ante la violenta situación en la que estaba inmerso. Comenzó a hablar al chico,
de manera pausada y amistosa, tratando serenamente de calmarle.
A los pocos minutos, ese
pobre aprendiz de delincuente estalló en
sollozos. Explicó que su madre y hermanos no habían comido nada ese día.
Pertenecía a una familia de profunda sociología marginal. Era su primera
experiencia desesperada en el robo. Logró tranquilizar al desesperado atracador,
consiguiendo que retirara el objeto cortante de su pecho. Tras aconsejarle que
acudiera a un comedor social (explicándole su ubicación) le entregó una de las
pizzas que llevaba en su mochilón de reparto. Al menos, él y sus hermanos
podrían echar algo a sus cuerpos, para esa noche desafortunada en el hambre.
Los objetivos
profesionales de este intelectual desubicado tendrán que esperar, en una
compleja época de grave “indigencia” para el empleo. Su grado en Filosofía, el
excelente expediente académico que acumula, su demostrada vocación intelectual,
aun no le está permitiendo dirigir a esos alumnos que, en su adolescencia,
realizan el aprendizaje de la formación secundaria. Pero Crispo o Crispín ha
sabido entender y asumir el control en su hoja de ruta. Quedarse en casa,
desanimarse o sustentarse en la dependencia familiar, no era el mejor o
inteligente camino a seguir. Frente a la pasividad depresiva, cuenta con la
fuerza de su juventud y la preparación de sus muchos años en el estudio.
En el día a día, con
el azul celeste de cada amanecer, se promete seguir luchando para la realidad
de lo posible. Todo honrado trabajo enriquece la
dignidad de la persona, si esa honesta dedicación es ejercida con diligente entrega
y cívica responsabilidad.-
José L. Casado Toro (viernes, 3 de Febrero 2017)
Antiguo profesor del I.E.S. Ntra. Sra. de la Victoria.
Málaga
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