Se trata de variadas y correctas fórmulas
expresivas, que solemos utilizar en el día a día de nuestra intercomunicación.
Hacemos con ellas honor a la cordialidad, a la obligación responsable y, por
supuesto, a las buenas costumbres educativas. Sin embargo, a poco que
profundicemos en la realidad de su contenido, nos vamos dando cuenta de que
sólo son el “vacío” ropaje que ilustra un deseo o intencionalidad que, en
muchos de los casos, termina incumpliéndose. Se manifiestan en nuestras
respuestas sin excesivo esfuerzo, adornan muy bien la atmósfera relacional,
resultan incluso imprescindibles en los códigos para las buenas formas pero
después, al llegar el tiempo o momento de hacerlas explícitas, va
desapareciendo en las mismas toda aquella noble intencionalidad inicial que
hizo aconsejable su fluida aplicación. Podemos citar y comentar numerosos ejemplos.
Centrémonos en algunas de las siguientes escenificaciones, que ayudan a entender
mejor el sentido de este breve planteamiento.
PRIMER DÍA DE CLASE, en el otoño (ahora, cada vez más cálido) de todas
las anualidades. Tanto el profesor, como sus alumnos, acuden al aula con esa
mezcla difusa de ilusión y recelo, ante una obligatoria realidad que los va a
mantener unidos durante un nuevo período escolar. Es el día de la presentación
inicial de un nuevo curso. La mayoría serán alumnos nuevos, para el educador.
Probablemente, aquéllos también habrán cambiado de profesor este año.
Obviamente, el protagonismo expositivo estará centrado en el docente que, más
pronto o tarde, pronunciará una de esas largas y acomodadas frases que nunca
suelen faltar en los propósitos iniciales del ejercicio escolar: “Estaré abierto, en todo momento, a las sugerencias,
valoraciones y opiniones, que consideréis oportuno hacerme. Las hablaremos y discutiremos
y, si es necesario, las aplicaremos a fin de cambiar la marcha de la clase.
Incluso al final de cada trimestre, os plantearé alguna encuesta, para que la
respondáis de manera anónima, en la que podréis expones vuestras críticas y
deseos acerca de aquello que pensáis es necesario modificar”.
Por supuesto que no se suele plantear de la misma
forma esta “plausible” frase, con alumnos universitarios o con grupos de
bachillerato, ESO o primaria, por razones de edad y formación. Pero haciéndolo
de una u otra forma, nos comprometemos a mantener el diálogo y la receptividad
para la crítica, con el propósito de
modificar aquello que justificadamente se solicite. Considerando el riesgo
siempre inevitable de la generalización, es más que frecuente que estas buenas
intenciones iniciales queden finalmente en la mera ornamentación de las
palabras. Efectivamente son palabras muy hermosas pero, al paso del tiempo, las
vemos sobrevolando los espacios por la ingravidez a que las someten el viento o
brisa de la realidad.
¿Le agrada, ciertamente, al profesional educativo,
que sus alumnos le manifiesten con sinceridad aquello que verdaderamente
piensan sobre aspectos diversos de su trabajo? ¿Cuántas encuestas, bajo el
prisma del anonimato, llegan a plantearse a lo largo de todo un curso, a fin de
que los alumnos expongan sus criterios u opiniones acerca de la metodología,
recursos didácticos, actividades a realizar, modalidades de evaluación o el
simple trato personal, aplicado por
parte de su profesor? En la práctica ¿esa disponibilidad y receptividad
permanece abierta en todo momento, como se expuso en esas primera jornada de
clase, sin duda con la mejor intencionalidad? ¿Apreciamos o nos incomoda, la
sinceridad expresada por aquéllos escolares que ocupan los pupitres y las mesas
del aula, donde se enseña y aprende bajo nuestra autoridad responsable?
PROPUESTAS DE
REENCUENTROS. Pasemos a otro
escenario, en la representatividad real de las palabras. Estamos caminando, en
cualquiera de los días, por una de las numerosas arterias que tejen el plano
poliédrico de la ciudad. De manera inesperada, nos cruzamos con una antigua,
amiga, compañera, vecina o conocida, de los tiempos de aula o del ámbito
laboral. Tras los saludos y parabienes correspondientes, en los que destacamos
el tema siempre recurrente de la salud, comentamos algunos aspectos de los
vínculos que nos relacionan. Ya en la despedida, hacemos explícita nuestra
recíproca intención de llamarnos, además de ese propósito para ir a compartir
un café, cerveza o incluso quedar para ir a comer juntos, a ese restaurante que
alguna vez tuvimos la oportunidad de visitar.
Transcurren los días, las semanas e incluso
numerosos meses, sin que esa llamada prometida se haga realidad. Esta dejación
se realiza tanto por una u otra de las partes. Probablemente ya ni nos
acordamos de aquél reencuentro, hasta que un nuevo día saludamos a otro amigo
común, conocido también de la antigua compañera. Entre los comentarios al uso, citamos
aquel encuentro, del que ha pasado ya un período largo del tiempo. Incluso
añadimos esa cita, bastante explícita, acerca de cómo funcionan estas
relaciones: “Sí, quedamos en vernos para ir a tomar
café y charlar un buen rato, pero ya sabes… son cosas que se dicen y que casi
nunca se hacen. Se van dejando pasar. Todo queda en amables palabras”. Otra
muestra de tantas y tantas frases formales que salen de nuestras bocas y que
tienen la sola virtualidad de las buenas formas para el trato agradable y educado.
Una vez más, el viento de su inconsistencia provoca el vuelo difuso de la
voluntariedad real de la mismas.
UNA CARTA DE
RECLAMACIÓN. Hemos tenido una
desafortunada experiencia, con alguna empresa pública o de titularidad privada.
Sea la compra de algún objeto, sea la realización de un viaje o una desatención
en el trato. Una vez que ya ha pasado, ese evento concreto para nuestro
incomodo, nos armamos de razón y enviamos una carta o correo de reclamación,
planteando claramente los hechos. Confiamos que, desde el departamento
correspondiente para la atención al cliente, sea atendida de manera razonable
nuestra exposición y se nos compense de alguna forma por los agravios que
estimamos hemos sido objeto. Tras un largo tiempo de espera, al fin recibimos
respuesta a nuestra misiva. Para nuestra indignación o desconsuelo, en el
contenido de la misma sólo encontramos muy buenas palabras pero que, en modo
alguno, compensan los efectos de un trato verdaderamente desconsiderado. A lo
más que el remitente llega es a utilizar la palabra “lamentar” la situación que
hemos padecido. Duele añadir esa frase
de que pasará el caso al departamento correspondiente, a fin de evitar de que
esos hechos vuelvan a repetirse.
Pero lo que más nos enerva es que, en no escasas
ocasiones, esa carta respuesta trate de justificar aquello que claramente
supone un irrazonable o inadecuado comportamiento por parte de la institución o
la empresa en cuestión. Incluso se añaden unas línea finales que ponen de
manifiesto la altanería que mueve al autor que ha redactado la respuesta. “Nos sentiremos muy honrados de verle utilizar de nuevo
nuestros atentos servicios. No dudamos que así sucederá y estaremos dispuestos
a prestarle nuestra más atenta atención”. Después de una banal
palabrería de “buenas palabras” que percibimos como insinceras o huecas en su
real trasfondo, llega esa ególatra autosuficiencia o híper-autoestima
empresarial que nos decide evitar, con rotundidad, un nuevo contacto mercantil
con tan desconsiderada plataforma.
LA ENTREVISTA AL LÍDER
POLÍTICO. Un veterano “rockero” del
periodismo escrito, tras negociar laboriosamente con el jefe de prensa de una
afamada agrupación política, consigue una difícil entrevista con el líder
nacional del partido. A causa de una tensa situación, que se vive en el seno de
la agrupación, motivada por los enfrentamientos protagonizados por dos
corrientes de opinión o estrategia, un diálogo a fondo con la jefatura personal
del partido puede servir de base para elaborar un “suculento” reportaje de cara
al público lector. Este trabajo tiene previsto publicarlo en la próxima edición
dominical del diario, que saldrá a la luz no más tarde de cuatro días.
El titular de la columna mediática tiene a su
disposición un tiempo límite de veinte minutos, a fin de plantear sus
preguntas. Este límite temporal es debido a que el Secretario General del
partido ha de acudir a un acto representativo que se desarrollará a unos
treinta kilómetros de la capital, durante esa misma tarde. En el transcurso de
ese reducido espacio de tiempo, habrá de concretar y fijar muy bien las cuatro
cuestiones básicas que articularán la estructura de la deseada entrevista:
financiación del partido, casos de supuesta corrupción, relación con los
críticos opuestos a la dirección y, finalmente, estrategias ante un previsible
adelanto electoral.
Un par de tazas de café separan a los dos
protagonistas del encuentro, celebrado en el despacho oficial del líder
político, ubicado en la planta sexta de la sede nacional del partido. Llevan
doce minutos hablando y el jefe de prensa, que también está presente en la entrevista,
ha mirado ya en tres ocasiones el reloj de su muñeca izquierda. Sin duda, se
halla un tanto nervioso a causa del acto al que ha de asistir su jefe, al que
llegará con retraso como ya el habitual. Pero también su intranquilidad es
motivada por los “punzantes” interrogantes de que hace gala el muy avezado
“plumilla”, periodista que pertenece a una empresa mediática usualmente crítica
con la ideología, liberal conservadora, de las siglas que nuclean a los
militantes y simpatizantes de su partido.
Y ya en ese minuto catorce, cansado de escuchar una
aburrida letanía de frases hechas y “más falsas que Judas”, el prestigioso
periodista pulsa la tecla “stop” de su portátil, deteniendo una grabación “robotizada”,
carente de verdad, latidos e interés.
“Tengo que decirle que no me está Vd.
respondiendo a casi nada de lo que le planteo. Lo que me está diciendo puede,
tal vez, servir para una sesión de mitin con la militancia, donde básicamente
no se piensa, sino que se vitorean entre aplausos, henchidos del fanatismo
sectario, aquello que se desea escuchar. Pero yo he venido a realizar una
entrevista a fondo y, después de treinta y dos años de ejercer el periodismo,
no me voy a conformar con la retahíla de esta vacía palabrería, que me resulta
desafortunadamente insustancial y hueca de contenido. Para esto no merecía la
pena los veinte minutos que ha tenido a bien concederme. No voy a perder más el
tiempo, desprestigiando el sentido de una página dominical cuyo valor me he
esforzado en adecentar, semana tras semana, durante muchos años”.
Los dos políticos no daban crédito a la inesperada
valentía del veterano profesional del periodismo, que tomó su grabadora y se
levantó de su silla, por cierto bastante incómoda, dado el desnivel que sufría
en una de sus patas, lo que provocaba un rítmico y acústico balanceo sobre la
superficie horizontal del parquet flotante que sustentaba la coqueta habitación
presidencial. En la sede del periódico se recibió, dos días después, una carta
de protesta, remitida por el servil jefe de prensa, ante la actitud del afamado
y aguerrido periodista. El director del diario arrojó dicha misiva al cesto de
los papeles.
Sólo son cuatro ejemplos, elegidos al azar, de entre
esa vacía y hueca expresividad que solemos aplicar en nuestras relaciones
cotidianas. Por supuesto, no son las únicas situaciones en que las palabras
sólo suponen el opaco ropaje que envuelve un mensaje que poco dice o cuya
intencionalidad es más que dudosa, en cuanto al propósito de hacerla efectiva.
Otros modelos podrían ser fácilmente aplicados. En todos ellos también aparece
la disyunción o contraste entre la palabra y el contenido, el deseo y la realidad, la ficción y la verdad.-
José L. Casado Toro (viernes, 14 de Octubre 2016)
Antiguo profesor del I.E.S. Ntra. Sra. de la Victoria.
Málaga
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