Eran tiempos del tardofranquismo,
a finales de la “mágica” década de los sesenta. Carmina,
única hija de un modesto matrimonio de labriegos salmantinos, viajaba en un
lento tren (que no “olvidaba” parar en todas las estaciones del trayecto) y con
billete de tercera clase, camino de su primer destino como maestra de educación
nacional en un pueblecito del norte cacereño. Persona voluntariosa, en sus
obligaciones de estudio y con la fuerza juvenil de sus diecinueve años, había
obtenido plaza en la última convocatoria de oposiciones, en dura competencia
con otros cientos de ilusionados compañeros que aspiraban al mismo objetivo. Su
madre le había preparado para el viaje un buen bocadillo de jamón y queso,
además de unas manzanas, aunque también llevaba en su “trabajada” maleta
algunas chacinas propias de su tierra, para compensar el alimento en sus
primeras jornadas de trabajo. Su padre, hombre anclado en la austeridad
castellana le dio breves pero sabios consejos, antes de la partida:
“Sé
honrada en tu conducta y ejerce el magisterio con lo mejor que te han enseñado,
durante todos tus años de estudio”.
Soportando cuatro horas de
incómodo tren, en un sábado de atmósfera nublada, pudo al fin llegar a una casi
vacía estación cacereña. Allí, tirando de su pesada maleta y con una apreciada
mochila sobre sus frágiles espaldas, preguntó a un factor de Renfe dónde podría
tomar un bus que la trasladase a Santacruz de la
Sierra, el que iba a ser su primer destino profesional. Fue laborioso llegar
a este punto geográfico pues, tras diversas gestiones y consultas, con la
premura de presentarse en la alcaldía en la mañana del lunes, tuvo que optar a
que la llevase en su carromato un veterano cabrero que recogía leche de
diversos pastores, producto que después entregaba en una fábrica quesera sita
en la capital extremeña. Ya oscurecía, cuando avistó un pequeño pueblecito
encastrado en la sierra en donde, tras agradecer al cabrero su generosidad, un
policía municipal le indicó la única pensión que existía en la localidad.
Dedicó la mañana del domingo a
recorrer las calles poco transitadas de ese pueblo, en cuya única escuela
habría de enseñar los conocimientos y habilidades que había estudiado durante
los tres años de carrera. El dueño de la pensión, una vez conocidas las
necesidades de residencia prolongada por parte de la juvenil maestra, le
recomendó hablase con la señora Aúrea, una viuda entrada en años, que vivía
sola y a quien le vendría también bien ganarse unas pesetas cediéndole una de
sus habitaciones, con derecho a cocina. Pronto las dos mujeres llegaron a un
acuerdo y a esa casa, con escalera interior y una pequeña buhardilla con vistas
al valle, trasladó Carmina sus no abundantes pertenencias.
La buena señora le indicó que esa
noche dominical compartirían la cena y, ya en el lunes, su inquilina podría
comprar las viandas necesarias en el colmado del tío Manuel, muy cerquita de su
casa. Desde el atardecer, la temperatura se hizo bastante fría. Después de una
frugal cena, la gran distracción que sus patrona disfrutaba fue escuchar los
programas de Onda Madrid, usando para ello una viaja y destartalada radio, con
lámparas de escasas bujías y cuyo dial se atrancaba al pretender cambiar de
emisora. Eso sí, a las diez de la noche, Aúrea sintonizó Radio Nacional, para
escuchar “el parte”. Un buen rato después, al cuarto de Carmina llegó el
murmullo de los rezos de su casera, recitando el santo rosario antes de ir a la
cama.
A las ocho y treinta, en la
mañana del lunes, ya se encontraba en la antesala del despacho del Sr. Sebastián, alcalde y Jefe local del Movimiento en
ese tranquilo pueblecito de la sierra extremeña. El edil, hombre fornido. con
mirada y gestos poco disimulados para el ejercicio de la autoridad, la puso en
breve tiempo al corriente de sus obligaciones docentes.
“Mira
chiquilla, te vas a hacer cargo de nuestra única escuela. Es de carácter
unitario, por lo que tendrás que “bregar” en una sola clase con niños muy
pequeños y otros ya mozalbetes. Habrás de usar mano dura con ellos, si no
quieres que se te suban por las paredes. Aquí hemos tenido de maestra a la
señora Engracia, que se ha retirado con más de setenta años, habiendo sido una
buena profesional para todo durante cuarenta y dos años ininterrumpidos de
trabajo. Aún estando enferma, no faltaba a su clase en cada uno de los días.
Todo un ejemplo de voluntad y sentido del deber. Ya sabes que mañana, día 15,
comienza el curso. Te voy a acompañar a la escuela, para que sepas el lugar
donde está y te familiarices con tu nuevo puesto de funcionaria. Me asombra que
la Delegación provincial nos envíe una maestra tan joven. A ver como te impones
a esos rapaces que son todo unos diablos. Aquí estamos muy avanzados. Tendrás
niños y niñas, sentados juntos, en los pupitres”.
Sebastián caminaba a pasos
rápidos, incluso cuando subían por callejuelas un tanto empinadas. Al final de
unas casitas de paredes blanqueadas y en un recodo a la derecha llegaron hasta
un viajo caserón, construcción hecha de mampostería y troncos de madera en cuyo
frontal, encima del gran portalón, estaba clavado un cartel, también en madera,
que ponía ESCUELA. A ambos lados de esta
abandonado edificio había dos construcciones. Por la derecha vio un establo de
vacas, cuyo penetrante olor a estiércol se mezclaba con el otro aroma, mucho
más agradable y suculento, procedente de la otra vivienda dedicada a obrador de
panadería.
Una vez en el interior del tosco
recinto escolar, pasaron a un salón de forma cuadrangular, donde había seis
filas de anchos pupitres, separados por un
pasillo central, que miraban hacia una gran pizarra
situada en el final de la habitación con barritas de tiza
blanca. Un gran mapa de España, colgado a la
derecha y dos grandes fotos, en blanco y negro, presidían el espacio:
correspondían al Caudillo Francisco Franco (con
muchos menos años, de los que sumaba en 1968) y el fundador de la Falange
Española y de la JONS, José Antonio Primo de Rivera,
fundador de la Falange Española. Por encima de ambos personajes, colgaba un
bien esculpido crucifijo. En la mesa del
maestro descansaban un par de carpetas, un montón de libretas
y dos manoseados volúmenes: el diccionario de la
lengua española y un libro de cuentos.
Además, una larga regleta de madera. La sala de
clase era un tanto sombría, pues las dos únicas ventanas (a la derecha de los
pupitres) deban a un patio interior.
Desde las mismas se veía el establo vecino y a tres voluminosas vacas, que
estaban comiendo plácidamente.
Y
llegó la mañana del martes 15. Carmina había puesto la alarma en su
pequeño despertador (artilugio que le había entregado su padre, tras pertenecer durante muchos años a su abuelo) a
fin de no quedarse dormida y llegar con retraso a sus obligaciones escolares. Se
preparó un buen tazón de leche y unas galletas como desayuno y, dado el frío
que ya se percibía como antesala del otoño, se abrigó con un jersey, altos
calcetines en sus piernas y unas botas que le protegían los pies, dado que era
propensa a sufrir sabañones con las bajas temperaturas. Cuando llegó a su
escuela (unos minutos antes de las nueve) ya había algunos críos y niñas en la
puerta. Sebastián le había facilitado el listado de matrículas el día anterior,
con la fecha de nacimiento de sus alumnos. Tras estudiar ese listado,
comprobando la profunda mezcla de edades a la que habría de hacer frente, decidió dividir el aula unitaria en tres subgrupos.
El primero, formado por aquellos menores de seis años, lo integrarían 11 escolares.
En un segundo subgrupo, estaban los 9 que tenían entre seis y diez años de
edad. Finalmente, el conjunto de los “mayores” entre los 11 y 15 años de edad,
lo formarían 12 alumnos. Los tres subgrupos sumaban 32
escolares, entre los que había quince niñas.
“Buenos
días, queridos niños y niñas. Mi nombre es Carmina y voy a ser vuestra nueva
maestra, que usará el cariño y la autoridad de una madre y el de una amiga. Antes de comenzar nuestras clases, rezaremos
una breve oración, con una petición que cada día preparará uno de vosotros. Sois treinta y dos compañeros, con edades
diferentes. Por eso os he ido nombrando y sentando en tres zonas de la clase,
A, B y C. Los más pequeños; aquellos que ya han cumplido los seis años y el
grupo de los mayores, que ya tienen más de 11 años de edad. Habrá momentos del
día en que explicaré directamente al grupo A, al B, o al C. Los dos grupos
restantes estarán trabajando los ejercicios que yo previamente les haya
mandado.
Voy a
ser muy amiga vuestra, pero también sabré castigar las faltas de disciplina que
cometáis, lo que comunicaré de inmediato a vuestros papás y mamás, a los que
pronto quiero conocer. Aquí venimos a aprender y a trabajar, aunque tendréis
vuestra media hora de recreo, para tomar el desayuno, jugar y descansar. Ya
conocéis el horario, en el que la puntualidad será muy importante e incluso
premiada. De 9.30 a 13 horas, por la
mañana. Y de 15.30 a 17.30, por la tarde. Tenéis libre la tarde del jueves,
pero hablaré con el Sr. Alcalde, para ver si la podemos cambiar al sábado.
Después de las clases, dedicaremos una hora (dos veces a la semana) para
preparar dos obras de teatro, que representaremos en Navidad y al final de
curso. Todos podréis participar en esta bonita actividad. Y en cada trimestre,
haremos una preciosa excursión para visitar, disfrutar y aprender de la
naturaleza”.
Así comenzó Carmina, a sus
diecinueve años, esta su primera clase, en su
también primer destino como maestra nacional. Faltaban escasos días para que
diera comienzo la estación meteorológica del Otoño. En esa cíclica caída de la
hoja, con la llegada de los primeros fríos, treinta dos niños y niñas iban a
recorrer esa educativa senda de la enseñanza y el aprendizaje, de manos de una
muy joven profesional, plena de vitalidad e ilusión por hacer bien su trabajo,
en el que había mucho de valor vocacional. Y en
una escuela unitaria.
Resultaba obvio que alumnos de
tan diversas edades no podían trabajar las mismas temáticas. Había que aplicar
una metodología diferente, para la didáctica de los contenidos de estudio, en
los tres grupos que ella, acertadamente, había organizado. Con muchos años de
adelanto, Carmina estaba aplicando el criterio docente de atención a la
diversidad, el cual es en la actualidad uno de los principios más importantes e
inexcusables para ámbito educativo. Frente a los que hoy se afanan, con
desacertada rigidez y fanatismo, en uniformizar contenidos, recursos, metodologías,
evaluaciones y resultados, para esta joven profesora, maestra de niños y niñas
en ese año emblemático de 1968, dicha estrategia didáctica de atención a la diversidad no era otra cosa para ella que
una inteligente aplicación de la racionalidad
profesional.-
José
L. Casado Toro (viernes, 2 de Septiembre 2016)
Antiguo
profesor del I.E.S. Ntra. Sra. de la Victoria. Málaga
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