Es una permanente obviedad. A medida de que
nuestros organismos van acumulando hojas del calendario, la capacidad o potencialidad de la memoria se va degradando,
de manera aleatoria y progresiva. Esta es una de las razones, entre otras
muchas, para que prioricemos de manera específica el aprendizaje mental en las
etapas cronológicas de la infancia, la adolescencia y en esa primera juventud,
vinculada a la formación universitaria o a los grados formativos profesionales.
Esta preferencia no impide por supuesto que, en otras etapas más avanzadas de
nuestro recorrido vital, podamos seguir aprendiendo y, paralelamente,
memorizando. Un hermoso ejemplo de esta realidad son las Aulas de Mayores de 55
años, vinculadas a muy numerosas y prestigiosas instituciones universitaria. Bien
es cierto de que determinados aprendizajes, en las fases adultas de la vida, se
hacen bastante complicados, en su realización y eficacia, por esa dificultad de
respuesta de nuestros órganos intelectivos.
Siendo más que evidente toda la exposición
anterior, nos asombra de igual manera las respuestas inesperadas que nuestra
memoria se muestra capaz de ofrecernos cuando recordamos, con asombrosa nitidez
y exactitud, detalles, imágenes y datos que florecen insospechadamente en
nuestra conciencia, aunque los mismos acumulen ya una antigüedad notoriamente
prolongada en el tiempo. Dicho de una manera coloquial, olvidamos hechos que
protagonizamos ayer mismo y, para nuestra sorpresa, vienen a nuestra mente
imágenes y escenas de aquella infancia que recorrimos o de la añorada juventud
que fue sustentando los pilares de la madurez actual.
Me encontraba caminando por una céntrica arteria
viaria de la planimetría malagueña cuando, aguardando la luz verde de un
semáforo para el cruce correspondiente a la acera opuesta, un hombre se me queda mirando con fijeza. Aparentaba
tener unos cincuenta y tantos años de edad y de inmediato fluyó una sonrisa en
su rostro, al extenderme su mano para el saludo. De inmediato correspondí a su
gesto aunque, dada mi desorientación al respecto, me dijo en un par de
ocasiones ¿Pero, de verdad no me reconoces?
Tratando de ayudar en mi sorpresa, se identificó
como el padre de uno de mis alumnos de Secundaria, indicándome el nombre
abreviado de su hijo. Añadió de inmediato unas palabras amables, por la ayuda
que había prestado a su hijo en el ejercicio de mi acción como profesor-tutor.
Me justifiqué comentándole que, en aquellos momentos, mi memoria no me ayudaba
a recordar con exactitud los detalles que él amablemente me facilitaba. De
todas formas le pregunté por Edu y su evolución profesional, información que
como padre me resumió cumplidamente. Una vez que cruzamos la calzada, me
presentó a la persona que le acompañaba, quién por lo visto también me conocía.
Les deseé lo mejor, también para su hijo y nos despedimos cordialmente con otros
estrechones de manos. Con franqueza, no recordaba haber visto nunca a estos dos
interlocutores.
Después de treinta y cinco años ejerciendo como
educador y docente, me he entrevistado con cientos de tutores familiares. Cuando
ejercía esa admirable función profesional, me esforzaba en conocer y dialogar
con todos o casi todo los alumnos de mis anuales grupos tutoriales. También lo
hacía con aquellos padres de cuyos hijos yo era profesor y que, por alguna
circunstancia era necesario el contacto personal o telefónico. En cuanto a los
alumnos que directamente han estado en mis aulas, puedo calcular que habrán superado
los 5000 en su conjunto. Todos estos datos pueden ayudar a explicar que, además
del paso inexorable del tiempo, que se encarga de ir borrando no pocas
imágenes, haya otras causas o circunstancias que dificulten el recuerdo con
respecto a determinadas personas, mientras que con otras esa facultad se hace
más fácil ejercitar.
En no escasas ocasiones, al encontrarme con estos
antiguos alumnos, algunos muy cambiados en su aspecto físico y que hoy ejercen
en una muy variada gama de profesiones, les explico algo que resulta evidente.
“A vuestra aula llegaba un profesor cada sesenta minutos,
el cual estaba especializado en una determinada materia o asignatura. Este
profesor tenía a su cargo treinta y
cinco o cuarenta alumnos en ese grupo, de los cinco que usualmente le
correspondían cada año en su estructura horaria para el ejercicio de la función
educativa. Pensad lo que supone trabajar con casi doscientos alumnos cada curso
académico y así durante tres décadas y media de ejercicio profesional. Para
vosotros recordar a un determinado profe es más fácil que para éste hacerlo con
tan elevado número de escolares, estudiando y formándose en la aulas de la
Enseñanza Secundaria”.
Cuando algunos afectos alumnos me escriben a través
de Internet, enviándome incluso sus fotos actuales, contrasto estas imágenes
con aquéllas otras que me entregaron para su ficha de clase y que con afecto y
valoración conservo entre mis archivos. Todos hemos cambiado físicamente, al
paso de los años. Pero esos cambios, entre los catorce/quince años de aquella
lejana época, con respecto a los cuarenta/cincuenta años de la actualidad, resultan
más que contrastados y complicados para la memorización.
Alma María se mostraba preocupada, desde hacía algún tiempo. Ya, en el verano
pasado, comenzó a detectar repetidos fallos en su memoria. Ella, que siempre
había destacado por una agudeza y rapidez mental que la habían llevado a
desempeñar puestos de responsabilidad, en unos laboratorios de cosmética en la
capital catalana, notaba en su comportamiento como esa retentiva de la que
siempre había alardeado, iba desapareciendo. Hace tres años (su edad actual son
sesenta y cuatro) pudo prejubilarse, como compensación y premio laboral de su
empresa. Al no tener una responsabilidad familiar a la que atender (había
vivido en pareja algunas largas convivencias, pero sin pasar por los juzgados o
los altares) pudo entonces disponer de tiempo, ilusión y liquidez bancaria para
viajar, entregarse a su gran afición de practicar la pintura y a disfrutar esos
pequeños placeres que el estrés laboral había dificultado en su etapa de
actividad laboral.
Primero fueron esos pequeños fallos de
concentración que le provocaban el esfuerzo de buscar objetos que consideraba
perdidos y que más pronto o tarde aparecían en su bolsillo, mesilla de noche o
en el sillón donde había estado sentada viendo algún programa de televisión.
Las llaves, el mando a distancia, el bolígrafo, la tarjeta de crédito bancario,
eran esos elementos que después puntualmente aparecían. A todo ello se unió una
cierta dificultad para retener nombres y apellidos de las personas que le eran
presentadas o que incluso habían mantenido con ella una cierta vinculación de
amistad. Volver a casa y darse cuenta que había olvidado realizar alguna
importante gestión administrativa o que había dejado sin comprar en el súper
algunos productos cuya carencia o necesidad precisamente la habían impulsado a
desplazarse al centro comercial, eran otros detalles que le advertían de ese
inquietante camino de la debilidad mental. Y todo en una persona tal
cualificada en ese campo de la memoria, como ella siempre había alardeado.
Una mañana de otoño, tomó la decisión de solicitar cita en un especialista neurológico. Dos
importantes fallos en su memoria le impulsaron a buscar soluciones a una
situación que profundamente le desasosegaba. Se encontró en la calle con que
llevaba puestos en sus pies unos zapatos parecidos pero diferentes. Sólo se dio
cuenta de este error cuando ya se desplazaba en el metro. Más grave fue aún,
ese mismo día, cuando en una ventanilla bancaria le solicitaron su número del
D.N.I y fue incapaz de decir los ocho dígitos, aunque sí recordaba la letra
final. Con una comprensible inquietud,
temía padecer alguna grave o progresiva afección patológica en su estructura
mental.
Su antiguo jefe en el laboratorio, cuya vieja amistad
le animó a compartir la preocupación que tanto le afectaba, le recomendó a un
afamado especialista (con el que tenía algún lejano vínculo de parentesco) que
le concedió una cita con sólo tres
semanas de dilación, dada la densidad de la agenda que el facultativo tenía que
atender. El Dr. Alfonso Duref, no sólo
neurólogo sino también diplomado en psiquiatría, le estuvo escuchando
pacientemente, por espacio de unos treinta minutos. A continuación le realizó
diversos tipos de pruebas (motricidad, equilibrio, coordinación, retentiva,
reconocimiento, etc) a las que se unieron, en los días posteriores, otras
analíticas orgánicas, además de un detallado scanner de su cerebro.
“Querida Alma. He estudiado con gran
interés todo tu expediente de pruebas y analíticas y, para tu tranquilidad, he
de decirte que no aparece nada decisivamente grave. Simplemente que tus
neuronas, a las que has sometido a un gran activismo durante la etapa laboral
activa, están “cansadas”. Tal vez ese contraste, entre un intensísimo ejercicio
de muchos años, con un sosiego exagerado desde que te jubilaste, ha perjudicado
una transición que debía haber sido gradual y no tan brusca como la que tú, sin
querer, le has sometido. Vas a seguir perdiendo memoria. La edad, la naturaleza,
la evolución propia de cada cerebro, lo hace inevitable. Pero ese ritmo de
pérdida o retroceso lo tenemos que ralentizar.
Por supuesto, con una inteligente y cuidada medicación. Pero también con
el ejercicio, voluntario y constante, que has de imponerte.
Te voy a programar una serie de
pequeños y simples retos que habrás de
realizar con admirable constancia diaria. Te esforzarás en evitar excusas para
incumplir su realización. Se te va a entregar un dossier de materiales, que te
ayudarán para esa ejercitación de la mente en coordinación con el resto de tu
organismo. Habrá algunos que te provocarán asombro y curiosidad, pero todos
tienen una lógica o sentido, siempre que mantengamos la red o malla de
sincronización.
Trabajarás muchas series numéricas. Vas
a tomar de nuevos los libros y volverás a las aulas a fin de realizar cursillos
culturales. Describirás en casa algunos objetos o realidades que habrás
presenciado o protagonizado durante el día. Deletrearás palabras e incluso
frases. Vas a comenzar la realización escrita de un diario personal. Desarmarás
pequeños objetos que, posterior y pacientemente, recompondrás. Tengo para ti ya
preparados varios interesantes puzzles a los que te entregarás durante algunos
minutos, día tras día. Vas a funcionar, de ahora en adelante, con agendas y
post-its. Ve eligiendo algún nuevo idioma para aprender (ya sé que dominas el
English). También, los sudokus y los libros de ejercicios mentales no deben
faltar en tu biblioteca… y así un largo etc. a fin de mantener activas y
adiestradas las “desorientadas” y traviesas neuronas de tu cerebro”.
Han pasado ya ocho meses, desde esta decisiva
entrevista con el muy cualificado especialista. Éste no ha regateado esfuerzo
alguno en ayudar a una mujer que ahora, a punto de cumplir los 65 años, lucha
por controlar la concentración y los fundamentos de su cerebro. El proceso
degenerativo, aunque no curado, se ha ralentizado y, por etapas, frenado. La
calidad de vida en Alma María es bastante aceptable y su responsabilidad
diaria, ante los ejercicios y medicación prescrita, verdaderamente ejemplar.
El Dr. Duref le ha pedido expresamente su
colaboración para dirigir grupos de trabajo, en los que participan personas mucho
más jóvenes que ella. Estos pacientes se hallan en esa compleja década de los
cuarenta años. Tienen antecedentes familiares y respuestas cotidianas que
aconsejan un adiestramiento temprano a
fin de afrontar futuros deterioros de su mente, que pueden hacerse lamentablemente
explícitos cuando alcancen edades más avanzadas.
Alma María recibe con ilusión y optimismo, en cada
uno de los días, esa luz que le habla de un nuevo amanecer. Con esa tenacidad
que le caracteriza “negocia” la mejor hermandad entre su mente y un destino condicionado
o impuesto por el paso del tiempo.-
José
L. Casado Toro (viernes, 16 de Septiembre 2016)
Antiguo
profesor del I.E.S. Ntra. Sra. de la Victoria. Málaga
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