En Villanueva de la Roca, un tranquilo pueblo de la
alta meseta castellana, los días en el calendario son muy parecidos los unos a los
otros. La sosegada vida, de sus poco más de cuatrocientos cincuenta habitantes,
transcurre entre la laboriosidad de los trabajos agrícolas y esos ratos de
plaza o bar, especialmente en las horas de tarde, intensamente cálidas en el
verano o bien abrigadas durante las estaciones del frío. La mayor parte de sus
lugareños se conocen desde siempre, intercambian los saludos, las palabras y
los silencios, en la relación cotidiana, con las miradas puestas en ese
horizonte que amanece y atardece bajo la armónica aritmética solar. Los cada
vez más escasos niños que pueblan el municipio se van haciendo mayores,
mientras aquellas otras personas que tantos años han vivido repasan en la
memoria sus frustradas esperanzas, teñidas con recuerdos, de aquella infancia
cada vez más difusa entre las grietas, físicas y anímicas, de sus curtidas
epidermis.
Han
pasado ya casi dos meses desde que el bueno de Casto
emprendió su inevitable último viaje. Antiguo labriego, en las duras tareas de la tierra, dedicó gran
parte de su existencia a prestar una valiosa ayuda, básicamente gratuita, en
las tareas de la única iglesia de la localidad. Don
Senén, el entrañable y, al tiempo, algo cascarrabias párroco de Santa María de la Antigua, que está ya muy cerca de
entrar en la década octogenaria, necesita con urgencia la ayuda de un nuevo sacristán,
dada su avanzada edad. Ha negociado con Bernabé,
al alcalde, hombre profeso del republicanismo de izquierda, pero muy apreciado
por un pueblo eminentemente conservador, para que dote de algún salario a la
persona que sustituya a su anterior ayudante. Al fin logra convencer al tozudo
regidor (propietario de una tienda de ultramarinos e instrumentos varios para
el hogar) que acceda a su razonable petición. El puesto eclesiástico es entregado
a Lucio, un campesino de mediana edad que ha
tenido recientemente que abandonar el trabajo agrícola a causa de un accidente
laboral, que le ha dejado secuelas en sus piernas.
Las
tareas que el nuevo sacristán ha de realizar en la parroquia no son
especialmente esforzadas. Básicamente, tiene que preparar la celebración de los
distintos oficios litúrgicos (misa diaria, bautizos, bodas y difuntos) ordenando
el instrumental y el vestuario eclesiástico usado para esas ceremonias, en las
que ayuda al venerable sacerdote. Y algo muy importante en la idiosincrasia de
este perdido paraje en medio de la agreste naturaleza: tocar
las campanas. Esta última función la realiza tirando toscamente de una
larga y recia cuerda que mueve el mecanismo instalado en el campanario del
templo, cuya maza o badajo golpea el acústico metal. En un sistema
artesanalmente muy anticuado, por lo que Lucio se esfuerza en explicar a D.
Senén, una y otra vez, las bondades de instalar un mecanismo electrónico que
ejerza el mismo trabajo que él realiza, dando tirones del cordaje.
A
fin de evitar molestar el descanso de los convecinos, el toque de las horas son
marcadas sólo de once a dos (en la mañana) y desde las cinco a las ocho por la
tarde. Además de esas campanadas, están aquellas que avisan para la misa de las
siete y media y, por supuesto, las llamadas de difuntos. La tranquilidad de
este pueblecito no se ve alterada (todo lo contrario) por esos sonidos que resultan
muy familiares, acompañando las labores
propias de la tierra y los quehaceres necesarios en cada uno de los hogares.
Al
fin el párroco, tras “negociar” con el Sr. Alcalde, con Dacio (el boticario) con don Fermín
(el maestro) y con don Benjamín (el médico),
consigue de estas “autoridades” en el pueblo una modesta colaboración
económica, a fin de que el desembolso para la adquisición e instalación del
mecanismo electrónico no sea tan gravosa, en la muy humilde contabilidad
parroquial, siempre tan escuálida por las necesarias ayudas que ha de conceder a
los más necesitados. También se nos ha olvidado mencionar a Servando, el teniente de puesto de la Guardia Civil,
hombre de rudeza autoritaria pero de gran corazón en lo más profundo de su ser,
que también ha podido colaborar para la modernización del campanario.
La instalación del mecanismo fue todo un acontecimiento,
en una comunidad donde la rutina y el aburrimiento están presentes en el día a
día para lo igual. Una empresa de la capital dejó preparado y programado todo
el artilugio electrónico, que comenzó a funcionar un día más tarde, tras las
pruebas necesarias. Los cíclicos toques, en cada una de las horas prefijadas,
sonaban con aritmética exactitud, Pero ahora no era Lucio, quien se encargaba
de dar los tirones a la cuerda, sino que los impulsos eléctricos marcaban el
movimiento de la cinta o correa que tiraba del cable de arrastre, haciendo
golpear el badajo hasta el acústico metal. Siempre surgieron comentarios
discrepantes con ese gasto para la ”innovadora” máquina, aludiendo (jocosamente)
a las obligaciones que ahora ya no tendría que realizar el nuevo sacristán.
Todo
marchaba bastante bien, en la innovación electrónica del campanario, cuando
llegó la noche del 17. Durante esa madrugada,
entre las tres y media y la cuatro, las campanas de la iglesia rompieron a
tocar, alterando la tranquilidad habitual de esas horas. Muchos convecinos se
despertaron y se asomaron a sus ventanas y balcones para ver qué estaba
ocurriendo. Tras sonar durante unos segundos, los sonidos cesaron. Unos
hablaban de que habían escuchado hasta siete campanadas, Otros incrementaron
hasta diez los sones, en su criterio. Ya, en la mañana siguiente, no se hablaba
de otra cosa en todo el pueblo. Bernabé fue a preguntar a don Senén. Uno y otro
hablaron con Lucio, que tampoco lograba explicarse el motivo de esos sones en
plena madrugada. Servando también se desplazó desde el cuartel a hablar con el
párroco, sobre el mismo asunto. Sugirió al sacerdote que llamase al servicio
técnico que había instalado el “artilugio” (como él lo llamaba) a fin de que
repasaran las causas del fallo que se había producido en su programación.
Vinieron
los operarios del servicio técnico y tras una profunda revisión no hallaron
causa alguna para la anomalía. De manera afortunada, el problema no volvió a
repetirse y al paso de los días dejó de ser tema importante en el comentario
popular. Sin embargo, para sorpresa de toda la comunidad popular, en el mes siguiente el suceso volvió a repetirse. A
una hora similar, a la del mes anterior, la tranquilidad de la noche volvió a
interrumpirse. Las diez campanadas sonaron y de nuevo muchos vecinos se
levantaron de la cama, para mirar a través de los cristales de sus casas. Nada
ocurría, sólo que los toques del campanario les habían despertado a esa hora
tan intempestiva.
Durante
la mañana siguiente, Bernabé reunió en su despacho de la alcaldía a una serie
de personas a fin de analizar la extraña situación. Estuvieron presentes,
además del regidor, el teniente de la Guardia Civil, el médico, el boticario,
el maestro y, por supuesto, don Senén, que venía acompañado por Lucio, el
sacristán. Después de platicar durante
un buen rato, decidieron reclamar al servicio técnico del mecanismo una nueva
revisión, indicándoles que denunciarían el caso si éste volvía a producirse. En
un momento de la conversación, fue Dacio, el boticario, quien aportó un dato
para reflexionar. ¿No os habéis dado cuenta que los
dos toques nocturnos del campanario se han producido el mismo día de cada mes? Esta
observación hizo cavilar el pensamiento de don Senén, aunque prefirió guardar
silencio acerca de lo que estaba sospechando.
Un
mes más tarde, el párroco decidió desconectar el
aparato, en la noche del día 17. Confiaba que con esta acción impediría
que, por tercera vez, volvieran a sonar las campanas durante la madrugada.
Incluso esa noche no se quiso ir a la cama. Se quedó sentado en una butaca, muy
cerca del mecanismo, al que previamente había desconectado de la electricidad. Lucio,
el sacristán, se prestó a acompañarle durante toda la madrugada. Previamente
había preparado un buen termo de café, para compartir con el veterano sacerdote.
Para la sorpresa y profunda inquietud del cura y su ayudante, a eso de las tres
y media de la madrugada, las campanas volvieron a sonar. Lucio temblaba de
miedo, mientras que don Senén esbozaba una misteriosa sonrisa, sustentada en la
experiencia de los muchos años que había tenido la oportunidad de vivir. Curiosamente,
en esa tercera ocasión, ya fueron muchos menos los vecinos que se levantaron de
la cama al oír las campanadas. El pueblo se estaba habituando a los sones
nocturnos de cada día 17.
Tras
el desayuno, a eso de las nueve de la mañana ya se encontraba el párroco en la
antesala del despacho del alcalde. Unos días antes antes había estado en la
capital, manteniendo una larga conversación con el Sr. Obispo de la diócesis.
“Escucha Bernabé. Le he estado dando muchas vueltas a
este inexplicable fenómeno, para el que los técnicos no encuentran una
explicación racional. Pienso que la clave se halla en la fecha mensual, donde
el extraño hecho se repite. He caído en la cuenta de que, hace ya cinco meses
falleció Casto, el anterior sacristán. Este buen hombre que había dedicado toda
su vida a cuidar de la Iglesia y a tirar de la cuerda de las campanas, se nos
fue precisamente en la madrugada de un 17. Yo mismo le administré los últimos
sacramentos, sobre las tres de la mañana. No debo creer, mi religión no lo
permite, en misterios ocultos, fantasmas o hechos exotéricos. Pero lo cierto es
que estos sucesos han comenzado a producirse desde que mecanizamos el toque de
las campanas. Hay una relación entre todos estos hechos, por más que mi fe no
contemple esta rara o irracional explicación. Por lo tanto, dado que la técnica
no sabe resolver el misterio, he tomado la decisión, siempre de acuerdo con el
Sr. Obispo, de retirar el mecanismo electrónico del campanario, volviendo al
antiguo sistema manual. Esperaré, con gran atención, a ver qué es lo que ocurre
dentro de un mes”.
El
rostro del alcalde, al escuchar las inesperadas palabras del cura, reflejaba
asombro, inquietud e incluso un poco de miedo. Entre las funciones de Lucio
volvía a estar la de tirar de esa gruesa cuerda que movía el badajo para los
toques horarios.
Durante
la noche del 17, en el siguiente mes, muchos vecinos se quedaron levantados,
esperando que llegara esa hora crucial en la que, durante los tres meses
anteriores, los sones interrumpieron su plácido sueño. Cuando los relojes
pasaron de las cuatro horas, unos y otros se fueron desilusionados a la cama. En
esta y en las siguientes noches, el campanario ya siempre permaneció en silencio.
Los vecinos de Villanueva de la Roca prefirieron no volver a hablar de la muy
extraña historia, que todos ellos habían tenido la oportunidad y experiencia de
vivir.-
José
L. Casado Toro (viernes, 26 de Agosto 2016)
Antiguo
profesor I.E.S. Ntra. Sra. de la Victoria. Málaga
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