Un vehículo circula, manteniendo
una moderada velocidad, por la zona de la alta Andalucía oriental. La
naturaleza de la vía, una carretera nacional de doble sentido y con numerosas
curvas, desaconseja superar los 70 kms/hora. Al volante del mismo se halla un
único viajero, Romano De la Iglesia quien, a sus
cuarenta y nueve años de edad, ejerce como representante comercial en una
importante empresa de productos farmacéuticos. Es viernes noche y teme llegar
demasiado tarde para la cena a su domicilio familiar, situado en el barrio de
la Cartuja granadino, donde le esperan su mujer Custodia
y la única hija de ambos, Nydia, que ha
comenzado durante este otoño sus estudios de Grado en Educación Primaria.
Esta semana ha sido especialmente
intensa en la agenda de este activo profesional de la industria química. Ha
tenido que realizar numerosas gestiones con profesionales de la medicina
pública y privada, por diversas localidades de las provincias de Córdoba y
Jaén. Al anochecer de este Noviembre lluvioso,
Romano ha terminado su última entrevista de trabajo más allá de las siete y
media y sabe que aún le quedan aproximadamente unas tres horas de conducción
hasta su domicilio, contando con que tendrá que parar en algún punto del
trayecto a fin de tener un pequeño descanso y tomar alguna infusión.
Aprovechará esos breves minutos de recuperación física para volver a contactar
telefónicamente con su mujer, concretándole si llegará a tiempo para compartir
juntos la mesa.
En la radio de su automóvil ha
insertado un CD grabado con piezas de música clásica, modalidad a la que es
buen aficionado. Esos gratos sonidos le ayudan a sentirse algo más acompañado
en su viaje por estas estrechas vías secundarias, únicamente iluminadas por los
dos faros del coche, salvo en puntos aislados de casitas rurales que reflejan
alguna débil luz entre la brumosa la vegetación.
Tras detenerse brevemente en una
perdida venta de carretera, después de unos ciento cincuenta kilómetros de
marcha, reanuda su viaje sabiendo que aún habrá de recorrer casi la misma
distancia hasta llegar a Granada, probablemente sobre las once de la noche. La
marcha de su viejo Citroën se torna bastante cansina, pues no puede acelerar
por una vía limitada a un máximo de 80 kms/h. Superar la velocidad establecida
le ha supuesto varias infracciones de tráfico, siendo estas multas gravosas
para un sueldo básico, sólo incrementado con las comisiones en la venta de
productos. La empresa le abona unas dietas para estos desplazamientos y el
coste del combustible, todo ello muy controlado por el departamento de
contabilidad.
En el seno de la oscuridad de la
noche, divisa a lo lejos unas luces amarillas, en
estado de intermitencia. Desde hace bastantes kilómetros, no se ha
cruzado con ningún otro vehículo. La circulación, a esas avanzadas horas del
viernes, es muy escasa, por esta larga carretera secundaria que le ha de llevar
hasta la autovía general. En pocos minutos se va acercando a ese punto de
luces, de tonalidad entre amarillo y anaranjado.
Cuando está a corta distancia,
reconoce que esas luces proceden de un automóvil parado en el estrecho arcén
opuesto a su marcha, lo que obliga al mismo a ocupar algo de la calzada. Los
faros de su vehículo apenas permiten distinguir dos siluetas, fuera del coche,
que parecen ser las de un hombre y una mujer.
Una de ellas mueve sus brazos, llamando la atención al conductor que circula en
sentido opuesto a la dirección que ellos ocupan.
Deduce, en la necesaria lógica de
muy escasos segundos, que le están pidiendo que se detenga. Sin duda, necesitan algún tipo de ayuda. Su primera intención,
es aminorar la marcha y parar, en el casi inexistente arcén que tiene a su
derecha. Pero también, en esos brevísimos segundos, le vienen a la mente
algunas de las noticias y leyendas urbanas, acerca de ese supuesto accidente
con que te encuentras en la carretera, en medio de la oscuridad de la noche.
Después resulta que todo es un teatral simulacro, para obligar a detenerte.
Cuando bajas del vehículo, a fin de ofrecer la ayuda que te están solicitando,
el montaje se desvela y el aparente siniestro o avería mecánica resulta que no
es más que una escenificación para perpetrar un desagradable delito de robo o agresión personal.
En centésimas de tiempo, levantó
el pie del freno y continuó su marcha. Ante la disyuntiva
a tomar, durante muy breves
segundos, el sentido de la prudencia, junto a la autoprotección,
se superpuso a la obligación cívica y solidaria, recogida en la normativa
legal, de ayudar en carretera o en cualquier
otra circunstancia, a todo aquel que manifiestamente la necesite o demande.
Recorre así unos tres o cuatro kms. sumido en una profunda confusión anímica.
Se dice sí mismo: “he debido parar, he debido
parar, he debido parar”. Pero, a continuación, añade:
“¿Y
si todo es una trampa? Verme robado, agredido o humillado. No puedo poner en
riesgo mi vida pues, por encima de mi propia seguridad, está Custodia y mi hija
Nydia …”
Una y otra vez, el representante
De la Iglesia, vuelve a repetir en su conciencia la misma cantinela, sopesando
los pros y contras de la decisión que ha adoptado en cuestión de segundos. El
pensar que aquellas personas pudiesen estar heridas o con algún problema
orgánico, o que tuviesen el vehículo averiado allá en el vacío de una noche,
cuya temperatura se iba haciendo paulatinamente cada vez más baja, le
desasosiega profundamente, incrementado de manera notable su estado de tensión
nerviosa.
Tras esos pocos kilómetros de
marcha, desde su sorpresivo encuentro con las luces de peligro, Romano observa
que a corta distancia aparece un vetusto ventorrillo,
con sus luces encendidas de una baja intensidad. Aparca el coche y entra en el
interior, tras empujar una vieja puerta que chirría nada más tocarla. En aquel
reducido espacio, donde predomina la madera ennegrecida por la humareda del
hogar y con un fuerte olor a taberna descuidada y refritos cárnicos, no hay
otro cliente más que él. El ambiente que ofrece el inquietante establecimiento
es un sumo deprimente. El ventero, una persona entrada en años, mal aseada y
con el semblante adormilado, le “pregunta” con la mirada y un gesto mímico qué
va a tomar. El resto de un cigarro, ya casi quemado, permanece atrapado entre
los labios de una boca (un tanto desdentada, como después pudo comprobar) no
muy amiga de pronunciar palabra alguna.
Pide un café con leche, pues la
baja temperatura de la noche no invita al consumo de cervezas u otro tipo de
bebidas. Mientras saborea la infusión, le sigue dando vueltas a la insolidaria respuesta que ha dado a esas dos personas
que reclamaban su ayuda al borde de la carretera. Cada vez más abrumado por su conciencia, paga la consumición a ese
silencioso y desagradable tabernero, de ojos picarones y barba descuidada con
un par de días sin rasurar. Con los nervios “a cuestas” cambia de actitud y decide volver a recorrer esos tres kilómetros que lo
separan del posible vehículo accidentado. Las manecillas del reloj siguen su
curso y este nuevo cambio de conducta le va a retrasar aún más la llegada a
casa por lo que, antes de abandonar el fantasmagórico establecimiento, envía un
nuevo whatsapp a Custodia, su mujer.
En pocos minutos llega de nuevo a
ese punto de la solitaria carretera, donde estaba el
Peugeot 307 gris plata con las luces intermitentes de peligro. Allí
seguían esas dos personas, que de nuevo le hacen señales con los brazos para su
detención. Romano siente miedo y desconfianza acerca de lo que se puede
encontrar. Si aquello es una trampa urdida para atracarle, se verá atrapado en
medio de un acto de delincuencia que le provocará imprevisibles y negativas
consecuencias. Sin embargo está su conciencia, con ese martilleo constante que
le recuerda su responsabilidad ante personas perdidas en una solitaria
carretera. Sin duda, están reclamando ayuda. Sin duda, es una disyuntiva o
situación muy complicada de resolver.
Efectivamente, se encuentra con un
chico joven, de unos veintitantos años y su acompañante, una mujer de parecida edad. Le comentan que se han
quedado sin combustible, por alguna imprevisión o fallo en el marcador del
depósito. Se dirigían hacia Extremadura y no sabían dónde se podía encontrar la
estación de servicio más cercana. En más de hora y media que llevaban allí
parados, sólo el coche de Romano había pasado por delante de su vehículo. Le
agradecen profundamente que hubiera dado la vuelta, a fin de atenderles en su
necesidad. Ambos comprendían que detenerse en una carretera de escasa
circulación y a esas horas de la noche (el reloj marcaba ya las 10:15 h, en
Noviembre) suponía tentar al imprevisible riesgo de la suerte.
Se disculpa por no haberse
detenido en la primera ocasión, cuando vio sus señales. Les explica que, dada
las historias que había leído en los medios de comunicación y en los
comentarios populares, sintió una intensa preocupación de que un supuesto
accidente pudiera ser el encubrimiento para atracarle o producirle algún tipo
de agresión. Les ofrece su vehículo para trasladarles a alguna estación de
servicio, donde pudiesen comprar algunos litros de combustible, a fin de poder
reanudar su marcha.
En ese preciso momento aparecen,
desde distintos puntos ocultos tras el arbolado, otras
dos personas que, a tenor de las cámaras que llevan consigo, indican
claramente su profesión de periodistas. Incluso
alguien enciende algún punto de luz instalado dentro del vehículo sin combustible.
Los cuatro jóvenes, vinculados a una empresa mediática se disculpan a su vez
con Romano, explicándole que están realizando un reportaje sobre la solidaridad de los automovilistas en
carretera. Dicho reportaje después lo ofertan para su emisión a través
de diversas cadenas de la comunicación audiovisual. Habían estado grabando la
actitud del atribulado representante, con cámaras ultrasensibles, las cuales
podían operar en zonas de oscuridad o con muy bajo nivel de luminosidad.
Cuando De la Iglesia al fin
alcanza a su domicilio, en la zona del Realejo granadino, pasaban unos minutos
de la una y media de la madrugada. Custodia, aún despierta, ha permanecido
esperándole. Nydia ya descansa en su cuarto. A pesar de las llamadas
telefónicas recibidas, la mujer se mostraba un tanto intranquila acerca de los
curiosos avatares que su marido le había ido comentando durante su viaje de
vuelta. Pero lo importante era que, aunque tarde, ya se encontrara en casa y
con esa gran anécdota o experiencia por detallar.
Aproximadamente un mes más tarde
de estos hechos, acaecidos en la fría noche de una carretera solitaria, el
controvertido representante recibió una carta, procedente de la empresa
audiovisual a la que pertenecían los imaginativos reporteros de la escenificación.
En la misiva, le explicaban el día, hora y cadena en la que el programa sería
emitido. Precisamente, en esa determinada fecha, un servicio de mensajería
urgente entregó en el domicilio
familiar un pequeño paquete. Dentro del mismo venía un
regalo de joyería para Custodia, la mujer del improvisado “actor” en el
“reality show” o peculiar simulación escénica, acaecida en una noche
desapacible de Otoño.-
José
L. Casado Toro (viernes, 19 de Agosto 2016)
Antiguo
profesor I.E.S. Ntra. Sra. de la Victoria. Málaga
No hay comentarios:
Publicar un comentario