El
destino, en el ámbito de lo azaroso y lo casual, tiene siempre reservadas mágicas
e imprevistas páginas para nuestro caminar en la vida. La naturaleza de estas
experiencias es traviesamente contrastada ya que, en las mismas, se mezclan
situaciones gratas para el goce con aquellas otras que pueden enturbiar o
desequilibrar nuestro mejor equilibrio anímico.
Una tarde
en Diciembre, Máximo Lara, agente comercial de
una importante empresa de componentes electrónicos para el automóvil, circulaba
por las carreteras extremeñas soportando una intensa tromba de agua con fuerte
aparato eléctrico. Tras haber realizado unas gestiones representativas en
Salamanca y en la propia capital cacereña, se dirigía camino de su lugar de
residencia, sita en la castellana y artística ciudad de Toledo. Era su
intención llegar a tiempo a su domicilio, a fin de pasar en familia, con su
mujer Flora y su hija Alba,
la siempre entrañable cena de Nochebuena.
Había
partido de Cáceres, a eso de las cinco y media de la tarde, con el tiempo
metido en una desagradable tormenta, situación meteorológica que se fue
agravando a medida que su Peugeot iba “devorando” kilómetros y rutas. El
limpiaparabrisas apenas daba abasto para mantener un mínimo nivel de
visibilidad en la conducción. Tampoco el GPS se mostraba eficaz en la ayuda,
pues la tormenta eléctrica dificultaba la conexión con el satélite. Pronto se
hizo de noche y el temor a errar en el camino se acrecentó con esa persistente lluvia
que prácticamente impedía ver con nitidez a unos escasos metros de distancia.
En un momento concreto, cuando el reloj digital de su automóvil marcaba alrededor
de las siete y pico, Máximo tomó
conciencia de que se encontraba penosamente
perdido, por esas carreteras secundarias en las que no había vehículos
circulando o esas referencias útiles para la orientación y ayuda, como son las viviendas
o estaciones de servicio. Sólo abundaba una inmensa naturaleza y muchísima agua.
Se sentía un tanto preocupado, incluso asustando, ante el cariz que iban
tomando los acontecimientos. Así recordaba, años después, aquella dura
experiencia, en una Navidad que le hizo madurar en lo positivo como persona.
“Seguí
haciendo kilómetros, buscando a alguien a quien preguntar o alguna vivienda o
establecimiento de restauración donde poder protegerme. Esas carreteras
secundarias por las que circulaba, estrechas y tortuosas, estaban materialmente
cubiertas por no pocos centímetros de agua. Temía, no sin fundamento, que en
cualquier momento mi vehículo se quedase parado, con lo que la situación se
haría insostenible. Al menos, la música
que llevaba en los CDs aliviaba la
tensión propia de la inundación y la práctica oscuridad en la que me veía envuelto.
Quiso la suerte que, en las brumas grisáceas y plúmbeas de la lejanía, creí ver
una pequeña luz a través del diluvio que caía de las nubes. Hacia allá dirigí
mi vehículo, metiéndolo por zonas peligrosamente enfangadas. Cuando estaba ya
muy cerca de lo que parecía una pequeña vivienda, en medio de un claro entre la
arboleda, las ruedas delanteras del coche quedaron hundidas en una zona
inundada por el agua, el cañizal y el barro. Hasta esa modesta casa, en la que
brillaba una luz por una de sus ventanas, sólo había unos doscientos metros.
Salí del vehículo, llevando consigo mi cartera de documentos bajo la gabardina
y con un paraguas, que apenas cubría el agua racheada por el viento, intenté
caminar hacia ese punto de luz hundiéndome, una y otra vez, hasta los tobillos
en ese lodazal en que se había convertido toda la zona.
Parecía
una casita de autoconstrucción, levantada con materiales de la zona. Piedra,
mortero y abundante madera, un tanto envejecida por el paso tiempo. Carecía de
elevación y las escasas habitaciones formaban una única planta sobre el suelo. Después
conocí que la había construido el padre del actual propietario, su hijo Simón. Éste, hombre metido en la cuarentena, fue
quien me abrió la puerta. En un principio se mostró un tanto desconfiado pero,
al ver la penosa situación en que me encontraba, intensamente mojado y
rebosando barro por todas las piernas, me indicó con un pequeño gesto que
pasara al interior. Magda, su mujer,
aparentando mucha más edad que la que realmente tenía, trajo un poco de ropa
seca que me quedaba algo pequeña aunque acogedora. Agradecí su gesto y,
especialmente, poderme sentar junto al hogar, cuyos leños encendidos
tonificaron, generosamente, mi cuerpo aún bastante húmedo. Este matrimonio tenía una hija, Estrella, de unos doce años de edad, que me miraba
con semblante divertido. Mobiliario y enseres mostraban, de manera inequívoca, que
pertenecían a una familia muy humilde. Carecían de televisión o teléfono. Sólo
vi un anticuado aparato de radio, que distraería esos ratos perdidos antes de
ir a la cama.
Les
expliqué detalladamente la situación en que me encontraba. Perdido, en medio de
la naturaleza, y soportando unas condiciones meteorológicas desaconsejables
para conducir por las carreteras. Afortunadamente, antes de salir de Cáceres,
había contactado con Flora, mi mujer, comentándole que estaba lloviendo “a
cántaros”. Mi previsión, en circunstancias normales, era poder llegar a Toledo
a eso de las nueve de la noche. Ella imaginaría, cuando pasaran las horas y no
llegase a casa, que las condiciones del tiempo me lo habrían impedido. Pero
estaría, lógicamente muy preocupada. El problema es que a la casa de Simón no
llegaba señal de telefonía, por lo que no podía efectuar nuevas llamadas. Así
que hice acopio de paciencia y me dispuse a esperar. Nuestra cena de Nochebuena
iba a ser muy diferente de cómo la habíamos proyectado
“En estas condiciones del tiempo, no puede continuar con
su viaje. Sería muy peligroso. Mañana, cuando claree, intentaremos sacar su
coche del barro. Confiemos que no le haya entrado agua al motor. Tendrá que
pasar aquí la noche. Como verá, somos una familia muy modesta, sobreviviendo
con lo que podemos sacar de la tierra. En la cuadra tengo algunos animales, que
nos dan leche, carne y trabajo para los cultivos. Nuestra casita está un poco
aislada. El pueblo más cercano se encuentra a unos veintitantos kms. así que
nos tenemos que mantener con lo poco que tenemos. La cena de esta noche la va a
pasar con nosotros. Seguro que en su casa tendría una mejor mesa pero …. bueno,
algo sabremos echar al cuerpo”.
Efectivamente,
nunca había podido imaginar una Nochebuena en aquellas circunstancias en que la
suerte y azar me había colocado. Pero, gracias a la estupenda generosidad de
esta humilde familia, tenía cobijo para descansar y algún alimento que me haría
recuperar el sosiego anímico y corporal. Estrella ayudaba a su madre a poner la
mesa. De vez en cuando me miraba de soslayo y sonreía. Seguro que ellos tampoco
habrían podido imaginarse compartir la cena del 24 de diciembre con una
desconocido, que había llegado a su puerta todo mojado y perdido entre la
oscuridad de la naturaleza. Ese vaso lleno de vino tinto, que puso Simón en mis
manos, me supo a gloria. Dada la hora, junto a los avatares de la tarde, tenía
necesidad de tomar algo. Me sentía hambriento. ¿Qué tendría preparado para
cenar aquella buena familia que se había prestado a acogerme, en circunstancias
tan complicadas para mi persona?
Me
fijé que sólo había tres sillas, dentro del pequeño salón. Pronto Estrella apareció
con un taburete de madera cuyo asiento estaba trenzado de anea, que la niña utilizó
para sentarse en la mesa. Me cedió, con esa sencillez y buenas formas que su
educación mostraba, la silla que habitualmente ocupaba. Estábamos acomodados
cerca del hogar, donde ardían un par de gruesos troncos, que difundían un agradable calor y olor característico a la
habitación. El menú de Nochebuena, que Magda
había preparado, me pareció exquisito a pesar de su sencillez. Un tazón de
caldo con trocitos de pan frito. Con parte de la carne de esa gallina,
utilizada para el caldo de Nochebuena, había elaborado una gran empanada en
cuyo relleno había varias verduras. Una jarra de tinto, para los mayores y
limonada casera para la niña. De postre, un trozo de bizcocho, también casero.
Puso, también en la mesa, un frutero con varias piezas de manzana. No hubo
turrones ni otros dulces navideños, pero sí unos sanos manjares que supieron
calmar mi necesidad y la del resto de la pequeña familia. Le agradecí sus
buenas manos de cocinera y le aseguré que mi mujer, Flora, se mostraría
orgullosa y también muy agradecida al conocer lo bien que estaba siendo tratado.
Simón
y yo nos sentamos junto al fuego, mientras las dos mujeres ordenaban la mesa y
los enseres de la cocina. Me ofreció tabaco, aunque decliné con educación su
gesto, indicándole que hacía ya un año en que corté radicalmente con la
peligrosa costumbre de fumar, hábito que me había llegado a producir unos
severos problemas respiratorios. Había llegado a consumir el humo de dos
cajetillas diarias. Era hombre parco en palabras, y se entretenía observando,
con fijeza en su mirada, el color rojo y anaranjado de la combustión de una
madera ardiente bajo una chimenea ennegrecida por el hollín. Estrella se sentó
cerca de mi. entonces quise mostrarle mi simpatía, por lo diligente y
trabajadora que parecía.
“Estrella, ¿conoces la letra de algún villancico? Esta
noche y mañana son días muy apropiados para entonar la letra de esas canciones
navideñas. A mi no se me da muy bien eso de cantar pero, si tu me ayudas,
podemos intentarlo. Estoy seguro que a tu papá y mamá les agradará escuchas
alguna estrofa que hable de la Navidad. ¿Te animas?”
La
primera estrofa que vino a mi mente fue la de Campana sobre campana, y sobre
campana una, asómate a la ventana, verás el Niño en la
cuna. Belén, campanas de Belén, que los ángeles tocan qué nueva
me traéis? Recogido tu rebaño a dónde vas pastorcillo? Voy a
llevar al portal
requesón, manteca y vino………..
requesón, manteca y vino………..
Estrella hacía como si me
acompañase en el canto, ante la mirada atenta y respetuosa de sus padres que no
movieron la boca. En ese preciso momento, un sonora cadena de truenos y aparato
eléctrico nos puso el alma en un vilo, sobre todo porque la lluvia arreciaba,
golpeando sobre las ventanas y los techos enmaderados de la vivienda. Pensaba
en mi mujer y mi hija. ¡Cuanto hubiera dado por tener unos minutos de
comunicación con mis dos seres queridos!
Me habilitaron un modesto
aposento, con unas mantas y almohadas sobre un desvencijado sofá. Simón salió
de la casa, dirigiéndose al cobertizo. Su impermeable chorreaba agua, cuando
volvió a los pocos minutos. En sus manos traía unas pieles, con las que pensaba
me sentiría más confortable durante el descanso en el improvisado camastro. Magda
trajo dos vasos de leche caliente, uno para su hija y el otro para mí. Aunque
no me apetecía, lo tomé agradeciéndole vivamente su acción. Dormí,
profundamente, toda la noche.
Ya al amanecer, comprobé
que mi ropa se había secado gracias al calor de la chimenea. Tras el desayuno
(café con leche y un panecillo caliente, untado con manteca de cerdo) Simón y
yo pasamos un buen rato para sacar mi coche de un fangal, donde había quedado
encajado la tarde/noche anterior. La ayuda en fuerza, de una vaca junto a una
yegua, fue fundamental para mi objetivo de intentar reanudar la marcha. Había descampado,
tras una lluvia continua durante toda la madrugada. Comprobé, de manera
afortunada que el encendido del motor respondió a la primera, gracias al
circuito electrónico que lo hizo posible. Me despedí cariñosamente de esta
generosa y buena familia, prometiéndoles que volveríamos a vernos. Mi
agradecimiento era infinito hacia ellos. Supieron ofrecerme esa hospitalidad
que tanto necesitaba, en unas circunstancias tan difíciles como la que me vi envuelto
durante la tarde noche anterior.
Una semana más tarde,
pensando en la fiesta de Reyes, preparé un paquete con regalos para estas
nobles personas que vivían en aquél viejo caserón de Valdelacasa del Tajo. De manera especial,
para Estrella. Flora había comprado una serie de buenas prendas de vestir para esa chica adolescente,
que se había esforzado en acompañar mi villancico, en una Nochebuena pasada
lejos de la familia. En realidad tuve el calor y la hospitalidad de otra cálida
y fraternal familia, con la que compartí la entrañable noche del 24 de
diciembre. Tengo el firme propósito de invitarles a pasar unos días en casa,
durante la Navidad del año que viene”.-
José
L. Casado Toro (viernes, 18 Diciembre 2015)
Antiguo
profesor I.E.S. Ntra. Sra. de la Victoria. Málaga
No hay comentarios:
Publicar un comentario