Sin que sepamos exactamente el
por qué, solemos mantener un itinerario mecánicamente
repetitivo en los desplazamientos diarios que realizamos a lo largo y
ancho de la ciudad. Esa nuestra ciudad,
definida como el amplio o modesto núcleo sociológico en el que el destino, u
otras circunstancias intencionales o azarosas de la vida, nos ha ubicado para
residir y convivir.
Repetimos esos breves o largos
itinerarios, probablemente, porque nos agrada la comodidad de lo conocido, el
ahorro en las distancias, o las costumbres, familiarmente autómatas, de
nuestras acciones. Lo cierto es que, bajo un planteamiento estadístico,
recorremos, en el día a día de nuestras biografías, las mismas aceras, esas
entrañables plazas y bulevares que nos identifican y, entre varias
posibilidades, atravesamos las grandes o pequeñas vías utilizando idénticos
semáforos. Sí, es cierto también que, en otras ocasiones, decidimos rebelarnos
contra esa rutina mecanicista y cambiamos de calle, de paso de cebra o
modificamos el ahorro lógico de la distancia, eligiendo otros comportamientos
alternativos que reafirman nuestra voluntad y libertad para construir nuevas
decisiones o experiencias. Pero, en general, el hábito
de la costumbre lo tenemos bien arraigado en nuestra movilidad por lo urbano.
Nos acompañan en esos
desplazamientos cotidianos, con el relevante poder de lo histórico, múltiples
bloques de viviendas y comercios que conforman la planimetría de cada ciudad. Son
espacios familiares para la vida, con sus barrios, avenidas, puentes, parques y
zonas verdes, además de todos esos puntos o áreas
neurálgicas que representan la cultura, el deporte, la administración,
la sanidad o el latido mercantil que sustenta la necesidad material de los
intercambios. En este último elemento del urbanismo vamos a detenernos, a fin
de centrar la explicación temática del relato.
Existen, en la identidad de los
barrios, comercios de la más heterogénea naturaleza, dependiendo de la mercancía
básica en la que se han especializado para vender a la clientela diaria. Y hay
tiendas que, en función de las modas, la temporada estacional o las necesidades
de cada día, suelen verse más o menos visitadas o repletas de público. La
clientela inunda intensamente sus espacios, adquiriendo esos productos que los
identifican para atender las necesidades que los compradores demandan. Por el
contrario hay algunos otros comercios en que la densidad del público asistente
es notablemente menor e, incluso, parece como casi nadie atravesara el umbral
de sus puertas. Casi siempre están, o parecen estar, vacíos y desangelados en
la orfandad de una clientela que debería justificar la lógica de su permanencia
como negocios. Y, sin embargo, sus dueños o propietarios, frente a la lógica de
otros compañeros de actividad, que ponen fin con el cierre de esos
establecimientos inactivos, permanecen, día tras día, abriendo sus persianas,
puertas y escaparates, confiando en la llegada de ese comprador, cliente o
curioso, con respecto a las mercancías ofertadas en sus estantes o
expositores.
En mis paseos por las calles de
la zona urbana donde resido, me iba fijando en algunas de esas tiendas que casi
siempre las percibía o veía como vacías de público
para la compra. A veces incluso me detenía frente a sus escaparates
observando, tras las mercancías que ofertaban, a ese dependiente o propietario
que, solitario hasta el aburrimiento, permanecía sentado tras el mostrador o se
entretenía gestionando algo relativo a su actividad, frente a la pantalla del
ordenador. En otras ocasiones, esa misma persona distraía su tiempo permaneciendo
en la entrada de su negocio, observando el trasiego de la calle o caminando
lentamente unos pocos metros ante la puerta de su establecimiento carente de
clientela.
Suelo ir con frecuencia a un
hipermercado próximo. En ese itinerario, cómodamente elegido, llamaba
especialmente mi atención una tienda de regalos,
montada desde hacía años en los bajos de un bloque de viviendas. Fuese a la
hora en que pasase por delante de la misma, nunca veía a cliente alguno que
permaneciese en su interior, salvo una misma persona que, sin duda, debía ser
el propietario o dependiente del negocio.
Las
mercancías que el empresario ofertaba, en el único escaparate del establecimiento,
eran enseres apropiados para decorar el interior de una vivienda, específicamente
artículos de regalos. Podían verse, tras la luna de cristal y en el interior de
una espaciosa sala, muy heterogéneos y atractivos objetos: portafotos para el
recuerdo, diversos tipos de jarrones, elegante cristalería fina, maceteros, espejos
con marcos suntuarios, figuras de cerámica y cristal para ubicar en las
estanterías y mesitas de salón, lámparas de colgar, también de sobremesa o de
pie, algunos pequeños muebles de madera labrada y lacada, como artísticas mesitas,
cajoneras y vitrinas. Destacaban, así mismo, unas recias banquetas con asientos
de cuerdas trenzadas de esparto. Lógicamente debería de haber otros muchos artículos
en el interior de este anticuado establecimiento (por su decoración general)
mercancías mayoritariamente apropiadas para regalar en eventos puntuales como
bodas, natalicios, cumpleaños y onomásticas u otros eventos conmemorativos.
Tampoco faltaban algunos juguetes, especialmente muñecas Pero, lo que más despertaba
mi extrañeza es que nunca logré ver a otra persona en el interior del
establecimiento, diferente a la que supuestamente debía atender a los posibles
clientes.
El poder
de la imaginación suele desatarse en estos casos, generando interpretaciones
diversas más o menos curiosas o sorprendentes. ¿Cómo
puede un negocio permanecer abierto, si no cumple (en apariencia) su principal
función como es la de generar ingresos netos, procedentes del legítimo
ejercicio comercial entre la propiedad y los diversos clientes?¿Podría este
tienda de regalos encubrir alguna otra estructura ilegal de carácter mafioso?
¿Habría venta de mercancías, en esos otros momentos del día en que la imagen
del comercio no estuviese ante mis vista? En esas elucubraciones me
encontraba, cuando una tarde, camino una vez más de ese hipermercado cercano,
observé que el dependiente o propietario de la tienda se encontraba apoyado en
el quicio de la puerta que daba entrada al negocio. Y con esos impulsos que nos
caracterizan, cuando actuamos sin la suficiente reflexión previa antes de hacer
alguna cosa, me acerqué a esta persona con el ánimo de intercambiar palabras.
“Le
ruego sepa disculpar mi atrevimiento. Soy vecino de la zona y habitualmente
paso delante de su tienda, en ocasiones hasta varias veces al día. Los
productos que ofrece para la venta son realmente bonitos, aunque observo que no
hay una aparente renovación de los mismos, al paso de las semanas y los
meses. Pero lo que verdaderamente me
llama la atención es que, en las veces que paso ante su establecimiento, nunca
logro ver a nadie, salvo a Vd mismo, en el interior del negocio. Y me llevo
fijando en ello desde hace bastante tiempo. Puede sonar a una impertinencia mis
dudas pero, con el debido respeto, me gustaría preguntarle si un negocio puede
mantenerse en esta situación de inactividad? Como espectador, igual estoy
equivocado o ……..”
Oscar,
persona de físico obeso, con abundantes entradas en el pelo fugaz de su cabeza,
grandes ojos tras unas gafas de diseño deportivo y vistiendo una chaqueta sin
corbata, a la que sumaba unos vaqueros azules de marca, parecía una persona
cordial para el diálogo. Resultaba evidente el agrado que le producía el
intercambio de palabras, a fin de combatir el no menos patente estado de
aburrimiento que soportaba. De inmediato me invitó a pasar al interior de la
tienda, con ánimo de responder al curioso interrogante que le había planteado.
“Vecino,
en modo alguno me molesta su observación. Yo también le conozco de verle pasar
y de quedarse unos minutos mirando los objetos expuestos en el escaparate.
Efectivamente, la venta está muy mal. Es mucha y fuerte la competencia que el
centro comercial nos hace a los pequeños comerciantes. Hay muchas tiendas y
poco dinero para gastarlo en productos de regalo. Entre la comida y los
espectáculos, queda poca liquidez para comprar objetos decorativos. La
competencia de los negocios regentados por los chinos……Esta tienda la heredé de
mi padre, cuando hace ya nueve años en que él se jubiló. Había trabajado, gran
parte de su vida, en un prestigioso comercio del centro y la ilusión de su vida
era poseer un negocio propio. Ahorros, sacrificios y la suerte de un buen
pellizco en una lotería navideña, hizo posible la compra de este local, con una
amplia trastienda para el almacenaje. Incluso tenemos un buen aparcamiento, en
el garaje del sótano. Todo esto ocurrió alrededor de hace veinti…… veinticuatro
años.
Como
en todos los negocios, ha habido etapas buenas, para la venta, y otras
desgraciadamente muy deprimidas. La crisis económica actual tampoco ayuda, sino
todo lo contrario. Efectivamente hay semanas en que no ha llegado a entrar
nadie en la tienda, salvo el cartero o
alguien preguntando por una dirección para su necesidad. Y se preguntará ¿por
qué no echo la persiana y el cierre, en estas circunstancias? Verá amigo, hay
razones de diverso peso. El más importante: ese sentimiento y respeto al
sacrificio ilusionado de mi padre. La empresa de componentes ópticos, donde yo
trabajaba, quebró hace ya unos años y la oportuna indemnización que me
correspondió pude invertirla muy bien en
la compra de diversos aparcamientos, auténticas gangas en su momento, que ahora
mantengo alquilados y me proporcionan una interesante renta que me ayuda a
vivir. Aunque muy poco, algo se vende y el hecho de venir cada día a la tienda
me permite estar ocupado y no quedarme en casa viendo la televisión. Sé que el
día menos pensado me llegará una buena oferta para alquilar el local o incluso
venderlo. De hecho ya me han llegado algunas propuestas, pero la tradición
familiar pesa bastante y él, mi padre, sufriría mucho viendo desaparecer el
negocio de su vida, por el que tanto luchó.”
Fue una amable, extensa y
convincente exposición la que mi vecino de barrio, Óscar, tuvo a bien proporcionarme.
Es bastante probable que otros negocios, en similares situaciones de
estancamiento, adopten diferentes soluciones y salidas para la estabilidad o
cierre de sus empresas. Los préstamos bancarios, cada vez más difíciles de
conseguir y aún más gravosos para devolver, no son caminos adecuados de los que
se deba o pueda abusar. Tampoco representan la panacea milagrosa para salvar
unos negocios de pequeño comercio que deben tener su sentido y lugar, pero con
una amplia reestructuración organizativa, en centros comerciales abiertos o
incluso integrándolos en grandes áreas de distribución e intercambio. La
asociación entre ellos es más que necesaria, si quieren abaratar costes (en el
suministros y otros servicios) a fin de poder efectuar ofertas atractivas en
los precios. Pero la razón básica de su presencia urbana será siempre la
especialización y el afectivo contacto, directo y familiar, con la clientela. El
trato, cálidamente humanizado, entre cliente y vendedor es un valor que
lamentablemente hoy no abunda o existe en los macrocentros comerciales.
Volví a casa, con una atrevida e
indefinible (por el simbolismo metafórico de su composición) pieza de cristal, piedra y metacrilato, que el bueno
de Oscar se prestó a ofertarme a un
precio razonable. Era uno de tantos objetos de ornato que, además de ocupar un
preferente lugar en la estantería de los libros y los retratos enmarcados,
exige el frecuente ejercicio para su limpieza. Todo ello a causa de ese polvo
microscópico que se cuela por las rendijas de nuestros habitáculos y que va
recubriendo tanto trasto inútil con capas nebulosas para el desdoro.
Efectivamente, había comprado uno de tantos ornatos superfluos que densifican y
agobian la nitidez de nuestras habitaciones. Pero al menos aquella tarde, que ya
recordaría como la de los interrogantes y respuestas, el comercio del buen Oscar
había tenido su único cliente en el día.
Ya en la noche, durante esas
pequeñas reflexiones que algunos practican sobre las almohadas, dos personas
pensaban acerca de la peculiar escena vespertina que ambos habían
protagonizado. Una de ellas sabía, a ciencia cierta, que no había dicho toda la
verdad. La incredulidad anidaba en la otra persona, que seguía elucubrando
acerca del por qué y el cómo de la situación.-
José
L. Casado Toro (viernes, 30 Octubre 2015)
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profesor I.E.S. Ntra. Sra. de la Victoria. Málaga