A lo
largo de sus muy fructíferos 120 años de vida, el cine ha sido admirablemente
generoso con los aficionados a esta manifestación artística imperecedera. Cientos
y miles de relatos escenificados inundan, en el día a día, las pantallas de las
salas cinematográficas, los monitores de televisión, las pantallas de los ordenadores,
las tabletas electrónicas e incluso los muy versátiles, en prestaciones para
los usuarios, smartphones o teléfonos inteligentes. El espectador encuentra en
esas sugerentes historias, narradas con la magia del color, el sonido y los
efectos espaciales, el placer de la distracción, la cultura del conocimiento,
el enriquecimiento anímico con la comedia y el drama (junto a otros atractivos
géneros cinematográficos) y las vivencias empáticas con las vidas de los
personajes interpretadas por los actores.
Sin
embargo, junto a las tramas argumentales proyectadas en pantalla, existen otras curiosas e interesantes historias que tienen como
fundamento indirecto el espectáculo cinematográfico. Esas anécdotas o
escenificaciones surgen paralelamente como elementos complementarios a las
películas que divierten, ilustran, asustan o emocionan al espectador. Aquellos
que hemos sido, desde los años ya lejanos de nuestra infancia, amantes y fieles
asistentes a los cines, podemos encontrar en nuestra memoria otras muchos
relatos paralelos para recordar, comentar y compartir, siempre con el
comentario apropiado que ilustre su exposición. Veamos algunas de esas otras
historias, vinculadas a nuestras vivencias con las carteleras del cine.
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¨ Ocurrió
en las muy lejanas brumas del tiempo. Pienso que en la actualidad este hecho
que tuve la oportunidad de compartir, muy difícilmente tendría hoy lugar, dada
las características de la sociedades intensamente tecnificadas que nos han
correspondido protagonizar. La escena tuvo lugar en una localidad turística de
la costa malagueña, durante la etapa de desarrollismo económico de los años
sesenta, en la anterior centuria.
Era
un cálido agosto vacacional, con las calles del pueblo densamente pobladas de
ese turismo nacional que aportaba animación e incentivos monetarios a una modesta
economía que necesitaba intensamente del visitante. Había que complementar esas
otras modestas actividades, como la pesca y la agricultura, que sostenían
básicamente la economía del lugar. Tras un día de baños y sol en la playa, la
gente disfrutaba del paseo por el centro del pueblo, con algunas calesitas que
hacían las delicias para niños y mayores. Los bares, chiringuitos y
restaurantes funcionaban a tope, sirviendo esas suculentas comidas, entre las
que destacaba el buen pescaíto frito, generado por la generosidad del mar
Mediterráneo y recogido con el esfuerzo de los pescadores a bordo de sus
traíñas, laborando desde la noche con las redes de arrastre.
Muy
próximo a la Iglesia del pueblo, en un gran solar en otros tiempos dedicado a
la agricultura, se había instalado un cine de verano, utilizándose sillas de
recia madera ubicadas sobre el suelo de tierra humedecida, a fin de aliviar el
calor de la insolación diurna. Aquel día proyectaban una película de aventuras
“Las nieves del Kilimanjaro”, con Gregory Peck, Ava Gardner y Susan Hayward, como
protagonistas principales. En los muros interiores del solar, unas rosaledas,
damas de noche y jazmines, aromatizaban gratamente a los espectadores que presenciaran
el film, durante las dos sesiones de proyección. Faltaban algunos minutos para que
dieran las nueve y muchas familias, parejas y personas individuales formaban
cola ante la taquilla, para comprar sus localidades, entradas cuyo precio
individual estaba establecido en 5 pesetas.
En
un preciso momento observé, cerca de la taquilla del cine, a una niña que
lloraba amargamente junto a sus padres, los cuales trataban de consolarla ante
su patente disgusto. La chica tendría entre seis y ocho añitos de edad. Era de
cabello rubio, organizado en dos largas trencitas, con lazos blancos atados al
final de las mismas y unos ojos claros, de tono azulado, en ese instante
inundado por las lágrimas. Su padre, un fortachón hombre de apariencia
campesina, decidió comprarle una bolsita de pipas de girasol, tratando de
calmarla. Pero la niña seguía con sus lágrimas anta la taquillera que también trataba
de consolarla tras la ventanilla.
Al
fin fue su madre, quien aclaró la pena que embargaba a la pequeña. “Es que está asustada. Nunca ha estado en el cine y tiene
miedo de lo que le puede pasar”. Esa explicación me dejó asombrado.
¿Cómo era posible que esa niña nunca hubiera entrado en una sala
cinematográfica? Pero así son las cosas. Seguro que hoy esa escena difícilmente
ocurriría. Pero el temor a lo desconocido provocaba esa insólita e inesperada
reacción, en una niña de apenas seis años, ante la magia creativa del cine. Puedo
dar fe de ello, pues me encontraba en la proximidad de las personas que
aguardaban para sacar su ticket en taquilla.
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Una segunda secuencia histórica, relacionada también con el entorno
cinematográfico, tuvo lugar unos años más tarde, también ambientada en una sala
de verano. Durante esas décadas del siglo pasado proliferaban estos gratos
espacios para acabar bien el día, presenciado atractivos programas dobles con
películas de reestreno, a unos precios verdaderamente atractivos para las
economías más modestas. La familia se llevaba allí los bocadillos y las
cervezas desde sus casas, dada la hora tardía de la proyección, o bien se
compraban algo para cenar en los muy bien organizados chiringuitos o bares,
próximos a una incómoda sillería situada frente a la gran pantalla. El consumo
de pipas de girasol, cacahuetes y otras chucherías, era un rito muy apreciado
durante las calurosas noches de verano, bajo un manto azul oscuro donde
reposaban las estrellas. Pues bien, cierto día, ya en la entradilla de
septiembre, tuvo lugar un curioso hecho que hoy, en la distancia del tiempo nos
hace sonreír, especialmente a todos aquellos que logramos conocer las
interioridades del mismo.
Una
de las películas del programa doble, estaba protagonizada por Rock Hudson y
Doris Day. Se trataba de la típica comedia dramática americana, que mezclaba
las sonrisas con las inevitables lágrimas, durante el desarrollo de la trama.
Cuando se produjo el primer cambio de rollo, los más avispados en el
seguimiento argumental percibieron un salto o una discordancia temática en la
narración. No había correlación lógica entre la acción
que se había previamente desarrollado con la actuación que realizaban los
actores a partir de ese momento. La mayoría del público seguía con sus
altramuces, cervezas y bocadillos de aromático chorizo. Pero aquellos más
cinéfilos comenzaron a protestar, con silbidos y algunas palabras mayores.
Muchos de los que apenas se habían dado cuenta del salto argumental, siguieron
con el choteo, pues la noche se prestaba a organizar bien la movida, dado el
calor que se había levantado por eses viento de terral tardío que anunciaba las
previsibles lluvias de septiembre.
El
escándalo fue aumentado de tono, y el maquinista de la cabina de proyección
tuvo que parar la cámara, encendiendo las luces de la sala, entre los comentarios
jocosos de la concurrencia. Precisamente la película se había detenido cuando
un familiar de Doris Day sufre un fatal accidente que acaba con su vida. Tras
apagarse de nuevo las luces, tras unos 10 minutos de interrupción, la película
continua dando otro salto temático, pero ahora el personaje del accidente
aparece en la playa, disfrutando de la compañía de una bella señorita, cuya
identidad no había sido explicada hasta el momento en la ajetreada proyección.
Para entender bien el trasfondo de lo que estaba ocurriendo, se había proyectado
el rollo número uno, tras el que apareció el celuloide del cuatro (y último).
En este momento corría el metraje del rollo número tres.
El
público ya no permitió continuar con toda esta tomadura de pelo. Puesto en pie,
silbaba, gritaba y exigía que le fuese devuelto el precio de las localidades (la
entrada a la sala costaba seis pesetas por persona). Finalmente las luces se
tuvieron que encender, pero ya de una forma definitiva. El dueño del cine, Jonás, un hombre obeso, calvo y con bigote, que cubría
sus ojos con unas gafas fumé, dándole aspecto de un contrabandista de baja
estofa. se vio obligado a devolver el
precio de las entradas, a todos aquellos que le rodeaban y gritaban enfadados. Tanto
él como el maquinista Sebas llegaron a las
manos, teniendo que llamar Sole, la taquillera, a la policía, dado el cariz que
iban tomando los acontecimientos.
La
raíz de todo este episodio estaba basado en un habitual asunto de faldas. Sole, pareja de Jonás, engañaba a éste con el
maquinista, persona mucho más joven y apuesto que su obesa pareja, del que sólo
lucía su dinero. La noche anterior al conflicto, el propietario del cine los
había pillado haciéndose carantoñas en un cuartucho trastero, donde eran
guardados los sacos con los rollos de películas. Tras darle un buen sopapo a
Sebas, le indicó que a partir del lunes (era sábado, por lo que tenía que
buscar, de prisa y corriendo, a otro maquinista) estaba despedido. La reacción
del proyeccionista fue la que todos nos imaginamos. Cambió deliberadamente el
orden de los rollos, en su última noche de trabajo en el cine, para perjudicar
económicamente al empresario y rival afectivo.
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Y, para finalizar este cinematográfico artículo, una breve y emocionante
historia, que tuvo lugar a finales de los años noventa, cuando realizaba una
visita de estudio con mis alumnos de bachillerato en el aeropuerto de Málaga. Era
una mañana muy luminosa de febrero y todos nos sentíamos muy interesados por
las explicaciones que nos iba ofreciendo la persona encargada de atender a los
grupos escolares. Previamente nos habían entregado unos folleto informativo y habíamos
presenciado la proyección de un video sobre el origen y desarrollo de este
importante complejo espacial para la movilidad aérea.
Íbamos
recorriendo las distintas dependencias cuando, de una manera inesperada,
observamos que un hombre caminaba hacia donde nos encontrábamos con una gran
agilidad en su desplazamiento. La forma de andar era como dando grandes
zancadas, con un ritmo pendular muy característico, dada su elevada estatura.
De inmediato lo reconocí. Y no sólo yo, sino también algunos de mis alumnos,
por haber disfrutado con sus interpretaciones en pantalla. Pronto el murmullo
de admiración fue generalizado. Se trataba del famoso actor Sean Connery (Edimburgo, Escocia, 1930), protagonista
de muy importantes películas aunque, de manera especial, por ser el primer
intérprete del agente secreto 007 de la Corona Británica, James Bond. En esta serie temática, Connery hizo
siete films. Posteriormente otros actores han seguido interpretando al muy atractivo
y valiente personaje.
En
aquél momento, Connery estaría muy cerca de los setenta años en su vida, aunque
su agilidad en la forma de andar, a modo de pantera cautelosa en busca de su
presa, era admirable. Pensaba que era más bajo de estatura, sin embargo sus
1.89 m de altura y bien mantenida delgadez prestaban una imagen mucho más juvenil
a su persona. Se dirigía a la sala VIP desde donde aguardaría la salida de su
vuelo.
Quiso
la suerte que la Srta. de Relaciones Públicas nos ofreciera la posibilidad de
visitar esa Sala VIP, donde tendríamos que guardar un extremado silencio y no
detenernos en nuestro desplazamiento, a fin de evitar molestar a las personas
que allí se encontraban. Nos llamó la atención los suculentos dulces y bandejas
de fiambres que tenían a su disposición las personas que habían pagado este
servicio. Una de mis alumnas ¿tal vez Lorena? con esa admirable valentía de los
16 años, decidió saltarse el “protocolo” normativo y cuando quisimos darnos
cuenta se había plantado delante de Mr. Bond, sorry! Mr. Connery, que se
encontraba en la sala, sentado en una cómoda butaca, mientras leía el tradicional
periódico británico The Times. Con una angelical sonrisa le abrió su libro de
Historia, para que le firmara un autógrafo en la contraportada. Connery se
quitó sus gafas, miró a la chica, primero con seriedad aunque, de inmediato,
también sonrió. Tomó una pluma del bolsillo de su trenca beige y, volviéndose a
colocar sus gafas, escribió un par de líneas, estampando a continuación su
firma. Los nervios de la Srta. de Relaciones Públicas parecían a punto de
estallar, pero Mr Connery, levantándose de su asiento, entregó el libro a
Lorena, estrechándole su mano con un sonoro bye!.
La
lejanía del tiempo no ha borrado el emocionante y simpático encuentro con Mr.
Bond. ¿Qué texto escribió Mr. Connery en la contraportada del libro de la
editorial Santillana? No serían exactamente estas palabras, aunque sí otras muy
parecidas. “If you want to become a great actress,
you have to study a lot every day” Sean Connery. (Si quieres convertirte en una
gran actriz, tienes que estudiar mucho cada día).-
Son
tres curiosas historias, relacionadas con el mundo de la gran pantalla. Hoy,
con la mirada puesta al tiempo, nos hacen sonreír y disfrutar, recordando la
grata compañía que el cine siempre ha supuesto en nuestras vidas.-
José
L. Casado Toro (viernes, 16 Octubre 2015)
Antiguo
profesor I.E.S. Ntra. Sra. de la Victoria. Málaga
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