Pudo
suceder aquella mañana de marzo, o en cualquier otra de entre las que componen el
denso calendario escolar. Explicaba unos contenidos correspondientes a la
materia objeto de mi especialización. De entre ese colectivo de alumnos, más o
menos motivados con respecto a la actividad que había propuesto desarrollar, un
brazo se levanta con el objeto de plantear una pregunta. Se trata de un chico,
en plena efervescencia adolescente que, venciendo el reparo de la oportunidad,
decide hacer explícito lo que sin duda otros muchos de sus compañeros estaban
pensando.
“Profe, esto que estamos estudiando ¿sirve, realmente,
para algo?”.
Sin
duda, este espontáneo interrogante es escuchado en numerosas ocasiones por los
profesores, durante el ejercicio de su actividad educativa. Y siempre ha
recibido una adecuada respuesta que podrá satisfacer, con más o menos
convicción, las dudas de quien lo ha hecho explícito.
Obviamente
hay muchas formas de responder. Esa disposición a construir una buena respuesta
dependerá de la amabilidad, inteligencia y oficio de quien está al frente de un
grupo de alumnos. “Es un tema que está en la
programación. Tendrás que dominarlo, pues te puede salir el día del examen”.
“El Ministerio o la Consejería de Educación
establece que tengamos que trabajarlo en nuestro temario”. “Si quieres aprobar, tendrás que estudiar esta y otras
muchas unidades, te agraden o te resulten un tanto aburridas”.
Nadie
duda que este tipo de argumentos, por más evidentes que resulten, poco o nada van
a complacer la inquietud de esos jóvenes que asisten a tus clases. También
puedes decir aquello que también se halla en el terreno de la evidencia. “Todo conocimiento o habilidad resulta útil y valioso, aunque
tengamos que esperar algún tiempo para darnos cuenta de su interés o aplicación.
Ya sea de naturaleza filosófica, mecánica o química…..” En otras ocasiones, elevamos el nivel de
nuestra respuesta, en un contexto que tal vez no sea el más apropiado para
hacerlo. “Igual que nuestro cuerpo necesita el
ejercicio físico, nuestra mente o cerebro también exige el adiestramiento
continuo, a fin de no quedarse en estado de letargo o bloqueo, por falta de
actividad”. Pero siempre llegamos al lugar de partida, en la búsqueda
del saber. “Uno de los derechos y obligaciones más
importantes que toda persona posee es la de incrementar y enriquecer el
conocimiento del mundo en que vive. Y ese conocimiento se halla en los libros,
en la experiencia y en la cultura que hemos ido creando y consolidando a través
de las diferentes generaciones en el tiempo”.
Al
margen de que hubiera convencido, en un mayor o más limitado porcentaje, a este
interesado interlocutor, y a esa otra mayoría cuya inquietud es similar a la
del alumno interpelante pero que, sin embargo, guarda silencio, el trasfondo
del interrogante es importante y significativo. ¿De
verdad están justificados todos esos contenidos que densifican y agobian el
proceso de aprendizaje? ¿Por qué no seleccionamos, con más atención esos
contenidos mínimos, no sólo para valorar aptos y no aptos, sino también para
trabajar lo esencial en el aula?
Pocos
son lo que van a discutir la necesidad de conseguir, en los horarios escolares,
un dominio lingüístico o matemático para sus estudiantes; la destreza imprescindible
en un segundo o tercer idioma; una formación física idónea para esos cuerpos en
desarrollo o un conocimiento necesario de ese pasado social que nos ayude a
entender el presente histórico en el que nos ha tocado vivir; o, también, el
estudio, para su conservación y desarrollo, de los determinantes que sustentan el
medio natural. Sin embargo, a partir de ahí ya aparecen y surgen los matices y
concreciones.
Sin
ánimo de divinizar porcentajes, quise conocer cuáles eran aquellas destrezas y
conocimientos que mis alumnos echaban más en falta, en el día a día de su
actividad, cuando asistían a los colegios e institutos de secundaria. Los
resultados fueron especialmente curiosos y relevantes para nuestra reflexión. Valoraban incrementar el tiempo dedicado a la
enseñanza tecnológica. Y dentro de la misma, señalaban el trabajo con la
electricidad, la mecánica de la locomoción, la costura (fue una sorpresa este
dato) la carpintería y la tecnología informática. El arte de la cocina era
también un campo que atraía y motivaba el interés de los adolescentes. No
faltaban las opciones por la peluquería y la formación de esteticista. Otras
parcelas muy demandadas, vinculadas específicamente al mundo de la cultura,
eran las siguientes: la música, la interpretación y dirección artística,
teatral y cinematográfica, la pintura, el modelado y la fotografía. Y, aunque pueda
parecer extraño a estas edades, hubo alguna alusión acerca de la urbanidad y el
comportamiento ético.
Aarón era uno de esos chicos cuya evolución seguí
desde el 1º de la ESO. Aquel curso tuve
la oportunidad de conocerle como alumno, durante la hora de recuperación en
Lengua Española que, semanalmente, trabajábamos. Desde el primer momento,
observé su nervioso y complicado carácter y su incontrolada capacidad para ser
protagonista en cualquier situación de indisciplina que se pudiera suscitar.
Ciertamente, una hora a la semana no era mucho tiempo para ayudarle a nivel
tutorial, teniendo en cuenta que no me correspondía la dirección tutorial de su
grupo. En las sesiones de evaluación salía a relucir su problemática, siendo
objeto de numerosos partes disciplinarios, propuestos por diversos profesores. Las
expulsiones de aula con las sanciones correspondientes, eran recursos que
permitían a sus profesores poder dar una clase en condiciones mínimas de estabilidad.
Tras dos años en primero, pasó al fin a segundo de la ESO. En la repetición de
ese curso, ya tuve la oportunidad de tenerle como alumno, como profesor de mi
materia y a la vez tutor grupal. Con quince años y manifestando su frecuente rebeldía
al tipo de aprendizaje estándar que se le ofrecía, era difícil y complicado
tenerlo en el aula, pues aprovechaba cualquier oportunidad para boicotear el
trabajo de aprendizaje que en ella se realizaba. Debido a una situación extremada
de abandono familiar, vivía en la actualidad en una casa de acogida, bajo el
control de la Administración educativa.
En
coordinación con el Departamento de Orientación, decidí dedicar, con infinita
paciencia dado su díscolo carácter, las horas que fuesen necesarias a mantener frecuentes
diálogos con él, aprovechando esos espacios de ocio durante el recreo. En
primer lugar, quería conocer, lo mejor que fuese posible, todo lo que él
pudiera contarme acerca de su vida. La autopercepción de su realidad. Y en
función de ese conocimiento, hallar alguna vía, camino o sentido que nos
permitiera reintegrarle a unas pautas de comportamiento asequibles, a fin de
poder mantenerle en el aula. Por fin, en unos de estos “difíciles” diálogos
(por la muy escasa colaboración que de él recibía) logré hallar una débil luz que
me permitió avanzar en esa confianza para la comunicación. Su historia familiar
podría calificarse de dramática, con una serie de elementos que te explicaban
la trágica infancia que este chico había tenido que soportar. Tenía hermanos a
quienes no veía desde hacía años. Un padre en paradero desconocido y una madre
que “vivía su vida” con parejas verdaderamente dudosas. Sin embargo, en la casa de acogida, su
comportamiento mejoraba, según los informes que me enviaban. ¿Qué estaba fallando, entonces, en el contexto de su desacomodación
a las normas básicas del Instituto?
Obtuve
la respuesta a través de la evidencia de su sinceridad. “Maestro, en las clases me aburro, hasta casi dormirme. La mayoría de
las cosas que se estudian no me interesan. A mi lo que me gusta son las motos y
su mecánica. Desde que era un chaval, siempre he sido un manitas con el arreglo
de los tornillos y las tuercas. Disfruto cogiendo cualquier aparatejo,
sacándole todas las tripas y, después, montándolo de nuevo. Eso es lo que me
gusta y no repitiendo esas cosas que me aburren hasta la desesperación. A veces
rebusco en los contenedores de basura, por si encuentro alguna radio, ventilador
o teléfono viejo, que lo pueda desarmar a mi gusto. Y este verano quiero ir
varias veces a los desguaces, por si me dejan trastear alguno de los motores
viejos de las motos o los coches. Se lo digo en serio. Si Vd, tiene algún motor
o mecánica estropeada, me la deja, que yo soy capaz de arreglársela y además,
por todo lo que me aguanta, no le voy a cobrar nada”.
Esa
espontaneidad y franqueza, que encerraba la fuerza de su verdad, me hizo
sonreír y reflexionar al tiempo. Muchos de los contenidos que ofrecemos e
imponemos a nuestros estudiantes, no poseen la suficiente motivación para que
ellos se entreguen a su conocimiento y a las destrezas que conllevan. No es que
sean inútiles en sí mismos. Pero sí resultan fuera de lugar en el contexto,
social e individual, de no pocos de nuestros escolares. A lo mejor es que no
sabemos “venderlos” bien, a pesar de toda nuestra mejor voluntad en el empeño.
O tal vez tendríamos que meditar sobre el necesario equilibrio o adecuación
entre las materias culturales, conceptuales y las específicamente
instrumentales o técnicas, en nuestras programaciones o currículos para el
trabajo diario.
Y
volviendo a la realidad de Araon, no pudo pasar a tercero de la ESO. Al cumplir
los dieciséis años, abandonó el Instituto. Hicimos unas gestiones a fin de que
pudiera matricularse en algún programa de garantía social. Encontramos uno
denominado “Auxiliar de taller” impartido en otro centro educativo, al que finalmente
fue admitido, aunque tuvimos que negociar con amistades y departamentos, pues
el expediente de este difícil alumno era bastante deficitario en méritos. A
partir de ahí, perdí la pista de cómo evolucionó su persona.
Pasaron,
desde estos hechos, unos seis o siete cursos académicos. Pero una mañana, en
pleno mes de julio, decidí llevar mi vehículo al taller oficial de la marca,
para una puesta a punto previa al paso por la ITV. Ya por la tarde fui a
retirarlo. Cuando el recepcionista me estaba explicando algunas de las
operaciones que habían efectuado en la revisión correspondiente, alguien me
toca en el hombro, diciéndome “¿Cómo está,
maestro?” Un poco más alto, muy delgado (como siempre le conocí), con un
“mono” de trabajo bajo el logotipo de la marca y con las manos un tanto
ennegrecidas por la grasa, tenía ante mí a un mecánico al que reconocí, sin la
menor duda. Era Aarón quien, tras un abrazo muy cariñoso y sonriente, me
comentó brevemente lo que era más que previsible.
“Como ve, ahora trabajo en lo que siempre me ha gustado.
La mecánica. Primero estuve en un taller de motos y, desde hace año y medio,
formo parte de la plantilla de esta buena marca de coches. Con veintitrés años,
ya he formado familia. Tenemos una cría pequeña y las cosas nos van bien. Ha
sido una suerte haber salido del taller para recoger esta pieza en repuestos. Estoy
muy alegre de encontrarle. Ah, y la revisión del motor de su vehículo (es ese
gris plata ¿verdad?) la he hecho yo. Siempre que pase por aquí, pregunte por
mí. Me gustará saludarle. Se portó Vd. muy bien conmigo. Voy a hablar con mi compañero,
para que le “arreglen” un poquito la factura”.
La
bella historia de Aarón me ha hecho reflexionar, una vez más, acerca de la
utilidad y eficacia de muchos contenidos escolares. Este debate, siempre
abierto, para la controversia y la reflexión, puede estar en el origen de no
pocos éxitos y fracasos, dentro y fuera de las aulas.-
José L. Casado Toro (viernes, 26 junio
2015)
Profesor
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