Esta
tarde de sábado, en la avanzadilla del nuevo otoño, se ha presentando un tanto desapacible.
El viento frío y racheado de poniente, junto a un cielo encapotadamente plomizo
que impide la llegada del sol, hace que apetezca quedarse en casa, buscando el
disfrute del hogar. Cada semana, tres veteranos amigos
se reúnen para compartir un buen rato de charla y paseo, con la merienda
correspondiente que, no pocas veces, se enlaza a esa buena cena que gratifica
el periódico reencuentro. Y es que su amistad está anclada desde las aulas
escolares, ya que los tres son prácticamente coetáneos en la edad. Cada uno de
ellos eligió un camino profesional diferente para sus vidas. En este momento
están ya jubilados de sus quehaceres laborales y, al igual que hacían durante
su etapa de actividad, mantienen ese día semanal para el reencuentro que
sustenta el firme afecto que gratamente los une.
Hoy están
citados en el domicilio de Claudio. Tras más de cuarenta años ejerciendo la
medicina, como ginecólogo, este reputado profesional vive junto a su única
hermana que, por diversos avatares, no llegó a pasar por la vicaría o el
juzgado, aunque tuvo sabrosas aventuras en sus años más mozos. Hace ya un par
de décadas, Claudio y su mujer decidieron caminar separadamente por la vida.
Esta desvinculación, largamente anunciada por la incompatibilidad de sus
caracteres, la llevaron a cabo de una forma civilizada e incluso cordial. Habían
llegado a una situación en que ninguno de los dos soportaba a su pareja, por lo
que muchos amigos comunes se preguntaban cómo habían aguantado y escenificado tanto
la difícil convivencia que mantenían.
Siempre
puntual, da sus tres toques característicos en el portero electrónico de este
céntrico bloque, con aires señoriales. Evelio, soportando unas incómodas molestias
cervicales y una rodilla con su articulación malparada cedió, hace ya dos años,
el oficio pastoral a un compañero sacerdote bastante joven y que, por su
espléndida formación, podría incluso algún día pensar en responsabilidades
episcopales. Evelio nunca lo ha negado. Se siente a gusto con su mentalidad
extremadamente conservadora y ultramontana, añorando esos otros tiempos para la
clerecía que fueron intensamente modificados tras el Vaticano II. Habría sido
feliz, ejerciendo su apostolado en tiempos del Concilio de Trento. A pesar de
ser un tanto cascarrabias, todos quienes le conocen y tratan valoran la bondad
de su corazón, por debajo de esa coraza de cura serio y defensor del dogma más
ortodoxo en lo eclesiástico.
No acababa este sacerdote de cerrar el portal de la
entrada, cuando vio acercarse, resoplando como en él era usual, a su amigo Irineo.
Desde muy joven, la recomendación de un tío situado en negocios de finanzas, le
abrió las puertas laborales de una afamada Caja de Ahorros, dominante en la
región meridional peninsular. Su buen comportamiento en la empresa, junto a sus
cualidades comerciales innatas, le hicieron ir controlando puestos de
responsabilidad, hasta alcanzar la dirección de varias sucursales por
importantes localidades de la provincia. En la actualidad, lleva casi ocho años
prejubilado, aunque siempre saca tiempo para ayudar a futuros opositores a una
plaza en Hacienda, campo en el que es diestramente experto. No les cobra por
ello, aunque acepta buenos regalos de aquellos que aspiran a conseguir un
trabajo estable en la Agencia Tributaria.
Tras
dar buena cuenta de los bizcochos que ha traído Irineo, acompañados de ese mágico
chocolate caliente que tan bien sabe preparar las expertas manos de Encarna, la
hermana de Claudio, pasan al salón de la casa donde les espera, encima de la
mesita central, esas copas a llenar con un buen brandy de marca. Comentan,
amigablemente, las noticias de prensa propias del día cuando, a los pocos
minutos, Claudio sugiere que vuelvan a practicar ese juego travieso de las
preguntas incómodas, que tanto les distrajo e interesó la vez en que lo
practicaron, hace unas cuantas semanas.
“Propongo que hoy no sean sólo preguntas. Sino que cada
uno de nosotros, en una doble ronda, se sincere, narrando alguna página no
elogiosa que haya protagonizado en el ejercicio de su profesión. Se trata de
recordar y compartir esa acción desafortunada de la que hoy se siente
arrepentido. Cuando terminen las rondas, podremos hacer algunas preguntillas
sobre cada caso pero, eso sí, evitando juzgar y molestar al amigo que
intervenga. ¿Qué os parece?”
La
propuesta de Irineo fue aceptada de inmediato por sus dos compañeros y amigos
de toda la vida. El primero que decide intervenir es Evelio. Por cierto, este
sacerdote se va habituando a usar del clergyman, prenda de vestir profesional o
vocacional a la que siempre mostró reticencias. Tras sorber un buen trago de su
copa, comenzó su “confesión” con parsimonia y franqueza.
“Sé que os va a extrañar en demasía lo que va a salir por
mi boca, dada la forma de ser en mi carácter. Pero alguna vez lo tenía que
contar. Estas cosas cuando se comparten, liberan un tanto nuestra conciencia. Soy
cura ….. y también hombre, por supuesto. ¿Os acordáis que a finales de los
setenta estuve destinado un tiempo, en aquel lejano pueblo castellano de
Quintanar? Pues bien, fue una época en que me sentía muy sólo y con el ánimo bastante
bajo. En fin, que me enamoré locamente de una sacristana que atendía la
parroquia. La recuerdo como una recia mujer de muy buen ver y con un carácter
duro, típicamente castellano, pero cariñoso al tiempo. Soltera en la vida y con
un par de años más que yo. Para colmo, sus padres le pusieron en la pila bautismal
el nombre de Pelaya, decisión de austeros campesinos. Caí en la tentación y
tuve …… mis cosas con ella. Aquello duró más o menos año y medio, con esa lucha
constante de la tentación, la caída en la necesidad, el arrepentimiento, el
firme propósito de enmienda y, otra vez, la vuelta al fango de la lujuria ¡Ay
la castidad!
En confianza, era una mujer de armas tomar, pero que
sabía complacer esa necesidad orgánica y psicológica que como humanos todos
tenemos. Un día, abrumado por el pecado, decidí confesar mi falta. El obispo de la diócesis me tuvo ante sí de
rodillas, toda una tarde. Era una gran persona, aunque de ideas renovadoras.
Como penitencia, me envió durante un año a encontrar la paz espiritual en un escondido
monasterio burgalés, donde el frío y la naturaleza calmaron mi ardor y la
tentación. Os confieso que no he olvidado a Pelaya ¡Qué mujer! Igual aún vive. Y
lo más gordo o impresionante del caso es que la buena moza era precisamente
sobrina carnal del orondo prelado. Todo aquello fue una locura de mi juventud. Os
aseguro que es la primera vez que cuento esta escabrosa historia, de la que ha
pasado ya mucho tiempo. Como veis, el pecado anida también debajo de la sotana
o de cualquier otro uniforme”.
Los
dos amigos del cura se miraron asombrados, sin atreverse a pronunciar o
articular palabra ¡Quién lo iba a decir… en Evelio! Lo curioso es que esta
página escabrosa en su conciencia la pudiera mantener guardada durante tantos
años. Y precisamente esta tarde, aprovechando el juego amistoso tras la
merienda, había limpiado de una tacada todas esas telarañas que permanecían
ancladas en su pasado. La verdad es que no podían sospechar en la rectitud de
Evelio un comportamiento de esta naturaleza, aunque fuese desarrollado en años
de una juventud ya lejana. Tras llenar de nuevo las copas, con ese brandy que
reconforta, le correspondió ahora desnudar alguna de sus sombras al financiero
del grupo, Irineo.
“Como la tarde se está vistiendo con verdades y
franquezas, yo también tengo alguna página poco elogiosa en los anales de mi
vida. Vosotros sabéis donde vive mi hija, con el malasombra de su marido y los
sus dos hijos. Sí, esa casita en el campo, muy bien conectada con la capital
segoviana, y con unas vistas impresionantes a la naturaleza. Ahora está muy
bien reformada, con comodidades de todo tipo y todos esos los adelantos que la técnica
ha puesto en nuestras manos. El caso es que esa casa pertenecía a una modesta familia
campesina, acuciada por las deudas. Habían invertido en la compra de maquinaria
y en unos terrenos anejos, pidiendo un préstamo hipotecario para hacer frente
al gasto. Todo su proyecto agrario fue de mal en peor. Yo seguí el caso desde
mi sucursal, en la que ya era director, viendo una posibilidad atrayente para
hacerme con esa propiedad, a un precio de saldo. Realmente fue mi hija quien me
habló de esa casa, como un lugar ideal para establecer el hogar familiar cuando
contrajera matrimonio. Me da vergüenza decirlo, pero tuve delante de mi al
matrimonio propietario, suplicando a lágrima viva, cuando llegaba la hora de
practicar el embargo hipotecario. Podía haber sido más flexible y humano (la
casita había sido construida por el abuelo de esta familia, con el esfuerzo de sus propias manos…..). Era
muy doloroso, para una generación más avanzada, ver perder la historia de su
pasado. Pero mi egoísmo pudo más, desarrollándose el embargo sin la menor
piedad por nuestra entidad.
Moví posteriormente los hilos oportunos y la vivienda,
con sus terrenos anejos, fue comprada a
un precio de saldo por mi yerno, que siguió puntualmente mis indicaciones. Esos
antiguos propietarios, con sus hijos, se tuvieron que trasladar a la capital,
en busca de algo en lo que vivir. Ahora están encargados de la portería de un
bloque señorial, en la zona centro de Segovia. Han pasado ya casi once años de
esta desagradable historia que la tengo ahí clavada en mi conciencia. Tengo que
deciros que, al menos, tuve un momento de lucidez y nobleza, en ese fango
inconfesable de la ambición. Me ocupé de que la pobre familia encontrara
acomodo en ese trabajo de portería, para no quedarse en la calle. Esa es la
historia. Pero así nos comportamos a veces. Utilicé mi puesto en la Caja, para
conseguir un beneficio personal, poco limpio, para cederlo al goce insolidario de
mi hija”.
Lo curioso
de estos largos y crudos monólogos, que los tres amigos seguían construyendo durante
la tarde del sábado, era el silencio que mantenían hacia la atención de los
respectivos narradores. Los tres, mirándose al espejo de sus conciencias, preferían
la ausencia de comentarios, a fin de no incomodar más la tensión que,
obviamente, embargaba a cada amigo en el turno de sus confidencias. Nuevo
repaso a las copas. Afuera, tras los cristales, se había presentado una fina
lluvia que ponía aún más brillo en las aceras mojadas, recorridas por
viandantes con prisas. En este momento, el anfitrión de la tarde, se alisa su
escaso y cano cabello, disponiéndose a intervenir con sus recuerdos.
“La verdad es que todo esto suena a terapia colectiva,
pero vamos allá. A mi me ocurrió algo de lo que no me siento orgulloso.
Afortunadamente, aquello no acabó en tragedia, pero me hizo tomar conciencia de
lo que supone mantener la responsabilidad, en cada momento y lugar.
Me encontraba de guardia en el hospital, en una Noche de
Fin de Año. A todos nos ha tocado este regalo alguna vez. Curiosamente, aquel
día teníamos sólo dos pacientes, con previsión de dar a luz, probablemente a lo
largo de la noche. A eso de las once y media, caí en la cuenta que me había
traído, por error, las dos llaves del garaje y que mi hijo iba a ir a una
fiesta y no podría entrar a recoger su moto para desplazarse con su novia a la
costa. Como la cosa estaba muy tranquila, cometí la insensatez de pedirle a un
MIR en prácticas que controlara mi puesto, pues sólo iba a falta unos veinte
minutos para ir a casa. Los problemas se presentan cuando menos lo esperas.
Tardé unos cincuenta minutos en ir y volver, por un tema de tráfico. Pero en
ese tiempo, se presentó una urgencia, de profunda gravedad. Era una madre muy
joven con una sintomatología de alto riesgo, tanto para ella como para la niña
que venía de camino. Había que intervenir, porque la vida de la chica se nos
iba. Este compañero en prácticas afrontó el problema con gran entereza. Yo
llegué cuando la intervención estaba en pleno desarrollo. A duras penas se pudo
salvar la crítica situación.
Con la tensión propia del caso, este médico en prácticas estaba
dispuesto a presentar una denuncia, por mi comportamiento irresponsable, aunque
al final renunció a ello. Me pude haber buscado un buen lío, por abandono del
servicio. Esta situación me hizo reflexionar y cambiar, a pesar de mi ya larga
experiencia en la profesión”.
Tras
este panorama, de profunda reflexión compartida, que los había dejado un tanto
apesadumbrados, estos tres amigos de toda la vida adoptaron una sabia decisión.
A fin de acabar más animados, en esa noche del sábado, decidieron irse a cenar
a un restaurante del centro de la ciudad, en cuya sobremesa iban a planificar
un futuro viaje vacacional a la capital madrileña. Eso sí, prometieron que no
iban a volver a repetir este juego de las verdades incómodas. Cada uno, en el
futuro, practicaría y reflexionaría …… con su propia conciencia. La cena que
tomaron en el restaurante, aquella noche de confidencias, fue consomé de
cocido, lomo a la plancha con verduras y pastel de frambuesas. Bebieron agua y
Rioja, de reserva. Irineo pidió que le dejaran invitar, gesto al que sus dos
compañeros no se opusieron. Cuando volvían a sus domicilios, en la placidez de
una noche ahora cubierta de estrellas, cada uno de ellos coincidía, en el silencio
de su intimidad, en un mismo pensamiento: ninguno de
los tres había sido absolutamente sincero, con la página más nublada e
inelegante en sus respectivas vidas.-
José L. Casado Toro (viernes, 19 junio
2015)
Profesor
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