viernes, 5 de junio de 2015

IMÁGENES Y PERSONAS, BAJO LA MAGIA NOCTURNA DE JUNIO.


Aquella noche la percibía como ataviada con un ropaje especial. Los compañeros docentes de mi instituto habíamos quedado citados, a esa hora emblemática de las nueve, a fin de cenar y disfrutar la convivencia en un curso más que finalizaba. El verano se nos había hecho presente, con esa alegría vacacional que a casi todos ilusiona. Fue una cena agradable y suculenta, a la que pusimos fin un poco más allá de la medianoche. Saludos, los mejores deseos para ese necesario descanso enriquecido de objetivos viajeros, el propósito general de intercambiarnos las fotos y todos esos abrazos y besos para la despedida. Reconozco que había abusado de las copas de Rioja, por lo que me encontraba sumido en una dulce morriña, mezclada de sonrisas y anécdotas, mientras caminaba por esos suelos urbanos que agradecerían un lavado de cara, aunque sólo fuera de vez en cuando.  

Bajaba por Alcazabilla hacia el Paseo del Parque, zona dibujada con luces, colores y sombras, cuando me paré unos segundos para contemplar esa bella fusión histórica de dos culturas arraigadas en nuestra historia, como es la romana y la musulmana. Teatro y fortaleza, hermanados bajo el reflejo de una luna que, como dicen y sienten los románticos, disfruta con ese estar regalando sonrisas. A esas horas tardías de la noche, o primerizas en la mañana, dos imágenes que se me quedaron grabadas, en medio de tanto noctámbulo paseante. Un trovador de la música que, con su manoseado acordeón de los mil y algún sonidos, repartía generoso trocitos de melodías para colorear sensaciones. Y allá, sentada en esa esquina del muro frente a la Alcazaba, una chica muy joven que ensimismada dibujaba sobre los folios de su carpeta la mágica silueta monumental que tenía ante su vista. Simplemente me atreví a comentarle “Qué bien dibujas”. Otras muchas personas, sentadas en las terrazas para la amistad, consumían ese postrero café o infusión que gratifica y vitaliza la conversación. En otras mesas todavía reposaban copas semivacías o incluso algunos platos que reconfortaban apetitos para paladares somnolientos.

Inesperadamente, se me acerca un joven en su veintena avanzada que, todo sonriente, con esas palabras amables del “hombre…. ¿como estás? Hace tiempo que no nos vemos ¿verdad? ¿cómo te va ahora?” me estrechó efusivamente la mano. La verdad es que no reconocía a esta persona, pero traté de disimular mi desconocimiento en la medida de lo posible. Cuando has tenido tantas generaciones de alumnos, a lo largo de tu actividad profesional, has de asumir que muchos de éstos te reconocen y se te acercan para saludarte con ese noble afecto que les caracteriza.

¿Y a ti, cómo te va? Le pregunté. “Bueno, bien, tratando de abrirme paso por la vida, que está muy complicada en estos tiempos”. Como vemos, la conversación transcurría por terrenos muy generalistas. Suponiendo que por su edad debía ser uno de mis antiguos pupilos en la enseñanza, le comento que aún continuo ejerciendo en ese Instituto que, sin duda, él bien conoce. Me hace un gesto afirmativo con la cabeza y continúa con sus atentos elogios. “Pues me alegra mucho haberte encontrado y ver lo bien que te conservas”, me dice. La correcta y dulce, pero cada vez más vacía, conversación transcurría por estos derroteros cuando, con habilidad manifiesta, mi joven interlocutor me dice lo siguiente: “Podrías comprarme una papeleta para un sorteo… el premio es un viaje a Galicia para dos personas. Lo que sacamos con estas papeletas es para una organización o grupo rociero que estamos formando. Los tiempos están muy mal y hay que ayudarse con lo que podamos. Valen a sólo dos euros. Cómprame diez, que tú puedes hacerlo”.

Me pone diez papeletas en la mano y veo que efectivamente están impresas con la imagen de la Virgen del Rocío. Y un texto escrito con unas pequeñísimas letras que indican las características del sorteo. Continuo sin reconocer al joven. Pasan unos segundos y ……. aplicando un tono amable, gratificado con una sonrisa, le digo a mi interlocutor: “Mira, hace unas semanas, me ocurrió exactamente lo mismo con otra persona. Parece que es la tónica de los tiempos. En aquel momento, no supe reaccionar con presteza. Y compré estas diez papeletas. Veinte euros. Son esos momentos necios que te sobrevienen a lo largo del día. Pero ya con esa experiencia, no voy a volver a caer o tropezar con la misma piedra”. Dicho lo cual, puse en su manos el producto que me quería vender, volví a sonreírle y continué mi camino sin que este joven articulara palabra alguna.

Debo matizar que, unos días después, volví a ser testigo de una escena similar (ahora con otros protagonistas). Estaba mirando unos artículos expuestos tras la cristalera de un comercio a cien cuando detrás mía otro joven desarrollaba la misma escenificación ante una señora de edad. Abandoné su diálogo cuando el muchacho le pedía que al menos comprase un boleto. Se me quedaron grabadas las palabras de la asombrada señora “Me alegra que te acuerdes de mi, pero yo no logro hacer memoria de tu persona…” Cuando me alejaba de la pareja, me volví y miré de manera insistente a “ese amigo de otro tiempo”. El joven se dio cuenta de que yo conocía muy bien la trama que estaba desarrollando. Obviamente, conmigo no lo intentó.

La noche, a esas horas de “las tinieblas” se me hacía dulce y plácida para caminar. Térmicamente apetecible para gozar del paseo entre ciudadanos noctámbulos. Me sobrevino de pronto la necesidad de saborear algo caliente, a pesar de la templanza de la temperatura. Entre las diversas teterías que pueblan con fortuna la zona, aún había una que permanecía abierta a disposición de los clientes. Sentado en unos toscos taburetes sobre un suelo adoquinado y pedregoso, cambié de mi decisión inicial por el chocolate y comprendí que me sentaría mejor un batido de frutas. Sandía con maracuyá. Exquisito, por su frescura y sabor. Mientras lo disfrutaba, me entretenía dibujando siluetas de historias y relatos entre las luces, coloreadas y adormiladas, que alumbraban y vigilaban la calle con sus rincones de encantos ocultos o explícitos.

Y lo que viene a continuación suena a historia irreal. Pero el lector es, en definitiva, quien ha de decidir acerca de su verosimilitud. ¿Recuerdan a la chica que dibujaba los trazos del Teatro Romano y la Alcazaba? Pasaba ante mí lentamente, caminando con sus pies prácticamente descalzos. Vestía larga y vaporosa falda teñida de intensos colores, camiseta sin mangas de color celeste, al igual que sus ojos también celestes. Lucía una larga melena recogida, de tono castaño oscuro.  Portaba una gran mochila de cuero sobre su espalda y una carpeta, verde oscuro, en su brazo izquierdo, donde llevaría las imágenes que, probablemente, le apetecía dibujar. Siguió su pausado caminar pero, a los pocos metros, se me vuelve y en un castellano muy mecanizado dice: “Gracias, por tu comentario acerca de mi dibujo. Antes fui descortés en no responder a tu amable gesto”. A continuación, mi respuesta era más que obvia. “¿Te apetece tomar algo caliente o fresquito?” 

“Bueno, la verdad es que hoy apenas he probado bocado. Soy de un  pueblecito encastrado en los Pirineos. Me apetecía conocer mejor el sur de España y aquí estoy, de aquí para allá, aprovechando las bondades de este maravilloso clima del que gozáis. Muy pocos ahorrillos. La amabilidad de unos y otros que se prestan a llevarme en su vehículo. Durmiendo las más de las veces en esos jardines que tan bien nos acogen. Y un poquito de aseo en las estaciones de ferrocarriles o buses. Es una vida muy bohemia ¿verdad? Pero yo deseaba experimentarla , ya que el resto del año mi vivencia es sumamente aburguesada y estable. Llevo así casi dos semanas y no me ha ido mal. Bueno …. alguna incomodidad, pero pasajera y sin gravedad”.

Mientras así se expresaba, daba buena cuenta de un par de sándwich que, por mi indicación, le habían preparado en la cocina. Prefirió, para beber, un vaso de leche fría, sin azúcar. El piercing que lucía en su mejilla izquierda articulaba una pequeña acústica cuando movía su rostro en las respuestas.

Me comentó que por la mañana tenía previsto desplazarse a la vecina ciudad de Granada, donde pasaría al menos un par de días. Su estancia en Málaga le había encantado y prometía volver. En un momento dado de estos retazos de palabras amistosas, me confesó que aún se encontraba afectada por la ruptura de una relación mantenida durante varios años. Esta escapada hacia la aventura la consideraba como una acertada terapia para que brotaran de nuevo en ella las sonrisas. Me pidió la dirección electrónica y nos despedimos con el afecto de lo inesperado, pero abierto a la ilusión de una nueva amistad. ¡Ah, su nombre …..! Marian. Se proponía descansar esta noche en casa de unos amigos que había hecho en sus visitas al Puerto malacitano. Antes de marcharse, le puse en la mano algunas monedas que le vendrían bien para su divertida aventura.

Dos días más tarde, en la mañana del domingo, me apetecía caminar sobre la arena del mar. Recordaba cómo en mi juventud solía ir con mucha frecuencia a una playa situada en un bello paraje de la Costa occidental. Como en aquellos tiempos carecía aún de vehículo propio, quise renovar aquellos viajes domingueros en tren, con destino a la playa de Carvajal. Así pues, a una hora bastante temprana a fin de aprovechar mejor el día festivo, con mi mochila a cuestas tomé el tren Málaga - Fuengirola, línea que tiene una estación muy próxima a la playa de ese tranquilo paraje. Mi sorpresa fue mayúscula cuando, desde mi ventanilla, veo a una pareja que cogidos de la mano y con los bártulos playeros se  dirigen presurosos a subir al tren, a punto ya de salir. Los reconocí de inmediato y sin el menor género de dudas.

Ella era la supuesta Marian. El joven que la acompañaba era aquel que quiso timarme con las papeletas, en la madrugada del viernes. De entre los tres vagones, eligieron precisamente aquel donde yo me encontraba. Entraron por la puerta frontal a mi asiento y nos cruzamos las miradas. A él lo vi algo incómodo al reconocerme. Por su parte, la chica soltó una sonora y nerviosa risotada. En décimas de segundo tomé una acelerada decisión. Cogí mi mochila y con agilidad manifiesta bajé del vagón. Me sentía profundamente incómodo, ante toda esa teatralización de la que había sido objeto la noche anterior. Todo fue una representación abierta, en la que fui espectador y protagonista junto a jóvenes, pero diestros. actores.-


José L. Casado Toro (viernes, 5 junio 2015)
Profesor

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