Resulta
sugestivo conocer que una persona, con la que te has relacionado en otra fase
de tu vida, alcanza un reconocimiento social en el desempeño de la tarea que, por
diversos avatares, profesionalmente decidió elegir. Cuando tienes la
oportunidad de acercarte a él, dudas acerca de cómo recibiría tu llamada,
correo o tu espontánea presencia física, ante su importante realidad. Pero, al
fin, decides aproximarte a la vorágine en la que se halla inmerso, con el saludable
ánimo de saludarle y poder intercambiar
imágenes para el recuerdo.
Mi
antiguo compañero de aula se dedica al cine desde hace años. Empezó en este cualificado
arte desde unas plataformas muy humildes, esforzándose por participar y
aprender al tiempo en lo que más daba sentido a su vida. Y es que su
trayectoria ha sido muy constante y sacrificada, habiendo cultivado distintas
facetas en lo que denominamos, con afectivo acierto, la grandeza del séptimo
arte. Cierto día, tras la finalización de una película, observaba en pantalla
los títulos de crédito. Reconocí, en el recuerdo, su nombre. Allí aparecía
desempeñando una faceta técnica de rodaje. De esto hace ya años, pero desde ese
día traté de seguir su trayectoria a través de revistas especializadas en
cinematografía, agradándome comprobar su continua evolución a otros campos y actividades
del cine, hasta alcanzar la realización de cortos. Hoy presentaba, en este importante
festival, su primera película como director. Lo hacía en la sección de jóvenes
promesas, aunque su edad se encontraba ya en la cuarta década del calendario. Con habilidad y suerte, conseguí estar presente en la rueda
de prensa que dio tras la proyección de este su primer film. Quería
aprovechar la oportunidad de poder acercarme a él, para darle un cordial
saludo.
Me
preguntaba si se acordaría de su antiguo profesor, en esa etapa de la
adolescencia tan sugestiva y complicada para casi todos. Afortunadamente no
había mucho personal en la rueda de preguntas y respuestas, por parte de los
interesados participantes. Así que pude ubicarme en una butaca discretamente
situada, aunque el protagonista de esa tarde podía fácilmente visualizar mi
presencia. Habían transcurrido unos diez minutos, desde el inicio de ese
intercambio de palabras, cuando observé que fijaba su mirada en mi persona. Lo
hacía de una forma repetida. Ese gesto me alegró y también despertó esa
inquietud acerca de cómo piensas van a recibirte. Tras unos cuarenta minutos de
diálogo distendido, vi que me hacía una señal a lo lejos, indicándome que no me
fuera de la sala.
Los
dos sonreímos, tras abrazarnos. Más de dos décadas hacía desde que compartimos
aquella última clase de bachillerato, en la antesala de la Selectividad. Mostraba
la alegría propia de una persona que es sincera con su interlocutor y que, tras
intercambiar las palabras propias del reencuentro, me comentó que el resto de
ese miércoles lo tenía totalmente comprometido. Aunque volvía el viernes para
Madrid, me pidió si en la tarde del jueves podríamos compartir una merienda y
hablar un rato acerca de cómo nos iban las cosas. Tras un nuevo abrazo,
quedamos en vernos en una cafetería de la sin par Plaza de la Merced, a eso de
las cinco y media del día siguiente. Cuando bajaba por Alcazabilla hacia el
Parque, me sentía feliz del paso dado. Es gratificante comprobar cómo permaneces
en el recuerdo de una persona con la que has trabajado en los años escolares.
Ahora es él quien nos enseña el arte de modelar y contar historias, para
multiplicar la vida.
Ambos
fuimos puntuales, en un día de primavera que se resistía a atardecer, con un cielo
todo celeste y un sol que vitalizaba el gesto noble de las sonrisas. Nos
sentamos en una de las escasas mesas que quedaban libres, en ese ambiente
cosmopolita y bohemio que los festivales traen consigo allá por donde caminan. Dos
tés con aroma a tierras exóticas y abrimos paso a esa cuota siempre necesaria
de los recuerdos en las aulas escolares. Aunque nuestra memoria era bastante
dinámica para traer al presente esas anécdotas y vivencias que protagonizan los
profesores con sus alumnos, pronto mi agradable interlocutor se dio cuenta del
interés que yo mostraba por todo lo relacionado a su profesión. Me interesaba conocer esas miles de experiencias que mi interlocutor
había vivido hasta llegar al clímax de rodar un primer largo. Primera
película, con todo el contexto de su casting, argumento, escenas, recursos y
dificultades técnicas, en un trasfondo siempre admirado y deseado por los
buenos aficionados a soñar y a “participar” en cada una de las historias que se
suceden en pantalla.
El suyo había sido un camino muy duro, como el de tantos
otros que aspiran a la realización tras la cámara. Me habló de todas
esas sensaciones, dificultades y alegrías, suscitadas por trabajar en aquello
en lo que crees y amas. Sus noches en donde no tienes apenas donde cenar y dormir.
Y tantos días con el estómago pidiendo en vano ese alimento que las
circunstancias se mostraban resistentes a complacer. Con ese respeto que
siempre tenemos a quienes han sido nuestros profesores, me pidió permiso para
sosegar su tensión. Reconoció que era un empedernido fumador. Entendió, en mi
sonrisa, que aceptaba su necesidad pero que, desde el plano de esa generación
que yo le llevaba, había un desacuerdo con que contaminara sus pulmones y
organismo con tan inadecuadas sustancias nocivas. Y, claro, me habló de su
obra. Su colaboración con el guión, las dificultades casi imposibles para la
producción (al final pudo convencer a un cubano exiliado, metido en negocios de
aquí y allá, en una lúdica noche de juerga, alcohol y otras cosas, para que
expusiera algo de su abundante pasta, a fin de sustentar el proyecto).
Disfrutaba narrándome sus sabrosas aventuras a fin de conseguir un viejo
caserón señorial, no lejos del Palacio Real, donde estaba nucleado el foco
principal de una historia de decadencia, equívocos, oportunidades y añoranzas.
Los
minutos iban pasando y ambos disfrutábamos comentando acerca de la magia del
cine. Mi amigo tuvo que sobrevivir en los momentos de mayores carencias, prestándose a hacer casi de todo en este contexto de “las
sábanas blancas”. Electricista, camarero, persona de compañía, chófer,
figurante anónimo, para esas densificadas escenas repletas de personajes,
ayudante del ayudante del subjefe de la segunda unidad de rodaje ….. y un largo
etc. hasta ir aprendiendo y avanzando en ese curso escalonado que te puede
permitir algún día modelar tu propia obra, con la arcilla vital que la
naturaleza quiere concedernos para nuestra imaginación e ilusiones.
En
un momento concreto, tras tomar un sorbo de té y pedir al camarero una copa de
whisky, ofrecimiento que, en mi caso decliné, observé que consultaba su reloj
y, mirándome con seriedad, me hizo la siguiente confidencia:
“Profe, dentro de cuatro minutos va a sonar mi iPhone. Me
vas a ver escenificar una discusión con alguien que está planteándome problemas
al otro lado de la línea. En realidad es un amigo que trata de echarme un
cable. Escucharás que tengo compromisos pendientes y que han surgido
dificultades en el tema de la distribución. Y que me tengo que desplazar, a la
mayor urgencia para hablar con un productor que ha llegado al Málaga Palacio y
que está interesado en un viejo
proyecto para hacer un remake de Calle
Mayor, pero en moderno. Todo lo que escuchas no es real. Es para “dar de comer”
a las apariencias. Para darte un poco de importancia . Así funciona esto.
También se aprovecha por si la persona con la que hablo es un tostón y me lo
quiero quitar de en medio. No te preocupes, que le aclaro, rápidamente, que no
es necesario el montaje de la escenita”.
Nos
estábamos riendo de este burdo montaje cuando, a los pocos segundos, nos avisó
el sonido de su móvil. “No es necesario, Roque,
pero gracias por llamar”. Cruzamos nuestras miradas y moví la cabeza. “Madre
mía, ¡cómo funcionáis!” palabras mezcladas con las risas de mi ilusionado amigo
y director cinematográfico, que acababa de pedir una segunda copa. El aguerrido
té, denominado “aventura en el desierto”
sin duda le había provocado sed. El
oasis mágico de su copa pareció sosegar en unos grados su nerviosa locuacidad.
Llevábamos
casi una hora juntos, entonces comprendí que era el momento de ir finalizando
esta grata y divertida reunión, con una persona plena de fuerza y entusiasmo
dinámico ante su profesión. Le rogué,
antes de terminar nuestro encuentro, me narrase la última anécdota que él considerase
oportuna, de entre las muchas que habría protagonizado dentro y fuera de la
pantalla. Quedó un par de minutos en silencio, como buscando algo interesante
en los anaqueles de su memoria, cuando su faz se transformó con un rictus de
seriedad.
“Profe, ocurrió el pasado noviembre, en una noche en la que
no pasábamos de los cero grados allá en Madrid. Estábamos en postproducción de
mi película, poniéndole sonido a unas determinadas escenas. Habíamos estado
trabajando toda la tarde en unos estudios de Pozuelo y nos sentíamos
profundamente agotados. A eso de las 11, tomé el coche y me vine para Madrid.
Me acompañaba la actriz protagonista, una chica de mucha valía. Y además,
guapa. Tras dejar el vehículo en el garaje (vivo cerca de la Gran Vía) nos
fuimos bien abrigados a Fuencarral, que a esas horas aún tienen restaurantes
abiertos. Entramos en uno donde, tras escoger la mesa, pedimos un plato
caliente y algo de carne a la plancha. A media comida, percibo que alguien se
va acercando a nuestra mesa. Caminaba despacio y me pareció por su aspecto una
persona pobremente vestida y descuidada en su aseo. Su falta de buen abrigo
trataba de compensarlo con una larga bufanda, que le rodeaba su cuello. Se
detuvo a medio metro de la mesa y no pronunció palabra alguna. Entendí que iba
a pedirnos alguna limosna. O tal vez, algo de comida. Permanecía callado. Dudé
en darle un trozo de la pizza que Montse (el verdadero nombre de la actriz)
había decidido de segundo o echarme la mano al monedero. Cuando estaba
abriéndolo para coger algunas monedas, el mendigo al fin habló. “¿No me
reconoces?” Me quedo entonces mirándole fijamente y, a pesar de su barba de
varios días, junto a su falta de aseo, mi cerebro reacciona, reconociendo a la
persona. “Simplemente, he venido a darte un abrazo”. Era un famoso actor de los
años sesenta y setenta, ahora muy mayor y completamente olvidado del público.
Como otros muchos actores, este persona, ya octogenaria, se encontraba viviendo
en la mayor pobreza. En los años noventa aún le daban papeles de figurante en
algunas películas. De él recibí muy buenos consejos, en mis inicios
profesionales dentro del mundo de la farándula. Guardé las monedas. Me
encontraba avergonzado. Le di un abrazo y le dije que se quedase con nosotros a
comer. Me respondió que se dirigía a un centro de acogida, donde solía pasar la
frialdad de las noches. Y que no tenía apetito. Le pedí perdón y le rogué que
fuera a verme a los estudios. Cuando nos iba a dar la espalda, me acerqué para
abrazarle en la despedida. Aproveché entonces para meterle, en el bolsillo de
la raída chamarra que llevaba, un par de billetes de 50, que saqué rápidamente
de mi billetera. Así es como viven muchos grandes actores, tras su humilde jubilación
de la pantalla”.
Ambos
nos quedamos unos minutos como reflexionando en silencio. Después, volvió a su
copa y nos intercambiamos los correos electrónicos y las tarjetas. Tras un cálido
abrazo, nos despedimos hasta una nueva ocasión. “Cuídate,
profe. Te haré llegar por mensajería mi película, antes de que otros muchos se
la descarguen de Internet”. Lo vi entonces alejarse, con ese caminar
nervioso que ya le caracterizaba en sus años de adolescencia. Verdaderamente, aquella grata vivencia fue una sugestiva tarde de cine, aliada con el embrujo,
mágico y vital, de la Primavera.-
José L. Casado Toro (viernes, 8 mayo, 2015)
Profesor
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