El
día había amanecido intensamente húmedo, aunque el sol finalmente impuso su
brillo con esa su templada fuerza primaveral que tanto nos vitaliza. La pareja
había quedado citada a eso de las doce. Y no para tomar el grato aperitivo que tan
bien sustenta la jornada, sino para acudir al juzgado de familia y poner un
poco de orden, realidad y verdad en dos almas cansadas de compartir y soportar la
convivencia. Ambos pertenecían a ese grupo social que se
suele denominar “gente bien” aunque, en la profunda realidad, vivían
teatralizando su más que precaria economía. Eso sí, la ostentación de un
apellido de raíces extranjeras, pero que sonaba a importante, facilitaba el
mantenimiento del lustre honorifico de una de tantas familias venidas a menos,
generación tras generación.
Las
raíces del acústico y noble apellido procedían de un pariente lejano que había
alcanzado el éxito emprendedor, en la primera mitad del siglo pasado. Este
hábil preboste había manejado, con suma habilidad, un negocio de vinos,
actividad que le reportó excelentes réditos económicos y sociales. Con ellos, y
al calor de importantes contactos, pudo conseguir un
título condal que hoy soporta un profundo sabor añejo, nadando en el
océano de la aburrida decadencia. Entre sus herederos y parientes se encuentran
estos dos personajes, quienes supieron unir también sus apellidos hace ya más
de dos décadas. La pareja ha ido sobreviviendo monetariamente gracias a una
modesta renta inmobiliaria que les llega por el alquiler de un local a un
comerciarte de nacionalidad oriental. También poseen alguna inversión en la
bolsa de valores, pero lo hacen en una época de oscura contracción para este
tipo de actividad.
Desde
que contrajeron matrimonio, Facundo y Fátima vivieron en un antiguo caserón con jardín, ubicado
en una zona acomodadamente elitista de la ciudad. Con el paso del tiempo, ese
espacio urbano fue transformándose en su arquitectura con la llegada de nuevas
familias, pertenecientes a la clase media trabajadora, que habitaron los
bloques de viviendas levantadas en los terrenos que antes ocupaban no pocas
casas señoriales del XIX. Su matrimonio sólo generó la venida al mundo de lo
que hoy es una bella joven, Bárbara, alejada de
títulos, prebendas, nomenclaturas y otras zarandajas de las que siempre quiso
“pasar”. Su madre llegó a tener un servicio doméstico integrado por dos mujeres
que se encargaban de la cocina, limpieza y cuidado de la ropa. Incluso el
amplio jardín (hoy perceptiblemente abandonado) contó con la dedicación de un
esforzado y dócil campesino de Cómpeta, que vino a la costa bajo el eco
atrayente de la eclosión turística. Hace años que todo este servicio fue
despedido, ante la falta de medios económicos con que retribuir el trabajo que
realizaban en la casa. Al igual que Fátima, la actividad de su marido era
bastante liviana. Controlaba la marcha de esas inversiones en bolsa, a lo que
añadía el paseo y el aperitivo con unos amigos de la infancia. Ese era el “
notable esfuerzo” de cada día, no por el trabajo físico que suponía sino por articular o encontrar algo
que lo alejara del bostezo o el aburrimiento que generaba el hábito de su patente
desocupación.
Una
alocada noche Facundo conoció, en una fiesta benéfica para mascotas abandonadas,
a una elegante señora, Florencia, que le
superaba en diez años la edad. Esta mujer gozaba de una evidente liquidez
económica. Divorciada y enviudada recientemente, puso sus ojos en este hombre
ya maduro, pero apuesto y bien conservado, con ilustre apellido y mejores modales, el
cual se sintió halagado y gratificado por las perspectivas económicas que veía
en esa postrera atracción, a las puertas ya de la tercera edad. Durante algún
tiempo, él y su legítima cónyuge disimularon el adulterio, pero llegaron a un
punto en que consideraron, con frialdad y entereza, debían dar ese paso
judicial necesario, a fin de avalar la ruptura de una
unión que penosamente había dejado de existir. Por supuesto, evitando
todo tipo de escándalos e incómodos modales, impropio para una familia acomodada
en el lustre decadente de una aristocracia sustentada sólo en las letras
históricas de un rancio segundo apellido.
A
eso de las doce menos cuarto, en una fría antesala del despacho judicial, Facundo
y Fátima, acompañados de sus respectivos abogados, esperaban turno a fin de ser
atendidos por el Sr magistrado. También se hallaba presente uno de sus primos, Ramón, que había querido estar con ellos en este
incómodo trance en el que se veían implicados. Había otras dos parejas por delante
de ellos, por lo que tuvieron que aguardar el tiempo necesario (unos quince
minutos por vista o sesión, en función
del papeleo y las firmas subsiguientes) a fin de resolver su situación
familiar. La tensión subyacente en la pareja que iba a deshacer el vínculo
conyugal, tras veinticuatro años de matrimonio, era importante. Sin embargo
ambos se esforzaban por mantener el autocontrol necesario, como corresponde a
dos personas “militantes” en el grupo de la clase elitista por la acústica de un
apellido.
Previamente
a esta escena, había tenido lugar diversas negociaciones realizadas entre ambas
partes, representadas por sus respectivos abogados, relativas al valor de la
casa que ambos compartían, así como por la ineludible pensión económica que Facundo
habría de pasar a su mujer tras la ruptura judicial de su matrimonio. El caso
de Bárbara, la hija del matrimonio era también importante pues, aunque la joven
era ya mayor de edad, mantenía la convivencia en la vivienda familiar y carecía,
por el momento, de actividad laboral propia. Cursaba sus estudios del grado de
derecho, en la UMA. En este momento se encontraba repitiendo, por tercera vez
ya, el segundo curso de leyes. Obviamente, no daba el perfil de una alumna
brillante. La responsabilidad económica de Facundo para con su hija era también
un asunto que debía ser resuelto con arreglo a la ley.
Una
vez que los interesados se hallaban ante el magistrado juez, éste comenzó una
relación de preguntas, planteadas a los respectivos cónyuges, a fin de sustentar
el mejor conocimiento de los datos y los hechos para el solicitado pronunciamiento
judicial. Algunas de las preguntas realizadas a Facundo, estuvieron a punto
provocar una situación hilarante en el contexto de la ingrata escena que el todavía
matrimonio se hallaba representando.
“Y
Vd. Sr de la Merced ¿cuál es su profesión? Facundo, un tanto nervioso y
trabándosele la lengua, acertó a responder “Señoría, soy rentista” El
magistrado, un tanto cazurro, miró de arriba abajo al cónyuge interpelante,
comentando: “así que su profesión es la de recibir una renta, con la que
mantener a su familia ¿no? ……. “En
efecto, Señoría, tengo unos valores bancarios por lo que percibimos un aporte
mensual que nos permite atender a nuestra manutención. También un pequeño local
alquilado…..” “Pero ¿Vd. no ha desempeñado oficio profesional alguno en su
vida? (los colores faciales de unos y otros iban alcanzando un elevado
cromatismo). En ese preciso instante, el primo Ramón, siempre presto ante la
dificultad, trató de echar una ayuda al atribulado familiar interviniendo con
permiso del Sr. Juez. “Señoría, el Sr. de la Merced es agricultor”. El rostro
de Facundo cambió de color, mientras que su exmujer no pudo reprimir un sofocón
de risa, rápidamente controlado. “Verá Señoría, desde joven he practicado la esfuerzo
de plantar algunas hortalizas, en uno de los parterres del jardín que tenemos junto
a nuestra casa”. “Pero ¿a que tipo de cultivos se está Vd. refiriendo? (mientras
el grueso bigote del Sr. Magistrado vibraba cargado de tensa carga eléctrica). “Sí
Señoría, he llegado a plantar algunas zanahorias, nabos y cebollinos…..”.
Desde
esta jocosa y al tiempo patética escena, han pasado
los años por la vida de todos estos personajes. La situación económica
de Facundo ha caminado de mal en peor. Las acciones en bolsa se convirtieron en
papel descapitalizado, la propiedad del local pasó a otras manos (ante un
préstamo bancario mal planteado) viéndose sumido, de la noche a la mañana, en
la ruina económica. En la actualidad vive en el apartamento que posee su
compañera sentimental, Florencia, sito en Torrox costa. Esta propiedad es una
parte de la herencia que recibió la señora de su segundo marido. Su pareja
afectiva ejerce de mayordomo, hombre de compañía y amante, con ese amor locamente
trasnochado que hizo quebrar su estabilidad familiar. Hace la compra diaria,
mantiene limpia y ordenada la casa y atiende también a la cocina, mientras que Flora (como él la llama) pasa el tiempo entre
la playa, sus amigas y los rezos vespertinos en la parroquia.
Villa Carmela, ese vetusto caserón del barrio
señorial malacitano, sólo conserva su nombre en el muro que rodea un bloque de
pisos construidos a final de los noventa. Una cantidad económica, junto a uno
de los pisos, fue la compensación que recibieron Facundo y Fátima por venderlo
a un grupo inmobiliario. En ese pequeño piso vive modestamente esta mujer, que
completa el escaso interés procedente de un depósito bancario llevando la
representación de una conocida marca de productos cosméticos. Por otra parte,
su hija Bárbara pudo al fin completa la licenciatura en derecho. Nunca dio el
perfil de buena estudiante, pero la necesidad la hizo esforzarse hasta sacar
una plaza de funcionaria de correos, trabajo que le permite mantener su
independencia económica. Vive en pareja, en la zona de Teatinos cercana al
campus universitario, con un músico rockero del que se halla profundamente
enamorada. En los fines de semana, especialmente en la época estival, ayuda al
grupo musical que tiene su compañero en la organización de fiestas y eventos,
tales como bodas, bautizos, cumpleaños y algunas actuaciones en los hoteles de
la costa. De vez en cuando visita a su
madre, llevándole algunos regalos, pues es consciente de las carencias
afectivas y materiales que ésta soporta. A su padre lo ve mucho menos, pues
nunca aceptó el papel servil de su progenitor ante una acartonada dama a la que
no soporta.
Y
para completar el historial familiar, falta por conocer qué fue del primo
Ramón, el heredero legítimo del título condal. Amante de la soltería, y de
libar de flor en flor, dedica su amplio tiempo libre a presidir una asociación
de animales abandonados, especialmente perros y gatos callejeros. Se va
manteniendo con unos modestos ingresos que recibe procedentes de unas viñas en
Alcázar de San Juan, Ciudad Real, que su padre le dejó en herencia. Ya sólo establece
relación epistolar, con su primo Facundo, en los eventos de Navidad.
Este
sucinto retrato familiar es un significativo ejemplo, escogido al azar, en el inmenso
y contrastado mar de la sociología urbana. Refleja los trazos decadentes de un
ilustre apellido o blasón, durante la transición histórica del siglo XX al
XXI.-
José L. Casado Toro (viernes, 29 mayo,
2015)
Profesor