En
la mayoría de los días, nuestro equilibrio anímico se ve sometido a una poderosa
serie de impactos, elementos de muy heterogénea naturaleza, que acaban por
desestabilizarnos, provocando respuestas muy
contrastadas e imprevisibles en nuestro comportamiento. Esas inesperadas
y descontroladas acciones pueden generar asombro en el circulo social de nuestro
entorno. Pero también nosotros sentimos y sufrimos el triste desaliento al no
haberlas podido frenar o encauzar. Tal vez los demás desconozcan el origen de
aquello que nos ha inducido a esas desacomodadas acciones, sin embargo nosotros
sí somos partícipes en el todo o parte del
proceso que las ha ido originando.
Normalmente
el proceso de su configuración puede resumirse en el siguiente esquema.
Iniciamos, cada amanecer, la construcción de un nuevo día, con la renovación
mental y física que las horas de descanso nos han proporcionado. Pasan las
horas, con el ejercicio de todas esas actividades, simples o complejas, que nos
identifican e individualizan como personas. En el transcurso de ese proceso,
nuestro cuerpo y, de manera específica, nuestra mente van soportando esos
pequeños o grandes impactos que, con fuerza acumulativa, van tensionando el
sosiego y la serenidad que, racionalmente, anhelamos conservar. En la mayoría
de los casos podemos controlar esa tensión in crescendo, pero en otros
desafortunados momentos perdemos la riendas del equilibrio y estallamos con
respuestas crispadas o violentas. No hemos llegado a tiempo a ese nuevo
descanso que, de manera normalizada, restablece el equilibrio perdido. Vayamos
pues a una historia que sustenta el espíritu básico de esta reflexión inicial.
Aunque
en la pila eclesial sus padres le bautizaron como Teodoro, desde pequeño fue
llamado Teo por sus familiares y amigos. Tras
una infancia muy normalizada, desde su adolescencia se sintió especialmente
atraído por el mundo de la informática. Al llegar a la fase universitaria, optó
por matricularse en la Facultad de Económicas, gracias al esfuerzo de unos
padres de naturaleza modesta que se entregaron con sacrificio a que su único
hijo pudiera ejercer profesionalmente en aquello que más le agradaba. Tras la
licenciatura correspondiente, tuvo la suerte y oportunidad de entrar a formar
parte de una macroempresa comercial, con sede en todas las provincias españolas
y que opera también en la capital lisboeta. Dada la estabilidad laboral de que
disponían, Teo y su pareja de siempre, Rosa,
decidieron contraer matrimonio, con la lógicas buenas expectativas de dos
jóvenes profundamente enamorados.
En
este proceso vivencial, la ilusionada pareja se embarcó en la compra de un piso
de nueva construcción, ubicado en la zona de expansión urbana por el oeste malacitano,
en el entorno de la Universidad y la barriada del Cónsul. Era la época del
“boom del ladrillo”, por lo que tuvieron que firmar una
gravosa hipoteca, que pensaban afrontar con el producto de sus
respectivas ocupaciones. Rosa precisamente trabajaba como comercial en una
inmobiliaria de las muchas que habían poblado la ciudad, dada la intensa oferta
y demanda constructiva, allá por los inicios de este última centuria.
A
los años de bonanza económica sucedieron otros en los que las estructuras económicas
se fueron penosamente debilitando, hasta generarse una
terrible crisis económica que afectó a la mayor parte de la geografía
mundial. El efecto positivo de la globalización tiene, a la par, otras
derivaciones que también difunden la generalización de la pobreza por las
regiones más contrastadas de nuestro planeta. Y en el caso concreto de esta
joven familia (incrementada con el nacimiento de un niño y una niña, en un
corto espacio de tiempo) la crisis global del mundo capitalista repercutió de
manera irremediable en su estabilidad. Rosa acabó perdiendo el trabajo
inmobiliario, mientras que Teo se mantuvo en la misma empresa, donde trabajaba
en la sección de informática, pero ya con una situación laboral más degradada,
por la temporalidad contractual que finalmente hubo de aceptar. Con un solo sueldo
familiar, severamente debilitado por la reducción horaria que le fue impuesta,
la dificultad para hacer frente al pago de la fuerte hipoteca del piso, junto a
los gastos propios de una familia con hijos, generó tensiones, crispaciones y
desencuentros en la armonía convivencial de estas cuatro personas.
Era un sábado de enero, en plena época de rebajas.
Teo había tenido un día especialmente complicado, por la continua atención a esa
clientela nerviosa, exigente y, a ratos, impertinente, que agota hasta lo
imposible. Tuvo que ayudar en una sección que no era la de su especialidad. Uno
de los jefes le indicó que ese día habría de desplazarse a la planta de ropa de
señoras, mucho más visitada que el departamento de informática y telefonía,
donde usualmente trabajaba como vendedor. Su horario comenzó a las dos de la
tarde y cuando el reloj marcaba las nueve y quince de la noche se sentía
profundamente agotado, dada la continuidad en la atención a una populosa clientela.
Además, llevaba durmiendo mal desde hacía semanas. Rosa le había aconsejado la
visita a su médico de cabecera, para que le prescribiera algún relajante que
facilitara el necesario descanso en las horas del sueño. En un determinado
momento, el jefe de la sección, hombre de fuerte carácter, se dirigió hacia él
con modales imperativos, llamándole la atención por no preparar unos
expositores de rebecas femeninas, profundamente desordenadas, dado el manoseo
de mil y unas manos. Para mayor inri lo hizo usando formas desabridas, delante
de unas clientas que miraban otro expositor de complementos.
En
ese crítico momento, el autocontrol de Teo
lastimosamente se desbordó. Había ido acumulando tensión, día tras día,
hasta llegar a un nivel de evidente crispación explosiva. El trato despectivo e
inapropiado del jefe de planta le hizo finalmente estallar, respondiendo
también a este señor con exagerada rigidez, tanto en lo acústico como en lo
conceptual. Pudo más en este joven la fuerza de la tensión que el aguante táctico
de la racionalidad. Fue una situación violenta, ante los todavía muchos
clientes que contemplaban atónitos la desagradable escena. Aunque, tras unos
segundos, intentó arreglar en lo posible su reacción, su superior comercial le
indicó con calculada frialdad que abandonara la planta y se fuera a su
domicilio. Y que no dudara que daría parte a la dirección de este grave gesto
de indisciplina. Y que no volviera al centro comercial hasta recibir la
comunicación correspondiente.
Fue
un domingo verdaderamente duro para una familia en situación de evidente
inestabilidad. El único sueldo que entraba en la casa, probablemente iba a
perderse. Y el asunto de la deuda bancaría permanecía sin resolver. Todos estos
factores habían ensombrecido un panorama que se había teñido de gravedad y
desaliento. Mientras los niños jugaban en su cuarto, la joven pareja se miraban
en silencio, sentados frente a un televisor que hablaba y participaba, sin que ninguno de ambos cónyuges le hiciera el
menor caso.
“Cómo he podido ser tan inconsciente. En la delicada
realidad económica en que nos hallamos, lo peor que podía haber hecho es tirar
por la borda un comportamiento ejemplar de casi cuatro años ya en la empresa. Y
este trabajo nos permitía seguir tirando, a duras penas, ahora que perdimos el
sueldo que tú conseguías en la inmobiliaria. Sé que estoy despedido. Por muy
cansado, por muy nervioso, por muy abrumado que uno se encuentre, hay que saber
mantener el equilibrio. Enfrentarte, como yo lo hice, a tu jefe, ha sido una reacción
inconsecuente, infantil y terriblemente equivocada ¡Como unos segundos de error
…. Puede hacerte cambiar tan desafortunadamente la vida! Pero la botella se va
llenando de presión y al fin acaba por estallar. No sabes lo arrepentido que
estoy. Lo que os he hecho no tiene nombre. He sido un irresponsable ante la
tensión … ¿y que puedo hacer ahora? Ponte ahora a buscar un trabajo …. Con el terrible y árido panorama que
tenemos ahí afuera…..”
Rosa
le escuchaba en silencio. Tomó las manos de su marido y las apretó con fuerza. Con
la mirada y una sonrisa, trataba de animarle y transmitirle esas palabras de
confianza y cariño que tanto su marido necesitaba.
“No te preocupes. Deja ya de sufrir. Saldremos de ésta.
Lo importante es que estamos juntos”·
Lunes
y martes pasaron, sin que Teo recibiera esa llamada de su empresa, comunicación
anhelada pero, al tiempo, también temida. Fue el miércoles, cuando a eso de las
cuatro de la tarde, la secretaria del jefe de personal, se puso en contacto con
este empleado, temporalmente suspendido de empleo. Se le citaba para que, en la
mañana del jueves, a las nueve en punto, acudiera al despacho del jefe de
recursos humanos, a fin de informarle de la decisión que la empresa había
acordado con respecto a su caso. Cual sería la sorpresa de Teo cuando, puntual
a su cita, se le comunica que debe acudir al despacho del director general. El Sr. Montera, un hombre que rondaba la sexta década de
su vida, le indica con un gesto, serio pero elegante, que tome asiento.
“Mire, Agüera, yo también tuve sus veintinueve años. Soy
de León. Comencé en esta gran empresa, como mozo de almacén, en Madrid. Este
dato no es muy conocido, pero yo se lo quiero transmitir. Con lealtad, esfuerzo,
trabajo, paciencia y muchísima ilusión, dejé el trasiego de los paquetes y hoy he
llegado a ocupar un puesto de jefatura, dirigiendo todo el proyecto comercial del
grupo en esta gran ciudad. En Málaga he pasado los veinte, posiblemente, más
felices años de mi vida. Quiero decirle que yo también he cometido errores. Alguno,
tal vez parecido al suyo. Y, de manera afortunada, pude gozar de la comprensión
y generosidad de mis superiores, que fueron puliendo mis defectos para hacerme
un buen profesional, en este complicado sector del comercio.
Tengo aquí, encima de la mesa, el informe del conflicto
que protagonizó. En noche del sábado último, no supo controlar los nervios. El
día había sido muy duro, lo comprendo, pero tenemos que estar preparados para
reconducir y encauzar nuestro estado anímico.
La decisión, con respecto a su despido, estaba tomada desde
el mismo lunes por la mañana. Pero ese mismo día, a eso de las doce, una mujer,
una valiente y gran mujer, solicitó hablar con el director general en Málaga.
Quiso la casualidad que yo había bajado a la sección de personal. Cuando esta joven
se identificó, me pareció de gran interés quise hablar con ella. Y mantuvimos
una entrevista de superó los treinta minutos en mi despacho. Pude conocer datos
importantes de su vida, a fin de enriquecer y completar el contenido de este
informe. Me he tomado casi dos días de reflexión y al fin he decidido darle una
nueva oportunidad. Sin duda, Vd. es un buen profesional. Hasta esa infausta
noche, ejemplar con su desempeño laboral. Dentro de unos minutos vamos abrir
las puertas al público. Vd volverá a su puesto en la sección de telefonía e
informática. Aprenda esta lección y no la desaproveche.
En cuanto al grave problema que tiene con su hipoteca, la
empresa le va a ayudar a renegociar las condiciones contractuales con la
entidad bancaria. Fíjese, algo así también hicieron conmigo, en mis años de
juventud.
Por cierto. Quiero felicitarle por la suerte que tiene,
al contar con una mujer tan admirable como es su señora. Puedo dar fe de ello”.
José L. Casado Toro (viernes, 30 enero,
2015)
Profesor