jueves, 15 de enero de 2015

LA EXTRAÑA IMAGEN DE AQUEL HOMBRE, DE LAS LINEAS Y LETRAS INVERTIDAS.



Tras las vacaciones de Navidad, volví a utilizar los servicios de una biblioteca pública que se halla ubicada muy próxima a mi domicilio. Hacía tiempo que no visitaba ese sosegado y culto lugar, para la práctica del estudio o la lectura. En este atrayente espacio existen, a disposición del usuario, numerosas publicaciones de periódicos y revistas de actualidad; una interesante videoteca para el préstamo domiciliario, además de un importante fondo bibliográfico, con libros de toda naturaleza y especie. No falta tampoco una sala habilitada con ordenadores conectados a Internet. La gratuidad de este buen servicio municipal para la ciudadanía supone un importante incentivo, para todos aquellos que nos animamos a utilizar algunas de sus apetecibles prestaciones.

El perfil de los usuarios de una biblioteca es muy heterogéneo: vemos en sus salas desde jóvenes estudiantes, hasta personas adultas a quienes les gusta la lectura de libros y la prensa diaria o semanal. También acuden a sus dependencias no pocos opositores, que dan muestra de su admirable voluntad de lucha a fin de conseguir la ansiada plaza laboral. Dedican a ello muchas horas del día para preparar esa batería de temas que tendrán que defender ante el tribunal correspondiente a sus respectivas especialidades académicas. En todo el recinto bibliotecario reina la ley del silencio y el respeto hacia aquellos que están estudiando o disfrutando con el valioso placer de los libros. Mi vuelta a este atrayente espacio para el ejercicio intelectual obedecía a que, de forma periódica, me agrada cambiar de escenario en la preparación de mis clases. Así mejoro mi concentración y aprovecho mejor el tiempo. Es cuestión de carácter o necesidad: a muchos les gusta utilizar siempre el mismo lugar de estudio, mientras que a otros les viene mejor ese cambio “escénico” a fin de rentabilizar mejor los minutos dedicados para la lectura.

Rodeado de apuntes, libros, diccionarios de consulta, cuadernos, bolígrafos, rotuladores de diversos colores, descansaba la vista y la mente observando, durante unos minutos, a otras personas que me acompañaban en la espaciosa y funcional sala. En un angular de la misma, próximo a la puerta de entrada, observé la figura de un hombre cuya apariencia mostraba inequívocamente el paso de los años. Era una persona más bien delgada, con la piel intensamente curtida por el sol, tenía el cabello encanecido y parecía mantener la mirada fija en el ventanal por donde penetraba un tenue rayo de sol. Vestía con humildad, incluso con escasa ropa si consideramos el tiempo exterior, que en esas semanas de enero había hecho bajar notablemente las temperaturas. Después de ese saludable descanso mental, continué con mis trabajos y repasos necesarios para el autoaprendizaje.

Cerca ya de las dos en la tarde, hora del cierre al mediodía, comencé a guardar todo el material que tenía encima de la mesa en el interior de mi mochila. Sólo quedábamos él y yo en la sala. Cuando me levanté de la silla, a fin de devolver a su lugar un manual que había tomado de la estantería, tuve que pasar por detrás de ese compañero de estudio. Cuál no sería mi sorpresa al advertir que el libro que tenía ante sí este hombre se encontraba invertido. ¿Cómo iba a poder leer las letras y fotos de un libro puesto al revés?  Realmente era una imagen que no resultaba fácil de explicar, aunque no le quise dar más importancia al hecho. Cuando abandonaba la biblioteca, este señor también lo hizo tras de mí. La señorita encargada del servicio dijo, con potente voz, que había llegado la hora de cierre.

Pasaron un par de días de aquel hecho curioso, cuando volví a la biblioteca. En esta ocasión fue durante el horario de tarde. Dada la hora que era y la proximidad de los exámenes cuatrimestrales, prácticamente todas los asientos se encontraban ocupados. Por suerte, localicé una silla perdida cerca de la estantería dedicada a libros de literatura hispánica. Busqué un hueco en las diversas mesas, pero sin suerte. Sin embargo, ese extraño hombre en el que me fijé el otro día, me hizo una señal con la mano, indicándome que me aproximara. Me ofrecía un pequeño hueco en su mesa, gesto generoso que le agradecí con una sonrisa.

Aunque me hallaba ya enfrascado en el trabajo que tenía que realizar, analizaba a ratos la actitud que mostraba este solidario compañero de mesa. Apenas miraba el libro que tenía delante de su vista. Estaba más atento fijándose en lo que ocurría por el resto de la sala. Mi sorpresa fue mayúscula cuando observé el volumen que mi compañero tenía frente a sí. No me tenía que acercar en demasía para comprobar que, al igual que hacía dos días, el libro permanecía invertido para una lógica lectura. Por supuesto que este supuesto lector no fijaba su vista en esas páginas abiertas del libro ¡Qué actitud más extraña! Parecía distraído observando como trabajaban y leían los demás o, también, siguiendo los desplazamientos hacia las estanterías, repletas de manuales, que realizaban algunos de los lectores. Pasaron casi dos horas y su actitud fue prácticamente la misma. Ni leía ni pasaba las páginas de este curioso libro invertido a su vista.

Faltaban unos pocos minutos para las ocho, hora del cierre y ya sólo estábamos en la mesa él y yo. Pronto llegó la hora de levantarnos a fin de abandonar el edificio. Cuando bajábamos hacia la calle, no pude reprimir el impulso de preguntarle acerca de su extraña actitud.

“Discúlpeme Sr. por la pregunta. Ante todo, agradecerle el buen gesto que ha tenido abriéndome un hueco en su mesa de estudio. En modo alguno pretendo ser impertinente, pero me he fijado en que no lee el libro que ha elegido y tiene al frente. Han pasado casi un par de horas y lo ha mantenido abierto por las mismas páginas. Pero sobre todo es que …… lo ha tenido invertido ante sus ojos. Tal vez peque de curioso, pero es que me extraña esa forma de acudir a una biblioteca”.

Marcelo (nombre que conocí minutos más tarde) pareció no incomodarse ante la pregunta que yo le planteaba. Se mostró dispuesto a responderme. No puso el menor reparo a que ambos compartiéramos una cerveza en un bar cercano.

“Todo es más sencillo y fácil de lo que parece. Te tendría que contar (utilizó el tuteo) un poco de mi vida y no sé si tienes tiempo para escucharme. Tú pones el freno cuando quieras. Habrás supuesto también que soy una persona jubilada. Sólo tengo una pensión asistencial. Toda mi vida la he pasado trabajando en el campo. A veces preparando la tierra, pero en otras y cuidando los animales. He sido pastor de rebaños de cabras. He arado la tierra, de sol a sol. He recogido la aceituna, por toda Andalucía e incluso he ido varias veces a la vendimia, allá a la Francia. He trabajado como una mula y al final ya vez, apenas quinientos y pico de euros con los que me pago una habitación y me dan un plato de comida para el almuerzo. Por la noche me hago un bocata, comprando un bollo en el Mercadona. Algunas veces, sobre todo en los finales de mes, ya no me queda nada y voy a Santo Domingo, donde esa buena gente no me dejan sin comer aunque me sigue dando vergüenza ponerme en la cola. Es que uno es así”.

Fui a la barra y le traje otra cerveza. Esta vez acompañada de un bocadillo de tortilla y jamón cocido. Me miró agradecido, con sus ojos cansados (había cumplido ya los sesenta y siete años, según me confesó) y no puso reparos a mi invitación. Continuó con su historia para responder a mi curiosidad.

“Ahora en invierno lo paso bastante mal. El frío y la lluvia es algo que me supera. Encerrado en mi habitación me aburro y me siento muy solo ¡Qué hija de puta es la soledad! Si me meto en un centro comercial, a las segundas de cambio el guarda de seguridad se fija en mí y me dice ¡puerta! Echándome sin más contemplaciones. Pero un día paseé por delante de la biblioteca y entré. El ambiente era muy tranquilo y, sobre todo, se estaba muy calentito en su interior. Tenían la calor encendida, como hacen todos los días. Por eso cogí un libro y me lo puse encima de la mesa. Así paso las horas, distrayéndome viendo lo que hacen los demás. Se está muy calentito ahCierto legencia ... examenes de un hombre í dentro y, sobre todo, me veo rodeado de personas, que deben ser muy listas y andar muy bien de la cabeza. La inteligencia …. como dicen los que han estudiado. Yo no sé leer ni escribir. Nunca me enseñaron. No fui a la escuela. Me pusieron a cuidar animales desde muy pequeño. Sólo sé hacer un garabato con la firma y poco más. Pero cojo un libro de los estantes para que no me vayan a decir algo y me pongan en la calle. Eso no lo deseo. Durante el verano es diferente. Me voy por la playa y allí me encuentro mejor, pues la temperatura es más agradable. Pienso que aquí en la biblioteca pondrán la refrigeración. Ya lo veremos en el verano. Con los libros, a veces me fijo en las fotos, pero no entiendo lo que dicen tantas letras. Me aburre mirar un papel en el que no comprendo lo que pone. Pues así es mi vida. No es muy alegre ¿verdad? Pero eso es lo que hay”.

Cierto es que me sentí intensamente emocionado al escuchar tan nobles y sinceras  palabras. Le ofrecí mi ayuda, como no podía ser de otra forma. “¿Te parece que los sábados, por la mañana, los dediquemos a trabajar un poquito eso de la lectura? Yo creo que poco a poco podemos avanzar para que tu reconozcas lo que dicen esas letras y palabras. Y cada sábado, cuando terminemos nuestras clases, te invitaré a comer. Verás como cuando pasen los meses ya no estarás en la biblioteca con los libros al revés, sino reconociendo gran parte de aquello que contienen en sus páginas”. Vi a mi interlocutor visiblemente emocionado. Nos despedimos y quedamos en vernos a las 10 de la mañana del próximo sábado, junto a la puerta de la Biblioteca. a fin de comenzar nuestras prácticas lectoras.

Pasaron dos días en los que no pude ir por la biblioteca. Sin embargo, ya en el sábado, no falté a esa primera cita para nuestra clase. Puntualmente, en la hora que habíamos fijado, me encontraba esperando a Marcelo. Me había provisto de unos cuadernos, bolígrafos y stabylos, además de unos diagramas con figuras y palabras, valioso material  veo utos antes de que dieran lñlñas diezdicada a estos aprenbdixzajes. rando a Marcelo, con unos  que tu reconopcaz lo que diceéste que había bajado desde una website en Internet, dedicada al aprendizaje lector. Dos minutos antes de que dieran las diez veo aparecer a un grupo de jóvenes, en edad universitaria. Entre los mismos, reconozco a una persona que muestra un profundo cambio en la apariencia que me era usual. Se trataba de Marcelo. Ahora vestía con abrigo, chaqueta y corbata. Venía profundamente aseado y muy elegante.

La primera impresión que sentí fue de profundo impacto. Me resultaba difícil articular palabra aunque, muy pronto, esta persona “transformada” me sacó del breve estado de shock en que me hallaba. ¿Qué estaba ocurriendo?

Marcelo, en realidad, es un profesor de psicología social en la Universidad. Tras saludarme de manera efusiva, me explicó lo básico para saciar mi lógica sorpresa. Yo había sido uno de los participantes involuntarios en un estudio que ese departamento estaba realizando sobre diversos sectores de la sociedad. Se trataba de medir, muestrear y analizar la actitud de las personas frente a hechos que no son usuales o lógicos en sus vidas. En este caso el profesor actuó con gran convicción ante unos alumnos que estaban (sin yo darme cuenta) muy cerca de mí en la biblioteca. Ahora venía rodeado de esos alumnos, con los que compartía el estudio, para agradecerme, con la comprensión de una sonrisa, mi participación involuntaria en el rol del hombre analfabeto que tan bien supo representar. Con esta singular experiencia, he conocido a un gran investigador pero, al tiempo, a un convincente y magistral actor. –


José L. Casado Toro (viernes, 16 enero, 2015)
Profesor
  

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