Tras
las vacaciones de Navidad, volví a utilizar los servicios de una biblioteca pública que se halla ubicada muy próxima
a mi domicilio. Hacía tiempo que no visitaba ese sosegado y culto lugar, para la
práctica del estudio o la lectura. En este atrayente espacio existen, a
disposición del usuario, numerosas publicaciones de periódicos y revistas de
actualidad; una interesante videoteca para el préstamo domiciliario, además de un
importante fondo bibliográfico, con libros de toda naturaleza y especie. No
falta tampoco una sala habilitada con ordenadores conectados a Internet. La
gratuidad de este buen servicio municipal para la ciudadanía supone un
importante incentivo, para todos aquellos que nos animamos a utilizar algunas
de sus apetecibles prestaciones.
El perfil de los usuarios de
una biblioteca es muy heterogéneo: vemos en sus salas desde jóvenes
estudiantes, hasta personas adultas a quienes les gusta la lectura de libros y
la prensa diaria o semanal. También acuden a sus dependencias no pocos
opositores, que dan muestra de su admirable voluntad de lucha a fin de
conseguir la ansiada plaza laboral. Dedican a ello muchas horas del día para
preparar esa batería de temas que tendrán que defender ante el tribunal
correspondiente a sus respectivas especialidades académicas. En todo el recinto
bibliotecario reina la ley del silencio y el respeto hacia aquellos que están
estudiando o disfrutando con el valioso placer de los libros. Mi vuelta a este atrayente
espacio para el ejercicio intelectual obedecía a que, de forma periódica, me
agrada cambiar de escenario en la preparación de mis clases. Así mejoro mi
concentración y aprovecho mejor el tiempo. Es cuestión de carácter o necesidad:
a muchos les gusta utilizar siempre el mismo lugar de estudio, mientras que a
otros les viene mejor ese cambio “escénico” a fin de rentabilizar mejor los
minutos dedicados para la lectura.
Rodeado
de apuntes, libros, diccionarios de consulta, cuadernos, bolígrafos,
rotuladores de diversos colores, descansaba la vista y la mente observando,
durante unos minutos, a otras personas que me acompañaban en la espaciosa y
funcional sala. En un angular de la misma, próximo a la puerta de entrada,
observé la figura de un hombre cuya apariencia mostraba inequívocamente el paso
de los años. Era una persona más bien delgada, con la piel intensamente curtida
por el sol, tenía el cabello encanecido y parecía mantener la mirada fija en el
ventanal por donde penetraba un tenue rayo de sol. Vestía con humildad, incluso
con escasa ropa si consideramos el tiempo exterior, que en esas semanas de
enero había hecho bajar notablemente las temperaturas. Después de ese saludable
descanso mental, continué con mis trabajos y repasos necesarios para el
autoaprendizaje.
Cerca
ya de las dos en la tarde, hora del cierre al mediodía, comencé a guardar todo
el material que tenía encima de la mesa en el interior de mi mochila. Sólo
quedábamos él y yo en la sala. Cuando me levanté de la silla, a fin de devolver
a su lugar un manual que había tomado de la estantería, tuve que pasar por detrás
de ese compañero de estudio. Cuál no sería mi sorpresa
al advertir que el libro que tenía ante sí este hombre se encontraba invertido.
¿Cómo iba a poder leer las letras y fotos de un libro puesto al revés? Realmente era una imagen que no resultaba
fácil de explicar, aunque no le quise dar más importancia al hecho. Cuando
abandonaba la biblioteca, este señor también lo hizo tras de mí. La señorita
encargada del servicio dijo, con potente voz, que había llegado la hora de
cierre.
Pasaron
un par de días de aquel hecho curioso, cuando volví a la biblioteca. En esta
ocasión fue durante el horario de tarde. Dada la hora que era y la proximidad
de los exámenes cuatrimestrales, prácticamente todas los asientos se
encontraban ocupados. Por suerte, localicé una silla perdida cerca de la
estantería dedicada a libros de literatura hispánica. Busqué un hueco en las
diversas mesas, pero sin suerte. Sin embargo, ese extraño hombre en el que me
fijé el otro día, me hizo una señal con la mano, indicándome que me aproximara.
Me ofrecía un pequeño hueco en su mesa, gesto generoso que le agradecí con una
sonrisa.
Aunque
me hallaba ya enfrascado en el trabajo que tenía que realizar, analizaba a
ratos la actitud que mostraba este solidario compañero de mesa. Apenas miraba
el libro que tenía delante de su vista. Estaba más atento fijándose en lo que
ocurría por el resto de la sala. Mi sorpresa fue mayúscula cuando observé el volumen
que mi compañero tenía frente a sí. No me tenía que acercar en demasía para
comprobar que, al igual que hacía dos días, el libro permanecía
invertido para una lógica lectura. Por supuesto que este supuesto lector
no fijaba su vista en esas páginas abiertas del libro ¡Qué actitud más extraña!
Parecía distraído observando como trabajaban y leían los demás o, también, siguiendo
los desplazamientos hacia las estanterías, repletas de manuales, que realizaban
algunos de los lectores. Pasaron casi dos horas y su actitud fue prácticamente
la misma. Ni leía ni pasaba las páginas de este
curioso libro invertido a su vista.
Faltaban
unos pocos minutos para las ocho, hora del cierre y ya sólo estábamos en la
mesa él y yo. Pronto llegó la hora de levantarnos a fin de abandonar el
edificio. Cuando bajábamos hacia la calle, no pude
reprimir el impulso de preguntarle acerca de su extraña actitud.
“Discúlpeme Sr. por la pregunta. Ante todo, agradecerle
el buen gesto que ha tenido abriéndome un hueco en su mesa de estudio. En modo
alguno pretendo ser impertinente, pero me he fijado en que no lee el libro que
ha elegido y tiene al frente. Han pasado casi un par de horas y lo ha mantenido
abierto por las mismas páginas. Pero sobre todo es que …… lo ha tenido
invertido ante sus ojos. Tal vez peque de curioso, pero es que me extraña esa
forma de acudir a una biblioteca”.
Marcelo (nombre que conocí
minutos más tarde) pareció no incomodarse ante la pregunta que yo le
planteaba. Se mostró dispuesto a responderme. No puso el menor reparo a que
ambos compartiéramos una cerveza en un bar cercano.
“Todo es más sencillo y fácil de lo que parece. Te
tendría que contar (utilizó el tuteo) un poco de mi vida y no sé si tienes
tiempo para escucharme. Tú pones el freno cuando quieras. Habrás supuesto
también que soy una persona jubilada. Sólo tengo una pensión asistencial. Toda
mi vida la he pasado trabajando en el campo. A veces preparando la tierra, pero
en otras y cuidando los animales. He sido pastor de rebaños de cabras. He arado
la tierra, de sol a sol. He recogido la aceituna, por toda Andalucía e incluso
he ido varias veces a la vendimia, allá a la Francia. He trabajado como una
mula y al final ya vez, apenas quinientos y pico de euros con los que me pago
una habitación y me dan un plato de comida para el almuerzo. Por la noche me
hago un bocata, comprando un bollo en el Mercadona. Algunas veces, sobre todo
en los finales de mes, ya no me queda nada y voy a Santo Domingo, donde esa
buena gente no me dejan sin comer aunque me sigue dando vergüenza ponerme en la
cola. Es que uno es así”.
Fui
a la barra y le traje otra cerveza. Esta vez acompañada de un bocadillo de
tortilla y jamón cocido. Me miró agradecido, con sus ojos cansados (había
cumplido ya los sesenta y siete años, según me confesó) y no puso reparos a mi
invitación. Continuó con su historia para responder a mi curiosidad.
“Ahora en invierno lo paso bastante mal. El frío y la
lluvia es algo que me supera. Encerrado en mi habitación me aburro y me siento
muy solo ¡Qué hija de puta es la soledad! Si me meto en un centro comercial, a
las segundas de cambio el guarda de seguridad se fija en mí y me dice ¡puerta!
Echándome sin más contemplaciones. Pero un día paseé por delante de la
biblioteca y entré. El ambiente era muy tranquilo y, sobre todo, se estaba muy
calentito en su interior. Tenían la calor encendida, como hacen todos los días.
Por eso cogí un libro y me lo puse encima de la mesa. Así paso las horas,
distrayéndome viendo lo que hacen los demás. Se está muy calentito ah í
dentro y, sobre todo, me veo rodeado de personas, que deben ser muy listas y
andar muy bien de la cabeza. La inteligencia …. como dicen los que han
estudiado. Yo no sé leer ni escribir. Nunca me enseñaron. No fui a la escuela.
Me pusieron a cuidar animales desde muy pequeño. Sólo sé hacer un garabato con
la firma y poco más. Pero cojo un libro de los estantes para que no me vayan a
decir algo y me pongan en la calle. Eso no lo deseo. Durante el verano es
diferente. Me voy por la playa y allí me encuentro mejor, pues la temperatura
es más agradable. Pienso que aquí en la biblioteca pondrán la refrigeración. Ya
lo veremos en el verano. Con los libros, a veces me fijo en las fotos, pero no
entiendo lo que dicen tantas letras. Me aburre mirar un papel en el que no comprendo
lo que pone. Pues así es mi vida. No es muy alegre ¿verdad? Pero eso es lo que
hay”.
Cierto
es que me sentí intensamente emocionado al escuchar tan nobles y sinceras palabras. Le ofrecí mi ayuda, como no podía
ser de otra forma. “¿Te parece que los sábados, por
la mañana, los dediquemos a trabajar un poquito eso de la lectura? Yo creo que
poco a poco podemos avanzar para que tu reconozcas lo que dicen esas letras y
palabras. Y cada sábado, cuando terminemos nuestras clases, te invitaré a
comer. Verás como cuando pasen los meses ya no estarás en la biblioteca con los
libros al revés, sino reconociendo gran parte de aquello que contienen en sus
páginas”. Vi a mi interlocutor visiblemente emocionado. Nos despedimos y
quedamos en vernos a las 10 de la mañana del próximo sábado, junto a la puerta
de la Biblioteca. a fin de comenzar nuestras prácticas lectoras.
Pasaron
dos días en los que no pude ir por la biblioteca. Sin embargo, ya en el sábado,
no falté a esa primera cita para nuestra clase.
Puntualmente, en la hora que habíamos fijado, me encontraba esperando a
Marcelo. Me había provisto de unos cuadernos, bolígrafos y stabylos, además de
unos diagramas con figuras y palabras, valioso material éste que
había bajado desde una website en Internet, dedicada al aprendizaje lector. Dos
minutos antes de que dieran las diez veo aparecer a un grupo de jóvenes, en
edad universitaria. Entre los mismos, reconozco a una persona que muestra un
profundo cambio en la apariencia que me era usual. Se trataba de Marcelo. Ahora
vestía con abrigo, chaqueta y corbata. Venía profundamente aseado y muy elegante.
La
primera impresión que sentí fue de profundo impacto. Me resultaba difícil
articular palabra aunque, muy pronto, esta persona “transformada” me sacó del breve
estado de shock en que me hallaba. ¿Qué estaba
ocurriendo?
Marcelo,
en realidad, es un profesor de psicología social en la Universidad. Tras
saludarme de manera efusiva, me explicó lo básico para saciar mi lógica sorpresa.
Yo había sido uno de los participantes involuntarios en un estudio que ese
departamento estaba realizando sobre diversos sectores de la sociedad. Se
trataba de medir, muestrear y analizar la actitud de las personas frente a
hechos que no son usuales o lógicos en sus vidas. En este caso el profesor
actuó con gran convicción ante unos alumnos que estaban (sin yo darme cuenta) muy
cerca de mí en la biblioteca. Ahora venía rodeado de esos alumnos, con los que
compartía el estudio, para agradecerme, con la comprensión de una sonrisa, mi
participación involuntaria en el rol del hombre analfabeto que tan bien supo
representar. Con esta singular experiencia, he conocido a un gran investigador pero, al tiempo, a un convincente y
magistral actor. –
José L. Casado Toro (viernes, 16 enero,
2015)
Profesor
No hay comentarios:
Publicar un comentario