Vivimos inmersos en una sociedad de intensos contrastes.
Es muy probable que casi siempre haya sido así. Tanto por aquí cerca, como
también en otras latitudes que nos resultan físicamente lejanas. Esta realidad
está incardinada en nuestra existencia y resulta muy complicada de transformar
o eliminar. Obviamente, no todos los contrastes son negativos. También los hay
que nos hacen sonreír y disfrutar. Pero, cuando miramos el almanaque de la
actualidad, es difícil evitar esa percepción, desagradable pero real, de que estamos
soportando y protagonizando una situación de crisis global. Crisis en los
valores, en los ideales y también en lo fundamentos de la economía material.
Miramos a través de la ventana y nuestra conciencia nos hace ver una sociedad que padece unconsumismo acelerado que nos desvirtúa
y embrutece. Y, junto a ella, también vemos esa otra sociedad
de la pobreza acelerada que, inevitablemente, nos aturde y entristece.
Frente
a ese paseo por el centro lúdico de la ciudad, donde hay mil un locales,
atestados de gente comienzo y bebiendo, de una manera compulsiva, a horas
impensables de la noche y el día, o en los macrocentros comerciales, donde
fluyen verdaderas riadas de bolsas y carritos bien atestados de regalos y
mercancías, tenemos otras desgarradoras y crudas imágenes. Vemos personas
rebuscando nerviosamente en los contenedores de basura, haciendo colas asistenciales
de muchos metros por un modesto plato de comida, o portando un cartel,
conmovedoramente explicativo, en la puerta del Mercadona de barrio, pidiendo
alguna limosna para dar de comer a los más allegados. O aquel hombre que,
ubicado en pleno glamour y lujo del Larios central, inicia su texto con unas
palabras más que significativas mientras extiende al aire su mano: “soy un hombre pobre……”
En
ese contexto de los contrastes, para sonrojo de tantos profesionales impúdicos
de la política, hay otra imagen que nos hace también pensar sobre el incivismo descuidado de la ciudadanía. De alguna
parte de la ciudadanía. Se trata de aquellas familias o personas que cuando les
molesta o no les sirve algo de su patrimonio, se limitan a dejarlo tirado en
medio de la calle. No en los contenedores preparados al efecto, o en el lugar
adecuado para ser recogido por los servicios de limpieza municipal. No, por el
contrario han preferido usar de la incívica comodidad que supone dejar esos
enseres abandonados, en el lugar más vistoso o inadecuado de la vía pública. ¿Algunos
ejemplos?
Restos de monitores de televisión:
ordenadores obsoletos; colchones llenos de mugre y de aroma pestilente;
carritos de la compra, ya sin ruedas o manillar; sillas cojas de alguna pata;
maletas vapuleadas por el inmisericorde uso para el trasiego, con un contenido
dudoso o vacías de ánimo o materia; freidoras y planchas sin posible solución
para sus graves achaques; todas esas cintas de video VHS que se han conservado
con esmero para, ese mañana de nunca más ver y tirar; inodoros sustituidos que
han soportado solidariamente nuestras diarias necesidades …… y no hablemos de tanta
ropa aburrida allá tirada, cuando el contenedor de Madre Coraje está disponible
a no muchos metros de distancia.
Paseaba
un domingo radiante de luz, aunque con ese frescor gélido de la estación
invernal, cuando, en un relativamente céntrico espacio urbano, dos mullidos butacones se presentaron ante mi vista.
Como buenos hermanos o cónyuges, cerca uno del otro, como dialogando en
silencio acerca del motivo insensible para su abandono. Ciertamente se hallaban
en mal estado, envejecidos e incluso uno de ellos con una oquedad que lo
atravesaba, a modo de balística castrense realizada en el campo de batalla. A
no dudar, tuvieron que gozar de una mejor época, a juzgar por la nobleza de su
vestimenta. Estaban guarnecidos con una tejido de calidad, diestramente entrelazado.
La curvatura de sus terminales denotaban una artesanía cuidadosa y atenta, a
fin de evitar golpes y rozaduras incómodas para los que fueran sus inmisericordes
usuarios. Impresionaban esos señoriales reposabrazos, esos confortables reposacabezas, que harían, a no dudar, las delicias para el descanso afectivo de su,
en otra hora, hospitalaria familia. Sin embargo hoy yacían en la fría moqueta pétrea
de un suelo callejero, alejados de aquellos a quienes tanta comodidad supieron con
generosidad conceder.
¿Qué
podrían ellos decirnos acerca de su historial familiar? Quiénes serían sus
preferentes usuarios, en el día a día de todas las vidas?
Cosme y Flora vivían plácidamente
su tercera edad, en un pueblecito de la serranía rondeña. Dedicados al peonaje agrícola
y a la atención del hogar, respectivamente, se habían esforzado en la educación
responsable de su único hijo, Basilio, a fin de
ofrecerle una educación que le pudiera conducir rectamente para cuando alcanzase
la edad adulta. Pero éste, con la fuerza impetuosa de la juventud, decidió no
seguir el camino que su padre había desarrollado para ganar el sustento que
sostenía a su modesta familia. Al volver del servicio militar, decidió buscar
fortuna en la capital malagueña, donde fue probando distintas ocupaciones,
hasta encontrar acomodo en una empresa constructora en la que entró como peón
de albañil, llegando a tener con el tiempo un puesto de responsabilidad
directiva.
En
la época del esplendor económico, Basilio vivió de forma acomodada, olvidándose
pronto de sus raíces humildes. Tal es así que sus padres sufrieron el olvido,
sentimental y económico, de una persona deslumbrada por una sociedad donde el
primer valor era ganar y ganar más, a fin de comprar y comprar más. Pero los
ciclos económicos en el capitalismo tienen su curso inalterable, y llegaron dos graves crisis económicas, con una
deflación que se llevó por delante a centenares y miles de empresas, dejando en
la ruina y en el desempleo a sus trabajadores y propietarios. Los padres de
Basilio, conociendo la compleja situación que atravesaba su hijo, supieron
estar al frente de la ayuda y el sacrificio necesario para tratar de paliar las
consecuencias, especialmente difíciles que sufría su nunca olvidada y querida
familia. Vendieron la casita del pueblo y, con unos ahorrillos que guardaban, se
desplazaron a Málaga, para acomodarse con sus hijos y nietos. Gracias a la modesta
pensión de Cosme y al resultado de esas ventas, Basilio pudo “respirar” y
resistir esa grave situación carencial que a punto estuvo de hacerle perder incluso
su propia vivienda.
Y
aquí aparecen, como significativos y peculiares protagonistas, esos dos cómodos sillones que Basilio, en un arranque de
sensatez, compró para la comodidad de sus padres. Éstos, con una edad ya muy
avanzada, pasaron los últimos años de su vida sabiendo ayudar y compartir todo
lo que tenían con su pequeña y entrañable familia. Para ellos, la televisión era
el divertimento más importante. Pasaban las mañanas y tardes sentados, siempre
en sus cómodos silloncitos, ante esa pantalla que tanto les divertía y
acompañaba. Sus nietos, ya adolescentes, solían comentar esa divertida frase de
“anda, levántate de ahí, que vienen los abuelos. Te has sentado en sus
sillones”.
Ciclos en la economía, ciclos
en la naturaleza y, también, en todos sus seres
vivientes. Con muy poca diferencia en el tiempo, primero Flora y después
Cosme emprendieron, en un frio y nublado otoño. ese viaje sin retorno al mundo
de los sueños. Dejaron a sus herederos, como gran patrimonio, material pero
sobre todo espiritual, el buen ejemplo y responsabilidad que como padres tan
bien habían sabido asumir. Basilio, hombre siempre un tanto impulsivo, tras la
pérdida de sus padres, quiso renovar la vivienda familiar, en un momento en el
que el trabajo había vuelto a aflorar tanto para él como para su mujer Ángela.
Y, en esas transformaciones del mobiliario, esos dos sillones fueron los
primeros que emprendieron también un ingrato viaje…..
hacia la calle. Pensaban que dado el mejor estado o conservación de uno
de ellos, alguien podría estar interesado en llevarlos para casa y darles un
nuevo tapizado que salvara su estructura, aún en muy buenas condiciones. Dicho
y hecho. Con la ayuda de un vecino y de sus propios hijos los bajaron hacia la
calle. La educación de Cosme y Flora no había logrado sembrar en la conciencia
de su hijo ese respeto a las normas de convivencia cívica, tan necesarias para
preservar la limpieza de las vías públicas.
Y
ahí siguen, bajo el sol del mediodía y la humedad celestial de la noche. Los
vi, por primera vez, hace unos cinco días. Hoy, cuando he vuelto al mismo
lugar, unos niños jugaban a tratar de escalarlos. a modo de imaginarias colinas.
Les habían dado la vuelta, formando una simpática orografía que dejaba entre
ellos un valle intermedio a semejanza del paisaje que nos regala la naturaleza.
Los chicos jugaban con los dos armatostes, subiendo y bajando, cual alpinistas
que escalan una abrupta cadena montañosa.
Posiblemente
a consecuencia de esos juegos, o tal vez por algún que otro hecho que me es
desconocido, se habrá producido esa oquedad en uno de los sillones. Ambos, a
pesar de ese deterioro, siguen conservando la prestancia, comodidad y elegancia
de dos habitáculos que supieron ennoblecer y gratificar en comodidad, la serena
ancianidad de Cosme y Flora. Desde luego, ellos no desearían ver sus
entrañables silloncitos en semejante estado y lugar.
Fue
ayer, cuando pasé al lado de un gran contenedor de papeles usados, ubicado en
un espacio céntrico de la ciudad. Junto al mismo, unas
biografías de importantes autores clásicos del cine estaban tiradas y
desordenadas por el suelo. Resultaba penoso ver las fotos de esos grandes actores
y actrices que nos han hecho reír, llorar, sentir y vibrar, emocionalmente,
tumbados por el asfalto, alrededor de otros contenedores de residuos orgánicos,
cristales y envases. Recogí esas nueve biografías de personajes míticos del
cine, arreglé algunas de sus portadas y hoy las he llevado a una biblioteca
pública que tengo cerca de casa. La encargada del servicio me ha dado
efusivamente las gracias y me ha enseñado la estantería de libros dedicados al
cine, donde va a colocar esos nueve ejemplares. Son vidas que multiplicaron otras
muchas vidas en pantalla. Ahora lo hacen desde las páginas de sus biografías y
fotos. Ahí es donde deben estar para su mejor consulta y aprendizaje. Seguro
que ellos también estarán de acuerdo con ese mejor uso, desde el misterioso y lejano mundo de los sueños.-
José L. Casado Toro (viernes, 9 enero,
2015)
Profesor
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