El
reloj de la estación ferroviaria de Atocha, en Madrid, marcaba diez minutos
sobre las seis de la tarde. El trasiego de viajeros era muy intenso, en ese
último día del año. Grupos familiares y personas individuales iban de acá para
allá, con sus maletas, bolsas, mochilas, ilusiones y realidades, caminando de
forma apresurada hacia los andenes con los destinos señalados en sus respetivos
billetes. Allí esperaban los trenes, dispuestos a transportarles a ese lugar especialmente
anhelado, en una fecha tan señalada para el reencuentro afectivo y la
transición de la anualidad. Es el día 31, de un frío y
festivo diciembre. En ese preciso momento un hombre de mediana edad se acerca,
visiblemente nervioso, a la ventanilla ocupada por uno de los funcionarios
ferroviarios que expenden los diversos tickets de viaje.
“Buenas tardes. Deseo
plantearle un problema que me afecta y confío pueda ayudarme. Como verá en la
reserva, tenía que viajar en el tren que ya ha partido para Valencia, hace unos
diez minutos. Por una serie de dificultades en el tráfico, a lo que se une una imprevista
circunstancia en la gestión empresarial que me ha traído a Madrid, he llegado
tarde a la estación. He comprobado en el panel informativo que mi tren ya ha partido
para ese destino. ¿Sería muy complicado hacerme un hueco en el siguiente viaje,
que parece sale a las siete en punto?”
Ramiro,
un veterano empleado de Renfe, recibe el billete que le muestra el preocupado y
nervioso viajero que tiene ante sí. Comprueba
detenidamente en pantalla la disponibilidad de plazas y trayectos para lo que
resta del día. Mario observa a su vez el semblante del funcionario, en el que
percibe un movimiento de cabeza negativo para la necesidad que le está
afectando.
“Tengo que indicarle, y lo digo con preocupación, que no
va a ser posible atender aquello que me está solicitando. Comprenderá que
estamos en un día un tanto especial. En este última fecha del año, casi todas
las líneas adelantan, o mejor dicho, suprimen algunos viajes a partir del
horario de tarde. Concretamente, ese último viaje de las siete hacia Valencia
es uno de los suprimidos. Aquellos viajeros que habían sacado sus billetes con
antelación, han sido reubicados en otros trenes, especialmente en el que ha
partido hace ya unos quince minutos. Tratándose de un día festivo, con la
circunstancia propia del fin del año, el siguiente viaje hacia Valencia no
saldrá hasta mañana, a las diez en punto. Lo lamento de veras pero, en este
momento, ya no hay otra combinación posible.”
Mario,
mostrando una serena preocupación, insiste ante el paciente funcionario
ferroviario. Le ruega hable con sus superiores para ver si existe alguna otra
solución que le permita pasar la última noche del año en casa, junto a su
familia. Ramiro le aclara que no es cuestión de jefes o jerarquías. Con
delicadeza le indica que ha llegado tarde para tomar el último viaje hacia la
ciudad levantina. Y que hasta la mañana siguiente, la pantalla del ordenador muestra
con claridad que no habrá un nuevo desplazamiento hacia ese destino.
“Marta, te llamo desde la estación de Atocha. He llegado
tarde al tren y hasta mañana no sale otro hasta Valencia. Aquí, en la taquilla,
están hablando con la dirección, pero me temo que no habrá solución hasta
mañana a las diez. Por ser el día que es, han quitado el tren de las siete y me
veo aquí, solo, esta noche tan especial en la que íbamos a celebrar el tercer
aniversario de nuestro compromiso, con las doce campanadas. El contrato
inmobiliario con ese cliente inglés se fue complicando y el reloj avanzaba.
Pero ¿qué podía hacer? Esa venta al galés era muy importante para la empresa y
tuve que convencerle de muchos detalles que no estaban claros para él. Total
que aquí me veo, triste y con el ánimo alicaído, sin poder estar contigo y la
niña. Ahora después te vuelvo a llamar, que parece quieren decirme algo. Un
beso”.
Efectivamente
Ramiro había realizado dos llamadas telefónicas, a fin de localizar y consultar
al interventor jefe. Le había explicado el caso, por si veía alguna solución
que aliviara el grave problema en que se hallaba el cliente, por haber llegado
tarde a la hora de salida de su viaje. La circunstancia del día y la calidad
humana de este trabajador explicaba el interés y el largo esfuerzo negociador
que el funcionario en taquilla había estado realizando. Al fin hizo una señal a
Mario para explicarle cuál era la disposición u oferta por parte de Renfe.
“Sr Celdrán. He estado hablando con mi superior,
exponiéndole su caso. Debe entender que nuestra empresa no es responsable de
que no pueda estar esta noche en su ciudad. Vd. ha llegado tarde a la hora de
tomar el tren y este ha partido a la hora fijada. Pero no hay más viajes hasta
mañana, como ya le he explicado. De todas formas, considerando la situación del
día en el que estamos, el departamento de atención al cliente quiere ser especialmente
generoso con su persona y le ofrecemos la posibilidad de que pueda pasar la
noche en un hotel concertado con Renfe. El coste de la habitación será a cuenta
de nuestra compañía. Le cambio también su billete, a fin de que pueda viajar
mañana a su casa. El tren saldrá a las diez en punto. Es todo lo que podemos
hacer por Vd.”
Mario
agradeció efusivamente el esfuerzo que su interlocutor estaba realizando, a fin
de aliviar, en lo posible, la desagradable situación en que se hallaba, por mor
de una serie de circunstancias. Demasiado bien estaba respondiendo la compañía
ferroviaria antes unos hechos derivados, fundamentalmente, de la significación
cronológica y por su retraso a la hora de subir al tren. Recogió un documento
que le permitía pasar esa noche en un pequeño hostal, ubicado dos manzanas más
allá de la gran estación madrileña. Cariacontecido,
abandonó la taquilla y con su trolley y maletín de mano, se desplazó hacia ese
el hostal, donde tendría que pasar la Noche de fin de Año. Cuando entró en su aposento, comprobó la frialdad decorativa de aquel
desangelado espacio, cuya única ventana daba a un patio interior. Faltaban
escasos minutos para las siete y ya la noche se había enseñoreado de un cielo
limpio de nubes. La temperatura ambiente en la calle era de tres grados. En su
habitación al menos tenía calefacción, lo que haría menos ingrata esa peculiar noche.
Volvió
a telefonear una vez más a Marta, explicándole la realidad en que se hallaba.
Ese aniversario de compromiso lo iban a pasar separados, y sin confetis,
canciones o una mesa bien organizada para una entrañable familia de a tres. La
pequeña Sylvia al menos acompañaría la soledad
de su mujer que, razonablemente, comprendió el necesario sacrificio laboral de
su marido, en un día tan particular.
El
hostal no servía comidas esa noche, por lo que Mario salió del edificio
buscando un lugar donde poder tomar algo. No era un día apropiado, pues casi
todos los establecimientos de restauración en la zona estaban ya cerrados. Tampoco
era el caso de desplazarse a largas distancias, para buscar cenas con cotillón.
Verdaderamente su ánimo no se hallaba predispuesto para fiestas y jolgorios.
Quiso
la fortuna que ya cerca de las ocho, andando por las calles aledañas a la estación,
encontrara un espacioso comercio chino abierto.
Además de vender productos de bazar, tenía una parte dedicada para productos
alimenticios. Compró un par de persimmons, una botella de agua y una lata de
cerveza. El comerciante oriental le preparó un bocadillo de queso con
sobrasada. Al pagar el importe, el propietario del negocio, mostrando una amplia
sonrisa, añadió como regalo dos mantecados navideños. Este iba a ser el ‘suculento’
menú que un esforzado trabajador, vinculado a una afamada inmobiliaria
levantina, iba a tener para celebrar la entrada del nuevo año.
Al
volver al hostal, de nuevo tuvo que encontrarse con una persona que desde un
principio le incomodó. Era el encargado de
entregar las llaves y hacer las reservas de habitaciones. Se trataba de un
personaje verdaderamente sacado de alguna película del cine negro. Era bajo de
cuerpo y mostraba una obesidad mórbida, pues siempre estaba masticando algo en su
boca. Su cabeza grandota estaba totalmente rapada, aunque la sombra del pelo
mostraba un perímetro que hablaba de su mayoritaria escasez. Ojos pequeños,
pero saltones e incisivos. Tenía varios dientes frontales revestidos de color
dorado, y la barba crecida de veinticuatro horas. Lo descuidado de su aseo,
especialmente las uñas de las manos y los poblados espacios interdentales,
daban a la figura de ese gerente un misterioso y siniestro aspecto. Parco en
palabras, mostraba una sonrisa entre sádica y burlona. Tras recibir la llave 204,
subió andando los tramos de escaleras hasta la segunda planta porque, con el
frio que hacía en el exterior, le apetecía hacer ese pequeño ejercicio a fin de
coger algo de calor.
La
calefacción estaba baja de intensidad, pero al menos atemperaba la temperatura
madrileña que ya estaría por debajo de cero grados, a esa hora de las nueve
menos cuarto. El panorama para esa noche ‘festiva’ no ofrecía mayores dudas. Tomaría
ese suculento menú que había conseguido en el bazar chino, vería algo de
televisión e iría pronto a la cama. Las doce uvas y el cava estarían en la
Puerta del Sol y en millones de hogares de todo el mundo. Pero Mario carecía en
esos momentos del ánimo y la fuerza necesaria para acercarse, dentro de tres
horas, al kilómetro cero peninsular. Él no dejaba de pensar en Marta y en su
pequeña Sylvia. Lamentaba una y otra vez el retraso de esos diez o quince
minutos, provocados por un minucioso y complicado cliente galés, que había firmado
al fin la compra de un apartamento en Altea…….. un 31 de diciembre. Desde luego
había sido una laboriosa y esforzada venta.
Gajes “traviesos” de la profesión.
Tomó
una toalla del lavabo y la colocó sobre la mesita de noche, espacio que iba a
servir como bandeja para disponer su cena de Nochevieja. En eso estaba cuando sonó el timbre de la puerta. Mario, un tanto
intrigado, abrió la puerta, encontrándose con la oronda figura del conserje o
gerente, que con su inquietante sonrisa habitual le decía que, abajo en la
entrada, había alguien que preguntaba por él.
Cerró la puerta y ambos bajaron los dos tramos de escaleras. En el
pequeño espacio del hall en la entrada, aunque iba sin el uniforme
reglamentario, reconoció de inmediato a la persona que le esperaba.
“Buenas noches, Sr. Cerdán. Soy Ramiro, me reconocerá
pues hemos estado hablando esta tarde en la taquilla. Le he estado dando
vueltas en la cabeza a su situación y he decidido venir a verle. Me hago cargo
de lo que supone pasar esta noche aquí, por un desagradable retraso de unos minutos.
Vivo con mi madre, una persona ya muy mayor. Tengo alguna familia, pero está repartida
en distintos puntos de España. Le ofrezco compartir nuestra cena. Así se
sentirá menos solo y juntos elevaremos el ánimo. No hemos hecho un
extraordinario, pero la comida será muy grata y en un ambiente acogedor. Pasar
aquí la entrada del año…. no resulta plato apetecible. Se preguntará por qu é hago esto. Básicamente porque, poniéndome en su
lugar, me haría feliz que alguna persona tuviese ese detalle o gesto hacia mí”.
Mario
nunca olvidaría la bondad de esta noble y generosa persona.-
José L. Casado Toro (viernes, 23 enero,
2015)
Profesor
A veces, personas desconocidas hacen gestos que nos llegan al corazón y convierten el MUNDO en un lugar menos inMUNDO. Excelente relato. Me ha encantado. Un abrazo
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