Me
encontraba almorzando en un céntrico restaurante, sumido en una atmósfera de acústica
incómoda y traviesamente ensordecedora. Participaba en una de esas reuniones de
hermandad que muchos grupos, organismos y compañeros de trabajo, celebran en
determinadas fechas del año, especialmente durante los días navideños. Aunque
también suelen llevarse a cabo cuando se acercan las vacaciones estivales o al
existir motivos puntuales para homenajear a determinados amigos o compañeros.
La presencia de comensales era plásticamente numerosa y de naturaleza
contrastada. No sólo era nuestro grupo quien densificaba la ocupación de las
mesas, ya que coincidíamos con alguna que otra celebración onomástica o
laboral. También había personas individuales y otras parejas que, simplemente, acudían
para reponer fuerzas, con todos los incentivos que el menú ofertaba. Decía que
el intenso ruido ambiental hacía materialmente imposible entender al compañero
de mesa, especialmente aquél que no estuviera sentado junto a tu persona. Ante
esta evidencia, muchos de los comensales elevaban cada
vez más el tono de voz, a fin de hacerse entender. Ello incrementaba la
contaminación acústica que suelen padecer esos animados salones, para la necesaria
socialización alimenticia.
En
este contexto, fluyen situaciones dignas de una antología para el humor. Generalmente, sueles regalar sonrisas, a
diestro y siniestro, tratando de aportar el mejor agrado al resto de los
compañeros de mesa. Sean éstas alargadas o redondas, la dirección del local suele
integrar en las mismas a diez o más comensales. Los centímetros hábiles para el
movimiento de brazos quedan drásticamente reducidos por el exagerado
aprovechamiento de asientos en torno a la misma. Obviamente hay personas más
participativas que otras. Entonces percibes como te están hablando o
preguntando desde enfrente pero a tus oídos no llega, con la claridad necesaria,
el contenido del mensaje. Con la mejor voluntad, sueles mover la cabeza de
manera compulsivamente afirmativa, respondiendo a la supuesta pregunta o
comentario que, desde allí, se te ha planteado. A veces aciertas, con tu mímica
expresiva. Pero en otras no eres tan afortunado. Entonces observas que ese
interlocutor deja de sonreír, poniendo cara de extrañeza ante ese gesto
afirmativo con el que has respondido. Evidentemente no correspondía decir “sí”,
sino todo lo contrario. Es una traviesa anécdota en la que, en más de una
ocasión, me he visto inmerso como protagonista o espectador. El problema es que no te estabas enterando de la
comunicación emitida. El ensordecedor ruido ambiental lo impedía.
Otra
situación jocosa que recuerdo fue aquella en la que una señora, de notable
protagonismo expresivo, no paraba de hablar, hablar y gesticular. Incluso tenía
la rara habilidad para ir vaciando sus platos y continuar con su expresión oral
casi continua. En un momento determinado, una de los compañeras de ágape,
sentada en un flanco opuesto a su asiento, quiso ser agradable con ella o darle
un respiro a su monólogo, preguntándole expresamente por las oposiciones en las
que estaba participando su hija. Algunos nos miramos divertidos, especialmente
viendo la cara de sorpresa de la parlanchina señora. Desde hacía varios
minutos, había estado dando pelos y señales, con todos los detalles posibles,
acerca de esas susodichas oposiciones a notaría. Los colores de su interlocutora
fueron perceptibles, a pesar del habilidoso maquillaje con que lustraba su vapuleada
piel. Una consecuencia más del oír pero no escuchar.
Muy posiblemente por el “contaminado” sonido ambiente reinante en la sala.
Pienso
que en éste, como en otros muchos casos, una música
ambiental bien elegida aliviaría y “educaría” a los comensales de estos salones,
a fin de conseguir una estancia más agradable en los
mismos. No me refiero a cualquier género o pieza musical. Obviamente
todo va a depender del lugar que hayamos elegido para la restauración. Como
premisa básica, deberían prevalecer aquellos sonidos gratos para la audición, de
forma especial los de naturaleza sólo instrumental. Por supuesto, el volumen
acústico habría de ser bajo, sirviendo sólo como acompañamiento a los sonidos emitidos
por aquellos que ocupan las mesas del local. Habría que intentarlo, por
supuesto. Razonablemente, este modulado sonido ambiente haría más cómoda y grata la permanencia entre tantas personas.
Tal vez facilitaría, al tiempo, que muchos de los asistentes bajasen su tono de
voz, pues la música sería un culto competidor para el anárquico estruendo que
integran sus voces.
Ese
efecto “purificador” de la música, también actuaría de manera positiva en otros
ámbitos de la vida. Trasladémonos por ejemplo a la
sala de espera de una consulta médica. En estos espacios, de titularidad
pública o privada, destinados para mejorar nuestra salud, te sueles encontrar a
personas silenciosas o hiperactivamente locuaces. Entre éstas, siempre hay
alguna que parece recrearse en explicar sus padecimientos con todo género de
detalles. Tratan de ganar la atención y el protagonismo al resto de los pacientes,
algunos de los cuales puede sentirse, en lo físico o en lo anímico,
profundamente mal. Unos y otros tratamos de ojear las manoseadas revistas
puestas a nuestro servicio en los consultorios privados pero, en general,
existen en todas esas salas de espera un sentimiento de crispación nerviosa,
contenida y controlada por el hábito de las buenas formas sociales. De ahí que
una música ambiental, debidamente modulada en su intensidad, aportaría un mucho de sosiego para las personas que se están
enfrentando a la enfermedad, en situaciones de mayor o leve gravedad.
En
este contexto, dos impresiones obtenidas en visitas recientes a las sedes de cualificados
facultativos. Comencemos por la más positiva. En este lugar no había música que
enriqueciera y sosegara nuestros sentidos. Pero en cambio sí se había habilitado un pequeño espacio, en un ángulo de la
sala, diseñado y dotado con material para los niños. Tebeos, libritos,
lápices de colores y folios donde poder dibujar, juegos de inteligencia para
estimular los sentidos, la memoria y la imaginación, incluso algunos
caramelos….. Con un poco de sonido ambiente, con las notas de un pentagrama
motivador, la situación de espera habría sido más llevadera y, por supuesto más
grata. Por el contrario, los asistentes a otra consulta tuvimos que sufrir una
solución que en origen era positiva pero que, tras su desafortunado diseño, se
convirtió en una pequeña o gran tortura para
todos nosotros. La enfermera o “pasanta” había pulsado la tecla del “turn on”
para que tuviésemos que soportar uno de esos programa de tarde/noche, centrado
en el cotilleo, el glamour, loa gritos e incluso insultos, de los numerosos
participantes en el plató. Lo que te niegas a ver en tu domicilio tienes que sufrirlo
después, a toda pastilla, antes de que mencionen tu nombre para entrar en
consultar y dialogar con el médico. Esa hora y veinte minutos, en la espera,
resultó en sumo desagradable. Con un simple “hilo
musical” la espera de los pacientes habría sido más tranquila, a fin de sosegar
esa tensión nerviosa que te hace hablar y hablar, o escuchar un
desafortunado programa televisivo, desestabilizando, todo ello, el equilibrio
de las personas presentes en la sala.
En muchos colegios suele aplicarse esta fácil técnica que
facilita la relajación y el sosiego anímico. De forma específica, suena durante
los minutos de entrada y salida, con respecto al horario de las clases.
También, en ese espacio a media mañana para el recreo. En las salas habilitadas
para la recuperación de la convivencia (una forma de hablar del aula de los
castigados) esa música relajante templaría bastante la fuerza descontrolada de
los nervios en algunos de los alumnos que acuden a la misma, tras haber
mantenido algún enfrentamiento irrespetuoso con el profesor titular de la
materia. Incluso en un espacio quirúrgico,
cuando el facultativo te está interviniendo y sólo se te ha dormido una parte
de tu cuerpo, a fin de evitar los riesgos de una anestesia total. Escuchar el
trastear del cirujano o las conversaciones que mantienen los médicos y
asistentes en el quirófano potencia la tensión propia en la que estás inmerso,
cuando están “arreglando” una parte de tu cuerpo. Ese sonido ambiental, con un
volumen ineludiblemente bajo, sería positivo para todos. Piénsese, cuando el
odontólogo está trabajando en tu boca, para un empaste o un implante dental. Se agradecería un poco de música, a fin de sosegar el
espíritu y esa imaginación desbordada que nos hace tan escaso bien.
Abundado
en lo ya expuesto, no todo género musical resulta
apropiado para el razonable fin que se persigue. Bandas sonoras de bien
elegidas películas, piezas de sinfonías clásicas de incuestionable belleza, las
tonalidades argumentales de historias románticas o aquellas otras que muestren
o faciliten la inmersión en el mundo de la naturaleza, como los sonidos del
agua o de algunas aves que pueblen ese limpio y estimulante entorno…… son
modalidades idóneas para este ansiado sosiego.
Recordamos,
con afecto, cómo en los inicios del cine las películas mudas iban acompañadas
por la destreza de un pianista que, con el ritmo del teclado, iba enriqueciendo
el mensaje explícito e implícito contenido en la imagen que se nos proyectaba. Sonidos
con el ritmo del western, la intriga, el amor, la aventura o el combate. Todas
estas modalidades nos traen a la mente el recuerdo de melodías concretas con
las que identificamos historias, sentimientos, pasiones y el latir de la vida. Difícilmente podría concebirse una película que careciera de
un más o menos afortunado acompañamiento musical. En la construcción de
un film, la aportación del sonido, según el género cinematográfico que
protagonice la acción, es uno de los elementos más importantes e
imprescindibles para atraer la atención y disfrute del espectador.
Nos
asombra y estimula la grandeza explicativa y comunicativa que puede llegar a
tener una adecuada acústica sonora. El claxon de un vehículo, el timbre de aquella puerta,
unas pisadas en la oscuridad, el oleaje junto a la playa, el llanto de un bebé,
las ruedas del tren sobre los raíles sin fin, la solitaria trompeta que reclama
algunas monedas en una esquina callejera, el rugir de una lavadora o ese crujir
de un plato o vaso roto en el suelo. Son palabras sin letras explícitas,
sonidos para el espíritu, sensaciones que nos hablan, deleitan, inquietan o, incluso
mejor, emocionan. Contienen latidos cotidianos que nuestros oídos procesan para
sentir y comprender el entorno. Todos ellos forman parte de ese pentagrama lírico
que nos comunica e integra a la vida.-
José L. Casado Toro (viernes, 7 febrero, 2014)
Profesor
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