Como
casi todos los lunes del año, las salas de espera, en las distintas consultas
del ambulatorio, se encontraban repletas de personas que aguardaban, con más o
menos paciencia, la necesidad de su turno. Los fines de semana poseen ese
mágico don en el que las dolencias se suelen mostrar menos imperativas. Pero,
cuando la gravedad se presenta, hay que echar mano del ineludible control de
los nervios en las concurridas esperas de urgencias de los hospitales, clínicas
y ambulatorios.
La salud es extrañamente caprichosa.
No se acomoda a los momentos, ni es delicada o cortés con la oportunidad. Exige
su absorbente atención cuando el organizado mecanismo corporal comienza a
fallar, desestabilizando la salud de cada paciente. Pues bien, todas esas
personas, que aguardan la atención del facultativo de bata blanca, necesitan
que se les explique la naturaleza de su problema y, sobre todo, los medios más
eficaces para mejorar, “reparar” y superar ese desarreglo o reajuste que
nuestra maquinaria, somática y psíquica, plantea. Exigencia ineludible, a fin
de recuperar una normalidad en la que permanentemente centramos todos nuestros
anhelos.
El
enfermo necesita, ansía encontrar en su médico, como primera terapia para su
dolencia, ese fármaco, invisible pero vitalista, denominado optimismo. No en
balde, los mayores condicionantes que tenemos, en el proceso de cualquier
enfermedad, son los desánimos y los estados depresivos que tanto o más daño
provocan como la propia enfermedad. Esas palabras de
estímulo y confianza son imprescindibles, con los porcentajes variables
que genera la realidad y la ficción, a fin de afrontar de la mejor forma
nuestra colaboración para recuperar el todo, o la parte, de esa normalidad
perdida. Y, como en todas las profesiones, hay especialistas que saben generar
en ti ese fármaco del ánimo, con manifiesta habilidad y pericia, frente a otros
menos cualificados para transformar la pesadumbre en una sonrisa esperanzada y
valiente.
Partiendo
de esa premisa básica, siempre concedida a nuestra salud, en la jerarquía de
las necesidades personales, llegamos a otro nivel en esas categorías donde
también debe reinar (al menos, en la teoría del deseo) el valor del optimismo.
Me estoy refiriendo, en concreto, a las complejas relaciones
existentes entre los gobernantes y la ciudadanía, frente a ese incierto futuro
que hoy a todos nos afecta. Actitudes y situaciones, como las que actualmente
se están padeciendo en numerosos Estados de la geopolítica mundial, no favorece
ese buen clima sociológico para que el
gobernado confíe y apoye a los equipos políticos que ejercen y aplican la tarea
de gobierno. Desde luego, cada país soporta una historia y cada nación es
específica, en sus variantes y circunstancia, a pesar de la globalización, las interinfluencias,
junto a los mimetismos, que hoy presiden la política y la economía mundial. Aceptando
los diferentes particularismos, existe, lo que es de lamentar, un generalizado descrédito hacia la clase política,
hacia esas personas que ejercen la actividad política, desconfianza que no
entiende de regionalismos, nacionalismos o banderas. Veamos algún ejemplo que
puede ser aplicado, aquí, o más allá, desde nuestra observación y reflexión
inmediata.
Los partidos políticos hoy adolecen, en general, de un
carencial sentido de Estado. Piensan más en sus propios intereses, que
en el bien que afecta a todo el país. Tanto cuando están en la oposición, como
cuando alcanzan el poder, se muestran incapaces de aplicar la grandeza de la
concordia, la negociación, el pacto o el consenso, que favorece o posibilita el
bien general. Por el contrario, el egoísmo sectario prevalece en sus
decisiones, acciones e intereses. Durante los procesos electores prometen y
prometen, reclamando y captando el voto ciudadano. Pero, cuando alcanzan el
poder, no tienen la menor impudicia en incumplir, cambiar o transformar sus
falsos o irreales programas electorales, sin que les tiemble el más pequeño
músculo de su rostro. Son maquinarias endogámicas y egolátricas, en la
actualidad profundamente desacreditadas.
¿Qué podemos decir sobre ello los ciudadanos españoles, en
las circunstancias que estamos compartiendo? La realidad es más que
evidente, a poco que abramos los ojos y abandonemos los fanatismos por la
racionalidad. Sufrimos drásticos recortes sociales en sanidad y en la
educación, pilares angulares de todo Estado del bienestar. El retroceso en los
derechos laborales, con un despido prácticamente libre; la durísima subida en
los impuestos indirectos (IVA) y el IRPF; la rebaja de los sueldos, la pérdida
de pagas extraordinarias, el aumento imperativo de las horas de trabajo; los
apoyos serviles al omnipotente sector bancario, pilar angular de la crisis; la
escalada descontrolada de los precios; el incremento desalentador del paro
laboral; el peregrinaje mariano al Olimpo de los santuarios germánicos; la siempre
amenaza pendular sobre la seguridad social y las pensiones; la supresión de
oposiciones para una juventud sin trabajo; una actividad económica bajo mínimos,
una ideologización concordante con la derecha sociológica más conservadora, etc
……. Esta es la percepción que permanece ante nuestra retina y conciencia. Y
siempre con la innoble letanía de culpar a los de antes, como justificación de
todas las falacias de lo que decían que iban, o no pensaban, hacer. En vez de
sembrar el optimismo, hasta el momento, sólo han sabido difundir la pesadumbre de
más y más sacrificios sin otro horizonte, a corto plazo, que pueda generar la
esperanza de un amanecer mejor para todos.
Sin
embargo, a pesar de todas estas tropelías para el engaño, el ciudadano honesto
continúa en la búsqueda ilusionada por encontrar unas siglas políticas
honestas, donde prevalezca el sentido de Estado para resolver, con el acuerdo y
el diálogo, esta dramática crisis económica que padecemos, de la que el
ciudadano es totalmente inocente y en absoluto culpable. Ese optimismo, en la creencia de que algún día los
gobernantes se esforzarán en ser verdaderos estadistas, nada ni nadie nos lo va
a arrebatar. La fe, en ese ideal, debe estar por encima de tanta bajeza
y sopor.
Y
ya, finalmente, optimismo, en y para lo humano.
Es más que necesario. Vital, para seguir adelante. Lo percibimos como un inestimable
y apreciado valor en los demás. También, en nosotros mismos. En nuestros
círculos relacionales, hay muchas y variadas personas. Familiares, compañeros
de trabajo o estudio, vecinos, amigos, profesionales anónimos o con datos
identificativos, etc. En conjunto, formamos parte de esa colectividad social
que sustenta vitalmente a nuestros pueblos y ciudades. Entre esas personas, hay
quiénes tratan de ver e interpretar la existencia de una manera positiva, junto
a otros para los que el negativismo es una endemia claramente disuasoria.
En este sentido, es de admirar la fuerza luminosa que irradian aquellos seres
que soportando dramas y penalidades, en lo más íntimo de sus privacidades,
poseen la fuerza espiritual y testimonial para priorizar lo positivo y
postergar las realidades negativas, que la vida aleatoriamente nos impone. Y no
todo es religión, creencia, fe o misterio que, sin duda, puede ayudar en esta
admirable actitud. Subyace también, en esta deseable postura ante la dificultad
o el drama, una inteligente respuesta para asimilar y priorizar la luz sobre las sombras, el alba sobre la noche, la
sonrisa sobre la tristeza, la blancura sobre el ocre grisáceo, el ritmo tonal
sobre el vacío acústico, la actividad sobre la pereza, la generosidad sobre el
egoísmo, la amistad sobre la insolidaridad, el amor frente a la maldad.
Es
una gran suerte convivir, aprender, mimetizar y gozar, este hermoso valor del
optimismo que sabe reinar en la bondad, íntima y social, de estas personas. Si
atendemos a nuestro alrededor, hallaremos a estos compañeros en las vivencias
que, teniendo muchos motivos para el lamento, se esfuerzan, por el contrario,
en encontrar agua en ese vacío hídrico de la soledad y el dolor. Ese sentido positivo ante la vida no es que resulte
fácil, por supuesto. Pero su aplicación gradual a este o aquel problema, de los
muchos que nos surgen en el día a día, puede ayudarnos a integrar actitudes que
nos hagan más llevaderos los sinsabores existenciales. Nunca hay que olvidar
que, junto a esas evidentes dificultades, hay también infinitos
elementos para sonreír y disfrutar. Esos compañeros del “vaso medio lleno” nos están facilitando
un estupendo ejemplo de cómo mejor acomodar o focalizar la visual caprichosa
del entorno. Nos están enseñando, en suma, a sufrir menos y a disfrutar más.
Todos aceptamos las lágrimas. Son ineludibles realidades humanas. Pero si
sabemos también hallar e integrar el optimismo de la
sonrisa, nos sentiremos, sencilla e inteligentemente, bastante mejor.-
José L. Casado Toro (viernes 21 septiembre, 2012)
Profesor
jlcasadot@yahoo.es
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