Dos
hombres permanecen sentados, descansando en bancos opuestos. Ambas personas se
hallan separadas por una preciosa fuentecilla, de la que hoy apenas mana agua, acomodada
entre flores. Parece que disfrutan, sin prisas, del lento devenir de un nuevo
atardecer. La escenografía pertenece a un pequeño, pero acogedor, parque
público municipal, cercano a esas playas tranquilas que pueblan y gratifican la
zona oeste de la ciudad. Ambos militan en aquella hora terciaria, que marca,
con impasible regularidad, el reloj personal de cada existencia. Casi todas las tardes, un ratito después de la siesta,
escogen con diligencia el asiento más apropiado, según lo térmico o desapacible
de la estación. La buena sombra protectora de los árboles amigos, durante
el verano, es intercambiada por los rayos solares que tanto gratifican los
cuerpos curtidos por el paso inevitable de los años, en el otoño. También en
invierno, cuando el frío exige la benefactora templanza de los tonificantes
regalos del sol. Ese parque es de reciente creación. Ellos no se conocían,
antes de la apertura del mismo. Apenas la cortesía de un saludo de buenas
tardes, sella el encuentro de hoy viernes.
Uno
de ellos fuma un cigarrillo tras otro. Su rostro y las manos se hallan muy curtidas
por el trabajo de albañil hasta su jubilación, cuando cumplió los sesenta. Vive
con su única hija Verónica, que es peluquera, casada y con dos hijos varones,
adolescentes, que estudian en el Instituto. Pepe,
su nombre, cobra una modesta pensión con la que ayuda a las necesidades de la
familia, ahora con problemas económicos pues su yerno, reponedor en un centro comercial, lleva más de un año en el
paro, tras la reestructuración que hicieron en su empresa. Afortunadamente la
casa en que viven, un modesto piso en la populosa Carretera de Cádiz (ahora,
Avda de Velázquez) es de su propiedad, situación ganada con el esfuerzo de muchos
años trabajando y ahorrando. Enviudó hace ya una década. Su analfabetismo
académico no le impide regalar conversaciones de interés a todos aquellos que
“pegan la hebra” con su filosofía del trato diario.
Su
compañero de jardín es llamado, por todos los de su entorno, Lobato. Nadie sabe concretar (ni él mismo lo
recuerda) el origen de este apelativo o nombre con el que se le reconoce. En
realidad es Tomás, el nombre que aparece fijado en su documentación. Fue
vendedor de frutas y hortalizas, por los mercadillos semanales de la capital y
provincia. Supo pagarse su pensión, como autónomo. Hoy vive modestamente con
una hermana, algo menor que él, que no tuvo suerte en sus años de juventud para
estabilizar una familia. Esta mujer, que nunca cotizó, sigue echando horas,
donde puede, como asistenta de hogar. La debilidad de Lobato, también soltero,
es el vino y la cerveza, aunque siempre demostró que sabe beber. Nunca dio ese
espectáculo deprimente de una borrachera, aunque su hígado está “así, así”,
según los galenos. Todavía, pero ya no como antes, sigue siendo un “virtuoso
sexual de las faldas”. Se jacta, en las conversaciones de taberna, de su
habilidad natural para conseguir compañía y cuerpos templados, para la
necesidad de su fuerza, con un precio y favor que tantos otros nunca
conseguirían.
“¿Quiere
“asted” un cigarrillo? Me parece que hoy nos va a “secar” el cuerpo este terral
de fuego insoportable”. Es así como Pepe trata de romper el letargo de una
tarde de agosto, con ese compañero del tiempo, solidario para todos esos días
que parecen casi iguales. Lobato se sienta junto a él y le vuelve a repetir,
como ayer y mañana, que lo suyo (ante el tabaco) son otras cosas, pero que
gracias por el gesto. Y así comienzan a enhebrar una
conversación para la que sobrarán los límites del minutero. Para ellos,
la dimensión de los tiempos y las prisas tiene un carácter muy diferente, del
que afecta a tanta gente condicionada por esa banal estupidez de la velocidad.
“Yo he tenío una vida mu liada ¡Si Ud. supiera! Me
hinchaba de trabajá durante toa la semana, con mi furgonetilla, de aquí
“pallá”, mercadillo viene y mercadillo va. Además esto de vendé la fruta, lo
verde y el tomate pa la ensalá tiene su mérito. Lo peó es la terrá, que te
pudre la mercancía. Mucha de ella acaba en la basura, pa los perros y los gatos.
Y no me escondo o guardo las cosas que tuve que hacé pa comé. ¡La de huerto y
frutale que he tenío que robá por la noche! Me echaban los perros y hasta
alguna perdigoná en el culo, pero nunca me pillaron los del “treconio”. Pero, Pepe.
yo tenía que vendé, pa comé. Y así iba tiando. Bueno, en el fin de semana, me
desquitaba de tanto secrificio. Le daba ar vaso y a la botella, hasta que esto
aguantaba. ¡Qué noches la de los viernes y los sábados! Porque bien cargao y animao,
aquello tenía que acabá bien. Que toas las partes del cuerpo tien su miita de corazón”.
“Me
está Vd. diciendo que buscaba alguna compañía agradable…. alguna mujer ¿no?”
“Mie Vd, Pepe. A mi siempre me ha gustado hablá con “prisisión”.
Putas. Bien putas. Pero…. puta no acastañá, de buen ver, pa eso de la
“aparensia”. Ah, y a buen precio. Después de toda la “inmirsión” se conformaban
con dos mil pesetillas. Otros figuritas pagaban cuatro o cinco mil. Peo es que,
siempre, yo he sabío como tratarlas. Con humaniá. Con delicaeza. Hay que sé sempre
un artista. Primero, al asunto. Después, la “cabellorisidad”. To eso se lleva
entre las piernas y en la máquina del tictac. La “concencia”… eso”.
“Ahora
ya no será igual ¿verdad? amigo Lobato?”
“Mie, Pepe, yo he sío siempre un cabellero. Un jueve,
vendiendo en un mercaillo de la Torre (er de Vele) una muzuela, má estirá que
un escobón, estuvo comprando en mi puestecillo, pa llená la alacena. Era Julio,
con una caló que no se podía guantá. La maniquí iba vestía de fiesta. Con unas
gafas oscuras que parecía una contrabanda. Y con unos tacones que la subían iguá
que una jirafa. Los pelo pintarreaos. Totá, que me paga y, guardando la fruta y
la ensalá, se deja orvidao el moneero, con los billete y los papele dentro. La mu
pija vozvió al rato, pa preguntá po la cartera, con los dineros y las otras coza.
Mie Vd. zeñora, aquí está. Pá asté. Me inventé que alguien me lo había
entregao. Lo cogió y meia vuelta. Ni grazia. Ni un detae. Igua no se dio
cuenta. Pero yo me había cobrao ya tanta chulería y taconeo que la moelo me
había restregao. Pa qué le voy a contá lo bien que me lo pasé aquea noche, liao
de putas, con er impuesto que me cobré de la chavala… Eso sí, devolví toa la decumentación.
Lo dicho. Soy too un cabellero”.
Y
así distraían las tardes, intercambiando monólogos con breves diálogos para la
relación. Todos llenos de aventuras y afanes, más o menos ciertos, para ese
tiempo sin tiempo que había, en la necesidad imperativa, que pasar. El
protagonismo de Lobato jugaba bien con la prudencia de Pepe, en eso del
escuchar, acompañar y agradecer.
Cuando
paseas por un parque o jardín, sembrado de flores, bancos y árboles, siempre
sueles encontrar a estos seres solitarios que esperan,
con la paciencia del creyente, ese milagro o maná de alguien que quiera
dedicarles un rato de compañía. Con unas palabras intercambiadas, para
la generosidad del silencio. El regalo de la palabra y la caridad, bien
entendida, de una compañía, es una terapia más efectiva que esas medicinas
innobles que juegan a engañar los vacíos de la ansiedad. “Buenas tardes, hoy
tenemos un buen día, con este levante que viene del puerto. La vedad que es una
delicia”. “¿Coges mucho la bicicleta?” “Bueno, un paseíllo, por sitios seguros.
Que hay que ir con cuidado, porque el tráfico te puede dar más de un susto”.
“Mira, cuando yo era más joven, he montado mucho en bici. Tenía también una
moto que…” Y serán quince, treinta o más los minutos, que compartirás con una
persona, normalmente mayor que tu. Suele ser un hombre ya jubilado del trasiego
laboral, que viste con la sencillez de la modestia, para esos sus tiempos en
que carece de sentido las necias apariencias del disimular.
Pasaron
unos días. “Hola, muy buenas tardes, Sr. Pepe y Sr. Lobato. ¿Cómo están hoy?”
Se me quedan mirando , con la extrañeza de la duda y, tras unos segundos inciertos,
es Pepe quien le dice a su amigo: “¿No te acuerdas? estaba sentado en el banco
de al lado, la otra tarde…” “Me van a disculpar. Efectivamente, hace, creo que hace
unos días, estaba leyendo, muy cerca de Vds. Como dialogaban en voz alta, no
pude por menos que atender a su conversación. Y me quedé con sus nombres. Ya
veo que suelen venir por aquí todas las tardes. Es un sitio agradable, donde hay
flores, la sombra de los árboles y críos
que juguetean, con esa energía que les sobra a raudales. En modo alguno he
querido importunarles. Pero me ha perecido simpático y educado acercarme y
saludarles”.
Lobato
se muestra algo más desconfiado, pero es Pepe quien me ofrece, de inmediato, su
paquete de cigarrillos. Declino, con las gracias oportunas y, afortunadamente, pronto
desaparecen los recelos.
“Y tú a qué te deicas. Mira, te voy a contá una historia
que me pasó, en el mercaillo de Ciudá Jerdín, con un chulopolla que iba con una
bicicleta, seguo que robá……”
Fue
un placer, enriquecedor para el croma de la memoria, escucharles de nuevo y
compartir el sentido vital de sus razones y vivencias.-
José L. Casado Toro (viernes 31 agosto, 2012)
Profesor
http://www.jlcasadot.blogspot.com/
No hay comentarios:
Publicar un comentario