Mi
compañera de asiento era una nerviosa señora, de mediana edad, que ocupaba el
puesto central en la fila derecha del avión. En el momento de recoger
las tarjetas de embarque solicité pasillo, pues esta ubicación me facilita
algún grado mayor de movilidad durante el viaje, sin tener que molestar a los
demás pasajeros. El aprovechamiento de espacio en los aviones resulta, cada vez
más, verdaderamente exagerado por su extremada ridiculez. La distancia útil,
entre las filas de seis viajeros, es tan limitada que te sientes, física y
psicológicamente, enlatado o encajonado, especialmente cuando el vuelo soporta
una importante duración en su trayecto. Nuestro viaje, gran parte del mismo a
desarrollar sobre las aguas inmensas y azuladas del océano Atlántico, tenía previsto
un tiempo de casi tres horas, a fin de comunicar el origen en Madrid con un apetecible
destino vacacional. Sin embargo esta previsión se iba a ver parcialmente
desbordada, por los avatares climatológicos y por alguna otra circunstancia de
la que no fue muy explícito el comandante o piloto en los comentarios que
efectuó, mayoritariamente en portugués e inglés, por los altavoces desde la
cabina.
Tras rectificar esta mujer su
primera ubicación, motivada por una confusión en la lectura del billete, se me
quedó mirando, con un discutible (por su volumen) equipaje de mano,
solicitándome ayuda, petición que de inmediato le presté. No quedó muy
convencida cuando le expliqué mis razones para no cambiarle mi asiento junto al
pasillo. Si a ella le gustaba esta situación, dentro del aparato, podía haberlo
pedido en el momento de facturar sus maletas. Venía, sudorosa y jadeante, con
unas cuantas revistas del “corazón” bajo el brazo y una amplia bolsa, de
imitación piel, que colocó bajo el asiento delantero correspondiente. Mientras
que las azafatas y el sobrecargo explicaban las normas básicas para la
seguridad en vuelo, Berta, nombre que recordaré
con firmeza en los lugares incómodos de la memoria, comenzó a desgranar sus
largos monólogos, no sólo conmigo sino también con un señor muy serio, taciturno
y con gafas de montura cromada, que tenía apariencia de clérigo o sacerdote
secularizado. Confiaba que algunas de aquellas revistas (divisé muy bien, entre
las mismas, Lecturas y el Hola) fueran de una vez abiertas, para conseguir
evitar los negros presagios de una vecindad que se me aventuraba harto
complicada.
Ya en el aire, tras un despegue
retrasado en pista por la confluencia de otros muchos vuelos, al fin esta
señora abrió las páginas de uno de sus semanarios,
atiborrado desde la portada con noticias “muy importantes” acerca de
separaciones, enfermedades, vacaciones idílicas y algún que otro noviazgo, todo
ello sustentado en nombres de personajes y rostros que me eran básicamente
desconocidos. Y ahí comenzó su primera “letanía” para el protagonismo
comunicativo. Noticia o titular que leía, la comentaba con voz suficientemente
elevada para reclamar la atención de sus compañeros de fila. Mientras, yo me
esforzaba en continuar la lectura del libro que sostenía entre mis manos. El
otro señor, que no pronunciaba palabra alguna, sólo movía, lenta y
horizontalmente el cuello, como gesto cortés a las peroratas y comentarios con
que nos “obsequiaba” nuestra vecina común. Pronto cerró esta primera revista y
cambió la temática de su exposición. Ahora tocaba hablarnos sobre su vida, con detalles y contenidos desde su más
tierna infancia, obviamente muy alejada en el tiempo por la traición
testimonial de su epidermis. Resultó que era de la castellana provincia de
Ávila, donde residía desde siempre. Desde muy joven estuvo al frente de una
mercería y tienda de regalos (había sido propiedad de su padre) ahora cerrada
por las vacaciones de agosto. A pesar del aire acondicionado que soplaba con
fuerza desde los proyectores superiores, comenzó a obsequiarnos con una
demostración de abanico, manejado con una más
que evidente energía compulsiva.
Entre los cuarenta y cuarenta y
cinco minutos desde el inicio del vuelo, nuestro aparato entró en una incómoda zona de turbulencias. Al principio, las vibraciones y
movimientos del fuselaje fueron pequeñas y aceptables. Pero, de inmediato, las
brusquedades y la desestabilización que nos provocaba las ráfagas y remolinos
del aire se hicieron inquietantemente incómodas. En términos aeronáuticos,
estos movimientos que desestabilizan el discurrir de los vuelos, se califican o
computan en seis grados (de menor a mayor gravedad). Los pilotos tienen
establecido “soportar” hasta el nivel de grado 2. Si este nivel se supera,
suelen buscar posiciones de vuelo a mayor o menor altura (entre los nueve y
once kilómetros, en que habitualmente lo hacen). Algunos vasos a medio
consumir, de cafés y refrescos servidos como obsequio, terminaron por volcarse.
Los baches que iba acometiendo el aparato, por las diferencias y alteraciones
meteorológicas, provocaron un indisimulado ambiente de pánico, reflejado por un
silencio de temor, casi total, en los viajeros. Sobre todo porque las
turbulencias continuaban bamboleando, una y otra vez, el avión. Los cinturones de seguridad fueron
de nuevo ajustados en los cuerpos, por mandato del piloto o comandante de
vuelo, que balbuceaba palabras técnicas, escasamente tranquilizadoras. El nivel
de intensidad luminosa, en la zona de los viajeros, bajó de potencia y, en un
par de ocasiones, bombillas y focos se apagaron totalmente, dejando un ambiente
crispado y sombrío entre movimientos laterales y caídas bruscas en los números
marcados por el altímetro. Supongo que las pulsaciones de todos los pasajeros se
aceleraron. Posiblemente también, los pensamientos individuales se
descontrolaron, pues nuestro vehículo aéreo cada vez temblaba y se agitaba más.
Berta era una de las escasas
viajeras que continuaba con sus comentarios y frases, centrados ahora monográficamente
en su persona. Como percibió que, desde hacía bastante rato, ninguno de sus
compañeros de asiento le hacíamos el menor caso, comenzó a rebuscar dentro de
su bolso algo que no le fue fácil encontrar. Al fin, de un pequeño bolsillo, sacó
un rosario de cuentas en color rosa y azulado.
Ahora tocaban los rezos de su devoción mariana, pronunciado a viva voz, para
que todos los de su entorno apreciáramos la firme convicción de su fe. Entre
los nervios desatados por la intensa y desbocada ración de turbulencias y la
cadena mística de jaculatorias, intercaladas con los “madrecitas….”
“virgencitas…..” llegaron las letanías y misterios de toda naturaleza,
recitados ahora ya no solo por ella. Un eficaz colaborador, de voz grave y
entonación monacal le acompañaba. ¿Quién podía ser? Pues…. nuestro común
compañero de fila en ventanilla, que vio un terreno propicio para hacer
explícitas sus convicciones y creencias para esos tiempos o momentos aciagos en
la dificultad. Una voz desde el fondo del avión (que continuaba con sus
vibraciones rítmicas) bramó con potencia para encontrar destino en los oídos de
la mujer orante: “Te
quieres callar ya, beata histérica. Me estás poniendo de los nervios. Los rezos
en la iglesia”. Mi devota compañera, sintiéndose ofendida, intentó
levantarse y volverse para responder. Pero como su muy generosa masa corporal
estaba parcialmente atada al asiento, por el sufrido cinturón de seguridad, al
tratar de incorporarse perdió el equilibrio y estabilidad, yendo a caer con su cuerpo
doblado sobre el señor de su derecha que ahora utilizaba el latín para sus
rezos y advocaciones devotas. El susto que se llevó, al verse con el orondo
medio cuerpo de Berta encima fue de campeonato. Las risas del respetable
templaron en algo los nervios tensionados por el duro vaivén meteorológico.
Al fin el piloto, con manifiesta
destreza, modificó los planos en altura del avión, consiguiendo mejorar, de
manera notable, el susto que todos llevábamos en el cuerpo y en las
conciencias. Es probable que pasáramos del nivel dos, en esa escala indicadora
para las turbulencias eólicas. Un sosiego, igualmente nervioso, inundó nuestra
amplia cabina (cerca de doscientos viajeros). Comentarios entrecortados,
perentorios viajes al servicio, suspiros aliviados y un ir de acá para allá de
las azafatas, con sus uniformes azules y blancos, regalando sonrisas y
atenciones por doquier, nos permitió ir recuperando unas constantes estimables
de normalidad. Personalmente, siempre tuve,
para esos veintitantos minutos de desasosiego,
la imagen placentera de un recorrido en tren, ahora con un AVE cómodo, seguro,
puntual y con una rapidez en el desplazamiento cercano a los 300 kms/h,
velocidad que hace competir sus servicios con el avión, para distancias ajenas
a la servidumbre oceánica. La estabilidad de los servicios ferroviarios sobre
las vías es más que elogiable.
El aterrizaje en el aeropuerto de
destino sólo se vio condicionado por un intenso dolor y presión en los oídos,
hecho que suele producirse cuando el avión vuela a una altura más baja, a fin
de irse aproximando a la pista que le debe recibir en tierra. Un tanto más
comedida mi vecina abulense, tras su continuo “espectáculo” en esas casi tres
horas de viaje, se dirigió una vez más hacia mí, comentándome,
a modo de despedida, alguna confidencia que me permitió entender algo mejor su
abrumado y molesto comportamiento. Básicamente me dijo que llevaba dos
años separada del que había sido su marido durante treinta y un años. Que ese
“fulanón” (sic) la había estado engañando con una vecina de barrio durante
largo tiempo, hasta que una carta anónima le puso sobre aviso de la situación.
Que, desde ese “terrible” episodio, se sentía totalmente desequilibrada y con
tratamiento médico psiquiátrico. Al no tener hijos, su soledad era aún más
pronunciada. Le habían recomendado hacer este viaje para las vacaciones en
agosto…… “En fin Sra. Lamento todo lo que
le ocurre, pero entienda que hemos de dirigirnos, con prontitud, a la cinta
donde nos van a devolver nuestros equipajes. Confío que pase unos felices días
de vacaciones”. Afortunadamente, pude comprobar que no formaba parte de
nuestro grupo, cuando el autocar nos trasladaba al hotel de la isla.
El problema iba a ser para el viaje de vuelta. Como medida precautoria, me
propuse estar en la primera línea de fila, ante el mostrador de facturación de
las maletas. Ese día, una vez efectuado el
check-in y mientras me dirigía al preceptivo control policial, divisé a
Berta que llegaba a lo lejos, discutiendo con una persona que portaba su
carrito portaequipajes camino de la ventanilla de facturación. Llevaba un atuendo
colorista y veraniego, mientras su tez se mostraba intensamente bronceada. No
había perdido gramos, entre playas y excursiones, sino todo lo contrario. La
cola de personas en espera era, afortunadamente, aún bastante larga. Aceleré mi paso,
perdiéndome entre otros viajeros y los sonidos de los mensajes que difundían
los altavoces del aeropuerto. Difícilmente íbamos a coincidir como compañeros
de asiento, en nuestro retorno a Madrid. Me sentí entonces muy aliviado.-
José L. Casado Toro (viernes 14 septiembre, 2012)
Profesor
http://www.jlcasadot.blogspot.com/
jlcasadot@yahoo.es
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